Psicología social

Conductores (Edward W. Ludwig)

Edward Ludwig (1921-). Edward Ludwig nació en Tracy, California, y se graduó en la universidad del Pacífico, en Stockton. Tras hacer el servicio militar como oficial de Guardacostas durante la segunda guerra mundial, trabajó de ayudante de secretario de juzgado, librero y jefe de compras de libros de la universidad Estatal de San José. Autor de unos veinte relatos de ciencia ficción, es asimismo fundador y propietario de Polaris Press. Durante los últimos tres años se ha dedicado en exclusiva a escribir, y actualmente trabaja en The Hammer of the Tyger, una novela corta sobre la regresión del hombre a un estado primitivo.

Inspiró profundamente. Sacó el pañuelo y se secó el sudor de la frente, el bigote y las palmas de las manos.

Su mente acarició la esperanza: Quizá no haya pasado las pruebas. Quizá no quieran darme el permiso.

Abrió la puerta y entró.

La voz metálica de un robot recepcionista murmuró:

—¿Nombre?

—Tom… Tom Rogers.

Clic…

—¿Está citado?

La mirada de Tom Rogers recorrió la multitud de analizadores, ordenadores, tabuladoras y demás aparatos metálicos, los grupos de técnicos y asistentes con sus batas blancas, los ríos interminables de datos registrados que surgían de las bocas situadas en el techo abovedado.

—¿Está citado?

—¡Ah, sí! ¡A las 4.45!

Clic…

—Siga la flecha roja del pasillo Tres, por favor.

Tom Rogers se internó por el pasillo con los ojos muy atentos a las luces destellantes, en forma de flecha, situadas justo bajo la superficie del suelo de cuarcita.

De pronto, se encontró ante un escritorio. Alguien le obligó a sentarse en un sillón anatómico de gomaespuma.

—¿Sorprendido, verdad, muchacho? —tronó una voz grave—. Nada de robots a estas alturas del juego, no señor. Esto requiere el toque humano. ¿Me sigues?

—Ajá.

—Bien, vamos a ver…

El hombre se recostó en su sillón, detrás del escritorio, y se puso a revisar un montón de papeles. Era un tipo barrigudo y calvo, salvo un mechón de cabellos revueltos color castaño rojizo. Sus ojos grises, con una mirada soñadora consecuencia de las gruesas lentillas, resultaban agradables. Cruzándole el pecho llevaba dos filas de Galones de Conductor, de brillante color irisado. También llevaba dos Estrellas de Accidente en bronce, flanqueadas por otras estrellas menores que indicaban reposición de miembros.

Un poco tarde, Tom advirtió una placa en aluminio sobre el escritorio, en la que podía leerse: Harry Hayden, Examinador Final - Humano.

Por favor, Harry Hayden, pensó Tom. Dime que he suspendido. No me tengas en vilo.

Por favor, sé rápido y dime que no he pasado las pruebas.

—No he tenido mucho tiempo para repasar tu informe —musitó Harry Hayden—. Thomas Darwell Rogers. Ocupación: estudiante de periodismo. Soltero. Sin hermanos. Estatura: uno ochenta. Peso: ochenta kilos. Edad: veinte.

Harry Hayden frunció el ceño.

—¿Veinte? —repitió mientras alzaba la vista.

¡Oh, Dios mío, ya estamos otra vez!

—Sí, señor —contestó Tom Rogers.

Las facciones de Harry Hayden se endurecieron.

—¿Has tratado de alistarte anteriormente? ¿Has fallado en las pruebas alguna vez?

—Ésta es mi primera solicitud.

Una súbita hostilidad borró los últimos restos de amabilidad de las facciones de Harry Hayden. Frunció el ceño mientras seguía estudiando el informe.

—Nacido el 18 de julio de 2020. Hoy es 16 de julio de 2041. Dentro de dos días cumples veintiuno. No concedemos permisos a los mayores de veintiuno.

—Lo… lo sé, señor. Los psiquiatras creen que la gente se adapta mejor a Conducir cuando es joven.

—De hecho —le miró torvamente Harry Hayden—, dentro de dos días habrías entrado en la lista de evasores de alistamiento. Nuestro departamento de Roboestadística habría extendido una orden de detención automáticamente.

—Lo sé, señor.

—Entonces, ¿porqué has esperado tanto?

La voz era como el filo de una navaja. Tom se secó un nuevo acceso de sudor de la frente.

