Personalidad

Alas en la oscuridad (Fred Saberhagen)

Fred Saberhagen (1930-). Fred Saberhagen, escritor que empezó a publicar relatos cortos a principios de los años sesenta, es conocido principalmente por sus relatos de «guerreros invulnerables», en los que se describen máquinas bélicas cibernéticas de origen desconocido que pretenden destruir toda vida orgánica. Sin embargo, desde finales de los años sesenta, Saberhagen ha empezado a dedicarse a las novelas de fantasía, entre las que destacan la trilogía The Empire of the East (1979), así como la serie actual de relatos sobre Drácula: The Dracula Tapes (1975), The Holmes-Dracula File (1978), An Old Friend of the Family (1979) y A Matter of Taste (1980).

En la primera y única misión de combate de Malori, el guerrero invulnerable se presentó ante él con la imagen de un sacerdote de la secta en cuyo seno había nacido Malori en el planeta Yaty. En una visión ilusoria que representaba por analogía un combate real, contempló la figura del sacerdote, envuelta en amplios ropajes, que se alzaba sobre un enorme púlpito deforme y le miraba con ojos llameantes y llenos de maldad, agitando los brazos arriba y abajo como dos gigantescas alas. Cuando al fin las dejó quietas, caídas a los costados, las luces del universo se amortiguaron al otro lado de las ventanillas de cristal coloreado, y Malori supo que estaba perdido.

Pese a que su corazón latía agitadamente bajo el terror de sentirse condenado, Malori conservó la conciencia suficiente para recordar su naturaleza real y la de su adversario, y para convencerse de que no era impotente contra éste. Sus pies imaginarios le conducían interminablemente hacia el púlpito y el sacerdote-demonio encaramado a él, mientras el cristal coloreado estallaba alrededor de Malori y rociaba a éste con fragmentos de terror enfermizo. Avanzó por un sendero sinuoso evitando los puntos del bruñido suelo donde, con rápidos gestos, el sacerdote creaba horrendas y voraces bocas de piedra llenas de dientes. Malori parecía disponer de un tiempo ilimitado para decidir dónde posar los pies. El arma, se dijo como un cirujano dirigiéndose a un ayudante invisible. Aquí, en mi mano derecha.

Malori había oído decir a quienes habían sobrevivido a combates semejantes que su enemigo inhumano se aparecía a cada uno con una apariencia distinta, y que cada hombre debía librar su batalla como si se tratase de una pesadilla personal, única e irrepetible. Los guerreros invulnerables para algunos se manifestaban como grandes bestias furiosas, mientras que para otros eran diablos, dioses u hombres. E incluso había quienes los percibían como la quintaesencia de un terror imposible de afrontar o tan siquiera de contemplar. El combate consistía en una pesadilla experimentada mientras el subconsciente regía la mente, mientras la conciencia permanecía anulada mediante una sutil y cuidadosa presión eléctrica en el cerebro. Ojos y oídos permanecían perfectamente tapados para conseguir una anulación más fácil de la conciencia; una mordaza sujetaba la boca para evitar que se mordiera la lengua y el cuerpo desnudo era inmovilizado por los campos defensivos que lo mantenían entero bajo las miles gravedades que se producían con cada movimiento de las pequeñas naves monoplazas durante el combate. Era una pesadilla de la cual no podía despertar uno por puro terror; el despertar sólo llegaba cuando terminaba el combate, sólo llegaba con la muerte, la victoria o la ruptura del combate.

En la mano imaginaria de Malori apareció entonces un hacha de carnicero afilada como una navaja y enorme como la hoja de una guillotina. Tan grande era que, de haber sido tan real como parecía, habría sido demasiado pesada y difícil de manejar como para siquiera levantarla. La carnicería de su tío en Yaty había desaparecido junto a todas las obras humanas de aquel planeta, pero ahora el hacha de carnicero había vuelto a él, aumentada de tamaño y perfeccionada para adecuarse a sus actuales necesidades.

La asió con firmeza entre ambas manos y avanzó. Al aproximarse, el púlpito fue haciéndose cada vez más alto. El dragón tallado que había en la parte frontal y debía representar un ángel, cobró vida y exhaló una llamarada rojiza contra Malori. Éste desvió las llamas con un escudo que apareció de la nada.

Al otro lado de los restos de las ventanillas astilladas, las luces del universo estaban ahora casi apagadas. Situado junto a la base del púlpito, Malori echó hacia atrás el brazo que sostenía el hacha, como si se dispusiera a golpear por encima de la cabeza al sacerdote que permanecía en lo alto, fuera de su alcance. Entonces, sin haberlo pensado por anticipado, cambió de dirección el golpe y descargó éste contra la base del púlpito. La estructura se tambaleó, pero resistió obstinadamente. La condenación cayó sobre Malori.

Sin embargo, antes de que los diablos le alcanzaran, el sueño empezó a perder energía. En menos de un segundo de tiempo real, no fue más que una imagen visual difuminada; pocos instantes después, apenas era un recuerdo agonizante. Malori flotó en un reconfortante limbo mientras recuperaba la conciencia con los ojos y oídos todavía cerrados. Antes de que la fatiga poscombate y la privación sensorial se combinaran para provocarle una psicosis, los instrumentos situados en su cuero cabelludo empezaron a alimentar su cerebro con sonidos y pinchazos. Eran las mejores señales que podían utilizarse en un cerebro que estuviera a punto de caer víctima de cualquiera de la decena de tipos de locura diferentes. El ruido provocaba un rugiente destello de luces blanquecinas y sonidos que parecían llenar su cabeza al tiempo que, de algún modo, le perfilaban y comunicaban la posición de sus extremidades.

Su primer pensamiento plenamente consciente fue que había combatido con un guerrero invulnerable y había sobrevivido. Había vencido —o, al menos, había logrado un empate—, pues de otro modo no estaría allí.

