Capítulo V
En torno del ataúd de Olga los cirios habían concluido de arder. Los invitados, que hacía largo rato se mantenían en religioso silencio alrededor del catafalco, comenzaban a agitarse y a preocuparse de la cena.
La señora Hellinger, que recibía los pésames y ensalzaba con gran refuerzo de lágrimas y de pañuelo las virtudes de la difunta, se reveló de improviso, en medio de su dolor, ama de casa previsora y de primer orden. Los invitados respiraron con alivio cuando las puertas del comedor se abrieron y, de una mesa resplandeciente, asados, compotas y ensaladas de arenques, les enviaron sus sabrosos perfumes.
El viejo Hellinger, después de haber alabado al Señor, bebió con algunos amigos privilegiados el vino superior que reservara para la solemnidad de la noche. Pero no estaban de acuerdo sobre si una inocente partida de Boston lastimaría el dolor general, y resolvieron enviar una diputación a la dueña de casa para pedirle su autorización.
Había tanta vida y movimiento en casa de los Hellinger, que parecía que se celebrara allí una boda.
El doctor, que no llegó sino muy tarde a la alegre reunión, buscó por todas partes a Roberto con mirada ansiosa, sin descubrirlo.
Entonces dirigiose en particular a uno de los invitados, le preguntó si lo había visto. Sí; había venido, había lanzado en su derredor miradas extrañas y feroces, luego se había esquivado en silencio cuando se le tendía la mano. Minutos más tarde, se notó su desaparición.
El doctor fue al vestíbulo y buscó, entre los abrigos de los convidados, el de Roberto: todavía estaba allí.
Con la familiaridad de un viejo pariente, se puso en busca suya en las habitaciones de atrás, vacías y silenciosas, pues los criados estaban ocupados en servir.
Encontró al joven en un pequeño y obscuro cuarto, donde estaban amontonados los muebles que había sido necesario sacar de las otras habitaciones, sentado en un cofre de madera volcado, meditando, con la cabeza entre las manos.
—Roberto, amigo mío, ¿qué haces ahí? —le gritó.
—Ustedes siempre tan alegres por allá, ¿verdad?
El doctor le puso las manos sobre los hombros:
—Me inquietas, amigo mío. Hace tres días que no nos diriges la palabra… si continúas así, vas a perder la razón.
—¿Qué quieres? —replicó Roberto con un suspiro que se escapó de su pecho como un grito—. Estoy tranquilo, completamente tranquilo.
Volvió a dejar caer entre las manos su enmarañada cabeza y pareció sumergirse de nuevo en su meditación.
El anciano se sentó a su lado y se puso a prodigarle buenas palabras.
Nada olvidó de lo que se acostumbra a decir en casos semejantes, agregándole, de su parte, más de una enérgica palabra de consuelo.
Roberto permanecía inmóvil; apenas con un signo manifestaba que escachaba. Sin embargo, como el anciano no acababa, le interrumpió diciéndole:
—Deja eso, tío; esos son consuelos buenos para los chiquillos. A la única pregunta, de la cual depende para mí la muerte o la vida, no puedes, tú tampoco, darme una respuesta.
—¿Qué pregunta?
—Tío querido, ve, estoy tranquilo en este momento, extraordinariamente tranquilo, no tengo indicio de fiebre ni de locura, ¡y me creerás si te digo que no sé cómo podré sobrevivir a esta noche!
—¡En nombre del Cielo! ¿Qué quieres hacer?
El joven sacudió los hombros.
—Lo ignoro —dijo—; lo que el momento me sugiera. Lo único que me apena, es ese pobre pequeñuelo que tendrá que crecer sin padre; quizá lo lleve conmigo, no sé. No sé más que una cosa y es que no puedo continuar viviendo así.
El anciano, temblando de ansiedad, lo llenó de reproches. Eso era una cobardía sólo digna de un miserable, de un espíritu debilitado.