—Bueno, verá, uno va dejando las cosas para más adelante y…

—No trates de quitarle importancia a las cosas de esa manera, muchacho. Mira, mis tres hijos han estado ahí plantados a las cinco de la mañana del día que cumplían dieciséis años. Todos y cada uno de ellos. No hablaban de otra cosa desde que tenían doce. Solían jugar a Conductores hasta seis y siete veces al día…

—La mayoría de los chicos son así —dijo Tom.

—¿Tú no?

La hostilidad de Harry Hayden parecía agitarse en su interior como si se tratara de agua hirviendo.

—Claro que sí —mintió Tom.

—No lo entiendo. ¿Dices que querías Conducir, pero no has intentado alistarte?

Tom se retorció en su asiento.

No puedes decirle que los jetmóviles te han dado miedo desde que viste aquel accidente a los tres años. No puedes decirle que, a los siete, viste morir a tu abuelo a bordo de un jetmóvil y que desde entonces ni siquiera has vuelto a tocar un jetmóvil de juguete. No puedes decirle esas cosas porque cinco años de entrenamiento psiquiátrico no te quitaron el miedo. Si los médicos no lo entendieron, ¿cómo iba a hacerlo Harry Hayden?

Tom se mojó los labios. Y no puedes decirle que muchas veces te acostabas rezando por morir antes de los dieciséis, ni cómo suplicabas a papá y mamá para que no te obligaran a alistarte hasta los veinte. No puedes…

De pronto, le vino a la cabeza una inspiración. Apretó los puños.

—Fue…, fue mi madre, señor. Ya sabe cómo son a veces las madres. No les gusta ver que sus hijos crecen. No quieren verles vestidos de uniforme, arriesgándose a morir.

Harry Hayden digirió la explicación durante unos segundos. Pareció tranquilizarse.

—Por todos los diablos, tienes razón. Esther se tomó muy mal las cosas cuando Mark murió en un choque de cinco coches en las afueras de San Francisco. Y cuando Larry se estrelló hace tres veranos en Europa. Esther es mi mujer… Mark era mi hijo menor, y Larry el mayor. —Movió la cabeza y prosiguió—: Pero ahora las cosas ya no son tan duras como antes. Los injertos de órganos y miembros son casi perfectos y, con la electrohipnosis, las operaciones son indoloras. Las únicas muertes ahora son las instantáneas, cuando los médicos no llegan a tiempo. Fíjate, en el último período de cuatro años no murió más que uno de cada diez Conductores.

Una parte de su naturaleza afable volvió a Harry Hayden.

—De todos modos —añadió—, tu vida privada no es asunto mío. ¿Has entendido el contrato de alistamiento?

Tom asintió. ¡Maldito seas, Harry Hayden, déjame salir de aquí! Dime que he suspendido o que he aprobado, ¡pero déjame salir de aquí de una vez!

—¿Y bien? —inquirió Harry Hayden, esperando su respuesta.

—¡Ah!, el contrato de alistamiento. El primer alistamiento es por cuatro años. Renovación en cualquier momento durante el cuarto año a opción del alistado. Mínimo de horas exigido por semana: siete. Uso de armadura no autorizada o armas ofensivas, punible con 5.000 dólares de multa o cinco años de cárcel. Cualquier accidente y/o muerte no presenciado por un jetcóptero de la Jetautopista debe ser comunicado inmediatamente por visifono al Centro Médico y al Arbitro más cercano. ¡Ah, sí! Velocidad máxima: 1.400 kilómetros por hora.

—¡Exacto! ¡Te lo sabes bien, muchacho! —Harry Hayden hizo una pausa mientras se humedecía los labios—. Vamos a ver. Creo que voy a hacerte un par de preguntas más. Éste es tu examen final, ¿comprendes? ¿Qué recuerdas de la historia de la Conducción?

Tom estuvo a punto de contestarle: «Vete a la mierda, gordo idiota», pero sabía que nada de cuanto dijera o hiciera tenía ya ninguna importancia. Lo único importante habían sido las pruebas con los robots de entrenamiento que había realizado durante las tres semanas anteriores.

Como envuelto en una densa niebla, se oyó a sí mismo repitiendo las frases grabadas en su mente por las cintas de historia de la escuela:

—En el siglo XX, la mayoría de los pueblos de la Tierra estaban llenos de odios y frustraciones. La humanidad estaba maldita con una guerra mundial cada generación, aproximadamente. Entre una guerra y otra, los jóvenes no tenían salidas para sus energías y muchos de ellos formaban bandas de delincuentes. Incluso entre la gente adulta se daba un alarmante número de psicosis y neurosis.