Los guerreros invulnerables eran unos adversarios como no habían conocido otros los seres humanos descendientes de los terráqueos. Eran astutos e inteligentes y, sin embargo, no eran seres vivos. Reliquias de alguna guerra interestelar librada en otra era, aquellas máquinas autómatas, en su mayor parte naves, transportaban en sus programas la orden primordial de destruir toda forma de vida allí donde la encontraran. Yaty era sólo el último de los muchos planetas colonizados por la Tierra que habían sufrido el ataque de los guerreros invulnerables, y podía considerarse afortunado, pues casi toda su población había sido evacuada con rapidez. Malori y sus camaradas combatían ahora en el espacio galáctico para proteger al Esperanza, una de las enormes naves de evacuación. El Esperanza era una esfera de varios kilómetros de diámetro con capacidad para albergar a una gran parte de los habitantes del planeta, mantenidos en vida aletargada y agrupados en apretadas filas mediante campos de fuerza defensivos. Una leve relajación controlada de estos campos les permitía respirar y seguir viviendo con el metabolismo reducido.

El viaje a un sector seguro de la galaxia duraría varios meses porque la mayor parte del mismo —en cuanto a tiempo empleado— estaría dedicado a atravesar uno de los brazos de la gran nebulosa de Taynarus. En esa zona, el gas y el polvo interestelares eran demasiado densos para permitir que una nave saliera del espacio normal y viajara más rápido que la luz. Incluso la velocidad alcanzable en el espacio normal quedaba bastante reducida. A miles de kilómetros por segundo, tanto las naves humanas como las máquinas enemigas podían hacerse añicos contra una nube de gas mucho más tenue que el aliento.

Taynarus era una selva de volutas y zarcillos de materia dispersa todavía sin cartografiar, enlazada con pasillos de espacio relativamente varío. Gran parte de la zona estaba ocupada por polvo interestelar que ocultaba la luz de todos los soles situados más allá. El Esperanza y su nave escolta, el Judith, atravesaban ahora aquellos marjales, pantanos y corrientes, perseguidos por una formación de guerreros invulnerables. Había guerreros más grandes incluso que el Esperanza, pero los que habían emprendido aquella persecución eran mucho menores. En las regiones del espacio que eran tan densas de materia como aquella, tenían ventaja los vehículos más pequeños y rápidos; conforme aumentaba la superficie del impacto de una nave, su velocidad práctica máxima se reducía inexorablemente.

El Esperanza, poco preparado para una situación así (con las prisas por evacuar no se había podido encontrar otra opción), no podía esperar la victoria sobre el enemigo y sus naves, más pequeñas y maniobrables. De ahí que el Judith, la nave escolta, intentara mantenerse siempre entre el Esperanza y el grupo perseguidor. El Judith albergaba las pequeñas naves interceptoras, lanzándolas cada vez que el enemigo se acercaba demasiado y recibiendo a los supervivientes cuando la amenaza había sido rechazada una vez más. Al empezar la persecución había quince de aquellas naves monoplaza. Ahora quedaban nueve.

Las descargas de sonidos del equipo de soporte vital de Malori se amortiguaron y, por fin, cesaron. Su mente consciente volvió a ocupar su trono. Supo que la gradual relajación de sus campos de defensa era un signo cierto de que pronto se reintegraría al mundo de los hombres conscientes.

En cuanto su interceptor, el Número Cuatro, estuvo aparcado en el interior del Judith, Malori se apresuró a desconectarse de los delicados sistemas de la nave. Se puso un amplio mono de trabajo y se incorporó al reducido espacio de la carlinga. Malori era delgado, de articulaciones prominentes y caminar extraño. Recorrió la pasarela que cruzaba la cámara —donde el eco resonaba como en un hangar— y observó que tres o cuatro interceptores, además del suyo, habían regresado ya y reposaban en sus grúas. La gravedad artificial era bastante firme, pero Malori tropezó y estuvo a punto de caerse en su afán por bajar la corta escalerilla que llevaba hasta la cubierta de operaciones.

Petrovich, el comandante del Judith, un hombre robusto de estatura mediana y rostro acerado, estaba en la cubierta, en evidente actitud de esperarle.

—¿Acabé… acabé con mi objetivo? —balbuceó Malori con ansiedad mientras se acercaba a toda prisa.

Habitualmente los formalismos militares eran poco observados a bordo del Judith y, de todos modos, Malori era, en realidad, un civil. El mero hecho de que le hubieran permitido tripular un interceptor era una clara muestra de la desesperación del comandante.

Con un gesto airado, Petrovich respondió enfurecido:

—¡Malori, eres un desastre en esa nave! No tienes ninguna capacidad para esto.

El mundo se volvió un poco gris frente a Malori. Hasta aquel instante no había comprendido cuan importantes eran para él ciertos sueños de gloria. Sólo pudo encontrar unas torpes y débiles palabras:

—Pero… Yo…, creía haberlo hecho bien.

Intentó recordar su combate-pesadilla. Algo acerca de una iglesia.

—¡Dos naves han tenido que desviarse de sus objetivos de combate originales para rescatarte! —exclamó el comandante—. Ya hemos visto las cintas de la cámara-fusil. Ahí estaba el Número Cuatro haciendo fintas con ese guerrero, como si no tuvieras la menor intención de hacerle daño. —Petrovich le miró más de cerca, se encogió de hombros y bajó un poco el tono de voz—. No quiero cargarte toda la culpa, naturalmente; tú ni siquiera eras consciente de lo que estaba sucediendo. Sólo expongo los hechos tal como han sucedido. Menos mal que el Esperanza está oculto a 20 unidades astronómicas de nosotros, tras una nube de formaldehído. Si hubiera estado en una posición más comprometida, el enemigo la habría tenido a su alcance.

—Pero…

Malori intentó iniciar una discusión pero el comandante se limitó a alejarse. Llegaban más interceptores. Las compuertas gimieron y las grúas chirriaron y Petrovich tenía muchas cosas importantes que hacer para seguir discutiendo con él. Malori permaneció inmóvil unos instantes, deprimido, derrotado y empequeñecido. Dirigió involuntariamente una mirada anhelante hacia el Número Cuatro. Era un cilindro corto y sin ventanillas, de un diámetro apenas superior a la estatura de un hombre, que ahora pendía de su grúa metálica mientras los técnicos la revisaban. Por la boca del láser principal, caliente todavía de tanto disparar, salía una fina columna de humo ahora que estaba de nuevo en la atmósfera. Allí estaba el hacha de su imaginario combate.

