Capítulo IX
El invierno y la primavera pasaron velozmente y llegó el momento en que las gavillas comenzaron a amontonarse en los trojes.
Roberto debía venir tan pronto como la cosecha hubiera terminado; «pero hasta entonces —escribía—, habrá que vencer más de una grave dificultad.»
Un día, papá entró en la cocina donde estábamos, y tomando una expresión indiferente, se paseó un instante por entre los calderos, resoplando y golpeando con su varilla las largas cañas de sus botas.
—¿Te has vuelto inspector de cocinas hoy, papá? —dije.
Él soltó una risa breve y dijo:
—Sí, me he vuelto inspector de cocinas.
Y después de haber andado todavía algunos minutos en silencio, se detuvo de improviso delante de Marta y dijo:
—Si tuvieras tiempo, hija mía, ¿podrías quizá venir un momento? Tu madre y yo tenemos que hablarte.
—¡Vaya, vaya, ahora comprendo esos largos preliminares! ¿Puedo asistir yo también a la entrevista?
—No —respondió él—, tú te quedarás en la cocina.
Durante un instante el silencio reinó en la casa; en torno mío el vapor silbaba, las cacerolas cantaban, la sirvienta hacía gran ruido al limpiar los cuchillos, pero de repente se oyó, dominando todo ese ruido, un grito breve y estridente que no podía provenir más que de Marta.
Temblorosa agucé el oído, y en el mismo instante papá se precipitó en la cocina gritando:
—¡Agua!
Pasé a su lado como una exhalación, y encontré a mi hermana tendida en el suelo, sin conocimiento, con la cabeza sobre las rodillas de mamá.
—¿Qué le han hecho ustedes a Marta? —grité dejándome caer de rodillas junto a ésta.
Nadie me contestó. Mamá, desatinada, se retorcía las manos, y papá se mordía el bigote, sin duda para retener las lágrimas.
Entonces, al inclinarme hacia mi hermana, vi en el suelo, junto a ella, una hoja de papel de carta rayado de azul; me apoderé de él tan vivamente como pude, sin que nadie notara ese movimiento. Después me apresuré a hacer lo más urgente, que era hacer volver en sí a Marta y acompañé a su cuarto a la desdichada, que dirigía en su derredor miradas atontadas.
Una vez allí la acosté. Con los ojos fijos en el cielo raso, me pedía de cuando en cuando de beber; parecía no haber recuperado sus sentidos todavía.
Pero yo saqué en secreto la carta de mi bolsillo y leí lo que transcribo aquí literalmente, pues he conservado cuidadosamente ese monumento del amor de una madre y de una hermana:
«¡Mi hermano muy querido, mi muy querida cuñada!
»Una circunstancia muy triste para mí me obliga a escribiros hoy. Estáis persuadidos, no lo dudo, de que os quiero mucho y de que mi corazón no tiene deseo más vivo que el de conservar con vosotros y vuestros hijos las relaciones más cordiales. Desde que estoy en el mundo, no os he hecho más que bien, no os he atestiguado otra cosa que afecto y vosotros me habéis correspondido siempre. En nombre de ese afecto os dirijo hoy una súplica, dictada por mi corazón de madre torturado por la angustia. Esta mañana mi hijo Roberto vino a casa y nos declaró, a mi marido y a mí, que tenía la intención de pediros la mano de vuestra hija Marta; al mismo tiempo solicitaba nuestro consentimiento, del cual no podía abstenerse, como buen hijo y buen amo de casa, pues, ¡ay de mí! todavía necesitará más de una vez nuestra ayuda.
»Si hubiera escuchado la voz de mi corazón, le habría saltado al cuello con lágrimas de gozo, pero me fue necesario conservar toda mi sangre fría, por mi marido y por mi hijo, que no son uno y otro más que dos niños, y me vi obligada a decirle que ese casamiento no podía hacerse.
»Mi querido hermano, no quiero reprocharte el que no hayas sabido conservar tu fortuna: lejos de mí el pensamiento de mezclarme en cosas que no me importan; pero, en el punto en que estamos, me permitiréis os diga que vuestra propiedad está gravada de deudas y que vuestras hijas, fuera de un ajuar que, quiero creerlo, será rico, no podrán contar con un centavo de dote.
»Por otra parte, los bienes de mi hijo Roberto están también cargados de deudas; efectivamente, ha tenido que pagar fuertes sumas para desinteresar a sus hermanos y hermanas, y además nosotros hemos conservado sobre la propiedad una hipoteca cuyos intereses nos hacen vivir, lo mismo que a mis otros hijos. En estas condiciones un casamiento con una joven pobre lo llevaría infaliblemente a la ruina.
»No hablo de la salud de vuestra hija Marta, que, a juzgar por vuestras cartas, debe ser una persona débil y enfermiza, incapaz por consiguiente de llevar con vigor el peso de una labor tan grande y de hacer la felicidad de Roberto; tan sólo el pensamiento de verla entrar en casa de mi hijo con las manos vacías basta para convencerme de que sería desgraciada y no podría menos que hacerlo desgraciado a él mismo.