—Tendrías razón, tío, si fuera su muerte la que me hiciera dudar de mí y de mi dicha. Pero ¡Dios del Cielo! —lanzó una carcajada penetrante y amarga—, hace tiempo que renuncié a toda pretensión a la felicidad. Por lo que me atañe, sobrellevaré tranquilamente el dolor de su pérdida; conozco eso, sí; ya he puesto a una en la tumba, y continuaré amontonando y economizando dinero, como ya lo he hecho durante tanto tiempo, y eso en medio de los más profundos pesares; porque los intereses, ¿sabes? no se preocupan de lo que tiene uno dentro de la cabeza, ni de si la tristeza y la desesperación le adormecen a uno la mano; hay que pagarlos. Pero no es eso, tío, lo que me trastorna el alma, pues la tengo bien trastornada, puedes creérmelo; ante mis ojos brotan chispas sin interrupción; los calofríos me estremecen todo el cuerpo y la sangre me bulle en las venas, como fuego. Y al mismo tiempo estoy muy tranquilo; veo con claridad y precisión las cosas. Sólo hay una que no puedo descubrir; que se alza noche y día ante mis ojos como un espectro, como una sombra espantosa, y cuando quiero asirla se me escapa, y esa cosa es: «¿Por qué ha muerto Olga?»
El anciano se estremeció. Recordaba la carta y la promesa que la muerta había exigido de él.
Roberto continuó:
—Una voz me grita sin cesar en los oídos: «¡Tuya es la culpa!» ¿Cómo? No lo sé, pues por muy profundamente que escudriñe en mi alma, no encuentro que le haya hecho ningún mal, y sin embargo no puedo hacer callar la voz. Yo me digo: «Es una idea fija.» «Te forjas tormentos, eres un loco, un criminal, un criminal para contigo mismo y para tu hijo.» ¡Pero de nada me sirve todo eso, tío querido! No puedo hacerla callar. Y, en fin, ¿acaso no tiene razón? ¿Acaso, sin mí, Olga no estaría todavía viva? Si lo que pasó la noche anterior no hubiera…
Se detuvo estremeciéndose y se ocultó el rostro entre las manos. Un sollozo sin lágrimas sacudió todo su robusto cuerpo.
En seguida dijo:
—Tío, quisiera —no puedo pensar en ello, me hace perder la razón—, me parece… que es necesario que con mis manos destruya todo lo que me rodea, que lo haga pedazos todo.
—Sin embargo, es necesario que reunas tus ideas, amigo mío —dijo el doctor—, y que me cuentes todo, punto por punto; sólo de ese modo podremos aclarar este enigma.
El silencio reinó en la habitación obscura. El anciano temblaba de pies a cabeza; veía la silueta de aquel cuerpo vigoroso destacarse negra sobre el fondo claro de la ventana; veía los movimientos del pecho que subía y bajaba alternativamente, que silbaba y gemía como un volcán; sentía el hálito ardiente de la respiración de Roberto en su rostro.
—Reúne tus ideas, amigo mío —repuso suavemente.
El joven luchaba por tomar una determinación. Al fin, volviendo a encontrar su energía, se enderezó y dijo:
—«Pues bien, tío, vas a saberlo todo… Desde el día en que Olga rechazó mi pedido tan altiva y fríamente, no me había vuelto a encontrar con ella. Sin duda continuaba yendo como antes a la granja, para ocuparse del niño y de la casa, ya entonces sabía que lo hacía por amor a Marta y no por mí, pero había como un acuerdo tácito entre nosotros para evitarnos. Ella elegía las horas en que sabía que yo estaba afuera, en los campos o en los establos, y yo no volvía a casa antes de haberla visto desaparecer detrás del portón.