Nadie podía dirigir una nave o un arma sin contar con la competente ayuda de una buena máquina. La espantosa lentitud de los impulsos nerviosos humanos y del pensamiento consciente descalificaban a los seres humanos para el mantenimiento del control directo de las naves en cualquier combate espacial contra los guerreros. En cambio, el subconsciente humano no era tan limitado. Algunos de sus procesos no podían deberse a ninguna actividad sináptica específica del cerebro, y algunos teóricos sostenían que tales procesos tenían lugar fuera del tiempo. La mayor parte de los físicos se manifestaban estupefactos ante tal opinión, pero resultaba una magnífica hipótesis de trabajo para el combate espacial.

Durante este combate, las computadoras de los guerreros enemigos iban unidas a unos eficacísimos aparatos que utilizaban el azar para efectuar los movimientos inesperados e impredecibles que les daban ventaja sobre un oponente que se dedicaba, simple y tenazmente, a escoger la maniobra que más probabilidades de éxito tenía, estadísticamente. Los humanos también utilizaban ordenadores para guiar las naves, pero últimamente habían conseguido una ligera ventaja sobre los mejores aparatos selectores de azar al confiar de nuevo en su cerebro, parte del cual estaba evidentemente libre de prisas y trabajaba fuera del tiempo, en un plano donde la luz resultaba tan inmóvil como el hielo tallado.

Sin embargo, había algunos impedimentos. Cierta gente (incluido Malori, según lo acaecido) resultaba sencillamente inadecuada para el combate, pues su mente subconsciente no parecía tener ningún interés en asuntos tan temporales como la vida o la muerte. E incluso en las mentes adecuadas el subconsciente era sometido a una gran tensión. La conexión con los ordenadores externos producía una carga en la mente por alguna razón todavía no determinada. Uno tras otro, muchos pilotos humanos eran extraídos de sus naves en un estado catatónico o de excitación histérica al regresar del combate. Muchas veces se lograba devolverles la razón, pero quedaban inútiles para volver a hacer de compañeros de equipo de las computadoras de combate. Este sistema de pelear era tan reciente que sólo en las últimas jornadas había empezado a advertirse la importancia de esos impedimentos a bordo del Judith. Los hombres entrenados para los interceptores habían quedado inútiles para el servicio y lo mismo cabía decir de sus suplentes. Fue por eso que lan Malori, historiador, y otros civiles fueron enviados al combate, sin apenas entrenamiento previo. Sin embargo, utilizando sus mentes habían conseguido un poco más de tiempo.

Malori se retiró de la cubierta de operaciones a su pequeño camarote individual. No había comido desde haría mucho, pero no sentía hambre. Se cambió de ropa y se sentó en un sillón contemplando su litera, sus libros, sus cintas y su violín. Sin embargo, no intentó descansar ni ocuparse en algo. Esperaba una pronta visita de Petrovich, pues el comandante no tenía otro recurso donde acudir.

Casi sonrió cuando el intercomunicador emitió un zumbido y le transmitió la orden de reunirse inmediatamente con el comandante y los demás oficiales. Malori asintió y salió enseguida, llevando consigo una caja marrón, imitación a cuero, del tamaño de un maletín pero con formas distintas a éste, que seleccionó entre varios cientos de cajas similares almacenadas en un pequeño habitáculo junto a su camarote. La caja que llevaba tenía una etiqueta donde se leía: CABALLO LOCO.

Petrovich alzó la mirada cuando Malori entró en la reducida sala de planos, donde el puñado de oficiales de la nave ya estaban reunidos alrededor de la mesa. El comandante dirigió la vista a la caja que llevaba Malori y asintió.

—Parece que no tenemos otra alternativa, historiador. Nos estamos quedando sin gente y tendremos que utilizar tus pseudopersonalidades. Afortunadamente, ya hemos instalado los adaptadores necesarios en todas las naves de combate.

—Creo que las posibilidades de éxito son excelentes —respondió Malori en voz bastante baja, mientras se sentaba en el lugar que le habían reservado y colocaba la caja en medio de la mesa—. Naturalmente, estas pseudopersonalidades no tienen mentes subconscientes auténticas pero, según quedó demostrado en nuestras anteriores conversaciones, proporcionan una utilización del factor azar mucho más eficaz que la de ningún otro ser. Cada una posee una personalidad que, aunque artificial, es única.

Uno de los oficiales se inclinó hacia delante y comentó:

—La mayor parte de nosotros no ha estado presente en esas conversaciones anteriores que has mencionado. ¿Podrías hacernos un resumen del tema?

—Desde luego —asintió Malori al tiempo que carraspeaba—. Estas personae, como solemos llamarlas, se utilizan en el ordenador en la simulación de problemas históricos. Conseguí llevarme unos cientos de ellas al huir de Yaty. Muchos son modelos de militares y guerreros.

Posó la mano sobre la caja y continuó:

—Ésta es una reconstrucción de la personalidad de uno de los jefes de caballería más hábiles de la antigua Tierra. No está en el grupo que hemos seleccionado para realizar los primeros combates. Sólo lo he traído para mostrar su estructura interna y su diseño a quienes estéis interesados. Cada persona contiene unos cuatro millones de planchas de materia bidimensional.

Otro oficial alzó la mano.

—¿Cómo se puede reconstruir con fidelidad la personalidad de alguien que debió morir mucho antes de que existiera la primera técnica de grabación directa?

—Naturalmente, no podemos tener la certeza absoluta. Sólo podemos guiarnos por los registros históricos y por lo que deducimos de las simulaciones computarizadas sobre la época. Se trata únicamente de modelos, pero actuarán en combate como en los estudios históricos para los que han sido diseñados. Tenderán a reflejar en sus decisiones una agresividad básica, una determinación…

El sonido totalmente inesperado de una explosión hizo que los oficiales reunidos en la sala se pusieran en pie al unísono. Petrovich, el primero en reaccionar, sólo tuvo tiempo de apartarse de su asiento cuando una segunda explosión, mucho más estruendosa, resonó por toda la nave. Malori, por su parte, casi logró llegar a la puerta para dirigirse a su posición de combate cuando llegó la tercera explosión. Sonó como el final de la galaxia y Malori advirtió que volaban por el aire trozos de mobiliario, mientras las mamparas y tabiques alrededor de la sala de conferencias cedían y se derrumbaban. Malori tuvo un pensamiento lúcido y tranquilo sobre lo injusto de su inminente muerte y luego, durante un tiempo, dejó de pensar.

