Capítulo VIII
El tiempo transcurría. Lo mismo que antes, los días sucedían a los días, y sin embargo, ¡cuán nuevo y particular se había vuelto el mundo para mí!
Ya no necesitaba estudiar el amor en los libros, ni mirarlo de lejos; había penetrado en persona en todo mi ser, sus dulces enigmas me envolvían por todas partes y podía —¡oh deleite!— divertirme con ellos: estaba sumergida hasta la cabeza en la intriga que debía asegurar la felicidad de mi hermana.
Era maravilla ver, después de esa visita de Roberto, cómo Marta volvía a la vida y recuperaba a la vez fuerzas, colores y salud. Esos pocos días de existencia en común con él habían obrado sobre ella como un baño fortificante, y más aun la milagrosa fuente de la esperanza, de la cual había bebido furtivamente a grandes tragos.
Sin duda, no había recobrado su brillante alegría de otros tiempos, que esos siete años de ansiosa espera parecían haberse llevado irrevocablemente; ni cantos ni risas se escapaban ya de sus labios, pero un brillo suave y cálido animaba sus facciones como si una luz salida del alma, las iluminara. Ya no se arrastraba por la casa a pasos lentos y cansados, y cuando alguien se le acercaba, ella lo acogía con una sonrisa amistosa.
Como su dicha necesitaba desahogarse en afecto, se me acercaba más y más y procuraba penetrar en mi pensamiento taciturno y solitario. Eso no hacía más que aumentar mi cariño e impulsarme a rogar a Dios para que derramara sus bendiciones sobre ella, pero no le daba mi confianza.
Mientras no me abriera su corazón ella misma, no podía ni quería confesarle cuán profundamente mis ojos habían penetrado ya en él.
Más de una vez me sorprendí contemplándola con un sentimiento maternal, si puedo decirlo, pues desde que estaba en correspondencia seguida con Roberto, me figuraba que verdaderamente tenía la felicidad de ambos en mis manos.
En mi presunción, me consideraba fácilmente como un buen genio, vestido de blanco, con una palma en la mano, y cuya sonrisa vertía bendiciones. Mientras tanto, contaba los días hasta la llegada de una carta de Roberto, y corría de acá para allá, con las mejillas encendidas, cuando, al fin, la llevaba sobre mi corazón.
Esas cartas se me habían hecho tan necesarias, que me era difícil concebir cómo había podido vivir antes sin ellas. So pretexto de contarle los hechos y dichos de Marta, sabía muy bien ahuyentar las penas de su corazón con mi charla, infantil y loca como gusta a los hombres, para poder sentirse superiores a nosotras, o seria y llena de madurez, como se había vuelto mi corazón. Le agradaba mi cháchara, cualquiera que fuera su tono, como se escucha con gusto el gorjeo de un pájaro cantor, y yo no pedía más. ¡Le estaba tan agradecida porque me había asociado a su grande y sincera pasión, a mí, a la chicuela a quien todavía hacían salir de la habitación cuando la gente grande quería hablar de cosas serias! Toda mi dignidad, toda la importancia que yo tenía a mis propios ojos, me venían de ese papel de protectora.
Así crecía yo con ese amor, me alimentaba con esa pasión, de la que nunca la menor migaja debía caer para mí de la mesa.
Cuando llegó el otoño, noté que Marta manifestaba una agitación extraordinaria. Andaba con paso febril por su cuarto, permanecía a veces la mitad de la noche en la ventana, hablaba en voz alta haciendo ademanes cuando creía estar sola, y se estremecía violentamente cuando se veía sorprendida.
Informé fielmente a Roberto de lo que había observado y le pregunté además si no había hecho quizá esperar su visita para aquella época, pues toda la manera de ser de Marta me parecía provocada por una sobreexcitación enfermiza de la espera.
Tuve ocasión de estar satisfecha de los conocimientos psicológicos de mis diecisiete años, pues mis previsiones eran justas.
Profundamente abatido, me escribió que efectivamente, al separarse de ella, había expresado la esperanza de poder volver en el otoño siguiente con cara más alegre; pero se había equivocado: estaba, más que nunca, sumergido en las penas y en las deudas, y trabajaba como un esclavo sin ver brillar el menor fulgor de esperanza.
«Por lo menos —le contesté—, líbrala del tormento de la espera e informa a nuestros padres, con miramientos, de tu situación.»
Así lo hizo: dos días después, papá, muy apenado, trajo la carta que a causa de mi juventud, todavía demasiado irracional, yo no debía leer.
