Memoria

El hombre que nunca olvidaba (Robert Silverberg)

Robert Silverberg (1935-). Ganador de dos premios Hugo y cuatro Nebula, Robert Silverberg ha sido, con Isaac Asimov, el escritor más prolífico de cuantos se han ocupado del campo de la ciencia ficción. Hasta ahora, además de haber editado aproximadamente cincuenta antologías, ha producido más de doscientos relatos cortos sueltos, sesenta obras de no ficción y setenta libros de ciencia ficción. A partir de mediados de los años sesenta, gran parte de sus obras son de una extraordinaria calidad. De hecho, algunos críticos consideran Dying inside (1972) como la mejor novela de ciencia ficción que se ha escrito.

Un martes por la mañana cubierto de una ligera neblina, vio a la muchacha que esperaba haciendo cola ante un gran cine de Los Ángeles. Era delgada y pálida, de apenas un metro sesenta de estatura, y lucía una melena rubia y lacia. Iba sola. Él la recordaba, por supuesto.

Sabía que estaba cometiendo un error, pero de todos modos cruzó la calle y recorrió la cola del cine hasta llegar junto a ella.

—Hola —dijo.

La muchacha se volvió, le observó inexpresivamente y dejó asomar la punta de la lengua entre los labios un instante.

—No creo que…

—Tom Niles —respondió él—. Pasadena, día de Año Nuevo de 1955. Estabas sentada a mi lado. Ohio State, 20; Southern California, 7. Lo recuerdas, ¿verdad?

—¿Un partido de rugby? Pero si apenas… Es decir… Lo siento, señor, yo…

Un hombre de la cola se adelantó hacia él con un gesto ceñudo. Niles sabía cuándo estaba en inferioridad. Sonrió, disculpándose, y dijo:

—Lo siento, creo que me he equivocado. Te he tomado por otra chica… Bette Torrance. Lo siento.

Se alejó rápidamente. No había dado más que tres pasos cuando oyó la exclamación de sorpresa y un «¡Pero si Bette Torrance soy yo!». Sin embargo, él siguió caminando.

Después de veintiocho años, debería haber aprendido, pensó con amargura. Pero he olvidado lo más fundamental: que si bien yo recuerdo a la gente, la gente no necesariamente me recuerda a mí…

Avivó el paso hasta la esquina, giró a la derecha y entró en una calle nueva, una cuyas tiendas le eran totalmente desconocidas y que, por tanto, no había visto nunca hasta entonces. Su mente, estimulada a su nivel normal de actividad por el incidente frente al cine, vomitó una serie de recuerdos tangenciales como buena máquina que era:

1 de enero de 1955, Rose Bowl, Pasadena, California. Asiento G126, día caluroso, mucha humedad, llegué al estadio a las 12.03, hora del Pacífico. Fui solo. La chica del asiento de al lado llevaba un vestido azul de algodón, zapatos blancos estilo oxford y un banderín de Southern California. Charlé con ella. Nombre: Bette Torrance, estudiante de Southern California; tenía una cita para el partido pero él se puso enfermo la noche anterior con síntomas de gripe. Insistió en que ella fuera de todas formas. El asiento a su lado estaba vacío. La invité a un perrito caliente, 20 centavos (sin mostaza)…

Había más, mucho más. Niles se obligó a devolverlo al fondo de su mente. Había un resumen virtualmente taquigráfico de su conversación de aquella tarde:

(«…Espero que ganemos. Estuve la última vez que ganamos la final de la Bowl, hace dos años…»

«…Sí, fue en 1953. Southern California, 7; Wisconsin, 0… Y hubo dos victorias seguidas en 1944 y 1945 frente a Washington y Tennessee…»

«…¡Vaya, cuánto sabes de rugby! ¿Cómo lo haces?, ¿te aprendes los libros de datos de memoria?»)

Y los viejos recuerdos. La exclamación burlona del pecoso Joe Merritt aquel caluroso día de 1937: «¿Quién eres tú, Einstein?». Y Buddy Call diciendo en tono agrio, aquel 8 de noviembre de 1939: «Ahí viene Tommy Niles, la máquina sumadora humana. ¡Cogedle!». Y el dolor agudo y brillante de una bola de nieve que le alcanzaba justo bajo la clavícula izquierda, un dolor que podía evocar con la misma facilidad que cualquier otro de los recuerdos dolorosos que había experimentado en su vida. Niles se encogió y cerró los ojos de pronto, como si el proyectil helado le acabara de alcanzar allí mismo, en plena calle de Los Ángeles, aquella mañana brumosa de un martes.

Ya nadie le llamaba la máquina sumadora humana. Ahora era la grabadora humana: los términos insultantes o de burla tenían que ir variando con el paso de las décadas. Sólo el propio Niles permanecía inmutable. El «chico con el cerebro como una esponja» se había convertido en «el hombre con el cerebro como una esponja», maldito todavía por el mismo don terrible.