El despertar fue un proceso lento y desagradable. Supo que el Judith no estaba del todo destrozado porque seguía respirando y la gravedad artificial seguía manteniéndole tendido en el suelo de la cubierta, con los brazos y las piernas abiertas. Habría sido preferible que no hubiera gravedad, pues todo su cuerpo era un único y enorme dolor lacerante, un sufrimiento irradiado desde algún centro nervioso localizado en el interior del cráneo. Malori no quería concretar la fuente más allá de esto. El mero hecho de pensar en tocarse la cabeza ya le dolía.

Por fin, la urgencia de descubrir qué estaba sucediendo superó el temor al dolor, alzó la cabeza y la tanteó con la mano. Tenía un gran corte sobre la frente y heridas menores en el rostro, donde la sangre se había secado ya. Debía de haber perdido el conocimiento durante un tiempo considerable.

La sala de reuniones y conferencias estaba hecha añicos, cubierta de escombros y totalmente destrozada. Cerca había un cuerpo inerte que debía estar muerto, y otro, y otro más, confundidos con los muebles hechos astillas. ¿Era quizás el único superviviente? Un tabique estaba derrumbado y la mesa de planos había quedado destrozada. ¿Qué debía ser aquella máquina desconocida, de gran tamaño, situada en el otro extremo de la sala? Enorme como un armario, pero infinitamente compleja, la máquina tenía algo de peculiar en las patas, como si fueran móviles…

Malori, de puro terror, se quedó paralizado porque la máquina, en efecto, empezó a moverse al tiempo que dirigía hacia él un conjunto de lentes y torretas blindadas. Comprendió que la máquina que estaba viendo, y que a su vez le observaba, era un guerrero invulnerable en acción. Era uno de los pequeños, utilizado para abordar naves humanas, capturarlas y hacerlas funcionar.

—Ven aquí —dijo la máquina. El sonido que emitía era una mala imitación de la voz humana, chasqueante y absurda, formada a base de sílabas de voces de cautivos grabadas, unidas electrónicamente y vueltas a pasar—. La forma de vida indeseable ha despertado.

Sobrecogido de temor, Malori creyó que las palabras iban dirigidas a él, pero no logró moverse. A continuación, a través del agujero abierto en el tabique, entró un hombre al que Malori no había visto nunca, un tipo harapiento y sucio que vestía un gastado mono de trabajo que probablemente había sido en otro tiempo parte de un uniforme militar.

—Así es, señor —le dijo el hombre a la máquina. Hablaba en el idioma estándar interestelar, con una voz hueca que tenía rastros de un acento cultivado. El tipo dio un paso hacia Malori—. ¿Me puedes entender, tú?

Malori gimió algo ininteligible, intentó asentir y se incorporó lentamente hasta quedar en una extraña posición, sentado en el suelo.

—Tienes que decidir cómo quieres las cosas ahora, fáciles o difíciles —continuó el hombre, acercándose un poco más a él—. Me refiero a cómo quieres morir. Hace tiempo yo decidí que quería una muerte rápida y fácil, y no demasiado pronto. Y también decidí que hasta entonces quería pasarlo bien de vez en cuando.

Pese al terrible dolor de cabeza, Malori volvía a coordinar sus pensamientos y empezaba a comprender. Los hombres como el que tenía delante, que colaboraban más o menos voluntariamente con los guerreros invulnerables, recibían un nombre. Sin embargo, Malori no iba a pronunciarlo en aquel momento.

—Las quiero tranquilas —se limitó a decir, al tiempo que parpadeaba e intentaba mover el cuello para aliviar el dolor.

El hombre le contempló en silencio unos instantes más.

—Está bien —dijo al fin. Se volvió hacia la máquina y añadió en un tono diferente, servil—: Puedo dominar sin problemas esta forma de vida indeseable herida. No habrá ningún problema si nos dejas solos.

La máquina volvió una de sus lentes envueltas en metal hacia su criado:

—Recuerda —vocalizó—, deben prepararse rápidamente las auxiliares. Queda poco tiempo. Fallar comportará estímulos desagradables.

—Lo recordaré, señor.

El hombre era humilde y sincero. La máquina miró a los dos hombres unos instantes más y al fin se marchó, activando sus patas metálicas en unos pasos precisos y casi gráciles. Malori escuchó el familiar sonido de una esclusa de aire en funcionamiento.

—Ahora estamos solos —dijo el tipo mientras le contemplaba—. Si quieres llamarme de alguna manera, llámame Greenleaf. ¿Quieres probar a pelearte conmigo? Si es así, que sea enseguida.

No era mucho más corpulento que Malori pero tenía unas manos enormes y parecía fuerte y muy capaz de vencerle pese a su aspecto sucio y descuidado.

—Está bien —continuó—. Eres un tipo listo. ¿Sabes?, realmente has tenido mucha suerte, aunque todavía no puedas darte cuenta. Los guerreros no son como los otros amos que tienen los hombres. No son como los gobiernos y los partidos y las empresas y las causas que te exprimen el jugo y después te dejan tirado y hundido. No, cuando ya no le eres de utilidad a la máquina, te eliminan con rapidez y limpieza… si les has servido bien. Yo lo sé. Lo he visto hacer así con otros humanos. No hay razón alguna para que fuera de otro modo. Lo único que quieren es matarnos, no hacernos sufrir.

Malori no respondió. Pensaba que quizá podría ponerse pronto en pie.

Greenleaf (el nombre parecía tan inapropiado que Malori pensó que probablemente era el verdadero) hizo un pequeño ajuste en un pequeño aparato que había extraído del bolsillo y que sostenía en una de sus manazas, semioculto.

—¿Cuántas naves escolta, además de ésta, intentan proteger al Esperanza?

—No lo sé —mintió Malori—. Sólo estaba el Judith.

—¿Cómo te llamas?

El tipo permaneció con la mirada fija en el aparato.

—Ian Malori.

Greenleaf asintió y, sin mostrar en el rostro ninguna emoción, avanzó dos pasos hacia delante y lanzó una patada a Malori en el vientre, con una gran precisión y fuerza brutal.

—Eso es por haber intentado mentirme, Malori —dijo la voz de su captor, que llegó mortecina hasta Malori mientras éste se retorcía sobre la cubierta, tratando de recuperar la respiración—. Será mejor que entiendas que puedo saber infaliblemente si me estás mintiendo. Bien, ¿cuántas naves escolta hay?