Esa carta tuvo sobre el ánimo de Marta una influencia que me asustó y me conmovió. La sobreexcitación de las últimas semanas desapareció repentinamente, como barrida de golpe, y dejó el lugar a ese abatimiento desesperado que, ya una vez antes de la venida de Roberto, la había convertido en una sombra: nuevamente se enflaqueció, y dos surcos profundos se abrieron en torno de sus ojos, otra vez tuvo que recurrir a las gotas de valeriana en los momentos frecuentes en que se retorcía en crisis dolorosas, otra vez también le había vuelto ese perpetuo deseo de llorar que, a la menor ocasión, se daba curso en torrentes de lágrimas.
Esta vez, papá no mandó buscar al médico: podía fijar el dianóstico él mismo. Hasta mamá se compadeció de los sufrimientos de la desdichada, tanto como se lo permitía su apatía, y ésta no consentía que se alejase de la estufa para atender a su hija enferma.
En cuanto a mí, encontré entonces por primera vez la ocasión de mostrar a los míos que ya no era una criatura y que mi voluntad tenía algún valor, aun cuando se tratara de cosas serias.
Asumí toda la dirección de la casa, y por más que todos sonrieron maliciosamente y protestaron, y Marta me explicó repetidas veces que jamás consentiría que yo, la más joven, la suplantase, me las compuse tan bien que al cabo de quince días yo era quien manejaba toda la casa.
Fue aquella la única época en que tuviéramos todos que disputar con Marta; pero poco a poco fuerza le fue reconocer que lo que yo hacía era por amor a ella, y finalmente concluyó por ser la primera en agradecérmelo. Por otra parte, se acostumbró a cederme en más de un punto, aunque tratando de disimularse a sí misma mi influencia y dando a entender que había que dejar hacer su voluntad a los niños.
En mi correspondencia con Roberto, aprendí por primera vez que se puede mentir por amor. Le disimulé el triste efecto que había producido su carta; sí, no me ruborizaba de escribirle que todo marchaba perfectamente. Procedía así porque estaba persuadida de que la verdad lo habría sumido en una multitud de nuevos cuidados y pesares, que no dejarían de abatirlo, puesto que nada podía remediar. Pero entonces se me hacía terriblemente difícil conservar el tono de charla ligera, y muy a menudo las bromas se helaban en la punta de mi pluma.
Y todo se ensombrecía de día en día en torno nuestro. Papá estaba cabizbajo, porque las malas cosechas habían defraudado sus más bellas esperanzas; mamá murmuraba, porque nadie iba a distraerla, y Marta se marchitaba cada vez más.
Las fiestas de Navidad llegaron, tan tristes como nunca hasta entonces nuestro apacible interior había visto otras.
En torno del flamante árbol de Navidad, que esta vez yo había adornado e iluminado en lugar de Marta, permanecíamos inmóviles sin saber qué decirnos, tan oprimido teníamos el corazón. Y, como nadie se decidía a hacerlo, tuve que esforzarme en reír y hacer lo posible para borrar las arrugas de inquietud que surcaban todas las frentes. Pero casi no encontré eco y por último nos dimos la mano deseándonos buenas noches para retirarnos cada uno a nuestro cuarto, puesto que no sabíamos cómo entrar en materia los unos con los otros.
Cuando llegué al lado de Marta, que estaba sentada en un rincón, con los ojos fijos en las velas que comenzaban a apagarse, sentí que un doloroso estremecimiento me atravesó el pecho, como si le hubiera hecho un agravio que debiera reparar; pero ignoraba cuál podía ser ese agravio.
Ella me dijo al besarme en la frente;
—¡Que Dios te conserve tu valiente corazón, Olguita! Te agradezco mucho las bromas que te has esforzado en decir hoy.
No supe qué contestar, pues ese sentimiento de culpabilidad que no podía definir, me desgarraba el corazón.
Cuando me encontré sola en mi cuarto, me dije: «¡Bueno, ahora vas a festejar la Navidad!» Saqué las cartas de Roberto de la gaveta en que las tenía cuidadosamente escondidas y resolví leerlas hasta una hora avanzada de la noche.
La tempestad sacudía los postigos, la nieve, empujada por las ráfagas del viento, barría los vidrios con un roce ligero y la lámpara de pantalla verde suspendida del cielo raso, esparcía sobre mí su fulgor apacible.
