VI
—Está muy bueno. Dentro de un rato nos tomaremos otro, ¿te parece?
La trataba como a una niña y le ofrecía helados de vainilla como si fueran premios. El paternalismo estratégico que a veces solía usar le repugnaba y le hacía alcanzar los temblorosos límites de la irritación, pero un movimiento más fuerte —deseo de tutela y la viscosa absorción del mimo— la vencía y nunca se rebelaba. Protegida se sentía muy bien y se abandonaba como se abandona un nadador en las aguas dando solamente algunas brazadas, pequeñas respuestas, para conservar su posición de relajamiento y posible éxtasis.
—Sí, está muy bueno —respondió.
La terraza del café tenía una bóveda de plátanos enramados, cuyas hojas brillaban minerales a la luz de los faroles. Del lado del paseo había una cinta de oscuridad y más allá, en la calzada, las fulguraciones de los coches pasando. Los camareros, igual que las hormigas se encontraban, transmitíanse algo y continuaban su camino; entraban y salían del hormiguero, de la casa matriz o del cuartel e iban sorteando con su carga los obstáculos de los clientes y viandantes. En los ojos del limpia-botas descubría proposiciones turbias y su figura encorvada y genuflexa tenía la monstruosa obscenidad de las gárgolas catedralicias.
—Bien, te iba diciendo —dijo Pedro—; bueno, no sé qué te iba diciendo, porque me he distraído. ¿Tú te acuerdas?
Elisa retornó con las palabras al combate.
—Yo también me he distraído, pero creo que me hablabas de la imposibilidad de los seres humanos para...
—Me acuerdo. Te hablaba del azar. La imposibilidad de nosotros para encontrar lo que queremos. Todo se complica y en la complicación forman parte la sociedad, la carrera de uno, la economía, ¡qué sé yo! Bien, ahí está la clave; algunos años después, o mucho después, el azar, únicamente el azar, hace que encontremos aquello que hemos estado buscando toda la vida. Lo hemos estado buscando muchas veces de una forma activa y otras lo hemos estado esperando, que también es una forma de búsqueda. Di, ¿qué piensas?
—Estaba escuchándote. Pensaba en lo que estás diciendo.
—¿Seguro? Puede que te esté aburriendo.
—De ninguna manera. Pensaba en lo que decías... Sigue, por favor.
—Si la vida es algo es azarosa, por tanto no hay que dejar escapar aquello que ella misma nos ha puesto delante y a nuestro alcance. Aquello que naturalmente apetecemos y que por eso mismo es nuestro. ¿Me comprendes?
—Te comprendo muy bien.
—Sí, por ejemplo, yo... —dudó—, si yo... he encontrado aquello que he estado buscando durante largos años y...
—No pongas ejemplos —dijo fríamente Elisa—. Ya sabes que son hermosos traidores a sueldo. Te traicionarán y te traicionarás de paso. —Bien —dijo Pedro—, no pondré ejemplos. Creo que debemos tomarnos otro helado, ¿te apetece?
—No sé —respondió Elisa—. Solamente he tomado tantos helados en mi infancia.
—Vuelve a ella. No es tan malo.
—No quisiera volver por todo lo mejor del mundo. Me encuentro muy bien ahora siendo lo que soy y no quisiera ser de nuevo niña, aunque no lo podría ser en manera alguna, y jugar a niña no me divierte lo suficiente.
—No es tan aburrido —dijo cachazudamente Pedro—. Si yo pudiera volver a la niñez tendría por lo menos sueños.
—¿Y para qué quieres tú tener sueños?
—No me lo has dejado decir antes.
—No, no me ibas a hablar de sueños de niño. Estoy segura. —¿Por qué estás tan segura...? Bueno, Elisa, no nos perdamos en preguntas y respuestas sin demasiado sentido. Tómate tu helado. —No voy a tomar helado, prefiero que me invites a otra cosa. —Bien, pide otra cosa.
Pedro llamó al camarero, que estaba fumando apoyado en el aparador de madera, pintado de verde, bajo un árbol. El camarero se acercó lentamente expulsando el humo violentamente por la nariz. Andaba como una oca o como andan los augustos en el circo para no tropezarse con sus zapatones. Elisa se sonrió.
—No puedo volver a la infancia, Pedro —dijo—, pero siempre la tengo presente. Es algo que casi merece un psiquiatra. —Estás loca, muchacha —afirmó Pedro.
—Por eso, porque estoy loca —dijo alegremente Elisa—. Bastante tronada. Debo necesitar un lavado de cerebro como los espías, porque me estoy continuamente espiando, ésa es la verdad.
—Bien, ¿qué quieres tomar? —pidió Pedro.
—Ahora quiero un cubalibre, bien cargadito de ginebra.
—¿Y usted? —preguntó el camarero dirigiéndose a Pedro.
—Yo un helado de vainilla y un vaso de agua muy fría.
Guardaron silencio. Pedro contempló un momento el reflejo de las luces en las hojas de los plátanos y dijo suavemente:
—No sé, Elisa, pero tengo la suficiente intuición para sentirme ahora como un viejo verde. No te lo sabría explicar, pero es así.
—¡Qué cosas se te ocurren! —exclamó muy alegre Elisa—. Continúa con lo del azar y se te pasará.
—El azar es una tontería —dijo Pedro caviloso.