Psicología de las anormalidades

En caso de emergencia (Randall Garrett)

Randall Garrett (1927-). Autor de diez novelas de ciencia ficción y de más de doscientos relatos cortos, Randall Garrett fue uno de los pilares fundamentales de Analog durante los años sesenta. De hecho, algunos le acusaron de no ser más que la voz novelesca de John W. Campbell, Jr., el estricto y voluntarioso director de la revista. Sin embargo; paradójicamente, Analog demostró ser también el caldo de cultivo de la creación más famosa de Garrett, Lord Darcy. Las obras de esta serie son: Too many magicians (1967), Murder & magic (1981) y Lord Darcy investigates (1981). El éxito de estas obras ha conducido a una relectura crítica de sus demás trabajos y a la aparición de su primera recopilación de relatos, titulada The best of Randall Garrett (1982).

En su oficina, situada en el último piso del edificio de la embajada de Terra en Occeq City, Bertrand Malloy hojeaba distraídamente los expedientes de los cuatro nuevos hombres que acababan de asignarle. Eran típicos ejemplares de la clase de hombres que le enviaban, pensó. Lo cual significaba, como siempre, que eran atípicos. Todo hombre del cuerpo diplomático que exteriorizaba algún temblor o alguna mueca era embarcado hacia Saarkkad IV a fin de que trabajara para Bertrand Malloy, embajador permanente de Terra ante Su Gran Munificencia, El Occeq de Saarkkad.

Como ejemplo, cabía considerar al primero de ellos. Malloy deslizó los dedos a lo largo de las columnas de complejos símbolos que mostraban el análisis psicológico completo del hombre. Paranoia psicopática. El hombre no era propiamente un loco; la mayor parte del tiempo podía ser tan lúcido como cualquiera. Pero sospechaba patológicamente que todo el mundo estaba en su contra. No confiaba en nadie, y estaba continuamente en guardia contra imaginarias conspiraciones y persecuciones.

El número dos sufría algún tipo de bloqueo emocional que lo dejaba continuamente en las garras de un dilema u otro. Era psicológicamente incapaz de tomar una decisión si se enfrentaba con dos o más alternativas de cierta importancia.

El número tres…

Malloy suspiró y apartó a un lado los expedientes. No había dos hombres iguales y, sin embargo, a veces parecía haber una eterna similitud entre ellos. Por ejemplo, él se consideraba único, pero al fin y al cabo, ¿no residía ahí la similitud básica?

Tenía…, ¿qué edad tenía? Echó una ojeada a la esfera del calendario terrestre correlacionado automáticamente con el de Saarkkad, situado justo encima. Cincuenta y nueve años. ¿Y qué podía presentar a cambio, aparte de unos músculos fláccidos, una piel colgante, la cara arrugada y el cabello gris?

Bueno, por lo menos tenía un excelente historial en el Cuerpo. Era uno de los mejores en su terreno y tenía sus recuerdos de Diana, muerta diez años atrás, pero todavía bella y viva en su memoria. Y —sonrió suavemente para sí— tenía a Saarkkad.

Miró hacia el techo, y mentalmente hizo que su mirada penetrara más allá, en el azul del cielo.

Fuera estaba el terrible vacío del espacio interestelar, un gran abismo infinito, abierto, capaz de tragarse hombres, naves, planetas, soles y galaxias enteras sin llenar su insaciable hueco.

Malloy cerró los ojos. En alguna parte, allá afuera, una guerra hacía estragos. No le gustaba pensar en ello, pero era preciso tenerla presente. En alguna parte, allá afuera, las naves de la Tierra estaban alineadas contra las naves de Karn, en la guerra más importante que la humanidad hubiese mantenido jamás.

Y Malloy era consciente de que su papel en la guerra no carecía de importancia. No estaba en la línea de batalla, ni siquiera en una importante línea de producción, pero era imprescindible mantener el suministro de drogas procedente de Saarkkad, y eso suponía mantener buenas relaciones con el Gobierno saarkkadiano.

En su apariencia física, los saarkkadianos eran humanoides, si es que uno aceptaba que este concepto abarcase un amplio abanico de diferencias; pero sus mentes no seguían una línea de pensamiento similar a la de los humanos.

Durante nueve años, Bertrand Malloy había sido embajador en Saarkkad y, a lo largo de esos nueve años, ningún saarkkadiano le había visto jamás. Haberse mostrado ante uno solo de ellos habría significado una inmediata pérdida de prestigio.