»El martes tuve imperiosamente que salir para ir a los campos. Media legua más allá de la ciudad, a causa del mal estado del camino, el eje se rompe. Como no había llevado cochero y no alcanzaba a ver alma viviente, monto en el caballo con arneses y todo, y vuelvo a casa en busca de ayuda. En el patio, el mayordomo me dice que hacía rato que la señorita se había marchado. Comenzaba ya a caer la noche.
—»Muy bien, no hay ningún peligro, pienso, y entro en la casa.
»En el momento en que abro la puerta de la sala, distingo en el crepúsculo una sombra que se desliza precipitadamente hacia afuera.
—»¿Quién puede ser? —me digo.
»Y la sigo.
»En el cuarto del niño, ¿a quién encuentro? A ella, muy ocupada en correr el cerrojo de la puerta del corredor, que, como sabes, está siempre cerrada para evitar la corriente de aire. Espantado, quiero retirarme; imposible; me siento completamente paralizado. Al verme, ella se detiene, y, como sobrecogida de vergüenza, se oculta el rostro entre las manos.
»Entonces, tío, me siento atraído, voy a precipitarme hacia ella; pero me contengo a tiempo al pensar en quién es ella y quién soy yo.
»Veo que sus manos tiemblan.
—»No tienes por qué enojarte, Olga —le digo balbuciendo—, no he querido causarte un desagrado. Si estoy aquí es por casualidad; en lo sucesivo tomaré mis medidas para que no vuelvas a encontrarme.
»Entonces deja caer sus manos y me dirige una mirada tal, que me siento estremecer. Marta nunca me miró así —pienso—. Quiero hablar, pero no encuentro las palabras, tan turbado y sobrecogido estoy. Su elevada estatura se alza delante de la puerta, como si allí quisiera buscar un amparo contra mí. Yo oía su respiración oprimida. Por fin reúno todo mi valor.
—»Olga —digo—, ha sido presunción de mi parte el atreverme a tenderte la mano: sé muy bien que no soy digno de ti, te suplico desde el fondo del corazón, olvídalo, yo nunca te lo recordaré.
»Y en ese instante, tío —¿cómo pintarte lo que pasó?— déjame un instante… ¡el recuerdo!… Pero ¿para qué? seré fuerte, querido tío, voy a dominarme.
»En ese instante, ella se precipita hacia mí, me rodea con sus brazos y me cubre el rostro de besos; después, de improviso, cae con un suspiro, y allí se queda desplomada a mis pies, como herida por un rayo. Y yo, como en un sueño, la miro fijamente.
—»No es posible —me grita una voz—, es una locura; ¡tú apenas te atrevías a alzar los ojos hacia ella como hacia una divinidad, y ella es quien ahora se arroja al cuello de un hombre que no la merece!
»Tenía miedo de tocarla; sin embargo, fue necesario que la levantara, y cuando la tuve en mis brazos, se puso a sollozar amargamente, como si hubiera querido llorar hasta morir.
—»Olga, ¿por qué lloras? —le digo—. Todo queda arreglado ahora.
«Pero he ahí que yo también, gran tonto, me pongo a llorar como un niño.
—»Perdóname, Roberto —dice su voz en mi oído—. Mucho te he hecho sufrir, pero nunca más lo haré, nunca más.
—»¿Y ahora me amarás? —pregunto, pues todavía no puedo creerlo.
—»¡Oh, Roberto! ¡Roberto! ¡Te amo! ¡Oh, sí! ¡Te amo más que a todo en el mundo! —y oculta su rostro en mi hombro.
»Sí, tío, pero escucha lo que sigue. Al ver aquella cabeza con sus rubios rizos descansar, llena de abandono, sobre mi hombro, una pregunta se me presenta: ¿es ésta la misma Olga que, hace ocho días, se volvía tan pálida y tan altiva, mientras que, humilde y tímido, tú implorabas su consentimiento?
»Y le digo entonces:
—»Olga, ¿cómo has podido torturarme así? ¿Acaso he cambiado en tan poco tiempo?
