Aprendizaje
El ganador (Donald E. Westlake)
Donald E. Westlake (1933-). Reconocido y prolífico novelista de misterio, Donald E. Westlake, ha obtenido el premio Edgar por su novela God save the mark (1967). Muchas de sus obras de humor, como The busy body (1966) y The hot rock (1970), han sido llevadas a la pantalla. Bajo el seudónimo de Richard Stark, escribe historias de tipos duros. La mayor parte de sus quince relatos de ciencia ficción los publicó al principio de su carrera. Or not to die, por ejemplo, fue escrita antes de su vigésimo aniversario. Salvo El ganador, que apareció por primera vez en una antología original en 1970 (Nova 1), no ha vuelto a tocar el género desde 1963.
Wordman permanecía junto a la ventana, mirando al exterior, y pudo ver como Revell escapaba del recinto.
—Venga aquí —le dijo al entrevistador—. Verá al Guardián en acción.
El entrevistador rodeó el escritorio y, situándose junto a Wordman en la ventana, le preguntó:
—¿Es uno de ellos?
—Así es —dijo Wordman, sonriendo satisfecho—. Es usted afortunado. No es nada frecuente que intenten escapar. Quizá lo haga en honor a usted.
El entrevistador pareció turbado.
—¿No sabe lo que va a ocurrirle?
—Por supuesto que sí. Lo que pasa es que algunos no se lo creen, al menos hasta que lo intentan por primera vez. Observe.
Ambos miraron. Revell caminaba sin apresurarse, atravesando el campo, directamente hacia el bosque que había más allá. Tras haberse alejado unos doscientos metros del límite del recinto, empezó a doblarse poco a poco por la cintura. Unos metros más adelante apretó los brazos sobre el estómago, como si le doliera. Comenzó a vacilar, pero siguió adelante, caminando cada vez con más trabajo y pareciendo sufrir intensos dolores. Logró mantenerse en pie hasta llegar casi al bosque, pero cayó al suelo, donde quedó encogido e inmóvil.
Wordman ya no disfrutaba con aquello. El principio teórico del Guardián le gustaba más que su aplicación. Volviendo a su escritorio, llamó a la enfermería:
—Envíen una camilla en dirección este, cerca del bosque. Revell está allí.
Al oír el nombre, el entrevistador se volvió.
—¿Es ése Revell? ¿El poeta?
—Si a eso se puede llamar poesía…
Wordman hizo una mueca de repugnancia. Había leído algunas de las «poesías» de Revell: porquerías y nada más que porquerías.
El entrevistador se apartó de la ventana.
—Oí decir que estaba detenido —dijo, pensativo.
Mirando por encima del hombre del entrevistador, Wordman vio que Revell había conseguido ponerse a cuatro patas y se arrastraba lenta y penosamente camino del bosque. Pero un equipo de camilleros corría ya hacia él, y vio como le alcanzaban, levantaban del suelo su cuerpo debilitado por el dolor, lo depositaban en la camilla y lo traían de vuelta al recinto.
Cuando desaparecieron de su vista, el entrevistador preguntó:
—¿Quedará bien?
—Después de unos días en la enfermería. Tendrá algunos músculos distendidos.
El entrevistador se apartó de la ventana y comentó cautelosamente:
—Ha sido muy ilustrativo.
—Pues es usted el primer profano que lo ve —respondió Wordman, sintiéndose otra vez a gusto.
Continuaron con la entrevista, que era sólo la más reciente de las muchas docenas que Wordman llevaba concedidas en el año desde que había puesto en marcha su proyecto piloto de Guardián. Por quincuagésima vez, explicó cómo funcionaba y su utilidad para la sociedad.
En esencia, el Guardián era una diminuta caja negra, un receptor de radio en miniatura que se introducía quirúrgicamente en el cuerpo de cada preso. En el centro de las instalaciones de la prisión estaba el transmisor, que enviaba continuamente su mensaje a aquellos receptores. Mientras el preso se quedaba dentro del radio de ciento cincuenta metros del transmisor, no pasaba nada. Si salía o de ese radio, el receptor que llevaba bajo la piel empezaba a enviar por todo su sistema nervioso mensajes dolorosos, que aumentaban cuanto más se alejaba del transmisor, hasta que llegaban a inmovilizarle totalmente.