»La institución de la Conducción se produjo en 1998, después de que los automóviles fueran declarados obsoletos debido a su gran número. Las Jetautopistas quedaron reservadas para su uso por jóvenes amantes de las emociones.

—¡Exacto! —interrumpió Harry Hayden—. Así, los muchachos tienen todo el riesgo que buscan, y ya no hay delincuentes ni guerras. Cuando uno ha dado un par de paseos matando o casi dejando la vida, uno madura, queda a punto para establecerse y llevar una vida tranquila, como solía suceder entre los veteranos de guerra de otros tiempos. Además, uno queda entrenado para pensar y actuar con rapidez, y se adquiere buen juicio. Y los débiles y poco preparados van siendo eliminados. ¿Entendido, muchacho?

Tom asintió. Un pensamiento se abrió camino entre la capa de miedo que cubría su mente.

—Entendido… hasta cierto punto.

—¿Cómo es eso, muchacho?

A Tom le tembló la voz al hablar, pero no se detuvo:

—Me refiero a que eso es una parte. La otra es que la mayor parte de la gente se aburre consigo misma. Piensan que viajando aprisa podrán escapar de sí mismos. Después de cuatro años de Conducir a 1.200 por hora, descubren que no pueden escapar, así que se resignan. O, a veces, si tienen la fortuna de escapar a la muerte, empiezan a sentirse importantes, después de todo. Entonces no se aburren tanto porque una parte de su mente les dice que son más poderosos que la muerte.

Harry Hayden emitió un silbido.

—¡Eh!, nunca había oído nada parecido. ¿Eso sale ahora en las cintas? No puedo decir que lo haya entendido demasiado bien, pero me parece una buena idea. Sea como sea, Conducir es bueno. Limita el exceso de población, además… Y ahora que Perú ha construido una Jetautopista, se puede llegar a todo el mundo. ¡Sí, señor!

Le lanzó un bolígrafo a Tom y añadió:

—Está bien, muchacho. Firma aquí.

Tom Rogers asió el bolígrafo en un gesto automático.

—¿Eso significa que…?

—Sí, muchacho. Has pasado las pruebas A-l con el robot de entrenamiento. Bueno, algunos de los psicoinformes no son nada apabullantes. Falta de confianza, sentimiento de inferioridad, incapacidad para integrarse. Sin embargo, no hay nada serio. Unas semanas de Conducir te pondrán derecho. Sí, muchacho, has aprobado. Vas a tener tu permiso. Mañana por la mañana estarás en la Jetautopista. Estarás Conduciendo, muchacho. ¡Conduciendo!

¡Oh, Dios mío, Dios mío…!

—Y ahora —dijo Harry Hayden—, querrás ver tu jet, tu Avispa.

—Claro… —murmuró Tom Rogers, balanceándose.

El obeso Harry Hayden se levantó y condujo a Tom por una rampa de aluminita hasta una pequeña plataforma de observación a unos treinta metros sobre el suelo.

Un viento seco de verano besó el cabello de Tom y le escoció en los ojos. Una náusea dio vueltas en su estómago. Se sintió como si estuviera colgado en el borde de un precipicio resbaladizo.

—Ahí está la Jetautopista —dijo Harry Hayden—. Es hermosa, ¿verdad?

—Ajá…

Tom, tembloroso, obligó a sus ojos a mirar el liso y brillante cañón que se abría ante sus pies. El fondo era una cinta de asfalto blanco reluciente, de trescientos metros de ancho, que cortaba la ciudad en una recta inmensa. Sus muros eran taludes de cemento desnudo de treinta metros de altura cuyos bordes reforzados se curvaban hacia adentro sobre la blancura aséptica del asfalto.

Harry Hayden señaló hacia abajo con su mano regordeta.

—Y ahí están las Avispas. ¿Las ves, muchacho? Ahí delante del taller de reparaciones. Una docena de Avispas DeLuxe Super-Jet '41, recién salidas de fábrica, ¡sí, señor! Mañana vais a ser doce los que hagáis el primer viaje.

Tom observó los doce jetmóviles, de silueta parecida a una lágrima aplastada. Los rayos del sol no brillaban sobre su superficie absolutamente negra. Estaban puestos uno al lado del otro, silenciosos e impotentes, insensibles al sol, como balas negras a punto para lanzar a sus futuros ocupantes a un mundo de furia y terror.