Para la forma de pensar de los saarkkadianos, un funcionario importante era un ser distante. Cuanto mayor fuera su importancia, mayor debía ser su aislamiento. El propio Occeq de Saarkkad nunca era visto salvo por un puñado de nobles escogidos, los cuales, a su vez, sólo eran vistos por sus inmediatos subordinados. Eso suponía un modo de hacer negocios largo y alambicado, pero era el único modo de negociar con los saarkkadianos. Violar la rígida estructura social de Saarkkad significaría el cese inmediato del suministro de productos bioquímicos que los laboratorios saarkkadianos producían a partir de plantas y animales nativos; productos que eran vitalmente necesarios para la guerra de la Tierra y que no podían ser reproducidos en ningún otro lugar del universo conocido.

Era responsabilidad de Bertrand Malloy el asegurar un nivel de producción elevado, y conseguir que los materiales fluyesen ininterrumpidamente hacia la Tierra, sus avanzadas y sus aliados.

En circunstancias normales, el trabajo hubiera sido extraordinariamente simple, ya que los saarkkadianos no eran en absoluto difíciles de tratar. Una plantilla de personal de primera categoría podría haberlos manejado casi sin esfuerzo.

El problema era que Malloy no tenía a su disposición personal de primera categoría. Ese tipo de personas no podían ser retiradas de tareas que requiriesen su capacidad a plena dedicación. No resulta económico desperdiciar a un hombre en una tarea que puede hacer casi sin esfuerzo cuando hay otras más esenciales que pueden necesitar toda su atención.

De modo que a Malloy le tocaban las piezas desechadas. No las peores, desde luego, ya que había lugares en la galaxia todavía menos importantes para el desarrollo de la guerra que Saarkkad. Y Malloy era consciente de que, cualesquiera que fueran los defectos de un hombre, mientras conservase la habilidad mental suficiente como para vestirse y llegar a su lugar de trabajo, podía encontrársele una tarea adecuada para él.

Las taras físicas no suponían un problema. Un ciego puede trabajar a sus anchas en la total obscuridad de un laboratorio de revelado de filmes infrarrojos. La pérdida, parcial o total, de miembros podía ser compensada de un modo u otro.

Las taras mentales ya eran otra cuestión, aunque no resultaba del todo imposible el paliarlas. En un mundo que carecía de alcohol no era difícil controlar a un dipsomaniaco; y más valía que no intentase fermentar su propio licor en Saarkkad, a menos que se trajese su propio fermento…, cosa que resultaba imposible dadas las normas de esterilización.

Pero a Malloy no le bastaba con minimizar las taras mentales; le gustaba hallar lugares en los que esos hombres resultaran útiles.

Sonó el teléfono. Malloy lo descolgó con un gesto que denotaba su práctica.

—Aquí Malloy.

—¿Señor Malloy? —preguntó una voz cautelosa—. Han enviado un teletipo desde la Tierra con una comunicación especial para usted. ¿Debo llevársela?

—Sí, señorita Drayson, tráigala.

La señorita Drayson era uno de esos casos. Era incomunicativa. Le gustaba recoger información, pero le costaba un gran esfuerzo cederla una vez se había apoderado de ella.

Malloy la había convertido en su secretaria particular. Nada, absolutamente nada, rebasaba los límites de su oficina sin una orden directa de él mismo. A Malloy le había costado bastante tiempo conseguir inculcar en la mente de la señorita Drayson que estaba muy bien —e incluso era preferible— el impedir que cualquiera, excepto Malloy, se enterase de los secretos.

La señorita Drayson entró. Era una mujer en la mitad de la treintena, bastante atractiva. Con la mano derecha sostenía unos papeles, los cuales agarraba como si alguien fuese a intentar quitárselos antes de que pudiera entregárselos a Malloy.

Los depositó cuidadosamente sobre la mesa.

—Si llega algo más se lo haré saber enseguida, señor —dijo—. ¿Alguna otra cosa?

Malloy permitió que se quedase allí de pie frente a él, mientras leía el comunicado. Sabía que su secretaria deseaba conocer su reacción, pero, no había nada que objetar, pues nadie podría saber por ella cuál había sido, a menos que él le ordenase que se la contase a alguien.

Leyó el primer párrafo, y sus ojos se abrieron de asombro, involuntariamente.

—Armisticio —dijo en voz muy baja, casi inaudible—. Existe una posibilidad de que la guerra termine.