—El preso no tiene forma de esconderse, ¿comprende? —explicó Wordman—. Aunque Revell hubiera llegado al bosque, lo habríamos encontrado igualmente. Sus gritos nos habrían llevado hasta él.
La idea inicial del Guardián había sido del propio Wordman, que era por entonces alcaide auxiliar de un penal federal de tipo más corriente. Durante varios años su proyecto se vio detenido por una especie de objeciones, sobre todo de sentimentalistas; pero, por fin, se había establecido con un período de prueba de cinco años, y él estaba al frente.
—Si da buen resultado, como yo creo —dijo Wordman—, todas las prisiones del sistema federal cambiarán al sistema del Guardián.
Era un método que hacía imposibles las fugas, calmaba con facilidad los motines —simplemente, desconectando el transmisor un par de minutos— y reducía al mínimo la vigilancia.
—Aquí no tenemos guardianes propiamente dichos; sólo se necesita personal para los servicios de comedor, enfermería y otros por el estilo.
El proyecto piloto se había implantado en aquellos presos que sólo habían cometido crímenes contra el Estado, más que contra los individuos.
—Podría decirse que aquí está reunida la Oposición Incivilizada —dijo, sonriente, Wordman.
—O sea, los presos políticos —sugirió el entrevistador.
—No nos gusta usar esa expresión —respondió Wordman, repentinamente glacial—. Suena muy comunista.
El entrevistador se disculpó por su inexactitud terminológica; poco después terminó la entrevista, y Wordman, nuevamente de buen humor, le acompañó a la salida.
—Mire —le dijo, señalando a su alrededor—, no hay murallas, ni ametralladoras en las torres. Por fin hemos logrado la prisión modelo.
El entrevistador le agradeció de nuevo que le hubiera concedido parte de su tiempo y se fue a su coche. Wordman miró cómo se alejaba y luego se acercó a la enfermería a ver a Revell. Pero le habían puesto una inyección y estaba ya dormido.
Revell yacía de espaldas, con la vista fija en el techo. No dejaba de pensar: «No creí que se pasase tan mal. No creí que se pasase tan mal». Mentalmente, cogió una gran brocha con pintura negra y lo escribió en el inmaculado techo blanco: No creí que se pasase tan mal.
—Revell.
Volvió ligeramente la cabeza y vio a Wordman de pie, al lado de la cama. Le miró, pero no hizo ningún gesto. Wordman le dijo:
—Me han dicho que estaba despierto. —Revell esperó a que siguiese—. Traté de decírselo cuando llegó —le recordó Wordman—. Le dije que era inútil intentar escapar.
Revell abrió la boca.
—Es igual —dijo—; no tiene por qué disculparse. Usted hace lo que tiene que hacer, y yo también.
—¡Disculparme! —Wordman le miró atónito—. ¿Disculparme de qué?
Revell levantó la vista al techo, de donde habían desaparecido las palabras que pintara en él hacía apenas un minuto. Ojalá tuviera papel y lápiz. Las palabras se le escapaban como agua por un colador. Necesitaba papel y lápiz para atraparlas.
—¿Puede darme papel y lápiz?
—¿Para escribir más obscenidades? De ningún modo.
—De ningún modo —repitió Revell como un eco.
Cerró los ojos y vio escaparse las palabras. Uno no tiene tiempo para inventar y memorizar a la vez; tiene que escoger, y Revell había escogido el inventar hacía mucho tiempo. Pero ahora no había forma de fijar sus inventos en un papel, y se escapaban de su mente como agua que se disuelve en el gran mundo exterior. «Late, late, dolorcito —recitó en voz baja—, en mi ingle y en mi cerebro, tan abajo y tan arriba. ¿Vivirás o moriré?»
—Ese dolor se va —dijo Wordman—. Ya han pasado tres días, debería haber desaparecido.
—Volverá —respondió Revell. Abrió los ojos y escribió las palabras en el techo—. Volverá.
—No sea tonto. Se ha ido del todo, a menos que escape otra vez.
Revell guardó silencio.
Wordman esperó, con una media sonrisa en sus labios, y luego frunció el ceño.
—No irá a intentarlo otra vez…
Revell le miró con cierta sorpresa.
—Vaya si lo voy a intentar. ¿Acaso no lo sabía?
—Nadie lo intenta por segunda vez.
—Nunca dejaré de intentar marcharme. ¿No lo sabe? Nunca dejaré de intentar marcharme. Nunca dejaré de ser. Nunca dejaré de creer que soy quien debo ser. Ya debería usted saber eso.