»La veo ponerse más blanca que el yeso que cubre la pared y su voz murmura en mi oído:
—»¡Nada me preguntes, en nombre del Cielo, nada me preguntes!
»Y una angustia nace en mí; quizás la perderé mañana como la he conquistado hoy.
—»Olga —le digo—, si eres tan inconstante en tus resoluciones, quién me responderá de que…
»Me interrumpo, pues la expresión de su rostro me impone silencio. Ella se desprende de mis brazos y se deja caer en una silla.
—»Puesto que quieres saber —me dice, fijando los ojos en el suelo, como sumida en una meditación sombría—, me ha faltado el valor, he dudado de tu amor y creído que me harías sentir que no te llevaba más que mi pobreza.
»Pero su mentira, como una llamarada, le enrojece la frente.
—»¡Olga! —exclamo—. ¿Has podido pensar eso de mí? ¿No te acuerdas?…
»Y lo que le recordé fue cierta noche, en casa de su padre, cuando fui a pedir la mano de Marta y en que estuve a punto de retirarme tristemente con una negativa, pues Marta quería sacrificarse y sacrificar su dicha, para que yo pudiera elegir a otra. Y entonces, ella, Olga, en medio de la noche, había ido a buscarme y me había abierto los ojos, a mí, pobre insensato y ciego, diciéndome palabras, palabras llenas de desprecio por el dinero y que habían sonado en mis oídos como el canto de triunfo del amor. Se las repetí textualmente, pues cada una de ellas se había grabado en mi alma, inolvidable: «Así, pues, en otros tiempos te sentías llena de valor, de grandeza de alma cuando hablabas por Marta, y ahora que se trata de ti…»
»Y al gritarle esto la miraba de frente, tío. Ella se esforzaba en sonreír, y sonreía constantemente; pero esa sonrisa se heló en sus labios y de repente la vi desplomarse como una mole, sin sentido.
»Mucho trabajo me costó hacerla volver en sí, pues no quería llamar a nadie en mi ayuda. Un buen cuarto de hora permaneció tendida en el suelo, más o menos como está ahora, luego abrió los ojos y me examinó por largo rato en silencio con una expresión tan dolorosa, tan cansada y desesperada, que la angustia y la inquietud me invadieron. Después juntó las manos y me dijo en voz baja y suplicante:
—»Dame tiempo, Roberto; he presumido demasiado de mis fuerzas; es necesario que me acostumbre a esta idea.
»Pero me sentía tan embargado por mi reciente dicha, por una alegría tan loca, que creía poder obligarla por fuerza a ser ella también dichosa.
—»¡Si nos amamos, Olga —le grito—, y si nuestra querida muerta aprueba este amor, yo quisiera ver si alguien podría censurarlo! Alégrate, pues, querida niña, recupera tu valor.
»Pero ella no tenía alegría ni valor. Y sólo ahora, ahora que está muerta, comprendo claramente hasta qué punto se sentía miserable y quebrantada, allí tendida sobre los cojines, ella que ordinariamente se mostraba para sí y para los demás tan altiva y estricta. Era como si algún prodigioso dolor hubiera roto en ella el resorte íntimo de la vida. Hoy veo todo eso claramente; entonces nada veía, nada quería ver. Y continuaba animándola con todas las palabras consoladoras que podía encontrar. Ella me escuchaba sin decir palabra —a veces me aprobaba con un movimiento de la cabeza— y una sonrisa que expresaba tristeza y cansancio indecibles, vagaba por sus labios. Todo eso lo atribuía yo a la emoción violenta del momento y a los pesares de los últimos años; debían presentarse en su alma con una intensidad tanto más grande, cuanto que sentía apuntar para ella una nueva felicidad que iba a borrarlos para siempre.
—»Y nuestra primera visita, Olga —le digo—, será al cementerio. Cuando hayamos orado sobre la tumba de Marta, la resistencia de mi madre o la malevolencia del mundo entero, no tendrán ya por qué inquietarnos.