El abuelo estaba tan blanco en el ataúd, tan muerto…

—¿Qué sucede, muchacho? ¿Te sientes mal?

—No, no… Claro que no.

—¡Ya lo tengo! —se echó a reír Harry Hayden—. Pensabas que realmente ibas a ver una Avispa. Meterte en ella y probarla, quiero decir. Hoy se ha hecho demasiado tarde, muchacho. El taller está a punto de cerrar. Y, de todos modos, no habrías podido Conducir. Las normas dicen que los nuevos Conductores empiecen por la mañana, cuando estén descansados. Sin embargo, quédate tranquilo: mañana por la mañana te será asignada una de esas Avispas. La entregarán en la terminal más próxima a tu casa. ¿Vives lejos de la terminal?

—A unas cuatro calles.

—Medio minuto por la acera móvil. ¿A qué universidad vas?

—A la Western.

—¡Vaya!, si eso está a 600 kilómetros. ¿Has vivido allí?

—No. Acudía cada día en el monorraíl.

—¡Vamos, eso es para viejas! Debías de tardar más de una hora en llegar, ¿no? Ahora podrás estar allí en menos de treinta minutos. De todos modos, el primer día tómalo con calma. No vayas a más de 600 por hora, pero tampoco vayas a menos. Si lo haces, algún viejo veterano se dará cuenta de que eres un pichón novato e intentará acabar contigo.

De pronto, Harry Hayden se puso en tensión.

—¡Ahí viene una pareja! ¡Mírala, muchacho!

El sordo rumor venía del oeste. Era como de abejas furiosas.

Dos puntos negros aparecieron a lo lejos en la cinta blanca. El rumor se hizo más y más fuerte. Los puntos se hicieron más y más grandes. Para Tom, la estéril Jetautopista se transformó en un albergue del horror, en un anfiteatro de la muerte.

Más fuerte y más grandes…

Bruuum…

Pasaron.

—¿Qué, muchacho, te ha gustado? ¡Esos van a romper la barrera del sonido o no me llamo Harry Hayden!

Las manos de Tom, con los nudillos blancos, se asieron a una barandilla para sostenerle. ¡Señor!, me voy a poner malo. Voy a vomitar.

—Pero espera a las cinco de la tarde o a las nueve de la mañana. Entonces sí que hay tráfico. ¡Entonces sí que se ve a gente que Conduce de verdad!

Tom tragó en seco.

—¿Hay un retrete por aquí?

—¿Qué sucede, muchacho?

—Un baño, un retrete…

—¿Qué te pasa? Realmente pareces enfermo. ¿Demasiada excitación, quizás?

Tom se movió frenéticamente.

Harry Hayden señaló un rincón mientras sus rasgos regordetes reflejaban que, lentamente, iba comprendiendo la situación.

—Después de la rampa, a la derecha.

Tom Rogers llegó justo a tiempo…

Muchas voces:

«¡Feliz Conducción,

feliz Conducción,

feliz Conducción, querido Toooom…» (pausa)

«feliz Coon…» (floreo) «…ducción!»

Una explosión de risas. Unos rostros radiantes se aproximan, un montón de manos se extienden hacia él.

Mamá fue la primera en abrazarle. Bajo la gruesa capa de maquillaje, su pequeño rostro estaba pálido. Su cuerpo, firme y redondeado, parecía el de una muchacha con aquel vestido de crujiente seda marciana, pero sus ojos azules parecían tristes y en su voz había un temblor de angustia.

—¿Has aprobado, Tom? —preguntó suavemente.

Tom torció el gesto. ¿Qué temía su madre: que hubiera pasado las pruebas…, o que no las hubiera superado? No estaba seguro.

Antes de que pudiera responder, intervino el padre de Tom, con aire jocoso:

—¡Hoy día aprueba todo el mundo, menos los tullidos y los idiotas!

Tom intentó unirse al coro de risas.

—¿Has aprobado, verdad, hijo? —dijo el padre, ahora en voz más baja.

—He aprobado —asintió Tom con una sonrisa forzada—. Pero, papá, no quería ninguna fiesta sorpresa. Realmente, yo…

—Tonterías —interrumpió su padre, recobrando la compostura—. Éste es el momento más feliz de nuestras vidas… O, al menos, debería serlo.