—¿Va a pasar por todo otra vez?
Wordman le miró fijamente.
—Todas las veces que sea necesario —respondió Revell.
—Se está marcando un farol —dijo Wordman, enfurecido, apuntándole con el dedo—. Si quiere morir, le dejaré morir. ¿No sabe que, si no le recogemos, morirá ahí fuera?
—Eso también es escaparse —respondió Revell.
—¿Es eso lo que quiere? Pues muy bien. Salga otra vez, y le juro que no mando a nadie a recogerle.
—Entonces usted pierde —replicó Revell. Miró con determinación el brusco e irritado sol de Wordman—. Las reglas del juego son las suyas, y según ellas va a perder. Usted dice que su caja negra me va a obligar a quedarme, y eso significa que va a impedirme ser yo mismo, y yo digo que está equivocado, y que, si me voy, usted pierde, y que si la caja negra me mata, ha perdido para siempre.
—Pero, bueno, ¿acaso cree que esto es un juego? —vociferó Wordman, agitando los brazos.
—Claro que lo es —dijo Revell—; por eso lo ha inventado.
—Está majareta perdido —dijo Wordman, encaminándose hacia la puerta—. No debería estar aquí, sino en un manicomio.
—También así pierde —le gritó Revell. Pero Wordman se había ido dando un portazo.
Revell se reclinó sobre la almohada. Otra vez solo, podía volver a meditar sobre sus terrores. Tenía miedo a la caja negra, y mucho más ahora que sabía lo que podía hacerle; el miedo llegaba a revolverle el estómago. Pero también temía perderse a sí mismo, un temor más abstracto e intelectual, pero igualmente fuerte. No, más fuerte incluso, porque le estaba impulsando a salir otra vez.
—Pero no creí que se pasase tan mal —susurró. Lo escribió una vez más en el techo, esta vez en rojo.
Wordman, que había sido informado de cuándo saldría Revell de la enfermería, se encontraba en la puerta en aquel momento. Revell parecía algo más delgado, posiblemente un poco envejecido. Se resguardó los ojos del sol con la mano, miró a Wordman y dijo:
—Adiós, Wordman.
Y echó a andar en dirección este.
Wordman no podía creerlo.
—Tiene mucho cuento, Revell —le dijo.
Revell siguió andando.
Wordman no podía recordar cuándo se había enfurecido tanto como lo estaba ahora. Hubiera querido correr tras Revell y matarle con sus propias manos. Cerró con fuerza los puños y se recordó a sí de mismo que era un hombre sensato, racional, clemente. Como lo era el Guardián. Sólo necesitaba obediencia. Revell era un ser antisocial, con tendencias autodestructivas, y necesitaba aprender; por su propio bien y por el bien de la sociedad. Revell necesitaba una lección.
—¿Qué va a intentar para escapar de esto? —le gritó. Miró con ira la espalda de Revell, que se alejaba, y escuchó su silencio—. ¡No mandaré a nadie a buscarle! ¡Usted mismo volverá arrastrándose!
Siguió observándole hasta que estuvo bien lejos del recinto, andando a trompicones por el campo, hacia los árboles, apretándose el estómago con las manos, con las piernas vacilantes y la cabeza caída hacia delante. Wordman miró un poco más, y luego, rechinando los dientes, se volvió a la oficina a redactar el parte mensual. El pasado mes sólo había habido dos intentos de fuga.
Durante la tarde miró dos o tres veces por la ventana. La primera, vio a Revell arrastrándose a cuatro patas hacia los árboles, habiendo atravesado casi todo el campo. La última, ya no se le veía, pero se le oía gritar. A Wordman le costó mucho concentrarse en el informe. A última hora de la tarde volvió a salir. Seguían oyéndose los gritos de Revell, procedentes del bosque, débiles pero continuos. Wordman se quedó escuchando, mientras sus manos se crispaban. Se obligó ásperamente a no sentir compasión. Revell tenía que o aprender, por su propio bien.
Poco después, llegó uno de los médicos de la plantilla.
—Señor Wordman, tenemos que traerle —dijo.
—Ya lo sé —concedió Wordman—. Pero quiero asegurarme de que ha aprendido la lección.
—Por el amor de Dios —replicó el médico—. ¡Escuche sus gritos!