—Sí, señor —dijo la señorita Drayson, sin inflexión.

Malloy leyó el mensaje hasta el final, intentando no perder el control de sus emociones. La señorita Drayson seguía allí erguida, tranquila, con el rostro inexpresivo como una máscara; sus emociones eran un secreto.

Cuando acabó, Malloy levantó la vista.

—En cuanto tome una decisión se lo haré saber, señorita Drayson. No creo que sea necesario recomendarle que esta noticia no salga de aquí.

—Desde luego que no, señor.

Malloy la vio salir sin verla realmente. La guerra había terminado…, al menos por el momento. Volvió la vista al comunicado.

Los karna, a los que poco a poco se iba obligando a retroceder en todos los frentes, pedían la paz. Solicitaban una conferencia para firmar un armisticio… inmediatamente.

También la Tierra quería la paz. Una guerra interestelar resulta demasiado costosa como para permitir que prosiga durante más tiempo del estrictamente necesario, y ésta llevaba ya más de trece años de existencia. Debía conseguirse la paz pero, eso sí, no a cualquier precio.

Lo malo era que los karna tenían fama de ser perdedores en las guerras, pero ganadores en las conversaciones de paz. Se trataba de unos interlocutores inteligentes y, sobre todo, persuasivos. Podían tornar una desventaja en ventaja, y hacer que sus puntos fuertes apareciesen como débiles. Si se salían con la suya en el armisticio, podrían aprovechar la tregua para realizar un rearme, y la guerra se reanudaría al cabo de pocos años.

Sólo en aquel momento podían ser vencidos. Podía obligárseles a permitir una supervisión del potencial de producción, forzarlos al desarme, dejarlos impotentes. Pero si el armisticio les era provechoso…

Por lo pronto, ya les correspondía la iniciativa en lo referente a las conversaciones de paz. Habían enviado una delegación completa a Saarkkad V, el planeta contiguo, a mayor distancia del sol de su Saarkkad, un mundo helado habitado tan sólo por animales de baja inteligencia. Los karna lo consideraban un territorio absolutamente neutral, y la Tierra no podía discutir con fundamento este punto. Además, exigían que la conferencia comenzase en el plazo de tres días, tiempo de la Tierra.

La dificultad radicaba en el hecho de que las comunicaciones interestelares viajaban a una velocidad increíblemente superior a la de las naves. El Gobierno terrestre tardaría más de una semana en llevar una nave hasta Saarkkad V. La Tierra había sido pillada por sorpresa; no se había preparado para un armisticio. De modo que puso objeciones.

Los karna señalaron que el sol de Saarkkad estaba tan distante de Karn como de la Tierra, que se hallaba tan sólo a unos pocos millones de kilómetros de un planeta aliado de la Tierra, y que no decía mucho en favor de la Tierra que ésta se tomase tanto tiempo en prepararse para un armisticio. ¿Por qué no se había preparado con anterioridad? ¿Acaso planeaba proseguir la lucha hasta la total destrucción de Karn?

No habría habido ningún problema si la Tierra y Karn hubieran albergado a las dos únicas razas inteligentes de la galaxia. El tipo de comedia que estaban representando los karna requería una audiencia. Pero por toda la galaxia había otras razas inteligentes, muchas de las cuales habían permanecido tan neutrales como habían podido durante la guerra entre la Tierra y Karn. No tenían ninguna intención de inmiscuirse en una lucha entre las dos razas más poderosas de la galaxia.

Ahora bien, quien venciera en el armisticio se encontraría con que algunos de los mundos que se habían mantenido neutrales estarían a su lado si la guerra estallaba de nuevo. Si los karna jugaban bien sus cartas, la próxima vez serían lo bastante poderosos como para triunfar.

De modo que la Tierra tenía que presentar una delegación para que se entrevistase con los representantes de Karn en el plazo de tres días, o perdería una baza que tal vez llegase a ser un punto vital durante las negociaciones.

Y ahí era donde intervenía Bertrand Malloy.

Había sido nombrado ministro extraordinario y plenipotenciario para la conferencia de paz Tierra-Karn.

De nuevo se quedó mirando al techo.

—¿Qué puedo hacer? —dijo en voz baja.

Al segundo día de haber recibido el comunicado, Malloy tomó una decisión. Pulsó la tecla del interfono y dijo:

—Señorita Drayson, avise a James Nordon y a Kylen Branyek que deseo verles de inmediato. Que pase primero Nordon, y dígale a Branyek que espere.