En el momento en que colocaba cómodamente delante de mí el paquetito de cartas, oí junto a mí, en el dormitorio de Marta, el ruido sordo de una caída, y luego un murmullo indistinto que me pareció el de una oración mezclada con sollozos.
«¡He ahí cómo celebra la noche de Navidad!» —pensé juntando involuntariamente las manos. Sentí otra vez un dolor en el corazón, como si mi conducta hacia mi hermana fuera falsa y cruel. Y continué devanándome los sesos hasta que vi claramente que sólo las cartas eran culpables.
«¿No es por su bien por lo que escribo y por lo que guardo silencio?» —me pregunté.
Pero mi conciencia no se dejó seducir. No. Aquello fue como si un rayo me hiriera en la cara, pues sentí con qué delicias mi corazón acariciaba esas cartas.
«¿Qué no daría ella por una de estas hojas?» —me dije en seguida—. «Ella que comienza a dudar del amor de Roberto, que lucha con la angustiosa idea de que, si no ha venido, es únicamente porque quiere arrancarla de su corazón.»
«Y tú oyes sus sollozos —continuaba una voz dentro de mí—, y la dejas presa de sus torturas mientras que tú te deleitas pensando en que tienes un secreto con él, con él, que pertenece sólo a ella.»
Me escondí la cara entre las manos: la vergüenza se apoderaba de mí tan violentamente, que tuve miedo de la luz que me alumbraba. «¡Dale esas cartas!» —me gritó repentinamente una voz, y me lo gritó tan alto y con tanta claridad, que me pareció que era la tempestad la que me había lanzado esas palabras al oído.
Entonces tuve que sostener una lucha terrible. Sin embargo, cada vez que mi buena voluntad cedía, instada por el temor de faltar a la palabra que había dado a Roberto, y por el deseo de seguir todavía en correspondencia secreta con él, el ruido de los sollozos y de la oración de Marta llegaba hasta mí más claro, y me trastornaba a tal punto los sentidos, que me parecía que iba a verme obligada a huir hasta el fin del mundo, para no oírlo más.
Y concluí por cumplir conmigo misma. Tomé las cartas, las reuní en un elegante paquete que até con una cinta y me dispuse a llevárselas a su cuarto.
«¡Este será su regalo de Navidad!» —dije pensando en que ese año no había podido hacerle, como de costumbre, un bordado o un tejido; y, como siempre agrada, cuando se hace un regalo, cierto aparato para ocultar la alegría que desborda del corazón, resolví representar todavía un poco la comedia, antes de entregárselas.
Bajé a medio vestir, tal como estaba, a la sala del piso inferior, donde se encontraban nuestros regalos, bajo el árbol de Navidad. Tanteando en la obscuridad, busqué su plato, recogí los objetos que estaban al lado de éste, y por encima de todo coloqué el paquete de cartas.
Cargada de esta manera, me acerqué a su puerta y toqué.
Oí un roce, el ruido que hace una persona que se levanta bruscamente, y, al cabo de un intervalo bastante largo —sin duda el tiempo necesario para enjugarse los ojos—, su voz resonó muy cerca de la puerta, preguntando quién estaba allí y qué querían.
—Soy yo, Marta —dije—. Te traigo tu plato; lo habías dejado abajo.
—Llévalo a tu cuarto, iré a buscarlo mañana —respondió ella.
Y en la voz tenía sollozos que se esforzaba en disimular.
—Pero un nuevo regalo ha venido a agregarse a los demás —dije.
Y también mis palabras estaban medio ahogadas por las lágrimas.
—¡Bien! Me lo darás mañana —replicó—, ya estoy desvestida.
—Pero ese regalo es mío —dije.
Y, como en la bondad de su corazón, temió ofenderme, no obstante su inmenso dolor, me abrió la puerta.
Me lancé hacia ella y lloré sobre su hombro, apretando convulsivamente el plato con la mano izquierda.
—¿Qué tienes, querida? —me preguntó acariciándome—. En toda la casa eras la única que conservabas tu buen humor, y ahora…
Me armé de valor y, acercándola a la luz, le mostré el plato. A la primera ojeada reconoció la letra; se puso blanca como el yeso que cubría las paredes, y, con sus ojos enrojecidos por las lágrimas, me miró fijamente como si hubiera perdido la razón.
—Tómalo, pues —dije—, tómalo.
Ella extendió la mano, pero la retiró con un ademán brusco: se hubiera dicho que había tocado un hierro candente.