El padre sonrió. En sus recias facciones, enmarcadas de canas, parpadeó un súbito aire de comprensión, íntimo y suave. Por un instante, Tom sintió que no estaba solo.

Después, la amistosa expresión se difuminó y el padre reanudó su papel de hombre orgulloso y satisfecho de su hijo. La luz se reflejaba en sus tres hileras de Galones de Conductor. En el centro llevaba el Galón Azul de Honor, como una flor azul en un jardín frondoso de Estrellas de Accidente de bronce, Galones de Fallecimientos carmesíes y Cabezas de Muertes de plata.

En un momento de desesperación, Tom se volvió hacia su madre. Ésta mostraba todavía un aire de tristeza en el rostro, pero parecía ocultarlo con una expresión de orgullo maternal. ¿Cómo era eso que le había dicho cierta vez? Tom lo recordó: «Pensar en que vas a ser un Conductor es terrible, Tom, pero sería cien veces más terrible ver que no llegaras a serlo».

Ahora se daba cuenta de que estaba solo, de que su padre y su madre eran unos extraños. Después de todo, ¿cómo podía una persona, atrincherada en su pequeño mundo de tranquilidad y seguridad, conocer realmente el temor y la soledad de otro?

—Una pequeña fiesta —decía el padre—. No serías un Conductor si no te hiciéramos una fiesta por todo lo alto. Están aquí todos nuestros amigos. El tío Mack y la tía Edith, y Bill Ackerman y Lou Dorrance…

No, papá, pensó Tom. Esos no son nuestros amigos, sino los vuestros. ¿No recuerdas que un hombre de veinte años que no sea Conductor no tiene amigos?

Un hombre flaco que parloteaba sin cesar se interpuso entre Tom y su padre. Tom advirtió que tío Mack parloteaba, dirigiéndose a él.

—Sabía que lo harías, Tom. Nunca creí a esos que decían que tenías miedo. Naturalmente, mi hijo se alistó cuando sólo tenía diecisiete años. Ahora ha pasado ya de los treinta, pero todavía Conduce de vez en cuando. Tiene un permiso especial, ¿sabes? Esta última semana…

—¡Un brindis por nuestro nuevo Conductor!

Murmullos de alegría. Tintinear de vasos. Glu-glús de líquidos.

Alguien hizo sonar un acorde al piano. Se alzaron unas voces:

«Conduciendo irá,

Conduciendo irá,

al Infierno y vuelta en un ataúd negro

Conduciendo irá.»

Tom apuró su copa de champaña. Un agradable calorcillo le llenó el estómago y un satisfactorio aturdimiento amortiguó la aguda punzada del miedo.

Sonrió con amargura.

En el corazón humano había amabilidad y buenos sentimientos, pensó, pero también había, como pequeñas llamas inextinguibles, ferocidad y salvajismo. ¿Qué otra cosa cabía esperar de una raza que apenas hacía unos miles de años que había superado la Edad de Piedra?

Por la imaginación de Tom pasaron unas sombrías escenas:

El hombre primitivo bailando alrededor de un fuego del Paleolítico, entonando una invocación a dioses extraños que pudieran ayudarle en la batalla del día siguiente contra los peludos guerreros del Sur.

El gladiador romano, de pecho grande como un tonel, con su tridente y su red, entrando en el gran circo monumental.

El caballero de armadura plateada, con el guantelete cubriéndole la mano, entrando en el recinto del torneo rodeado de estandartes.

El defensa de hombros cuadrados saltando, bajo un alud de animadores, al terreno de juego del estadio del siglo XX.

El hombre necesitaba un reto a sus capacidades, una prueba de sus fuerzas. El impulso por el combate y el amor al peligro eran tan innatos como el deseo de vivir. ¿Quién era él para decir que la ley de la Conducción era injusta?

Sin embargo, le recorrió un escalofrío.

Y los cantantes prosiguieron:

«A mil kilómetros por hora,

a mil kilómetros por hora,

los ángeles lloran y los demonios suspiran

a mil kilómetros por hora…»

La terminal de jetmóviles era como el cubil de unos tigres negros, encadenados y rugientes. Los ayudantes, con sus monos de trabajo blancos, iban de coche en coche tocando con manos expertas los controles de los motores atómicos e insuflando a cada vehículo una nueva y poderosa vida.

Con el rostro ceniciento y pálido y aún temblando bajo el frío de la mañana, Tom Rogers entregó un volante de identificación al empleado.