Su mente repleta de datos le producía dolor. Observó un diminuto coche deportivo amarillo aparcado al otro lado de la calle, y lo reconoció por su marca, modelo, color y número de matrícula como perteneciente a Leslie F. Marshall, veintiséis años, cabello rubio, ojos azules, actor de televisión con el siguiente currículum…

Encogido sobre sí mismo, Niles puso en acción el circuito mental que le ayudaba a detener el flujo de datos. Había conocido a Marshall en una ocasión, seis meses antes, en una fiesta ofrecida por un amigo de ambos. Un antiguo amigo de ambos; a Niles le resultaba difícil conservar mucho tiempo a los amigos. Había conversado con el actor unos diez minutos, y todo lo sucedido en ese lapso de tiempo se había añadido al pesado bagaje que llevaba en su mente.

Niles decidió que era el momento de seguir camino. Llevaba diez meses en Los Ángeles y la carga de recuerdos acumulados se estaba haciendo demasiado pesada. Estaba saludando a demasiadas personas que hacía mucho tiempo que ya le habían olvidado (culpa de mi apariencia tan normal, un metro setenta y cinco de estatura, 72 kilos de peso, cabello castaño, ojos castaños, sin rasgos físicos destacados y sin cicatrices identificables, salvo las internas, pensó). Le pasó por la cabeza regresar a San Francisco, pero decidió no hacerlo. Había estado allí apenas hacía un año. Y en Pasadena, hacía dos años. Había llegado el momento, razonó, de dar un nuevo salto a la Costa Este.

Arriba y abajo por la piel de Estados Unidos, allá va Thomas Richard Niles, der fliegende Hollander, el judío errante, el fantasma de las navidades pasadas, la grabadora humana. Sonrió al vendedor de periódicos que le había vendido un ejemplar del Examiner el 13 de mayo anterior, recibió en respuesta la habitual mirada fría del muchacho y se encaminó hacia la terminal de autobuses más próxima.

El 11 de octubre de 1929, en la pequeña localidad de Lowry Bridge, en Ohio, había empezado para Niles el largo viaje. Era el menor de tres hermanos, hijos de unos padres aparentemente normales, Henry Niles (n. 1896) y Mary Niles (n. 1899). Sus hermanos mayores no habían mostrado ninguna capacidad extraordinaria. Tom, por el contrario, sí.

Las cosas habían comenzado desde que tuvo edad suficiente para formar palabras; una vecina le había comentado a su madre, al ver al pequeño jugando en el interior de la casa, «¡Qué grande se está haciendo, Mary!».

Entonces todavía no había cumplido un año. Sin embargo, había repetido, prácticamente en el mismo tono de voz, «¡Qué grande se está haciendo, Mary!». La frase causó sensación pese a ser una mera repetición, y no cosecha propia.

Hasta los doce años estuvo en Lowry Bridge, Ohio. Más adelante, le asombraría haber sido capaz de permanecer allí tanto tiempo.

Empezó a ir a la escuela a los cuatro años porque estaba muy adelantado para su edad. Sus compañeros de clase, que tenían cinco y seis años, le superaban ampliamente en coordinación física, pero eran claramente inferiores en todo lo demás. Sabía leer e incluso escribir bastante bien, aunque sus tiernos músculos se cansaban fácilmente de sostener el lápiz. Y ya podía recordar.

Lo recordaba todo. Recordaba las discusiones de sus padres y repetía las palabras exactas a quien quisiera escucharlas, hasta que su padre le dio unos azotes y le amenazó con matarle si volvía a hacerlo. También eso lo recordaba. Recordaba las mentiras que decían sus hermanos y tuvo muy presentes irlas apuntando una tras otra. Con el tiempo, aprendió también a no hacerlo. Recordaba lo que la gente había dicho y les corregía cuando, tiempo después, se desviaban de sus afirmaciones anteriores.

Lo recordaba todo.

Leía los libros de texto una vez y se quedaba en su memoria todo el contenido. Cuando el maestro hacía una pregunta relacionada con el tema del día, el brazo debilucho de Tommy Niles se alzaba mucho antes de que sus compañeros hubieran tenido tiempo de asimilar realmente la pregunta. Pronto, el maestro le explicó que no debía responder siempre a todas las preguntas, aunque supiera las contestaciones, puesto que en la clase había veinte alumnos más. Sus compañeros también se lo hicieron saber muchas veces, a la salida de la escuela.

Ganó el concurso de aprendizaje de poesías de la escuela dominical. Barry Harman había estudiado la suya durante varias semanas con la esperanza de conseguir el guante de béisbol que su padre le había prometido si ganaba, pero cuando llegó el turno de recitar a Tommy Niles, empezó con En el principio, Dios creó el cielo y la tierra, continuó con Así se completaron el cielo y la tierra, llegó hasta y la serpiente era la más astuta de las bestias del campo que Dios había creado, y probablemente habría continuado con todo el Génesis, el Éxodo y la historia de Josué si el asombrado educador no le hubiera hecho callar, declarándole vencedor.

