III
—Lo que yo quiero... —dijo Elisa no sabiendo explicar bien lo que quería— es algo así como las fotografías que hace usted, pero más concretas...
—¿Menos espontáneas? —preguntó sonriendo con un dejillo de superioridad profesional el joven de la piel atezada que la había recibido en short y con la camisa atada por las puntas de los faldones sobre el vientre y ni siquiera se había molestado en disculparse.
—No sé..., más concretas..., más sin anécdota..., que no reflejen una historia pero que puedan dar lugar a una historia...
El joven revolvió en un desordenado armario, con una de las hojas de la puerta colgando de un gozne, los suficientes segundos para que Elisa pudiera examinar el laboratorio y sacara una impresión: mucho desorden y algo de suciedad, pero desorden y suciedad nacidos del trabajo y no del todo desagradables.
—¿Algo de este estilo? —dijo el joven volviéndose, y dándose cuenta de la inspección añadió—: Está todo muy revuelto, no tengo tiempo..., ni ganas, por supuesto. Hace demasiado calor en el estudio. Esta es una casa muy vieja y no sé por qué las casas viejas son más calurosas; deben guardar todo el calor de las personas que las han habitado sumado al que hace.
Elisa sonrió porque le habían gustado las palabras del joven.
—¿Usted cree que los sitios que han sido habitados no son como los desvanes donde se almacenan esos cadáveres que los niños suelen desenterrar del polvo y las telarañas, pero que ya nada dicen a los mayores? ¿Usted cree?
—No sé, a veces digo tonterías... ¿Es algo de este estilo? —dijo mostrando una carpeta con grandes fotografías.
—¿Por qué cree que dice tonterías? —preguntó Elisa desinteresándose de la carpeta—. No dice usted tonterías. Dice cosas que son muy verdaderas y las dice muy bien, estoy segura.
El joven se encogió de hombros y Elisa comenzó a mirar morosamente cada una de las fotografías, mientras el joven, que había encendido un cigarrillo, se paseaba en su celda.
—¿Quiere usted que salgamos al estudio? —preguntó—. Yo creo que en el estudio hace más calor, pero puede que usted esté más cómoda. Aquí ni siquiera se puede sentar. El blancor de los azulejos y el agua de las pilas dan una impresión de frescor. No sé, seguramente hace más calor aquí que en el estudio y además está usted de pie y se está cansando.
Hasta el momento era el único gesto galante que había tenido y Elisa lo aceptó de muy buen grado.
—Si usted quiere salimos al estudio.
—Está a mediodía y le da el sol implacablemente. Trabajar aquí es un martirio, y en invierno también, pero por el frío. Especialmente en el laboratorio. Ni estufas ni nada. El frío es casi un combate; casi boxeo con él, pero lo prefiero. En fin, salgamos; no le estoy dejando ver a usted esas copias...
En el estudio el joven limpió cuidadosamente una butaca de cuero cuarteado con una toalla, que lanzó luego al hogar de una chimenea repleto de botellas.
—Siéntese, no se manchará —dijo—. ¿Quiere usted beber algo? No tengo nada fresco, pero puedo bajar y subir hielo. ¿Le gustaría tomar un cubalibre? En un instante estoy aquí. No se preocupe...
Elisa hizo un leve gesto indicando que no quería procurarle molestia alguna.
—No se preocupe —insistió el joven y aclaró: ¿U otra cosa? —No, un cubalibre está bien —dijo Elisa—. Estas fotografías son formidables.
—Son de hace unos años.
—Pues son formidables. Tienen mucha calidad y..., bueno, yo no entiendo mucho, pero me parecen excelentes.
—Lo son —dijo el joven—, pero están muertas. Las cosas concretas están muertas. Todo tiene que ser más informe, profundamente informe —dijo meditativamente—. ¿No sé si usted me entiende...?
—Claro que le entiendo.
—Me alegra mucho. Bien, en tanto las mira bajo por el hielo. ¡Ah!, si usted quiere refrescarse las manos está allá... —dijo discretamente—. No es muy lujoso, pero tiene decoro. Ahora subo.
El joven abrió la puerta y salió. Elisa le oyó saltar los escalones hasta que la alegremente gimnástica bajada se fue perdiendo. Luego miró en su torno. La ventana del saloncillo con los postigos cerrados vertía una luminosa penumbra a su alrededor. La agria luz del verano entraba por el pasillo hasta casi el sofá, sobre el que había revistas esparcidas. En un rincón, amontonadas, estaban las lámparas de pie de cigüeña, y el rincón parecía que tenía el destartalamiento y algo presuroso de escenario teatral. Junto a la puerta un arca o baúl de marinero servía de asiento a una tinajilla con cardos y mazorcas. Sin duda debía haber habido, hacía algún tiempo, fotografías enmarcadas en las paredes, pero su huella había sido casi borrada por el sol. Antes de que volviera a las fotografías de la carpeta ya estaba el joven de vuelta con un gran trozo de hielo envuelto en papel de periódico en una mano y en las axilas, los antebrazos y en la otra mano botellas de cola como granadas en los alvéolos de los viejos armones de artillería de las viejas revistas familiares. Estuvo a punto de recriminarle: «¿Cómo ha bajado usted con esa pinta a la calle?», pero se calló y se sintió muy alegre cuando el joven cerró la puerta con el talón y dijo sonriendo jadeante:
—Menos de cuatro minutos y medio... Un verdadero récord...