Malori consiguió sentarse otra vez, y cuando pudo hablar confesó entre jadeos:

—Sólo ésta.

No sabía si Greenleaf tenía un detector de mentiras auténtico o si sólo intentaba simularlo haciendo preguntas cuyas respuestas ya conocía, pero Malori decidió que, de entonces en adelante, sólo diría literalmente la verdad, lo más escrupulosamente posible. Unas cuantas patadas más como aquélla y quedaría inútil y las máquinas le matarían. Descubrió que no estaba dispuesto en absoluto a perder la vida.

—¿Qué cargo tenías en la tripulación, Malori?

—Soy un civil.

—¿A qué te dedicas?

—Soy historiador.

—¿Y por qué estabas aquí?

Malori intentó empezar a ponerse en pie, pero decidió que no servirían de nada sus esfuerzos y permaneció sentado en la cubierta. Si se detenía un solo momento a meditar en su situación, le entraría un miedo tan terrible que no podría ni pensar coherentemente.

—Había un proyecto… Verá, Greenleaf, traje conmigo de Yaty una serie de lo que llamamos modelos históricos, unos bloques de respuestas programadas que utilizamos en investigación histórica.

—Recuerdo haber oído hablar de algo así. ¿Cuál era ese proyecto?

—Intenta utilizar las personae de algunos militares como elemento de azar para los ordenadores de combate de los interceptores monoplaza.

—¡Ajá! —Greenleaf se puso en cuclillas, amansó la voz y cambió su aire hosco por otro más obsequioso—. ¿Y cómo funcionan en combate? ¿Mejor que la mente subconsciente de un piloto vivo? Las máquinas lo saben todo acerca de eso.

—No hemos tenido ocasión de probarlo. ¿Está muerto todo el resto de la tripulación?

Greenleaf asintió displicentemente.

—No ha sido un abordaje difícil. Debe de haber habido un fallo en vuestras defensas automáticas. Me alegro de haber encontrado a alguien vivo y, además, lo bastante listo como para colaborar. Me irá bien para mi historial. —Bajó la mirada a un cronómetro indudablemente caro que lucía en su sucia muñeca—. Arriba, lan Malori. Tenemos mucho trabajo que hacer.

Malori se levantó y siguió al individuo hasta la cubierta de operaciones.

—Las máquinas y yo hemos echado un vistazo por aquí. Esos nueve interceptores que os quedaban a bordo son demasiado valiosos como para desperdiciarlos. Ahora, las máquinas están seguras de capturar al Esperanza, pero éste tendrá defensas automáticas, y probablemente mucho más contundentes que las de esta bañera. Las máquinas han tenido muchas bajas en esta persecución, y pretenden utilizar esos nueve interceptores como tropas auxiliares. Sin duda tendrás alguna idea de historia militar, ¿no?

—Sí, alguna.

La frase era exageradamente modesta, pero pareció pasar por buena. El detector de mentiras, si realmente existía, debía de estar desconectado. Sin embargo, Malori decidió no correr más riesgos de los necesarios.

—Entonces sabrás cómo utilizaban algunos generales de la antigua Tierra a las tropas auxiliares —continuó Greenleaf—. Las llevaban delante del cuerpo principal de tropas de confianza, que así podían darles muerte si intentaban huir, y eran también las primeras en ser utilizadas contra el enemigo.

Al llegar a la cubierta de operaciones, Malori vio que apenas había señales de daños. Nueve magníficos interceptores aguardaban en sus lugares de lanzamiento, rearmados, revisados y reavituallados para el combate. Exactamente como habían quedado minutos después de regresar de su última misión.

—Bien, Malori, hemos estado mirando los controles de esas naves mientras estabas inconsciente y me parece que no pueden ser accionados de modo totalmente automático.

—Así es. Tiene que haber una mente que las controle, o un elemento de azar de algún tipo, conectado a bordo.

—Bien, Malori. Tú y yo vamos a convertir esos interceptores en tropas auxiliares de los guerreros invulnerables. —Greenleaf echó un nuevo vistazo a su medidor de tiempo—. Tenemos menos de una hora para encontrar un buen modo, y apenas unas horas más para terminar el trabajo. Cuanto antes, mejor. Si nos retrasamos nos van a hacer sufrir por ello. —Casi pareció complacerse en tal idea—. ¿Qué sugieres que hagamos? —añadió.

Malori abrió la boca para responder, pero no llegó a hacerlo. Greenleaf continuó:

—Desde luego, no vamos a instalar esas personae de militares. Podrían no someterse de buen grado a ser conducidas delante como mera carne de cañón. Supongo que son líderes de diversos tipos. Pero quizá tengas otras personae de otras actividades, y de naturaleza más dócil. ¿Qué dices?

Malori se derrumbó contra la silla de combate vacía del oficial de operaciones y se obligó a pensar cuidadosamente sus palabras antes de decirlas.

—Desde luego, hay algunas personae a bordo por las que tengo un especial interés. Vamos.

Malori abrió el camino, vigilado de cerca por el otro, hasta su pequeño camarote de soltero. Resultaba asombroso que nada hubiera cambiado en su interior. Sobre la litera estaba el violín y sobre la mesa había unos libros y sus cintas de música. Y allí, perfectamente colocadas en sus cajas curvas semejantes a cuero, estaban algunas de las personae cuyo estudio más le interesaba.

Malori levantó la primera del montón.

—Este hombre era violinista, o así me gusta creerlo. Probablemente, su nombre no le suene, Greenleaf.

—La música nunca ha sido mi fuerte. Pero cuéntame más.

—Era un terráqueo que vivió en el siglo XX, era antigua. Tengo entendido que era un hombre muy religioso. Podemos conectar la personae y preguntarle qué opina acerca de luchar, si quiere salir de dudas.

—Será mejor que lo hagamos. —Cuando Malori le hubo señalado el receptáculo adecuado, junto a la pequeña consola del ordenador de la cabina, Greenleaf se ocupó personalmente de hacer las conexiones—. ¿Cómo se comunica uno?

—Hablando, simplemente —respondió Malori.

Greenleaf habló en tono tenso, vuelto hacia la caja de imitación de cuero.

—¿Cómo te llamas?

—Albert Ball.