»Ella dejó caer las manos que cubrían su rostro, y, mirándome con ojos dilatados por el espanto, me dijo con voz apenas perceptible:
—»¿Al cementerio… conmigo?
—»Sí, contigo —repliqué—, y en seguida, si lo quieres.
»Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, y, con voz singularmente alterada, replicó:
—»Tén paciencia hasta mañana, mañana haré lo que quieras.
—»Sí, mi niña muy amada —le digo entonces—, y de aquí a mañana desecha tus ideas negras y piensa en que ella no nos guarda rencor. Nosotros no la olvidaremos, ciertamente. ¿Y el común dolor que nos causa su pérdida, no debe unirnos más estrechamente para toda la vida? Su imagen no nos abandonará, ¿y no crees que ella bendeciría nuestra unión desde el fondo de su corazón, si de lo alto del Cielo pudiera vernos? ¿No nos ha legado al niño para que juntos velemos por él y que nunca lo confiemos a gente extraña?
»Entonces se dejó caer de rodillas delante de la cuna en que la débil criatura dormía con el sueño de los bienaventurados y apoyó la frente sobre su cabecita.
»Así permaneció por largo rato sin que yo intentara perturbarla.
»Cuando se levantó, su rostro había vuelto a tomar esa serenidad impasible que siempre le habíamos conocido hasta entonces. Me tendió la mano diciéndome:
—»Vete, amigo mío, déjame sola.
»Y me alejé, pues quería complacerla en todo; ni siquiera la tomé en mis brazos.
»Un cuarto de hora después, la vi cruzar el patio. Yo la acechaba desde mi ventana, pero ella no volvió la cabeza.
»Al día siguiente por la mañana… tú sabes, querido tío, cómo la encontré; y en aquel instante se descargó sobre mí un rayo. Podré encanecer y envejecer, ese momento me ha quitado para siempre toda alegría; helará para siempre toda sonrisa en mis labios. Pero por lo menos podría vivir todavía; podría arrastrar todavía esta miserable existencia para que el niño no se viera privado de la mezquina parte de felicidad a que tiene derecho; pero para eso sería necesario que yo supiera una cosa, que me viera libre de un espantoso tormento; de lo contrario, es imposible. Con la mejor voluntad del mundo, es imposible; si no fuera así, me consumiría vivo. Es necesario que alguien venga, aunque sea de ultratumba, a decirme por qué ha muerto Olga.»
* * *
Nuevamente el silencio reinó en la habitación obscura; no se oía más que la respiración de los dos hombres y la fuga precipitada de una rata que había acompañado el relato de Roberto con el ruido monótono de sus dientes.
El anciano sostenía una violenta lucha consigo mismo. ¿Debía acaso revelar el secreto de la vida de Olga como había ya vendido el de su muerte? ¿Pero no se trataba de una buena acción en este caso? ¿No se trataba de libertar a aquel a quien ella había amado sobre todo de las torturas en que se agitaba, ya fueran producidas por una loca idea o por una secreta conciencia de su responsabilidad? Un milagro, un favor divino, según parecía, permitían a la boca cerrada para siempre abrirse una vez más para devolver el reposo al muy amado.
El doctor exhaló un profundo suspiro: había tomado su resolución.
—¿Y si ella lo hubiera pensado, Roberto —dijo—, si hubiera pensado en contestarte desde el fondo de su tumba?
Roberto lanzó un grito y lo asió por la muñeca.
—¿Qué quieres decir con eso, tío?
—Si no te hubieras soterrado en tu dolor como un topo en su cueva, si no hubieras huido ante todo rostro humano, sabrías desde hace tiempo lo que hasta los gorriones se cuentan en los techos: que en la mañana de su muerte, yo recibí una carta de ella…
—Tú, tío, de ella…
—¡Oh, amigo mío! Me estás rompiendo los huesos. Escúchame primero tranquilamente.