Barry Harman no consiguió su guante; Tommy Niles, en cambio, terminó con un ojo morado.

Empezó a darse cuenta de que él era diferente. Le llevó tiempo darse cuenta de que los demás siempre estaban olvidando cosas y que, en lugar de admirarle por sus capacidades, le odiaban por ellas. A un pequeño de ocho años, aún tratándose de Tommy Niles, le resultaba difícil comprender por qué le odiaban pero, con el tiempo, acabó por asumirlo y desde entonces aprendió a ocultar su don.

Con nueve y diez años, se dedicó a practicar cómo ser normal y casi consiguió su propósito; las palizas después de la escuela desaparecieron y se las ingenió para tener algún que otro notable en la cartilla de notas, en lugar de una sucesión ininterrumpida de sobresalientes. Se estaba haciendo mayor; estaba aprendiendo a fingir. Los vecinos exhalaban suspiros de alivio, ahora que aquel terrible Niles había dejado de hacer extravagancias.

Sin embargo, por dentro, seguía siendo el mismo de siempre. Y se dio cuenta de que pronto tendría que dejar Lowry Bridge.

Conocía demasiado bien a todo el mundo. Les pillaba mintiendo diez veces a la semana. Incluso al señor Lawrence, el reverendo, que cierta noche rechazó una invitación a una visita social en casa de los Niles diciendo que «realmente tengo que ponerme a trabajar en el sermón del domingo», cuando apenas tres días antes Tommy le había oído comentar con la señorita Emery, la secretaria de la parroquia, que había tenido un súbito destello de inspiración y había escrito tres sermones uno tras otro, y que así le quedaría un poco de tiempo libre hasta finales de mes.

Así pues, hasta el señor Lawrence mentía. Y el reverendo era el mejor de todos los habitantes del pueblo, así que los demás…

Tommy aguardó hasta cumplir los doce años. Era alto y fuerte para su edad, en esa época, y creía poder cuidar de sí mismo. Cogió veinte dólares de la hucha, supuestamente secreta, guardada en el fondo del armario de la cocina (su madre había mencionado su existencia en presencia del pequeño, cinco años antes) y, de puntillas, abandonó la casa a las tres de la madrugada. Tomó el tren nocturno a Chillicothe, y empezó a viajar por su cuenta.

El autobús que le llevaba fuera de Los Ángeles transportaba una treintena de pasajeros. Niles se sentó a solas en la parte trasera, en el asiento situado justo encima de la rueda. Conocía de vista a cuatro de los viajeros, pero confiaba en que ya habrían olvidado quién era él, así que no dio conversación a nadie.

Era un asunto embarazoso. Si saludaba a alguien que ya le había olvidado, le tomaban por un camorrista o un mendigo. Y si pasaba junto a alguien creyendo que éste le había olvidado pero no era así… bueno, entonces quedaba calificado de esnob. Niles se encontraba entre estos dos extremos unas cinco veces al día. Saludaba a alguien, como aquella Bette Torrance, y le devolvían una mirada fría, sin reconocerle; o, al contrario, pasaba junto a una persona convencido de que ya le había olvidado, apresurando el paso por si acaso no era así, y un airado «¡Vaya, pero quién se habrá creído que es ese tipo!» quedaba flotando en el aire mientras Niles emprendía la retirada.

Ahora estaba allí, sentado, rebotando arriba y abajo con cada revolución de la rueda, mientras la única maleta que contenía sus propiedades resonaba constantemente en la bolsa para el equipaje situada sobre su cabeza. Ésta era una de las ventajas de su especial don: podía viajar ligero de equipaje. Una vez leídos, no necesitaba guardar los libros, y tampoco tenía mucho sentido acumular posesiones de cualquier otro tipo, pues pronto se le harían demasiado conocidas y carentes de utilidad.

Se fijó en los indicadores de la carretera. Para entonces ya se habían internado bastante en Nevada. Una vez más, estaba huyendo de las cosas conocidas, agobiado por el peso de su don.

Jamás podía permanecer en la misma ciudad durante mucho tiempo. Tenía que ir a nuevas tierras, a lugares que no le hicieran revivir viejos recuerdos, donde nadie le conociera ni él conociera a nadie. Durante los dieciséis años transcurridos desde que abandonara su casa, había recorrido ya un gran número de lugares.

Recordaba los trabajos que había realizado.

Había sido corrector de pruebas para una editorial de Chicago, haciendo el trabajo de dos personas. Tradicionalmente, las correcciones de pruebas se efectúan entre dos, uno de los cuales lee el original mientras el otro corrige los errores en las galeradas. Niles utilizaba un método más sencillo: echaba un vistazo al original, lo grababa en su memoria y después se limitaba a leer las galeradas buscando las diferencias con el original. Así había ganado cincuenta dólares semanales durante una temporada, hasta que llegó el momento de seguir su camino.