—Sí, señor.

—Y deje conectado el magnetófono, así podrá archivar luego la cinta.

—Sí, señor.

Malloy tenía la certeza de que su secretaria iba a escuchar de todos modos por el interfono, así que era mejor autorizarla a que lo hiciera.

James Nordon tenía treinta y ocho años, y era un hombre alto y de anchas espaldas. Su cabello comenzaba a platear en las sienes, y su hermoso rostro mostraba una expresión fría y eficiente.

Con un gesto, Malloy le indicó que tomara asiento.

—Nordon, tengo una tarea que asignarle. Sin duda será uno de los trabajos más importantes que haya realizado en su vida. Puede suponer muchas ventajas para usted…, promociones y prestigio, si lo lleva a cabo adecuadamente.

—Sí, señor —dijo Nordon, mientras asentía lentamente con la cabeza.

Malloy le explicó cuáles eran los puntos conflictivos con respecto a las conversaciones de paz con los karna.

—Precisamos un hombre que sea capaz de superarlos en astucia —concluyó Malloy— y, tras estudiar su expediente, me parece que es usted ese hombre. No hace falta que le diga que es arriesgado. Si toma malas decisiones, su nombre será denigrado en la Tierra. Sin embargo, me consta que no será así. ¿Acaso quiere estar implicado en operaciones de poca monta toda su vida? Por supuesto que no. Dentro de una hora partirá hacia Saarkkad V.

Nordon volvió a asentir.

—Sí, señor; de acuerdo. ¿Voy a ir solo?

—No, llevará usted un ayudante…, un hombre llamado Kylen Branyek. ¿Ha oído hablar de él alguna vez?

Nordon negó con la cabeza.

—No, que yo recuerde.

—Bien, no importa. Se trata de un profesional bastante astuto. Es un experto en legislación interestelar, y puede detectar una trampa a un kilómetro de distancia. Por supuesto, usted tendrá el mando, pero deseo que preste una especial atención a sus consejos.

—No dude que así lo haré, señor —afirmó, agradecido, Nordon—. De hecho, un hombre así puede resultar muy útil.

—De acuerdo. Ahora diríjase a la antesala contigua. He preparado un sumario de la situación, y deberá usted metérselo en la cabeza antes de que parta la nave. No es mucho tiempo, pero son los karna los que tienen la sartén por el mango.

En cuanto Nordon hubo salido, Malloy dijo suavemente:

—Envíeme a Branyek, señorita Drayson.

Kylen Branyek era un hombre menudo, con un cabello color marrón rata, que llevaba aplastado contra su cráneo, y unos ojos duros, obscuros y penetrantes, ensombrecidos por unas espesas y protuberantes cejas. Malloy le pidió que se sentara.

También a él le explicó el asunto de la conferencia de paz.

—Evidentemente, a cada momento tratarán de engañarnos —explicó—. Son astutos y traicioneros; por esa razón, nosotros estamos obligados a ser todavía más astutos y traicioneros que ellos. La tarea de Nordon consiste en permanecer tranquilo y evaluar los datos; la suya será detectar los agujeros que vayan dejando para su propio beneficio y taponarlos. No discuta con ellos, pero no se muestre demasiado amistoso tampoco. Si ve alguna trampa, avise inmediatamente a Nordon.

—Descuide señor Malloy, no dejaré pasar nada por alto.

Para cuando llegó la nave de la Tierra, la conferencia de paz duraba ya cuatro días. Bertrand Malloy disponía de informes completos de todas las conversaciones, que le habían sido enviados desde la nave que llevara a Nordon y Branyek a Saarkkad V.

El ministro de Relaciones Exteriores Blendwell hizo un alto en Saarkkad IV antes de pasar a Saarkkad V para tomar la dirección de la conferencia. Era un hombre alto y delgado, con unos ralos mechones de cabellos grises en un cráneo bastante mondo, por otra parte, y lucía una ancha sonrisa profesional que no armonizaba demasiado con sus calculadores ojos.

Tomó la mano de Malloy y la estrechó efusivamente.

—¿Cómo está usted, señor embajador?

—Muy bien, señor ministro. ¿Qué tal va todo por la Tierra?

—Pues hay una gran tensión. Están ansiosos por conocer lo que sucede en Cinco. Y también yo lo estoy, desde luego —su mirada denotaba curiosidad—. De modo que decidió no ir usted personalmente, ¿eh?