Y le contó lo que contenía la carta.
Roberto había dado un salto y se mesaba los cabellos. Sus ojos, fijos en el anciano, resplandecían en la obscuridad.
—Ese cuaderno, dámelo; ¿dónde está?
El doctor le explicó el peligro que corría el secreto de Olga y la inquietud que esto le causaba a él mismo.
—¡Espérate, voy a ir a buscarlo! —exclamó Roberto dirigiéndose hacia la puerta.
El anciano lo detuvo.
—Tu madre tiene la llave; cuida de que nada sospeche.
La puerta está rota a medias; acabaré de romperla…
—Te oirán de abajo…
—¡Están demasiado divertidos! —replicó Roberto con risa aguda—. Ven, vamos juntos.
Y por una puerta de atrás, a lo largo del corredor obscuro y de la escalera que crujía, los dos se deslizaron como dos ladrones que se hubieran introducido en la casa aprovechándose de la ceremonia.
Consiguieron abrir la puerta más fácilmente de lo que esperaban; la cerradura, ya floja, cedió como si se abriera sola.
Ambos se detuvieron en el umbral, sobrecogidos de emoción, cuando el cuarto obscuro, iluminado solamente por el fulgor dudoso de las estrellas, se abrió ante sus ojos. Toda huella de la muerta había desaparecido; sólo la cama vacía, cuyos montantes se dibujaban negros sobre la pared gris, hacía ver que la que lo ocupaba había elegido otro lecho. Un ligero perfume emanado de su ropa, un olor fino de jabón, flotaba aún en la habitación. Las mismas toallas de las cuales se había servido, todavía colgadas de la pared, formaban, al lado de la estufa de loza, una mancha blanca de fantástica apariencia.
Roberto, incapaz de tenerse en pie, se dejó caer en una silla y, a grandes bocanadas, ávidamente, como si sollozara, aspiró el perfume que llenaba el aire. Se habría dicho que así quería absorber los últimos efluvios de su amada.
Un fulgor breve, brillante, vaciló de improviso a través del cuarto, bailando por las paredes, vagando en reflejos amarillentos sobre el escritorio, e hizo brotar de la obscuridad, como un espectro agazapado, la mesa de tocador cubierta de blanco.
El doctor había encendido un fósforo y buscaba la pequeña lámpara de pantalla verde que iluminó las noches sin sueño de Olga. Todavía estaba en la mesa, en el mismo lugar en que Olga la apagó para sumirse en la noche eterna. El recipiente de vidrio estaba todavía lleno de petróleo; su dueño se había dado prisa para entregarse al descanso.
Con precaución, levantó el tubo para encender la mecha; la llama, atenuada por la pantalla, iluminó con un resplandor apacible y suave el espacio silencioso.
Entonces se acercó al estante sobre el cual se alineaban los volúmenes de lomos lucientes y dorados. Su mano buscó a tientas durante un momento por la pared y sacó algo azul en forma de rollo.
—¡Aquí está, Roberto! —exclamó triunfante—. Vámonos.
El joven meneó silenciosamente la cabeza.
El anciano insistió de nuevo y entonces Roberto dijo:
—Aquí es donde vamos a leerlo, tío; aquí, donde ella lo ha escrito.
—¿Y si alguien nos sorprendiera? —observó el doctor, atemorizado.
Roberto se encogió de hombros y con el dedo señaló el piso. En el silencio, un ruido confuso de voces subía hasta ellos, con risas moderadas, ahogadas, como lo requieren las conveniencias en una casa en que hay un muerto.
El doctor cedió de buen grado; entonces acercaron suavemente sus sillas al círculo luminoso de la lámpara, y ya no se oyó más que el silbido del viento de invierno que agitaba las peladas copas de los tilos y la voz monótona y velada del lector acompañada por el coro de invitados al velorio, que por momentos se elevaba hasta un sordo estruendo para extinguirse en seguida en un murmullo.