En otra ocasión, estuvo trabajando como atracción de feria en un espectáculo ambulante que hacía un circuito regular por Alabama, Mississippi y Georgia. En esa época, Niles andaba muy escaso de dinero. Recordó cómo había conseguido el empleo, persiguiendo al jefe de la troupe para que le hiciera una prueba. «¡Léame algo, lo que quiera! ¡Soy capaz de recordarlo todo!» El jefe se había mostrado escéptico y no había visto muchas posibilidades al número, pero finalmente aceptó hacer la prueba cuando Niles prácticamente se desmayó de desnutrición en su despacho. El jefe le leyó un editorial de un semanario editado en Mississippi y, cuando hubo terminado, Niles lo repitió palabra por palabra. Le dieron el empleo, a quince dólares semanales más comidas, y ocupó una pequeña barraca bajo un letrero que decía LA GRABADORA HUMANA. La gente leía o decía algo ante él y Niles lo repetía a continuación. Era un trabajo desagradable; a menudo le hacían repetir frases repugnantes y, la mayor parte de las veces, ni siquiera podían recordar lo que acababan de decirle apenas un minuto antes. Niles permaneció cuatro semanas en el espectáculo y, cuando al fin se marchó, nadie le echó mucho de menos.

El autobús continuó su camino en la noche brumosa.

Había tenido otros empleos, unos buenos y otros malos. Ninguno de ellos había durado demasiado. También había conocido a algunas chicas, pero ninguna le duró tampoco demasiado. Todas, incluso aquellas a las que intentaba ocultar su don, habían terminado por descubrirlo y, poco después, le habían dejado. Nadie podía quedarse junto a un hombre que jamás olvidaba, que siempre podía rastrear las debilidades pasadas en el depósito de datos que era su mente y ponerlas al descubierto irrefutablemente. El hombre de la memoria perfecta nunca podía vivir mucho tiempo entre los imperfectos seres humanos.

Perdonar es olvidar, pensó. El recuerdo de los insultos y peleas pasados se desvanece y la relación puede comenzar de nuevo. En cambio, él no podía olvidar y, por tanto, apenas podía perdonar.

Al cabo de un rato cerró los ojos y se recostó en el respaldo de duro cuero de su asiento. El ritmo monótono del autobús le fue amodorrando. Mientras dormía, su mente podía descansar, encontrar un alivio para los recuerdos. Niles no soñaba jamás.

Al llegar a Salt Lake City pagó la distancia recorrida, bajó del autobús con la maleta en la mano y echó a andar en la primera dirección que se le ocurrió. No deseaba seguir más hacia el este en aquel autobús. Sus reservas de fondos eran de apenas sesenta y tres dólares, y tenía que hacerlos durar.

Encontró trabajo de lavaplatos en un restaurante del centro, lo conservó el tiempo suficiente para acumular cien dólares y de nuevo se puso en movimiento, esta vez haciendo autoestop hacia Cheyenne. Se quedó allí un mes antes de tomar un autobús nocturno para Denver, y cuando dejó Denver fue para dirigirse a Wichita.

De Wichita a Des Moines, de Des Moines a Minneapolis, de Minneapolis a Milwaukee, luego cruzando Illinois, evitando cuidadosamente Chicago, hasta llegar a Indianapolis. Este incesante cambiar de lugar era muy habitual para él. Celebró con melancolía su veintinueve cumpleaños. A solas, en una casa de huéspedes de Indianapolis, en un día lluvioso de octubre y, con el propósito de dar un poco de alegría a la jornada, evocó el recuerdo de la fiesta de su cuarto aniversario, en 1933…, uno de los pocos días de absoluta felicidad que había disfrutado en su vida.

Allí estaban todos, sus compañeros de juegos, sus padres, su hermano Hank, con el aspecto serio e importante que le daban sus ocho añitos, y su hermana Marian. Y también hubo velas, regalos, ponche y pastel. Y la señora Heinsohn, la vecina de al lado, había entrado un momento en casa y había comentado, «Está hecho todo un hombrecito», y sus padres le miraban con expresión radiante. Entre juegos y canciones, todo el mundo se lo pasó en grande. Y después, cuando hubo terminado el último juego y se hubo abierto el último regalo, cuando los niños y niñas invitados se hubieron despedido y desaparecieron calle abajo, los adultos se sentaron en el salón y hablaron del nuevo Presidente y de las muchas cosas extrañas que estaban sucediendo en el país. Y el pequeño Tommy permaneció entre ellos, en el suelo, escuchando y grabándolo todo en su memoria con un sentimiento de exultante alegría porque, afortunadamente, en toda la velada nadie le había dicho o hecho ninguna crueldad. Aquél había sido un día feliz, y, cuando por fin se hubo acostado, todavía se sentía totalmente en paz.

