II

La barroca anaglipta contrastaba con el mobiliario vascongado, severo, macizo, intemporal, un punto insulso. Cupidónicos cazadores, ánades en formación migratoria, carcajes abandonados entre las juncias, piraguas embarrancadas en las orillas del agua, lotos, lirios, hiedras, mostraban sus relieves en el techo. Un zócalo de madera cubría dos tercios de las paredes. Ovaladas acuarelas, en marcos dorados, colgando hasta el zócalo, representaban paisajes convencionales: ruinosos castillos fantasmados por el plenilunio, bucólicos valles verdeantes engarzados entre montañas nevadas, una charca helada con zarrapastrosos niños patinadores...

La lámpara de dos brazos en cruz, terminada en puños de porcelana, iluminaba mal la estancia. La suave penumbra de las rinconadas distraía y turbaba al muchacho. A veces se levantaba para confirmar su soledad, temiendo no estar solo; a veces penetraba en los paisajes de las acuarelas, y el regreso era un sobresaltado despertar. Hasta él llegaba la conversación sosegada de la madre y la abuela en la galería de la casa. La conversación rumorosa le adormilaba. Le hubiera gustado ir y escuchar, pero esto requería un previo examen: «¿Has terminado ya? ¿Has hecho la tarea? Tienes que enseñárselo a tu padre.» Había bebido agua en la cocina, había ido tres veces al retrete. La madre y la abuela callaban al verle pasar. En la conversación de la abuela nacía el campo: el robledal del monte bajo, las culebras de la cantera, la charca mágica con las huellas del ganado profundas en el barro. La abuela olía a campo y algunos vestidos de la abuela crujían como la paja en los pajares. Los ojos de la abuela estaban enrojecidos por el viento y el sol. Le debían de picar como si siempre tuviera sueño, aunque la abuela dormía poco e iba, todavía oscuro, a las primeras misas.

Extendió los mapas y abrió varios cuadernos, cuando oyó la puerta de la calle. Después se levantó. Eran las nueve de la noche.

El padre se descalzaba en la cocina. Se ayudaba con un llavín para sacar los cordones de los zapatos ocultos entre la lengüeta y el forro. Estaba sentado en una silla baja y su calva aún no era mayor que una tonsura.

Cuando alzó la cabeza lo vio un poco congestionado por el esfuerzo.

—Hola, Cherna —dijo—. ¿Todo bien?

—Bien, papá.

—¿Has trabajado mucho?

—Estoy con los mapas.

—No sería mejor tu francés, ¿eh?

—A primera hora tenemos geografía.

—Ya; pero tu francés, ¿eh?

—Dicen que ahora va a haber francés o italiano, a elegir, y en quinto, inglés o alemán.

—Bueno; pero a ti lo que te interesa por ahora es el francés.

—Dicen que el italiano es más fácil.

El padre se incorporó y le acarició la áspera, alborotada y encendida pelambre. Se apoyó en su padre. Tenía la ropa impregnada del olor del café, y contuvo la respiración. Fueron caminando hacia la galería. El padre le sobaba el lóbulo de la oreja derecha.

—Tú dale al francés. No quiero que te suspendan, ¿de acuerdo? —Sí...

Al abrir la puerta, el desplazamiento del aire hizo temblar la llama de la mariposa en el vasito colocado delante de la imagen de la Virgen. Se desasió de su padre y se acercó a la cómoda. Alguna vez había hurtado alguna moneda del limosnero; alguna vez había sacado el cristal de la hornacina para tocar la imagen, el acolchonado celeste y las florecillas de tela.

—Hola, abuela —dijo el padre—. Hola, Inés. Está haciendo un frío del demonio.

—Cherna, si no vas a continuar, apaga la luz del comedor —dijo la madre.

—Pronto nevará —dijo la abuela—. Por Todos los Santos, nieve en los altos. Antes, también en el llano, y a mediados de octubre. Hoy no nieva con aquellas nieves.

—Deja la lamparilla quieta —ordenó la madre— y apaga la luz del comedor.

—No sé si nevará menos, pero este año va a ser bueno...

