V
Cuando llamaron a la puerta, Pablo, en short y descalzo, estaba tendido en el sofá encima de las revistas. Ni dormía, ni soñaba; pensaba simplemente en que había trabajado mucho hasta las cuatro de la tarde y que le pagarían poco dinero en la agencia por la cantidad de fotografías que había terminado. Se volvió a medias, se frotó un pie contra otro y gritó:
—¡Adelante!
Entró Elisa y su vestido estampado claro flotó un poco al andar y pareció que había entrado algo de aire con ella y que el aire recorría el estudio moviendo todo aquello que estaba reposado y quería volar.
—Buenas tardes —dijo Elisa—. Tal vez he interrumpido...
—Un momento. Siéntese. Quite eso de ahí. Tírelo al suelo. Ahora vengo. Voy a refrescarme... Estoy groggy... Absolutamente K. O. ¿Vale?
—Vale —dijo Elisa divertida.
Elisa dejó la camisa de Pablo sobre el sofá y se sentó en una de las butacas. Oyó las sonoras abluciones y cómo se limpiaba las narices y el ruido que hacía al enjuagarse la boca. Esto es la intimidad, pensó; la intimidad sin intimidad. Pablo volvió peinándose con un trozo de peine y su alborotada pelambrera negra se fue alisando y tomando la brillantez aceitosa de otras veces. Por el pecho, sin vello, y el vientre se deslizaban reguerillos de agua que le humedecían la pretina del short.
—¿Le gustaron las últimas? —preguntó Pablo—. Yo creo que es lo que usted quiere, ¿no?
Dejó el trozo de peine abandonado sobre una revista y se sentó en el sofá. Luego se secó con la palma de una mano los reguerillos y esperó la respuesta. Elisa abrió su bolso y le ofreció un cigarrillo.
—No, sólo fumo negro —dijo Pablo, y le dio fuego.
—Sí —dijo humeando—. Sí, es exactamente lo que yo quiero.
—De acuerdo... A mí no me gustan. No me gustan nada. Ya le dije que son cadáveres. Muertos sin enterrar. Prefiero un mutilado a un muerto. Ahora hago mutilados, pero haré vivos. Esté segura. Hay que alcanzar con la fotografía el primer día de la creación, cuando todo estaba vivo y no había todavía muertos. ¿Se da cuenta?
—No sé. La verdad es que no me doy mucha cuenta, pero sé que le entiendo por lo menos en lo que se propone.
—¿Quiere usted beber?
—Si tiene usted que bajar, no; de ninguna manera.
—Le pregunto que si quiere usted beber —dijo Pablo—. No si le parece bien que tenga que bajar. ¿Quiere usted beber? —insistió. —Bueno, beberé —respondió sonriendo Elisa.
Pablo tardó cuatro minutos en subir el hielo y las colas. Se paró bajo el dintel de la puerta y respiró hondamente. Elisa apretó su cigarrillo contra la gran concha que servía de cenicero.
—He subido demasiado rápido para este calor —dijo Pablo—. Demasiado rápido, y lo pagaré sudando el cubalibre que me beba.
—No corría prisa —aclaró tontamente Elisa, y se corrigió—; a no ser que tenga usted una sed de desierto.
—Muy bien dicho. Eso es lo que tengo. Una sed de perdido en el desierto. Y estoy viendo espejismos porque he corrido demasiado.
—¿Quiere usted lo de siempre?
La palabra no le agradó y por eso se rebeló contra lo establecido por él.
—No, hoy prefiero tomar ron.
—Como quiera.
Oyó cómo partía el hielo en la pila del laboratorio y cómo lavaba los vasos. Como siempre, pensó; un siempre que se remonta a dos semanas y a tres visitas, pero un siempre establecido.
—No, póngame ginebra —dijo Elisa—. Lo he pensado mejor y quiero ginebra.
—Bien, Elisa, si no hubiera tenido que bajar de nuevo, porque el ron se ha acabado.
—Me alegro entonces de haber cambiado a tiempo. Pablo cascabeleó el hielo en los vasos.
—Es alegre —afirmó.
—Muy alegre. Tiene una fiesta cada vaso.
—¿Una fiesta? —preguntó Pablo haciendo un gesto de extrañeza—. Ya le comprendo. Quiere decir tiovivos, música y...
—Sí —dijo suspiradamente Elisa—, pero era solamente un modo de decir lo alegre que son.
Pablo comenzó a preparar las bebidas.
—El libro —dijo— le va a quedar bastante bien. Yo no sé nada de psicología, pero le va a quedar bastante bien, porque usted debe saber mucho de eso. Por lo menos sabe lo que quiere con las fotografías.
Le ofreció uno de los vasos y le advirtió:
—No beba todavía. Hay que brindar por su libro.
Brindaron. Pablo chasqueó la lengua.
—Estupendo —dijo—. Oiga, ¿a que no se imagina lo que me han preguntado los del bar?
—No, no me lo imagino.
—Que a quién tenía en el estudio ¿No le parece divertido? Que a quién tenía en el estudio. Esos del bar siempre están pensando lo mismo.
Elisa miró fijamente a su vaso.