—Me pareció que sería lo mejor. Así que envié un buen equipo. ¿Le gustaría ver los informes?

—¡Desde luego que sí!

Malloy se los entregó, y se dedicó a contemplar al ministro, mientras éste leía. Blendwell era un político elegido, y Malloy tenía que admitir que era una buena persona; sin embargo, no conocía los vericuetos del Cuerpo Diplomático.

Cuando acabó su lectura, el ministro alzó la vista y dijo:

—¡Increíble! ¡Les han parado los pies a los karna en cada uno de los puntos! ¡Han logrado vencerles! ¡Han superado al mejor equipo de negociadores que los karna podían enviar!

—Bueno, confiaba en que así lo hiciesen —dijo Malloy, tratando de adoptar un aire modesto.

Los ojos del ministro se entrecerraron.

—He oído hablar de la labor que está usted realizando aquí con… hombres enfermos. ¿Es éste uno de sus…, ejem…, éxitos?

Malloy asintió con la cabeza.

—Eso creo —dijo—. Los karna nos retaron con un dilema, y yo se lo devolví.

—¿Qué significa eso?

—Nordon tiene un bloqueo mental que le impide tomar decisiones. Si invitase a salir a una chica, le costaría decidir si besarla o no, y esperaría a que ella decidiese por él, en uno u otro sentido. Es de esa clase de personas. Hasta que no le es presentada una decisión clara y única, que no admita alternativas, es incapaz de hacer nada.

»Como habrá podido ver en los informes, los karna nos ofrecieron varias alternativas para cada punto, todas ellas con trampa. Hasta que retrocedieron a una posibilidad única y demostraron que no encerraba trampa alguna, sin duda a Nordon le fue imposible tomar una decisión. Yo había hecho hincapié precisamente en lo esencial que era su decisión. Y precisamente, cuanto más importantes sean las decisiones que ha de tomar, más incapaz se ve de tomarlas.

El ministro asintió lentamente con la cabeza.

—¿Y en cuanto a Branyek?

—Sufre paranoia —dijo Malloy—. Cree que todo el mundo conspira contra él. Y lo bueno del caso es que esta vez lleva razón, porque los karna están conspirando contra él. Cualquiera que sea la opción que presenten, Branyek tiene la certeza de que en alguna parte hay una trampa, y rastrea en su busca. Aun en el caso de que no haya ninguna, los karna no consiguen satisfacer a Branyek, porque éste está convencido de que siempre tiene que haberla…, en alguna parte. Por lo tanto, todos sus consejos a Nordon, al igual que sus preguntas acerca de las posibilidades más absurdas, no hacen sino acrecentar la confusión de Nordon.

»Esos dos hombres están actuando con toda honestidad, haciendo todo lo posible para ganar en la conferencia de paz. Y con su modo de actuar están haciendo tambalearse a los karna, pues éstos pueden ver que no estamos tratando de ganar tiempo, ya que nuestros hombres intentan realmente llegar a una decisión. Sin embargo, lo que los karna no perciben es que esos hombres constituyen un equipo imbatible, ya que, en esta situación, son psicológicamente incapaces de perder.

El ministro de Relaciones Exteriores volvió a mostrar su aprobación asintiendo con la cabeza, pero en su mente todavía quedaba una pregunta por formular.

—Puesto que sabía todo eso, ¿no podía haber manejado usted mismo el asunto?

—Quizás, aunque lo dudo. Es posible que hubieran logrado liarme, atacándome por algún punto débil. Nordon y Branyek también tienen puntos débiles, pero quedan ocultos bajo una armadura. No, me alegro de no haber podido ir. Más vale así.

—¿No haber podido ir, señor embajador?

Malloy se le quedó mirando, y dijo:

—¿Cómo, no lo sabía? Ya me preguntaba por qué me habría elegido a mí. No, no podía ir. La razón de que me halle aquí, enjaulado en esta oficina, escondiéndome de los saarkkadianos, adoptando la costumbre de cualquier pez gordo saarkkadiano, es porque en realidad me gusta que sea así. Sufro de agorafobia y de xenofobia.

»Para meterme en una nave espacial tienen que drogarme previamente, porque me resulta imposible enfrentarme a todo ese espacio vacío, aun cuando un casco de acero me separe de él. Por otra parte —añadió, con una expresión de intensa repugnancia en el rostro—, ¡no puedo soportar a los extraterrestres!