Niles repasó dos veces los recuerdos de la fiesta, como una antigua película que le gustara mucho; la copia nunca se deterioraba y permanecía siempre tan nítida y definida como la primera vez. Notaba el sabor dulzón del ponche y revivía el calor de aquel día en que, por alguna razón, los demás le habían permitido gozar de una cierta felicidad.

Finalmente, Niles dejó que se desvaneciera el vívido recuerdo de la fiesta y, una vez más, se encontró en Indianapolis una tarde gris, triste, a solas en una habitación amueblada de ocho dólares semanales.

Feliz cumpleaños, se dijo con amargura. Feliz cumpleaños.

Contempló la pared de color verde, llena de manchas de humedad, y el cuadro barato que colgaba de ella, ligeramente torcido. Se puso a pensar en que podría haber sido algo especial, una de las maravillas del mundo y, en cambio, no era otra cosa que un tipo raro y esquivo que vivía en una buhardilla sucia y húmeda, y que no se atrevía a dar a conocer al mundo su especial capacidad.

Buscó entre sus recuerdos y seleccionó la interpretación de la Novena Sinfonía de Beethoven a cargo de Toscanini que había escuchado en el Carnegie Hall cierta vez que estuvo en Nueva York. Era infinitamente mejor que la versión posterior que Toscanini había seleccionado para el disco, pero en el Carnegie no había micrófonos que recogieran la interpretación. La maravillosa música de aquella noche era tan imposible de revivir como una llama apagada, salvo en la mente de un hombre. Niles la tenía grabada nota por nota: el majestuoso retumbar de los timbales, el bajo resonante y esforzado que conducía a la gran melodía del final, incluso la nota falsa del corno francés que tanto debió enfurecer al maestro, la irritante tos de la galería principal de palcos en el momento más sutil del adagio, el pellizco de los zapatos de Niles al inclinarse hacia delante en su asiento…

Lo tenía todo en su mente, con la más alta fidelidad.[2]

Llegó a la pequeña población tres meses después, una noche sin luna. Una noche fría de enero en que el viento tormentoso soplaba del norte como una aguja a través de sus escasas ropas, haciendo de su maleta una carga casi imposible para sus manos entumecidas y desnudas. No tenía intención de llegar a aquel lugar, pero se había quedado sin dinero en Kentucky y no había tenido otro remedio. Estaba de camino a Nueva York, donde podría vivir en el anonimato unos meses sin problemas y donde sabía que sus confusiones no serían tenidas en cuenta si detenía bruscamente a alguien por la calle o si saludaba a alguien que ya le hubiera olvidado.

Sin embargo, Nueva York estaba todavía a cientos de kilómetros, y bien podrían haber sido millones en aquella noche de enero. Vio un rótulo: BAR. Se obligó a avanzar hacia el neón chisporroteante; no acostumbraba a beber pero necesitaba el calor del alcohol en el cuerpo y quizás el dueño del bar necesitara un ayudante, o al menos querría alquilarle una habitación por el poco dinero que llevaba en sus bolsillos.

Cuando llegó, había cinco hombres en el bar. Tenían aspecto de camioneros. Niles dejó caer la maleta a la izquierda de la puerta, se frotó las manos entumecidas y exhaló una nube blanca. El dueño del bar le sonrió con jovialidad.

—¿Está lo bastante frío ahí fuera para usted?

—No sudaba mucho, realmente. —Niles improvisó una sonrisa—. Póngame algo para calentarme. Un doble de bourbon, digamos.

Le costaría noventa centavos. Tenía 7,34 dólares.

Se entretuvo con la bebida cuando se la sirvieron, le dio lentos sorbos dejándola resbalar garganta abajo. Pensó en el verano en que se había quedado encallado en Washington, toda una semana a casi cuarenta grados y con un 97 por ciento de humedad, y el vivido recuerdo le ayudó a mitigar algunos de los efectos psicológicos del frío.

Se relajó y se calentó. Le llegó el penetrante sonido de una discusión a su espalda.

—…¡Te digo que Joe Louis hizo picadillo a Schmeling en la segunda pelea! ¡Le puso fuera de combate en el primer asalto!

—¡Qué va! Louis le ganó apuradamente a los puntos, en el segundo combate.

—A mí me parece…

—Me juego algo. Diez dólares a que fue por puntos, Mac.

Unas risas confiadas:

—No quiero quitarte el dinero así, hombre. Todo el mundo sabe que fue por fuera de combate en el primer asalto.