La voz que salía del altavoz de la consola sonaba mucho más humana que la del guerrero enemigo, un rato antes.

—¿Qué te parece la idea de entrar en combate, Albert?

—Algo detestable.

—¿Quieres tocar el violín para nosotros?

—Con mucho gusto.

Sin embargo, no sonó música alguna. Malori indicó:

—Son precisas más conexiones si se quiere oír verdaderamente la música.

—No creo que sea preciso… —Greenleaf desconectó la unidad Albert Ball y empezó a repasar el resto del montón, frunciendo el ceño ante los nombres, todos desconocidos para él. En total había doce o quince cajas—. ¿Quiénes son todos esos? —preguntó.

—Contemporáneos de Albert Ball. Gentes que compartían su misma profesión. —Malori se dejó caer sobre la litera para descansar unos instantes. No estaba muy lejos de desmayarse. Por fin, se levantó de nuevo y se acercó a Greenleaf, quien seguía junto a las cajas de las personae—. Éste es un modelo de Edward Mannock, un hombre ciego de un ojo que no hubiera podido pasar el examen físico necesario para servir en las fuerzas armadas de su tiempo. —Señaló otra caja y continuó—: Ese otro sirvió brevemente en caballería, creo recordar, pero no conseguía sostenerse sobre el caballo y pronto fue relegado a un puesto en intendencia. Y ese de ahí fue un joven frágil, enfermo de tuberculosis, que murió a la edad de veintitrés años terráqueos estándar.

Greenleaf dejó de contemplar las cajas y se volvió de nuevo hacia Malori. Malori sintió que sus molidos músculos estomacales intentaban contraerse, a la espera de un nuevo impacto violento. Aquello iba a ser demasiado; si le daba otra paliza, acabaría matándole…

—Está bien. —Greenleaf le miraba con el ceño fruncido, tras observar el cronómetro una vez más. Por fin, apareció en su rostro una leve sonrisa. Sorprendentemente, la sonrisa daba al hombre un aspecto de chico inofensivo—. ¡Está bien! Los músicos son la antítesis de los militares, supongo. Si las máquinas dan su aprobación, instalaremos esas personae en los interceptores y los lanzaremos. Ian Malori, creo que voy a aumentarte la paga —murmuró con una sonrisa más amplia—. Si esto sale como espero, puede que nos aseguremos otro año estándar de supervivencia.

Cuando la máquina llegó de nuevo a bordo, unos minutos después, Greenleaf hizo una reverencia y le explicó las líneas generales del plan. Mientras, en un rincón, Malori se descubrió imitando las reverencias, presa de un terror absoluto.

—Adelante, pues —dio su aprobación la máquina—. Si no os dais prisa, la nave infectada de formas de vida podrá esconderse tras las tormentas que tenemos ante nosotros.

A continuación, el guerrero invulnerable se marchó a toda prisa. Probablemente tenía que hacer reparaciones en su propia nave robótica.

Los dos se pusieron a trabajar y la instalación de las personae quedó ultimada muy rápidamente. Sólo había que abrir la cabina del interceptor, insertar la personae en el adaptador instalado en ella, conectar los cables y abrazaderas correspondientes y volver a cerrar la cabina. Dado que la rapidez era de vital importancia en los planes de los guerreros invulnerables, las comprobaciones se limitaron a conseguir una respuesta inmediata de cada una de las personae activadas en las naves. La mayor parte de esas respuestas fueron comentarios absolutamente banales acerca de un tiempo atmosférico inexistente o sobre comidas y bebidas de otras eras, o curiosas frases que, como bien sabía Malori, eran únicamente comentarios sin sentido.

Todo parecía avanzar a la perfección, pero Greenleaf parecía tener todavía algunas dudas de última hora.

—Espero que esos sensibles caballeros soporten la tensión de descubrir su auténtica situación. Serán capaces de asimilarla, ¿verdad? Las máquinas no esperan que hagan grandes combates, pero tampoco desean que los interceptores entren en un estado de catatonia.

Malori, casi agotado, pugnaba por abrir la cabina del Número Ocho y estuvo a punto de caer del curvo casco del interceptor cuando, por fin, la carlinga se abrió.

—Se harán cargo de la situación aproximadamente un minuto después del lanzamiento. Por lo menos, entonces tendrán una idea general de dónde se encuentran. Supongo que no comprenderán que se encuentran en el espacio interestelar. Usted, Greenleaf, parece haber servido en las fuerzas armadas así que, si se muestran reacios a entrar en combate, dejo en sus manos el trato que deba darse a las tropas auxiliares recalcitrantes.

Al efectuar la comprobación de la personae del Número Ocho, su respuesta fue ésta:

—Quiero que mi aparato se pinte de rojo.

—Enseguida, señor —asintió rápidamente Malori, al tiempo que cerraba la cabina del interceptor y se encaminaba hacia el Número Nueve.

—¿Qué significa todo eso? —preguntó Greenleaf con gesto hosco. Sin embargo, volvió a consultar el medidor de tiempo y pasó rápidamente a otra cosa.

—Supongo que el maestro ya se ha dado cuenta de que va a embarcar en algún tipo de vehículo. En cuanto a por qué quiere que lo pinten de rojo… —masculló Malori mientras intentaba abrir el Número Nueve. El final de la frase quedó en el aire.

Por último, todas las naves estuvieron dispuestas. Greenleaf se detuvo un instante, con el dedo ya en el botón del disparador. Por última vez, sus ojos escrutaron los de Malori.

—Lo hemos hecho todo muy bien, y en el tiempo previsto. Si esta idea funciona al menos moderadamente bien seguro que nos llevamos una recompensa. —Greenleaf hablaba ahora en una especie de murmullo cargado de solemnidad—. Y será mejor que funcione. ¿Has visto alguna vez desollar vivo a un hombre?

Malori estaba asido a un poste para mantenerse erguido.

—He hecho cuanto he podido —musitó.

Greenleaf puso en acción el mecanismo de lanzamiento y se escuchó el susurro de las compuertas, en una especie de polifonía. Las nueve naves partieron y, simultáneamente, cobró vida una representación holográfica en la consola del oficial de operaciones. En el centro de la holografía se apreciaba al Judith como un grueso símbolo verde, con nueve puntos verdes de menor tamaño moviéndose en sus proximidades con lentitud y cierta torpeza. A poca distancia, una formación cerrada de puntos rojos representaba lo que quedaba del grupo de guerreros mecánicos que durante tanto tiempo y con tanta determinación había perseguido al Esperanza y a su nave escolta. Malori observó, desazonado, que había al menos quince puntos rojos, pertenecientes a otros tantos guerreros.

