VIII

Sonó el teléfono y repentinamente se despertó, sofocada y ebria de modorra, de la siesta. Fue dando traspiés por el pasillo. El timbre era una monótona quejumbre de bestezuela herida, y cuando llegó y descolgó la casa se vació de urgencia y de dolor. En su estupefacción había un comienzo de reflexibilidad, pero contestó torpemente a la llamada e insistió preguntando hasta que reconoció la voz.

—¿Eres tú, Elisa?

La voz de Ricardo llegaba desde nevados picos, cargada de brío y exaltación.

—Te llamo desde la piscina. Lo que te pierdes, muchacha... Desde nevados picos y montañas cubiertas de pinos, con largos regatos pulimentando piedras en la umbría.

—Hace un día perro. Hay que combatirlo y nada mejor que la piscina. Me he venido a las dos y he comido aquí. Te iba a llamar, pero ¡quién te llama! No me atrevería nunca a interrumpir tu trabajo. ¿Va bien?

Oía risas y una melodía lánguida y envejecida. La llamaba desde la barra del bar. La conversación no requería ni la más leve intimidad y aquel primer frescor se acabó.

—No trabajes demasiado —aconsejó Ricardo—, no pierdas tu tiempo. Debías venirte por aquí; cualquier día te voy a buscar, si me lo permites, claro...

Don Quijote tenía la espada torcida. Una espada blanda a la que había llegado el verano. Nunca se había fijado en la triste espada de la figura alzada sobre una peana de imitación a mármol que tenía su padre sobre la mesa del falso trabajo, de lo convencional y lo absurdo. ¿Para qué querría su padre aquella mesa como un andén si únicamente le servía para trazar dibujos sobre el secante de la carpeta y apuntar números de teléfonos desordenadamente?

—Quería darte muchos recuerdos de Maritina. Está muy bien y te recuerda mucho. Los niños están hermosísimos y muy morenos; más morenos que yo. El aire y el sol del mar son otra cosa. El sol de Madrid te tuesta como un campesino, pero no te da el bronceado de la playa.

Números y más números en todas direcciones, inscritos con diferentes lapiceros y bolígrafos. Números viejos de gentes desconocidas. Podría ocupar toda una tarde llamando a aquellos teléfonos para dar recados idiotas: De hoy en adelante queda suspendida su suscripción al ABC por falta de pago. Pero, ¿qué dice usted, señorita? Que su suscripción está cancelada; si quiere renovarla pásese por nuestra Caja y...

—El día que salimos lo pasamos muy bien. Tienes que disculpar que yo estuviera algo bebido. Dentro de quince días regresa Maritina; tienes que venir a cenar con nosotros, iremos fuera, si te parece... Le he contado que salimos y fuimos a cenar a Las Tinajas. Ella no sabía que tú estabas en Madrid. Te hacía con tus padres...

El escudo de Don Quijote. Bien, no importaba; tenía miedo y se cubría. ¿Miedo de qué? Tranquilidad, eso es lo que quería, y alguna aventura discreta y mínima, pero al hogar no debían llegar los ecos... La aventura, la piscina, el verano... Un miserable chiquitín, chiquitín, como la figurita de bronce. Más pequeño que la figurita.

—Ya os llamaré más adelante —dijo Elisa—. Ya os llamaré...

Ricardo farfulló una despedida que quería ser jocunda. Ricardo había cumplido con su deber de padre y marido ejemplar. Elisa torció totalmente la espada de Don Quijote. Así resultaba más ridículo.