—He dicho diez dólares…

Niles se volvió para ver qué sucedía. Dos de los camioneros, tipos duros con chaquetones oscuros de marinero, estaban frente a frente. El pensamiento surgió automáticamente: Louis puso fuera de combate a Max Schmeling en el primer asalto en el Yankee Stadium, Nueva York, 22 de junio de 1938. Niles no había sido nunca aficionado a los deportes, y le desagradaba especialmente el boxeo, pero en cierta ocasión había echado un vistazo a la página de un almanaque en que se enumeraban los combates de Joe Louis por el título y los datos, naturalmente, habían quedado en su recuerdo.

Observó sin interés como el mayor de los dos camioneros ponía un billete de diez dólares en la barra con gesto airado; el otro hizo lo mismo. Entonces el primero se volvió al dueño del bar y le dijo:

—Escucha, Bud. Tú sabes de estas cosas: ¿quién tiene razón en lo del segundo combate Louis-Schmeling?

El dueño del bar era un tipo nada dinámico, de rostro inexpresivo, calvo, de edad madura, con unos ojos claros y vados. Se mordió el labio un momento, se encogió de hombros, titubeó y finalmente dijo:

—Es un poco difícil recordarlo. Deben de haber pasado veinticinco años.

Veinte, pensó Niles.

—Vamos a ver… —continuó el dueño del bar—. Me parece recordar… Sí, seguro. Llegaron a los quince asaltos y los jueces le dieron la pelea a Louis. Creo recordar que hubo un buen follón tras el combate. Los periódicos dijeron que Joe debería haber acabado con él mucho antes.

Una sonrisa de triunfo apareció en el rostro del camionero más corpulento. Rápidamente, se llevó al bolsillo los dos billetes.

El otro hizo una mueca y gritó:

—¡Eh! ¡Vosotros dos habíais preparado esto! ¡Sé perfectamente que Louis noqueó a Schmeling en el primer asalto!

—Ya has oído lo que ha dicho el señor. El dinero es mío.

—No —dijo de pronto Niles, en una voz queda que no pareció llegar hasta más allá de media barra. Mantén la boca cerrada, se dijo frenéticamente. No es asunto tuyo, mantente al margen.

Pero ya era demasiado tarde.

—¿Qué dice usted? —preguntó el que había perdido los diez dólares.

—Digo que le están timando. Louis ganó en el primer asalto, como usted decía, el 22 de junio de 1938, en el Yankee Stadium. El dueño del bar se confunde con la pelea Arturo-Godoy. Ésa sí fue a quince asaltos, en 1940. El 9 de febrero.

—¡Lo ves, ya te lo dije! ¡Devuélveme el dinero!

Pero el otro camionero hizo caso omiso de las exclamaciones y se volvió hacia Niles. Era un tipo corpulento, de rostro frío, y sus puños empezaban a cerrarse.

—Un tipo listo, ¿eh? ¿Experto en boxeo?

—Simplemente, no me gusta ver cómo timan a nadie —insistió Niles, obstinado. Ya sabía lo que le esperaba ahora. El camionero se tambaleaba borracho, avanzando hacia él; el dueño del bar gritó algo y los demás clientes se apartaron.

El primer golpe le dio a Niles en las costillas. Soltó un gemido y trastabilló hacia atrás, pero el camionero le asió por el cuello y le dio tres golpes en pleno rostro. Niles apenas escuchó una voz lejana que decía:

—¡Eh, deja ya al tipo! ¡Déjalo correr!, ¿quieres matarle?

Una lluvia de golpes cayó sobre él, los nudillos le dejaron tumefacto el párpado derecho y un puño se descargó en su hombro izquierdo. Rodó por el suelo, con movimientos titubeantes, sabiendo que su mente grabaría para siempre cada instante de aquella agonía.

A través de sus ojos entrecerrados vio que separaban al enfurecido camionero; retenido entre tres parroquianos, el tipo lanzó una última patada desesperada al estómago de Niles, que rozó a éste, y por fin fue reducido.

Niles se puso en pie en mitad del local, obligándose a permanecer erguido e intentando sacudirse el agudo dolor que le taladraba en una decena de puntos de su cuerpo.

—¿Está usted bien? —le preguntó una voz solícita—. ¡Vaya!, esos tipos juegan fuerte. No debería mezclarse con ellos.

—Estoy bien —respondió Niles con voz hueca—. Sólo tengo… que recuperar… la respiración.

—Aquí, siéntese y tome algo. Le ayudaré.

—No —respondió Niles. No puedo quedarme aquí. Tengo que seguir—. No ha sido nada —murmuró en tono nada convincente. Pausadamente, recogió la maleta, se abrochó bien el abrigo y dejó el bar.

Apenas avanzó cinco metros hasta que el dolor se le hizo insoportable. Se tambaleó y cayó de pronto al suelo. Quedó tendido boca abajo en medio de la oscuridad, sintiendo en la mejilla la fría hierba helada, dura como el acero. Permaneció allí recordando los diversos dolores experimentados en su vida, las palizas y las crueldades y, cuando el peso de los recuerdos se le hizo insoportable, perdió el sentido.