—Está bien, muchacho —murmuró el tipo, que tenía cara de ratón—. Ahí tienes tu Avispa. Hangar 17. Recién salida de fábrica, totalmente nueva. Buena suerte.

Tom contempló horrorizado la rugiente bestia metálica.

—Pero recuerda —le dijo el empleado—, no trates de causar ninguna muerte ya durante el primer día. La mayoría de los Conductores, por otro lado, no salen a ganar un Galón cada día. Muchos sólo quieren ir al trabajo o a la escuela, y pasar un viaje entretenido.

Un viaje entretenido, pensó Tom. ¡Santo cielo!

Junto a él pasó un grupo de Conductores uniformados de negro. Se detuvieron a la entrada de sus hangares, se colocaron los cascos protectores y los cinturones de seguridad, y se ajustaron las gafas. Eran como guerreros primitivos, como arrogantes gladiadores romanos, como caballeros en sus armaduras, como defensas de rugby. Eran formidables y profesionales.

A Tom se le disparó la imaginación.

Por las barbas de Júpiter, venceremos a Atila y sus bárbaros. Demostraremos que somos merecedores de ser llamados hombres y romanos… ¿El Caballero Rojo? Juro, madre, que su sangre conocerá el acero de esta lanza… No temas, padre. Esos malditos alemanes y japoneses no me pondrán la mano encima… Vedme en la tele, muchachos. Hoy haré tres tantos, ¡os lo prometo!

La voz del empleado le hizo volver a la realidad.

—¿A qué esperas, muchacho? ¡Adentro!

El corazón de Tom aceleró su latir. Notó en las sienes el cálido pulso de la sangre.

La Avispa estaba debajo de él como un ataúd abierto que le esperaba.

Vaciló.

—¡Hola, Tom! —dijo una voz casi infantil—. ¡Apuesto a que llego antes!

Tom parpadeó y contempló a un chico de diecisiete años, de constitución pequeña y cabello revuelto, que pasaba ante el hangar. Ahí estaba Larry Miles, un alumno de primer curso de la Western.

Un muchacho enjuto y de rostro granujiento transformado de pronto en un guerrero ataviado de negro. ¿Cómo podía ser?

—Está bien —respondió Tom, mordiéndose el labio.

Volvió a mirar la Avispa. De nuevo le invadió una sensación de vértigo.

Puedes decir que te sientes mal, se dijo. Ya ha sucedido otras veces; la resaca de la fiesta. Claro que sí. Mañana te sentirás mejor. Si pudieras disponer de un día más. Sólo un día…

Otras Avispas se encaminaban ya hacia la cinta de asfalto como esbeltos gatos negros embarcando para un vuelo sin sentido. Uno tras otro, los jetmóviles iban partiendo entre rugidos y gruñidos, escupiendo una llamarada escarlata por sus propulsores traseros.

Si esperaba diez minutos más, quizás el tráfico se haría más fluido. Podía tomarse un café y dejar que le adelantaran todos los que a las nueve tenían que estar en el trabajo.

No, maldita sea. Hay que superar eso. Si te estrellas, te estrellas. Si te matas, te matas. Como el abuelo y un millón de Conductores más.

Apretó los dientes y luchó por superar el vértigo que le invadía. Colocó el cuerpo en la cabina de la Avispa, notó el empuje de una energía increíble bajo los controles de acerita. En comparación con aquel vehículo, los antiguos Jetmóviles de entrenamiento eran unos juguetes para niños.

Un empleado cerró la cubierta corrediza de plexita. Delante, un práctico-guía movió la bandera azul para indicarle que partiera.

Tom pulsó el contacto. Sus temblorosas manos se apretaron en torno a la palanca de conducción. La Avispa se lanzó hacia delante, vibrando al entrar en el campo-guía electromagnético de la Jetautopista.

Empezó a Conducir…

Cien kilómetros por hora. Doscientos. Trescientos.

Tom Condujo por el gran valle de asfalto. Dentro de las gafas le goteaba el sudor, mojándole el cristal plástico. Se las quitó. La refulgente blancura le hizo daño en los ojos.

Los jetmóviles pasaban rugiendo junto a él. Las turbulencias del aire a su paso desestabilizaban su propio vehículo. Tenía blancos los nudillos de las manos, todavía asidas desesperadamente de la barra de Conducción.

Recordó el consejo de Harry Hayden: «No vayas a menos de 600. Si lo haces, algún viejo veterano sabrá que eres un pichón novato e intentará sacarte de en medio».