—El truco —dijo Greenleaf como si hablara para sí mismo— está en que sientan más temor de sus propios líderes que del enemigo.

Manipuló los botones del panel que enviarían su voz a todos los interceptores y exclamó:

—¡Atención, unidades Uno a Nueve! Se encuentran bajo el punto de mira de una fuerza muy superior. Cualquier intento de huida o desobediencia será castigado severamente…

Durante unos instantes más continuó aleccionando a los pilotos cibernéticos, mientras Malori comprobaba en la pantalla que el mal tiempo que había mencionado el enemigo mecánico estaba aproximándose ya. Un velo de partículas atómicas cruzaba aquel sector de la nebulosa, en el camino del Judith y de la extraña flota híbrida que avanzaba junto a aquél. El Esperanza, invisible en el plano holográfico de aquella escala, podía aprovechar la tormenta para despistar completamente a su perseguidor, a no ser que éste fuera muy rápido.

En el cuadro de operaciones, la visibilidad estaba reduciéndose a toda prisa y Greenleaf interrumpió su discurso, ante la evidencia de que el contacto estaba perdiéndose. Las órdenes de las voces innaturales de los guerreros enemigos, dirigidas a los interceptores números Uno al Nueve, pudieron escucharse entrecortadamente hasta que la cortina de interferencias se convirtió en un telón opaco que impedía todo contacto. La persecución del Esperanza todavía no se había reanudado.

Durante unos instantes, todo permaneció en silencio en la cubierta de operaciones, salvo los ocasionales crujidos en el tablero de comunicaciones. Alrededor de los dos hombres, las grúas vacías de lanzamiento de naves aguardaban un desenlace.

—Ya está —dijo por último Greenleaf—. Ahora ya no podemos hacer nada, salvo esperar.

Volvió a mostrar su risilla transfigurada, casi con aspecto de estar disfrutando de la situación. Malori le contempló con curiosidad.

—¿Cómo hace para…, para asimilar todo esto tan bien?

—¿Por qué no iba a ser así?

Greenleaf se estiró y se levantó de la consola de seguimiento, ahora inútil.

—Cuando un hombre renuncia a las viejas cosas, al sistema de vida de los seres perniciosos, y admite que para ellos ha muerto, entonces las cosas nuevas no resultan tan malas. Incluso se puede disponer de mujeres, de vez en cuando, si las máquinas hacen prisioneros.

—Una buena vida… —musitó Malori.

Acababa de pronunciar unas palabras obscenas, provocativas. Sin embargo, de momento, no sintió ningún temor.

—Una buena vida para ti, hombrecito —asintió Greenleaf, sonriendo todavía—. ¿Sabes?, me parece que todavía me desprecias. ¿Tendré que recordarte que tú estás metido en esto tanto como yo?

—Creo que me da lástima.

Greenleaf soltó una especie de risilla y movió la cabeza como si se compadeciera de Malori.

—¿Sabes?, yo tengo quizás ante mí una vida más larga y libre de dolores de lo que haya disfrutado jamás hombre alguno… Has dicho que uno de los modelos de esas personae cibernéticas falleció a los veintitrés años. ¿Era esa la edad normal a la que morían las personas?

Malori, asido todavía al poste, empezó a lucir una sonrisa tímida, extraña.

—Bueno, para su generación lo fue, al menos en el continente europeo. Por esa época estaba en pleno auge la primera guerra mundial.

—Pero él murió de una enfermedad, dijiste.

—No. Dije que había padecido una enfermedad, la tuberculosis. Indudablemente, la enfermedad habría acabado por matarle, pero murió en combate, en el año 1917 de la era antigua, en un lugar llamado Bélgica. Su cuerpo jamás fue encontrado pues, según recuerdo, una barrera de artillería antiaérea destruyó totalmente su aparato.

—¡Antiaéreos! ¿De qué estás hablando? —exclamó Greenleaf, inmóvil donde se encontraba.

Malori se sentó más erguido, un tanto dolorosamente, y se apartó del poste que le había sostenido hasta entonces.

—Ahora ya puedo decir que Georges Guynemer, pues así se llamaba ese hombre, derribó cincuenta y tres aviones enemigos antes de morir. ¡Espere! —Malori había adoptado repentinamente un tono firme y enérgico; Greenleaf detuvo su amenazador avance, muy sorprendido—. Antes de empezar a hacerme algo violento, debería tener en cuenta qué bando tiene más posibilidades de vencer en la batalla de ahí fuera, si el suyo o el mío.

—La batalla…

—Serán nueve interceptores contra quince naves o más, pero no me siento demasiado pesimista. Las personae que hemos enviado ahí fuera no van a dejarse matar fácilmente.

Greenleaf le contempló durante un instante, dio media vuelta y se abalanzó sobre la consola de operaciones. La pantalla seguía en blanco, produciendo ruido, y no había nada que hacer al respecto. Lentamente, se dejó caer sobre el acolchado sillón.

—¿Qué me has hecho? —susurró—. Esa colección de músicos inválidos… Es imposible que me estuvieras contando mentiras…

—Naturalmente. Todas y cada una de mis palabras eran ciertas. No todos los pilotos de la primera guerra mundial eran inválidos, por supuesto; los hubo que tenían una salud perfecta, incluso partidarios hasta el fanatismo de conservarse ilesos. Y tampoco he dicho que todos ellos fueran músicos aunque, ciertamente, he intentado que así lo creyera. Ball era el que tenía más capacidad musical entre todos esos ases, pero no dejaba de ser un simple aficionado. Siempre decía que aborrecía su auténtica profesión.

Greenleaf, hundido en el sillón, parecía envejecer por momentos.

—Pero uno de ellos era ciego… ¡Es imposible!