—La pobre gente que está en la guerra —la abuela se santiguó—. Pobres hijos, pobres.

—¿Por qué no apagas la luz, Cherna?

—Voy a ver lo que ha hecho —dijo el padre—. Luego os contaré. Quiero cenar pronto. ¿Y la muchacha?

—Hoy es jueves. Ha salido.

—Vamos a ver lo que has hecho, Cherna.

El padre y el hijo se fueron al comedor. La abuela y la madre guardaron silencio. Les oyeron hablar. A poco apareció el padre. Enfurruñó el gesto. Hizo un ruidito con los labios. La madre entendió.

—Le tienes que meter en cintura, Luis.

—Se lo he dicho todas las veces que se lo tenía que decir. Ahora bien, hoy no va a la cama hasta que no termine lo que tiene que hacer.

Encendió un cigarrillo y se sentó a la mesa camilla.

—Se agradece el brasero.

—¿Quieres que le dé una vuelta?

—No. Así está bien.

—¿Qué se cuenta por ahí? —dijo la madre después de una pausa—. ¿Se sabe algo de los de la cárcel?

—Ha habido traslado, pero... —hizo un gesto de preocupación— eso es muy vago. Aquí podían estar relativamente seguros, siempre que... En fin, han quedado en llamarme mañana a primera hora si saben algo.

—Ten cuidado —dijo la madre.

—¡Qué cosas! Bien o mal, sin referirnos a nadie. Es suficiente. —Bueno, bueno, tú sabrás.

—Sácame un vasito, mientras llega la chica.

—¿Quieres que te haga la cena? Ahora un vaso puede sentarte mal. No tienes el estómago bueno y, así en frío...

—No, espero. Sácame un vaso.

—Como tú quieras.

La madre se levantó y regresó prontamente con una botella y un vaso.

—Ha llegado más tropa. Y ha salido mucha para el frente. El café estaba lleno de oficiales. Por cierto que esta tarde han traído el cadáver del capitán Vázquez, el padre de un compañero de Cherna.

—¿Le conocías?

—Sólo de vista. Iba al café y alguna vez lo he visto en el Casino. Era muy amigo de Marcelo Santos, el de Artillería. El de Artillería, no su hermano. Al parecer, lo ha matado una bala perdida, porque estaba de ayudante del coronel y bastante retirado del frente.

—Y el traslado ¿qué puede significar? —dijo la madre. —Lo mismo lo peor que lo mejor —dijo el padre, preocupado. Y repitió: Lo mismo lo peor que lo mejor.

—Y no hay manera...

—Ahora, manera, con la ofensiva en puertas. ¡Qué cosas, Inés! Si los dejaran aquí, todavía. No me han dado nombres, pero temo mucho que entre ellos estén el pariente, Isasmendi y alguno de su cuerda, que además organizaron hace unos días un plante porque no les dejaban que les llevaran la comida de fuera.

Tomó un trago de vino y aplastó el cigarrillo en el cenicero. La puerta del comedor se abrió y oyeron el ruido seco del interruptor. —Ya he terminado, papá.

Entregó el cuaderno abierto y aleteante.

—Ves —dijo el padre— como sólo es proponérselo. Cuando tú quieres, lo haces bien y rápidamente. Ves, con un poco de voluntad... No sé por qué te niegas, como si no fuera por tu bien.

El padre ojeó el cuaderno.

—Muy bien, Cherna.

—¿A quién han matado? —preguntó Cherna—. ¿A quién has dicho que han matado, papá?

El padre posó una mano en el hombro de Cherna. El niño sentía su peso tutelar, fortalecedor, sosegante, y se encogió al amparo.

—¿Tú eres muy amigo de ese chico andaluz de tu curso?

—¿De Vázquez, de Miguel Vázquez?

—Sí, de Miguel Vázquez... ¿Tú conocías a su padre?

Miró hacia el suelo, afirmando con la cabeza. Deseaba tener una noble emoción, grande y contenida. Esperándola centró su atención en un nudo de la tarima; un nudo circular, rebordeado, lívido y solo.

—... una bala perdida —dijo el padre.