—Ves, Marta —dije, deseando vengarme de su silencio y para darme cierta importancia—, no has querido tener confianza en mí, me has tratado siempre como a una criatura, pero todo lo he adivinado, y, mientras tú te desesperabas, yo he obrado.
Ella continuaba mirándome fijamente, desconcertada, sin comprender.
—Crees que Roberto no se inquieta por ti —continué—. Sin embargo, he tenido que darle cuenta de tu vida, de tu salud, cada semana regularmente.
Marta retrocedió tambaleándose, se llevó las manos a la cabeza, y, de improviso, una especie de calofrío la sacudió. Se adelantó hacia mí, me tomó las manos y con voz singularmente velada, dijo:
—¡Mírame de frente, Olga! ¿Quién de los dos ha escrito la primera carta?
—¡Yo! —dije asombrada, no sabiendo todavía adónde quería ir a parar.
—¿Y tú le has… le has revelado mi estado, me has… ofrecido… Olga?
—¿Qué idea es esa? —dije—. El mismo fue quien me confesó todo, cuando estaba aquí… ¡Oh! Me conocía mejor que tú —agregué, no queriendo dejar escapar de mi juego ese ligero triunfo—, no se avergonzó de tomarme de confidente.
—¡Alabado sea Dios! —murmuró ella con un profundo suspiro, juntando las manos.
—Pero ven, Marta —dije llevándola a la mesa—. Vamos a festejar la Navidad.
Entonces leímos juntas las cartas, una tras otra, y, en cada una de ellas, en cada una de las frases sencillas y desmañadas, aparecía el corazón afectuoso de Roberto, su corazón de oro; arrojaba en nuestras almas abrumadas por el dolor una llamarada ardiente que nos consolaba y nos devolvía la alegría. Reíamos y llorábamos, con las mejillas apoyadas una contra otra, y nos estrechábamos con fuerza las manos, como para procurarnos recíprocamente la sensación de esas vivas y vigorosas presiones, que prodigaba su tosca mano roja.
Y de pronto, estábamos en uno de esos párrafos en que él me rogaba encarecidamente que cuidara a Marta, que velara sobre ella, ésta se sintió abrumada bajo el peso de su felicidad, y, me ruborizo al decirlo, se dejó caer delante de mí y apoyó sus labios en mi mano.
Pero, por violenta que fuera mi emoción, ya no sentía trazas de ese dolor punzante que, hacía poco todavía, junto al árbol de Navidad, me oprimía el corazón. Había cancelado mi deuda y fue en completa libertad, con el corazón aligerado, como me juré velar en lo sucesivo como un ángel tutelar sobre mi hermana que, mucho más que yo, niña simple y sin experiencia, necesitaba apoyo y protección.
Y ella lo sintió también, pues, aunque hasta entonces me hubiera tratado como a una criatura, se abandonó a mi dirección sin resistencia.
Al fin había conseguido lo que deseaba mi corazón. Existía un ser humano a quien podía mimar y acariciar a mi gusto, y como entonces nada nos separaba ya, dediqué a mi hermana toda la ternura que durante tanto tiempo había dormido inactiva en el fondo de mi alma.
No fue poca la sorpresa de mi padre y de mi madre al ver en nuestras relaciones, que en los últimos tiempos sobre todo dejaban mucho que desear, esa intimidad, esa cordialidad nuevas, y a la misma Marta le era difícil acostumbrarse a ello.
Me miraba siempre con extrañeza y decía a menudo:
—¡Cómo habría podido adivinar nunca que había en ti tanto afecto!
Si hubiera sabido qué sacrificio había hecho revelando mi secreto, habría dado aún más valor a mi cariño.
En verdad, mis presentimientos no me habían engañado: desde el momento en que Marta tuvo las cartas en sus manos, se acabó para siempre la dicha que me causaba ese convenio secreto con Roberto.
Ya no era para mí más que un extraño y, cuando me sentaba a escribirle, me parecía ser una simple máquina encargada de copiar los pensamientos de otros: así me sucedía a menudo entregar a Marta una carta sin haberla leído, tal como acababa de recibirla de manos del mayordomo.
A veces sentía remordimientos al pensar que abusaba de la confianza de Roberto, pues él no sospechaba que Marta estuviera en el secreto; pero, cuando la miraba, cuando veía desplegarse su sonrisa, y brillar en sus ojos soñadores la paz y la felicidad, me decía que era imposible que hubiera procedido mal, y mis escrúpulos se acallaban.
Hasta entonces no había engañado más que a él; muy pronto mi traición debía alcanzar también a Marta.