La cama era cálida y las sábanas limpias, nuevas y suaves. Niles despertó lentamente, con una sensación pasajera de desorientación y, pronto, su memoria infalible le aportó los datos hasta su desmayo en la nieve. Supo que se encontraba en un hospital.

Intentó abrir los ojos; uno lo tenía demasiado hinchado, pero consiguió abrir los párpados del otro. Estaba en una pequeña habitación de hospital. No en un resplandeciente pabellón de hospital metropolitano, sino en una pequeña clínica de pueblo con adornos y molduras en los techos y cortinas hogareñas con lazos en la ventana, por la que entraba el sol de la tarde.

Así pues, le habían encontrado y llevado al hospital. Magnífico. Hubiera podido morir fácilmente allá afuera, en la nieve, pero alguien debió de tropezar con él y le había llevado al hospital. Que alguien se hubiera molestado en ayudarle resultaba una novedad. Mucho más típico de la actitud del mundo hacia él era el trato que había recibido la noche anterior (¿había sido la noche anterior?) en el bar. Por alguna razón, en veintinueve años no había conseguido aprender a ocultarse, a camuflarse adecuadamente, y día a día padecía las consecuencias. Le resultaba difícil recordar (a él, que recordaba cualquier otra cosa) que los demás no eran como él, y que le odiaban por ser como era.

Se palpó el costado, amargamente. No parecía tener ninguna costilla rota. Sólo golpes. Un día de descanso y probablemente le darían de alta y le dejarían marcharse.

Una voz animada dijo junto a él:

—¡Ah, ya está despierto, señor Niles! ¿Se siente mejor? Le prepararé un poco de té.

Alzó la mirada y sintió una súbita punzada de dolor. Era una enfermera, de unos treinta y dos o treinta y tres años, nueva en aquel puesto quizás, con una suave melena de cabellos rubios rizados y unos ojos grandes, de un azul cristalino. La muchacha sonreía y a Niles le pareció que no era una mera mueca profesional.

—Soy la señorita Carroll, la enfermera de día. ¿Todo va bien?

—Sí —respondió Niles, vacilante—. ¿Dónde estoy?

—En el Hospital General Central del condado. Le trajeron anoche. Al parecer, le dieron una paliza y le dejaron junto a la carretera 32. Ha tenido suerte de que Mark McKenzie saliera a pasear el perro, señor Niles. —La enfermera le contempló con gesto serio—. ¿Recuerda lo que sucedió anoche, verdad? Es decir… Shock, amnesia…

Niles intentó una sonrisa.

—Ésa es la enfermedad que menos me asustaría —respondió—. Soy Thomas Richard Niles y recuerdo perfectamente lo sucedido. ¿Tengo algo grave?

—Hematomas superficiales, shock leve y síntomas de congelación —resumió ella—. Vivirá. El doctor Hammond le hará una revisión general un poco más tarde, cuando haya comido algo. Ahora le traeré una taza de té.

Niles vio desvanecerse la hermosa silueta de la enfermera por el pasillo.

Desde luego, era una chica atractiva, pensó. Lozana, despierta…, viva.

El viejo tópico. El paciente enamorado de su enfermera. Pero me temo que no es para mí.

De pronto, se abrió la puerta y volvió a entrar la enfermera con una bandejita lacada con el té.

—¡Nunca lo adivinaría! Tengo una sorpresa para usted, señor Niles. Una visita. Su madre.

—Mi ma…

—Vio una pequeña nota sobre usted en el periódico del condado. Espera fuera. Me ha dicho que no se han visto desde hace diecisiete años. ¿Quiere que la haga pasar ahora?

—Supongo que sí —respondió Niles con una voz seca, apenas un susurro.

La enfermera salió por segunda vez. ¡Dios mío!, pensó Niles. Si hubiera sabido que estaba tan cerca de casa… Me habría largado de Ohio enseguida.

Su madre era la última persona a la que deseaba ver. Empezó a temblar bajo las sábanas. El más antiguo y terrible de los recuerdos surgió de pronto del compartimento oscuro de su mente donde creía haberlo aprisionado para siempre. El paso repentino del calor al frío, de la oscuridad a la luz, la sonora palmada de una mano pesada en las nalgas, el dolor lacerante de saber que su seguridad había terminado, que desde entonces estaría vivo y, por lo tanto, sería desgraciado…

El recuerdo del desesperado llanto natal resonó en su mente. Nunca olvidaría el momento de nacer. Y su madre, pensó, sería la única persona entre todas a la que nunca podría perdonar, pues le había dado la existencia en un mundo al que odiaba. Temió el momento en que…

—Hola, Tom. Cuánto tiempo ha pasado…

Los diecisiete años la habían difuminado, habían formado arrugas en su rostro y habían hecho más flojas sus mejillas y menos azules sus ojos, y habían vuelto su cabello castaño en unas suaves canas. Sonreía. Y, para su propia sorpresa, Niles consiguió devolverla la sonrisa.