¡Dios santo! Seiscientos.

Sin embargo, de una manera extraña, una dosis de coraje fue abriéndose paso en su mente paralizada por el miedo. Si Larry Miles, un chiquillo de diecisiete años con el rostro lleno de granos, podía hacerlo, él también lo haría. Claro que sí, se dijo Tom.

Su pie apretó el acelerador. Los motores atómicos ronronearon satisfactoriamente.

A la derecha, observó la presencia caleidoscópica de una giroambulancia blanca. Un grupo de bestias metálicas yacía apiñado en la banda de emergencia como hormigas negras dando cuenta del cadáver de otro insecto.

Igual que el abuelo, pensó. Como en esos dos momentos del oscuro pasado, esos instantes de llamaradas furiosas, de muertes terribles y de temor infantil.

Zummm…

Pasó otro coche. La escena se perdió, transformada en un racimo de puntos negros en el radarscopio retrovisor.

Se le revolvió el estómago y, por un instante, creyó que iba a vomitar otra vez.

Sin embargo, más fuerte que su horror era ahora el creciente odio que sentía por su mismo miedo. Su cuerpo se puso en tensión como si estuviera enfrentándose a un enemigo físico. Combatió contra sus recuerdos, intentó expulsarlos al olvido de los tiempos perdidos, intentó dejarlos atrás, tal como había hecho su Avispa con aquel montón de bestias metálicas.

Respiró profundamente. Finalmente, no iba a ponerse malo otra vez. Quinientos, ahora. Seiscientos. Había alcanzado esa velocidad sin enterarse. Ahora la mantendría constante. Por el carril de la derecha. Si Larry Miles puede hacerlo, tú también.

Zuuum…

¡Dios mío, de dónde habrá salido ése!

Sólo diez minutos más y habrás llegado. Al llegar a la universidad hay que dar vuelta a la derecha, el piloto automático se cuidará de eso. No tendrás que ponerte en el carril de velocidad rápida.

Se limpió el sudor de la frente. No está tan mal eso de Conducir. Como bien había dicho Harry Hayden, los Conductores asesinos salen sobre todos los sábados y domingos.

Ahora, la mayoría sólo desea llegar al trabajo o a la escuela.

Seiscientos, setecientos, ochocientos…

¿Se atrevería a seguir hasta romper la barrera del sonido?

El blanco asfalto era como una niebla opaca. El universo parecía consistir únicamente en aquella amplia extensión de Jetautopista.

Zuuum…

¡Incluso a aquella velocidad, alguien le había pasado! ¡El tipo tenía que estar loco! ¡Y, además, cortando! La llama de sus jets nubló el campo de visión de Tom.

Al instante levantó el pie del acelerador; la Avispa aminoró la velocidad. El jetmóvil situado delante desapareció en la blanca distancia como una flecha negra.

¡Vaya!

De repente, Tom tenía las piernas como agua helada. Desaceleró más para detenerse en el arcén de emergencia. El velocímetro fue señalando: quinientos, cuatrocientos, trescientos, doscientos, cien, cero…

Vio la imagen de la Avispa que se acercaba por el radarscopio retrovisor. Venía a gran velocidad y se dirigía directamente hacia él, hacia el arcén de emergencia.

¡Un rozaarcenes!

El corazón de Tom empezó a latir desesperadamente. No habría contacto físico entre las dos Avispas, pero el torrente de aire provocado por el paso ajustado del otro vehículo junto al costado de su Avispa enviaría a ésta, con Tom en su interior, contra el talud de la Jetautopista como si fuera una hoja movida por una tormenta.

No había tiempo de conseguir la aceleración suficiente para escapar. Su única posibilidad era atemorizar al atacante y hacerle huir. Enderezó su Avispa y pulsó los jets de aceleración y de frenada a la vez, al máximo de su potencia. El vehículo se estremeció ante la súbita liberación de energía. Una llamarada al rojo blanco surgió de sus dos docenas de impulsores. La Avispa de Tom quedaba rodeada de una esfera de llamas.

Sin embargo, enmudeciendo el rugido de los motores, escuchó el trueno de la Avispa atacante. Como un meteorito negro en el radarscopio de Tom, el vehículo pasó como una exhalación junto a él. Tom cerró los ojos y se aseguró, preparado para el impacto.

Pero no hubo tal. Sólo una explosión de sonido y un leve temblor en el vehículo. Era como si las dos Avispas hubieran pasado a varios palmos, y no centímetros, la una de la otra.