—Cualquier día se matará —afirmó Elisa y de inmediato pensó que había dicho una insustancialidad y que la frase la envejecía.
—¿Le da miedo? ¿Por qué le da miedo? A veces salto los escalones de seis en seis... El ruido molesta a los vecinos y se quejan a la portera... Hay una histérica que sale al descansillo a insultarme y a llamarme salvaje; cuando llego abajo le hago la trompetilla... La irrita hasta el ataque y dice cosas de mi madre... Yo le llamo zurrupia y le pido perdón.
—Si le divierte... —dijo fríamente Elisa.
—Claro que me divierte, si no no lo haría... Este hielo me está quemando las manos... En seguida vengo con los vasos.
Elisa le oyó partir el hielo y lavar los vasos en la pila del laboratorio. Continuó con las fotografías de la carpeta, apartando hacia atrás las que eran más de su gusto.
—Aquí tiene su vaso... Ahora le pongo el ron... ¿Ron o ginebra? —Prefiero ginebra.
—Esta es buena y ésta es mala —dijo el joven mostrando dos botellas—. Lo que pasa es que de la buena apenas queda.
—Me da igual.
—No, le voy a dar de la buena un poco cada vez y así tiene para dos.
—No, no. Bebamos los dos de la buena y luego si queremos más... Yo no creo que quiera más, pero usted...
—Yo bebo bastante de prisa y además me gusta tomar cubalibres, por lo menos en el verano.
Quedaron en silencio mientras el joven preparaba las bebidas. El hielo en los vasos estaba lleno de campanillas y luceritos. —¿Usted siempre firma Pablo? —preguntó Elisa.
—Sí, siempre. ¿Le echo toda la cola o no?
—¿Nunca con su apellido?
—No, mi apellido dice muy poco. No voy a firmar Pablo Fernández. ¿Ha apartado usted alguna que le guste? Las que le gusten se las doy. Las puede enmarcar y colgar en su casa o puede guardarlas en una carpeta. Le recomiendo esto último. Ya le he dicho que yo hago ahora otra cosa, eso no me representa.
Elisa calculó el énfasis que había puesto en la palabra. Representa. Se sabía representado. Lo que uno hace es como su sombra, una buena o una mala compañía, pero una compañía.
—¿Qué es lo que le representa ahora? —preguntó Elisa. —Se lo enseñaré después de que bebamos. ¿Ha apartado usted alguna fotografía?
—No —mintió Elisa—. No lo he hecho. Todas me gustan muchísimo y además no pensaba que usted me iba a regalar... Un obsequio así es... —dudó— demasiado; no creo que usted se quiera desprender de sus obras. Para un artista debe ser bastante doloroso.
El joven se rió a carcajadas de una manera absolutamente jocunda, natural y no ofensiva.
—El arte, los artistas, los partos, los hijos, las bobadas... —dijo el joven—. Pura mentira. Lo que yo quiero es desprenderme de cosas. Estar más libre. Vivir sin agobio. Hacer hoy, por ejemplo, una cosa y no tenerla ni acordarme nunca más de ella. Eso es para mí lo mejor... Y ahora brindemos por nuestra colaboración, si es que se puede llamar colaboración...
—Naturalmente que es una colaboración —dijo Elisa—. La parte más importante de mi libro es la parte gráfica.
—¿Usted cree? —preguntó el joven con picardía—. Entonces, ¿por qué dice usted mi libro y no nuestro libro?
—Perdón... Es una manera...
—Yo haré lo que usted me diga —la interrumpió— y ya está. Brindemos por nuestra colaboración.
Chocaron los vasos y bebieron. El hielo respondió como un débil eco dentro de su clausura de color caoba.
—Es estupendo —dijo el joven chasqueando la lengua—. Usted..., nunca me acuerdo más que de su apellido...
—Elisa —dijo un poco molesta—. Fácil de recordar.
—Usted, Elisa... Tengo bastante mala memoria para los nombres... Elisa, ya no se me olvidará... Elisa, esta bebida es un buen invento... Bien, Elisa —dijo recreándose en el nombre—, le voy a dedicar unas cuantas fotografías —se apoderó de la carpeta y las miró de corrido—. Estas últimas son las mejores. Especialmente estas tres. ¿Las quiere?
—Desde luego.
—Bien, beba. Le espera otro cubalibre.
—No quiero más. Y además se ha hecho tarde y tengo que marcharme.
—Un momento. Preparo un cubalibre para mí, para que me ayude a concentrarme y pueda escribir buenas dedicatorias... –dijo riéndose.
El joven corrió hacia el laboratorio. Elisa bebió lentamente. —Lo que se necesita para el libro son fotografías como ésas, exactamente como ésas. Yo le daré en una cuartilla los temas... Una cosa muy sencilla, muy concreta y muy expresiva... ¿Me escucha?
—Naturalmente.
—Así el niño puede recrearse al contemplarlas...
Apareció el joven triunfante con sus fotografías dedicadas, que entregó a Elisa. Después bebió largamente.
—¿Le gustan las dedicatorias? —preguntó interesada e ingenuamente.
Elisa barajó las fotografías en la rápida lectura.
—Muchísimo —respondió.
En una de ellas había una falta de ortografía, pero Elisa no había sentido la molestia profesional de lo desmañado e inculto y repitió:
—Muchísimo.