—Madre.

—Vi tu nombre en el periódico. Decía que se había encontrado en las afueras de la ciudad a un hombre que llevaba documentación a nombre de Thomas R. Niles y que lo habían llevado al Hospital General Central del condado. Entonces vine, sólo para asegurarme, y eras tú.

A la mente de Niles acudió una mentira, pero una mentira cargada de dulzura y por eso la dijo:

—Venía de vuelta a casa para verte. Hacía autoestop, pero tuve un ligero problema en el camino.

—Me alegro de que hayas decidido volver, Tom. He estado muy sola desde que tu padre murió. Hank, naturalmente, está casado, y Marian también… Me alegro de volver a verte. Creí que no regresarías nunca más.

Niles permaneció tendido, perplejo, preguntándose por qué no se producía el estallido de odio que esperaba. Sólo sentía por ella un calor especial, una profunda alegría de volver a verla.

—¿Cómo te ha ido… todos estos años, Tom? Veo que no has tenido una vida fácil. Lo veo en todas tus facciones.

—No ha sido fácil, en efecto —respondió él—. ¿Sabes por qué me escapé de casa?

Ella asintió.

—Por ser como eres. Por eso que te pasaba en la cabeza. Eso de no olvidar nada. Yo lo sabía. Tu abuelo también fue como tú, ¿lo sabías?

—El abuelo… Pero…

—Te vino de él. Supongo que nunca te lo expliqué. No se llevaba bien con ninguno de nosotros. Dejó a mi madre cuando yo era pequeña y nunca más supe donde estaba. Por eso sabía que tú también te escaparías, como él. Pero tú has regresado. ¿Te has casado?

Niles hizo un gesto de negativa con la cabeza.

—Entonces, es hora de que pienses en hacerlo, Tom. Ya tienes casi treinta años.

Se abrió la puerta de la habitación y entró un médico de aspecto eficaz.

—Me temo que se ha terminado la visita, señora Niles. Podrá volver a verle más tarde. Tengo que hacerle una revisión ahora que está despierto.

—Claro, doctor —asintió ella. Dedicó una sonrisa al médico y otra a su hijo—. Nos veremos más tarde, Tom.

—Claro, madre.

Niles permaneció acostado, con el ceño fruncido, mientras el médico le hurgaba aquí y allá. No la odiaba. Una creciente extrañeza se alzaba en su interior y se dio cuenta de que debería haber vuelto a casa mucho antes. Había cambiado interiormente, sin tan siquiera advertirlo.

Escapar era el primer paso del crecimiento, un paso muy necesario. Pero regresar después era la auténtica señal de la madurez. Y él había regresado. Y de pronto comprendió que había sido terriblemente estúpido en su desgraciada vida adulta.

Poseía un don, un gran don, un don admirable. Hasta entonces, había sido demasiado grande para él. Con la autocompasión, con el afán de atormentarse a sí mismo, no había sabido perdonar sus imperfecciones a las personas que podían olvidar, y había pagado por ello el precio de su odio. Pero no podía seguir escapando eternamente. Debía llegar el momento de hacerse lo bastante adulto como para contener su don, para aprender a vivir con él en lugar de gemir bajo el peso de la dramática zozobra que él mismo se creaba.

Y ahora había llegado tal momento, aunque fuera con un gran retraso.

Su abuelo había poseído el don, pero nunca se lo habían dicho. Así pues, se podía transmitir genéticamente. Podía casarse, tener hijos, y algunos de ellos tampoco olvidarían jamás.[3]

Tenía el deber de no dejar morir con él su don. Otros de su misma sangre, menos sensibles, más curtidos, quedarían después de él y podrían también recordar una sinfonía de Beethoven o un retazo de conversación oída diez años antes. Por primera vez desde aquella fiesta de su cuarto aniversario sentía un titubeante hálito de felicidad. Los días de huir habían terminado; volvía a estar en casa. Si aprendo a vivir con otros, quizás ellos sean capaces de vivir conmigo.

Vio todo lo que necesitaba: una esposa, un hogar, unos hijos…

—…un par de días de descanso, muchos líquidos calientes y se sentirá como nuevo, señor Niles —decía el doctor—. ¿Le gustaría que le trajera algo ahora?

—Sí —dijo Niles—. Haga venir a la enfermera, ¿quiere? A la señorita Carroll, quiero decir.

El doctor sonrió y se fue. Niles aguardó con expectación, exultante con su nueva manera de ver las cosas. Evocó el acto tercero de Die Meistersinger como una especie de fondo musical jubiloso en su mente y dejó que la sensación de calor le embargara. Cuando la enfermera entró en la habitación, Niles sonreía mientras se preguntaba cómo empezar a decirle lo que quería.