Tom abrió los ojos y revisó los controles de los motores.

Ante él, a través de la cubierta corredera de plexita, pudo divisar al atacante.

Ya estaba lejos, como un loco y salvaje pájaro negro. Todos los impulsores del vehículo agresor soltaban llamaradas. Tom lo vio aproximarse excesivamente al lado contrario de la Jetautopista y zigzaguear por el curvo talud. El vehículo empezó a vibrar cuando su impulso venció el campo-guía electromagnético de la Jetautopista.

Como si formara parte de una increíble noria de feria, la Avispa saltó el borde del talud. Dejó el asfalto, dio un salto mortal hacia atrás y siguió dando vueltas por el aire como un molinete llameante.

Por fin, cayó en el centro de la reluciente Jetautopista con un estruendo que hizo vibrar el suelo.

¿Qué ha sucedido?, gritó el asombrado cerebro de Tom. ¡Por todos los santos!, ¿qué ha sucedido?

Vio la estilizada silueta blanca de un jetcóptero de Árbitros flotando sobre la calzada, junto a él. Al poco rato, le sacaban de su Avispa. Alguien le estrechaba la mano y le daba unas palmaditas en la espalda.

—Magnífico —decía una voz—. Sencillamente, magnífico.

De noche. Risas alegres y tintineos de vasos. Por encima de todo, la voz del padre, estentórea y llena de orgullo:

—…Y todo eso el primer día. Vio un coche por el radarscopio retrovisor y adivinó lo que ese diablo se proponía hacer. Y entonces, ¿creéis que intentó escapar? No, señor. Se quedó donde estaba. Cuando el otro se acercó para acabar con él, Tom dio media vuelta a la Avispa y puso los impulsores a toda potencia. El asesino no tuvo la menor posibilidad de acercarse lo suficiente para enviar a Tom contra el talud. Las llamas lo asaron como si fuera un pimiento.

El padre pasó el brazo por los hombros de Tom. Todas las miradas parecían clavadas en el nuevo y reluciente Galón de Fallecimiento carmesí de Tom, acompañado no sólo de una Cabeza de Muerte, sino también de un Círculo de Honor azul marino.

Aquí viene el héroe conquistador. Atila ha sido vencido y Roma se ha salvado. El Caballero Rojo ha sido derrotado y la rubia princesa es mía. Ese zero japonés no ha tenido la menor oportunidad. Un tanto en los cinco segundos finales del último período de juego… ¿No está mal, verdad?

Eso pensaba Tom mientras su padre continuaba:

—Ese diablo era un auténtico asesino. Se llamaba Wilson y llevaba seis años Conduciendo. Tenía treinta y tres Galones de Accidente con veintiún Fallecimientos…, ninguno de ellos honorable. Ese Wilson conducía con un único propósito: matar. Y encontró lo que se merecía en nuestro Tom Rogers.

Aplausos de tío Mack y tía Edith, de Bill Ackerman y Lou Dorrance… y, mucho más importantes, del joven Larry Miles y del robusto Norm Powers, y de la rubia Geraldine Oliver y de la pequeña y espabilada Sally Peters.

Tom sonrió. Esta noche no sólo están tus amigos, papá. También están los míos. Mis amigos de Western…

La fama es tan impredecible como el temblor de una hoja, pensó Tom. Tan delicada como un montón de hierba. Pero el yugo de la fama descansaba agradablemente sobre sus hombros y no tenía la menor intención de liberarse de él. Y aunque todavía sentía temor, ahora era algo frágil, una cáscara fácil de romper.

Después, la madre de Tom se le acercó. Había en sus facciones un aire de orgullo, pero también algo de tristeza y de temor. Sus ojos tenían la mirada pensativa y titubeante de aquel para quien los hechos se han sucedido con demasiada rapidez para entenderlos.

—Mañana es sábado —murmuró la madre—. No hay clases y nadie espera que salgas a Conducir después de lo que ha sucedido hoy. Te quedarás en casa para celebrar tu aniversario, ¿verdad, Tom?

Tom Rogers movió la cabeza en señal de negativa.

—No —respondió anhelante—: Sally Peters da una pequeña fiesta en Nueva Boston. Es la primera vez que alguien como Sally me pide que vaya.

—Comprendo —dijo la madre, como si no lo comprendiera en absoluto—. ¿Irás en el monorraíl?

—No, madre —respondió Tom con gran suavidad—. Iré Conduciendo.