—Bueno, pues vayan a buscarle —respondió Wordman, sombrío.
Cuando el médico se fue, los gritos cesaron. Wordman y el médico volvieron la cabeza y escucharon: silencio. El médico corrió hacia la enfermería.
Revell estaba tirado en el suelo, gritando. No podía pensar sino en el dolor y en la necesidad de gritar. Pero a veces, cuando gritaba con mucha fuerza, disponía de una fracción de segundo, durante la cual podía seguir alejándose de la prisión, milímetro a milímetro, de tal forma que en la última hora se había movido algo más de dos metros. Su cabeza y su brazo derecho resultaban visibles ahora desde el camino rural que cruzaba los bosques.
Por un lado, sólo era consciente del dolor y de sus propios gritos; por otro, se daba perfecta cuenta de todo lo que había a su alrededor, las briznas de hierba ante sus ojos, la calma del bosque, las ramas de los árboles sobre su cabeza. Y también el pequeño camión que paró en el camino detrás de él.
El hombre que se acercó y se agachó a su lado tenía el rostro curtido por la intemperie y llevaba las ropas bastas de un granjero. Le tocó el hombro y le preguntó:
—¿Herido, jefe?
—¡Al esteeeee! —chilló Revell—. ¡Al esteeee!
—¿Puedo moverle?
—¡Síííí! ¡Al esteeee!
—Será mejor que le lleve al médico.
Cuando el hombre le levantó y le llevó al camión, tendiéndole en la plataforma trasera, el dolor no cambió. Estaba ya a la distancia óptima del transmisor, en el punto máximo de dolor. El granjero le metió en la boca unos trapos.
—Muerda esto —le dijo—. Se aguanta mejor.
No se aguantaba mejor; pero ahogaba sus gritos, y lo agradeció, y porque le daba vergüenza. Se dio cuenta de todo: del viaje a través de la creciente obscuridad; de cómo el granjero le llevó a una casa de arquitectura colonial que por dentro parecía una enfermería, y del médico que le echó una mirada y le tocó la frente, retirándose luego para dar las gracias al campesino por haberle traído. Hablaron brevemente, el granjero se fue, y el médico volvió a observar a Revell. Era joven, con bata blanca, mofletudo y pelirrojo. Parecía indignado y enfurecido.
—Viene de esa prisión, ¿no?
Bajo la mordaza, Revell seguía gritando. Consiguió hacer con la cabeza un movimiento espasmódico que parecía una afirmación. Era como si le clavaran cuchillos de hielo en las axilas, como si le frotaran con papel de lija los lados del cuello, como si le doblaran las articulaciones hacia delante y hacia atrás, como un hombre que está comiéndose un pollo dobla las articulaciones del ala. Tenía el estómago lleno de ácido, el cuerpo acribillado de agujas y rociado de fuego. Le arrancaban la piel, le cortaban los nervios con cuchillas de afeitar, le machacaban los músculos con martillos. Unos dedos se metían en sus ojos y se los arrancaban. Y sin embargo, lo genial de aquel dolor era que permitía que su mente continuase funcionando y siguiese consciente en todo momento. No había forma de perder el conocimiento, de olvidarse.
—¡Qué gente más bestia hay por el mundo! —dijo el médico—. Voy a intentar sacárselo. No sé lo que pasará, porque no conocemos bien el funcionamiento, pero voy a tratar de sacarle la caja.
Se alejó, y volvió con una jeringuilla.
—Tranquilo. Con esto se dormirá.
—Ahhhhhh.
—No está allí. En el bosque no aparece por ninguna parte.
Wordman lanzó una mirada enfurecida al médico, pero sabía que tenía que aceptar la verdad del informe.
—Muy bien —dijo—. Entonces es que alguien se lo llevó. Tenía ahí fuera un cómplice, alguien que le ayudó a escapar.
—Nadie se atrevería —repuso el médico—. Cualquiera que le ayudase terminaría también aquí.
—De todas formas, voy a avisar a la policía del Estado —dijo. Y volvió a su despacho.
La policía del Estado llegó dos horas después. Hicieron averiguaciones sobre los usuarios normales de la carretera, interrogando a la gente que pudo haber oído o visto algo, y encontraron a un granjero que había recogido cerca de la prisión a un hombre herido, y lo había llevado a Boonetown, a un tal doctor Allyn. Los policías estaban convencidos de que el granjero había obrado de buena fe.