—Eso creían sus enemigos cuando, al principio de la guerra, le liberaron del campo de prisioneros. Edward Mannock, ciego de un ojo, tuvo que engañar al examinador para poder entrar en el ejército. Por supuesto, la tragedia de esos hombres maravillosos fue que tuvieron que eliminarse mutuamente al combatir en bandos opuestos. Por aquel entonces no había guerreros espaciales a los que enfrentarse. O, al menos, no había enemigos a los que se pudiera atacar con los aparatos y armas de entonces. Supongo que el hombre siempre ha tenido que enfrentarse a enemigos como los guerreros invulnerables…

—Vamos a ver si entiendo bien —dijo Greenleaf con un tono casi de súplica en la voz—. ¿Hemos enviado en los interceptores a las personae de nueve pilotos de combate?

—Nueve de los mejores. Creo que entre los nueve sumarán más de quinientas victorias aéreas. Claro que las cifras pueden ser algo exageradas, pero aun así…

Se hizo de nuevo el silencio. Greenleaf se volvió lentamente en el asiento para contemplar la pantalla de operaciones. Al cabo de un rato, la tormenta de interferencias atómicas empezó a aclararse. Malori, que se había sentado en el suelo de la cubierta para descansar, se incorporó de nuevo, en esta ocasión con mayor rapidez. En la holografía surgía entre las interferencias un único símbolo resplandeciente que se aproximaba velozmente hacia la posición del Judith.

El símbolo que se acercaba era de un rojo encendido.

—Aquí vienen —musitó Greenleaf poniéndose en pie. Extrajo del bolsillo un pequeño revólver. En un primer impulso apuntó con el arma hacia Malori, que se encogió sobre sí mismo, pero luego mostró de nuevo su mejor sonrisa y, moviendo la cabeza, dijo—: No, prefiero que las máquinas se ocupen de ti. Así será mucho peor.

Cuando oyeron que la esclusa de aire empezaba a girar, Greenleaf alzó el arma para apuntar a su propia sien. Malori no podía apartar la mirada de aquel hombre desesperado. La portezuela interior de la esclusa se abrió y Greenleaf disparó.

Malori recorrió a toda prisa la distancia que le separaba de Greenleaf y asió el arma de las manos muertas del traidor antes casi de que el cuerpo de éste cayera al suelo. Se volvió para apuntar el arma contra la esclusa, cuya puerta interior, al abrirse, emitió un gemido. El guerrero que apareció ante sus ojos era el mismo que había visto antes, o al menos del mismo tipo. Sin embargo, había sufrido violentos desperfectos. Uno de sus brazos metálicos aparecía arrancado, con un brillante corte por el que asomaban, inertes, los cables seccionados. Todo su cuerpo metálico estaba punteado de pequeños agujeros y alrededor de su cabeza había un halo de descargas eléctricas.

Malori disparó pero la máquina hizo caso omiso del impacto de la carga de energía. Los guerreros no hubieran permitido a Greenleaf conservar un arma que pudiera herirles. La estropeada máquina no hizo caso tampoco de Malori y se lanzó hacia delante, inclinándose sobre el cuerpo de Greenleaf, casi decapitado.

—Tra… tra… traición —gimió la máquina—. Estim… estímulo final desagradable. Formas de vida perni… perniciosas…

Para entonces, Malori ya se había situado a la espalda del enemigo, muy cerca de él, y había colocado la boca del cañón de su arma en uno de los agujeros aún calientes producidos por los disparos de láser de Albert Ball, o quizá de Frank Luke o Werner Voss. Dos cargas de energía bajo la armadura del guerrero hicieron caer a éste, y la máquina quedó tan inmóvil como el hombre que yacía debajo de ella. El halo de electricidad se apagó.

Malori retrocedió observándoles. Después se dio la vuelta para contemplar de nuevo la pantalla de operaciones. El punto rojo se alejaba del Judith. Evidentemente, el vehículo no era ya más que un cúmulo de maquinaria inerte.

Un único punto verde se aproximaba ahora, saliendo de la tormenta atómica que se retiraba. Un minuto más tarde, entró en la cubierta de despegue el interceptor Número Ocho, que se detuvo suavemente bajo los ganchos de su grúa correspondiente. Al entrar en zona de atmósfera normal, la boca del láser empezó a humear espectacularmente. La nave llevaba en varios lugares la metralla del enemigo.

—Me apunto cuatro victorias más —dijo la persona en cuanto Malori abrió la carlinga—. Hoy, mis compañeros de escuadrilla me han dado todo su apoyo. Esos hombres han realizado un gran sacrificio por la patria y, aunque el enemigo nos superaba en proporción de dos contra uno, creo que no ha escapado ni uno solo de ellos. Sin embargo, tengo que insistir en presentar una firme protesta porque mi aparato todavía no está pintado de rojo.

—Me ocuparé de ello enseguida, mein Herr —murmuró Malori mientras empezaba a desconectar la personae del interceptador.

Se sentía algo estúpido de tener que dar confianza a una pieza de tecnología de silicio. Sin embargo, sostuvo suavemente la personae entre sus manos mientras la trasladaba al lugar donde el reducido montón de cajas varías esperaba el regreso de sus ocupantes electrónicos. En ellas, unas etiquetas decían simplemente:

ALBERT BALL

WILLIAM AVERY BISHOP

RENE PAUL FONCK

GEORGES MARIE GUYNEMER

FRANK LUKE

EDWARD MANNOCK

CHARLES NUNGESSER

MANFRED VON RICHTHOFEN

WERNER VOSS

Era un grupo de ingleses, norteamericanos, alemanes y franceses. Los había judíos, violinistas, inválidos, prusianos, rebeldes, cristianos, buenos vividores y carcomidos por el odio. Entre los nueve eran muchas cosas más, pero quizás había una sola palabra que les englobara a todos por igual: esa palabra era HOMBRES.

En aquel instante, los seres humanos vivos más próximos estaban a muchos millones de kilómetros, pero Malori no se sentía solo. Devolvió suavemente la personae a su caja, aun a sabiendas de que no podían causarle daño ni siquiera diez mil veces más gravedades de las que podía ejercer con las manos. Quizá la caja cabría en la cabina del interceptor Número Ocho cuando hiciera el intento de alcanzar al Esperanza.

—Parece que nos hemos quedado solos, Barón Rojo.

El ser humano que había servido de modelo para aquella personae electrónica aún no había cumplido los veintiséis años cuando resultó muerto sobre los cielos de Francia, tras apenas dieciocho meses de éxitos y fama. Tiempo antes, en su paso por caballería, el caballo le había tirado de la silla una y otra vez.