Capítulo IV
¿Por qué había muerto Olga?
Tal era la cuestión que, en lo sucesivo, preocupó exclusivamente a toda la ciudad. En la calle, en las mesas de los cafés, en los bancos de las cervecerías, no se hablaba de otra cosa. Todos se lanzaban en las más extravagantes conjeturas, aventuraban las hipótesis más osadas, pero no por eso estaba nadie más adelantado.
Unos hablaban de amor desgraciado, otros de amor demasiado feliz, y otros pretendían absolutamente haber dicho siempre, desde mucho antes, que Olga concluiría mal, seguramente.
Ya en vida, su actitud altiva, sombría y taciturna, había sido un enigma para aquellos buenos burgueses, y su muerte se les presentaba como un enigma aún más difícil. Era imperdonable.
Entretanto, descubrieron que el doctor había sido el primero en recibir la noticia del suicidio, y el único a quien ella hubiera confiado su proyecto.
La gente se apiñaba en torno suyo, le sitiaba su casa, pero él se obstinaba en guardar silencio. Con una aspereza, de que él sólo era capaz, mostraba la puerta a los preguntones importunos. El mismo día había echado al fuego la carta de Olga, pues temía que la justicia viniera a pedírsela. Por otra parte, la causa de la muerte era tan evidente, que se había podido renunciar a hacer la autopsia. Como era de prever, la muerta no había logrado hacer desaparecer completamente las huellas de su suicidio: en el vaso encontrado en su mesa de noche, quedaban adheridas al vidrio, gotas de un líquido cuyo sabor indicaba claramente, aun a los profanos, que se trataba de una solución de morfina. El descubrimiento fue completo cuando encontraron en el jardín, en el suelo, entre unos matorrales de oxiacanto, los fragmentos de un frasco, en cuyo cuello una parte del veneno disuelto había dejado un reguero blanco, de cambiantes reflejos. Manifiestamente, había sido arrojado por la ventana, y tenía aún el rótulo que indicaba, con la fecha de la receta, la manera de tomar la poción.
En estas condiciones, habría sido pura locura de parte del viejo médico, aun cuando a ello se hubiera atrevido, querer ocultar la intención del suicidio, pues toda suposición de un simple abuso de narcótico quedaba descartada.
No por eso dejaba de abrumarse con reproches por no haber podido cumplir el último deseo de la muerta, y se juraba a sí mismo guardar más fielmente que nunca el secreto sobre los motivos de esa resolución desesperada.
¡Si siquiera hubiera podido saberlo él mismo! Pero los días pasaban y todavía no había podido entrar en posesión del legado que le había hecho Olga.
La señora Hellinger desconfiaba de él, le decía en su cara que siempre había maquinado intrigas con la muerta, y a sus espaldas agregaba que, si no hubiera prescripto soluciones de morfina de una violencia inconsiderada, la pobre Olga habría vivido en paz mucho tiempo todavía. Poco faltaba para que echara sobre el viejo amigo de la casa la responsabilidad de la muerte de su sobrina.
En todo caso, no permitía que se quedara solo, ni siquiera por un segundo, en el cuarto de la muerta. Tenía la puerta cuidadosamente cerrada: no toleraría —decía ella para explicar su conducta—, que los objetos dejados por Olga, considerados por ella como reliquias sagradas, fueran profanados por manos y miradas extrañas.
Y así crecía de hora en hora el peligro de que ese cuaderno en que Olga había escrito su confesión, cayese en manos de su tía.
¡Que se le antojara escudriñar entre los volúmenes que guarnecían el estante, y sucedía la desgracia!
A esa zozobra, que llevaba todos los días al anciano a casa de los Hellinger, se agregaba la inquietud creciente que le inspiraba Roberto quien, desde ese día de espanto, había caído en un abatimiento profundo y desesperante.
Parecía haber perdido por completo el uso de la palabra, no soportaba a nadie a su lado y evitaba aún a su viejo amigo; huraño y mudo, vagaba días enteros por los campos; permanecía noches enteras sentado junto a la cuna de su hijo, mirándolo fijamente con sus ojos enrojecidos y quemados por el llanto.
Esto es por lo menos lo que contaban los criados, quienes, en tres ocasiones, lo habían encontrado por la mañana en esa actitud.