—Pero el médico no —repuso sombrío Wordman—. Sin duda se dio cuenta casi inmediatamente.
—Sí, señor, yo diría que sí.
—Y no ha denunciado a Revell.
—No, señor.
—¿Han ido a buscarle ya?
—Todavía no. Acaban de informarnos ahora mismo.
—Quiero ir con ustedes. Espérenme.
—Sí, señor.
Wordman fue en la ambulancia en la que recogieron a Revell. Llegaron sin tocar la sirena a casa del doctor Allyn. Con dos coches llenos de policías, entraron en el pequeño quirófano y encontraron a Allyn lavando sus instrumentos en la pileta.
Allyn les miró tranquilamente, y dijo:
—Me imaginé que vendrían.
Wordman señaló al hombre que yacía inconsciente sobre la mesa de operaciones en el centro de la habitación.
—Ahí está Revell —dijo.
Allyn miró hacia la mesa, sorprendido.
—¿Revell? ¿El poeta?
—¿Es que no lo sabía? ¿Por qué le ayudó, entonces?
—En vez de contestar, Allyn estudió su rostro, y preguntó:
—¿No será usted Wordman, por casualidad?
—Sí, yo soy —respondió Wordman.
—Entonces, creo que esto es suyo —dijo Allyn; y le puso en las manos una ensangrentada cajita negra.
El techo seguía en blanco. Los ojos de Revell escribían en él palabras que hubieran debido abrasar la pintura, pero nada se notaba. Por fin, cerró los ojos a la blancura y, en el interior de sus párpados, escribió con letras tortuosas la palabra olvido.
Oyó que alguien entraba en la habitación, pero el esfuerzo de hacer algo nuevo era tan grande que dejó los ojos cerrados un poco más. Cuando los abrió vio a Wordman, sombrío y sarcástico, a los pies de la cama.
—¿Cómo estamos, Revell?
—Estaba pensando en el olvido —le respondió—, y escribiendo una poesía sobre el asunto.
Levantó la vista al techo, pero seguía vacío.
—Una vez pidió usted papel y lápiz —le dijo Wordman—. Hemos decidido dárselos.
Revell le miró con súbita esperanza, pero luego comprendió.
—Ah, eso —dijo.
Wordman frunció el ceño.
—¿Qué ocurre? Le he dicho que puede usar papel y lápiz.
—Si le doy mi palabra de no volver a marcharme.
Wordman se agarró a los pies de la cama.
—¿Qué le pasa? No puede escaparse, y eso debe de saberlo muy bien a estas alturas.
—Quiere decir que no puedo ganar. Pero no perderé. Estoy jugando su juego, con sus reglas, en su campo y contra su equipo. Si consigo un empate, ya será bastante.
—Sigue pensando que esto es un juego —repuso Wordman—. Cree que nada tiene importancia. ¿Quiere ver lo que ha hecho?
Dio un paso hacia la puerta, la abrió, hizo un gesto, y metieron dentro al doctor Allyn.
—¿Recuerda a este hombre? —preguntó Wordman a Revell.
—Lo recuerdo.
—Acaba de llegar. Dentro de una hora le ponen el Guardián. ¿Se siente muy satisfecho, Revell?
—Lo siento —dijo Revell, mirando a Allyn.
Allyn sonrió y sacudió la cabeza.
—No lo sienta. Pensaba que la publicidad de un juicio podría ayudar a librar al mundo de cosas como el Guardián —su sonrisa se volvió amarga—. No hubo mucha publicidad.
—Están los dos cortados por el mismo patrón —intervino Wordman—. No saben pensar en otra cosa que no sea las emociones de las masas. Revell en eso que llama sus poesías, y usted en la alocución que hizo en el juicio.
—¡Oh! —dijo Revell sonriente—. ¿Habló usted? ¡Qué lástima que no haya podido escucharle!
—No fue muy bueno —respondió Allyn—. No sabía que el juicio iba a durar sólo un día, y no tuve mucho tiempo de preparar nada.
—Bueno, ya está bien —cortó Wordman—. Ya podrán charlar después; tienen años por delante.
Al llegar a la puerta, Allyn se volvió.
—No se vaya a ninguna parte hasta que yo esté levantado, ¿me lo promete? Hasta después de mi operación.
Revell le preguntó:
—¿Quiere venirse conmigo la próxima vez?
—¡Naturalmente! —respondió Allyn.