»Si vuestra hija Marta ama realmente a mi hijo, no le será difícil, en el interés mismo de la felicidad de su primo, renunciar a él, esto en el caso de que Roberto tuviera el valor de pedir su mano, no obstante la prohibición de sus padres; pero no preveo, ni siquiera puedo concebir, en un hijo, semejante desobediencia a la voluntad paternal.
»Conozco demasiado, mis queridos amigos, el afecto que profesáis a vuestra hermana, para no estar persuadida de que negaréis como yo, desde hoy, y para siempre, vuestro consentimiento a esa unión funesta e irracional.
»Vuestra hermana que os querrá siempre,
»Juana Hellinger.
»P. S. —¿La cosecha es buena por allá? Aquí el centeno de invierno ha dado, pero las patatas sufren mucho de la enfermedad.»
Al leer esa prosa vulgar e hipócrita, me acometió un furor tal, que solté una violenta carcajada, y tirando la carta al suelo me puse a pisotearla.
Un ligero suspiro de Marta, a quien, sin duda, mi risa había hecho mal, me volvió a la razón.
Allí yacía ella, desesperada, como quebrantada por el golpe que habría debido, por el contrario, retemplar su valor y darle nuevas fuerzas para la resistencia. Y, mientras yo la miraba, torturada por el pensamiento de estar condenada al papel de espectadora impotente, mi corazón dejó escapar una vez más, con un suspiro, ese lamento de otras veces: «¡Que no esté yo en su lugar!» ¡Pero cuántas cosas nuevas encerraba hoy! Lo que antes no había sido más que una locura, una niñada, había hecho lugar a sentimientos serios: el valor del sacrificio y la confianza en mi fuerza.
Entonces resolví obrar, si acaso era todavía tiempo. Quise primero ir a buscar a mis padres, decirles lo que había hecho, que estaba desde hacía mucho tiempo al corriente de la situación, y finalmente exigir de ellos que me diesen en el consejo de familia el lugar al cual tenía derecho, a pesar de mi juventud.
Pero deseché en seguida esta idea. Tan pronto como hubiera tomado parte en las deliberaciones de familia, mi deber sería no proceder en contra de sus designios. Y no podía contribuir a la salvación de mi pobre hermana, como lo entendía y siguiendo el plan que había concebido, sino a condición de fingir una ignorancia absoluta.
Muy pronto vi en qué estado estaban las cosas. Cada uno había guardado de la carta lo que respondía mejor a su temperamento.
Papá, herido en su orgullo de hombre pobre, habría en lo sucesivo considerado como una vergüenza el dejar entrar a su hija en una familia en que se la miraría con malos ojos. Mamá, por su parte, se había dejado enternecer por los testimonios de afecto de que la carta estaba sembrada, y estimaba que no se debía burlar la confianza de su cuñada.
¿Y Marta?
Aquella noche, mientras yo velaba junto a su cama, sentí que su mano ardiente se posaba sobre la mía y su débil brazo me atraía suavemente hacia ella.
—Tengo que hablarte, Olga —murmuró, con la mirada siempre tristemente fija en el cielo raso.
—¿Si esperáramos hasta mañana? —respondí.
—No —dijo ella—, en el intervalo podrían suceder cosas que no deben producirse. A partir de hoy, todo ha concluido entre él y yo.
—Entonces conoces muy mal a Roberto —dije.
—Pero yo me conozco bien —dijo ella—. Yo soy quien rompe.
—¡Marta! —grité espantada.
—Bien sé que esto me matará —dijo ella—. ¿Pero qué importa? Mi vida poco vale. Eso es mejor que hacerlo desgraciado.
—La fiebre es la que te hace hablar así, Marta —exclamé—, pues no te creo tan tonta como para dejarte hechizar por los melindres de esa vieja bruja.
—Siento demasiado que dice la verdad —dijo ella.
Un helado calofrío recorrió todo mi cuerpo al oírla proferir, con el tono tranquilo de un colegial que recita una lección, esas palabras de una tristeza desesperante.
—No protestes —continuó—, no es sólo de hoy que lo sé; siempre tuve ese presentimiento, y verdaderamente no necesitaba asustarme tanto hoy. Pero, qué quieres, causa siempre impresión el ver de repente escrita con todas sus letras la sentencia que hasta entonces uno no se atrevía a confesar a su propia conciencia.
Traté de consolarla con toda la elocuencia de que era capaz, hundí a la tía en el abismo más negro del infierno, y demostré a Marta menudamente que ella había nacido para desempeñar en la casa de Roberto el papel de ángel bienhechor. Pero todo fue inútil, no conseguí hacer revivir su fe en sí misma; el golpe la había herido demasiado profundamente. Por último me pidió que no escribiera una sola carta más a Roberto y que rompiera para siempre toda relación con él.
Me sentí espantada hasta el fondo del alma por mí misma quizá tanto como por ella; me negué con toda la energía que pude encontrar en mí; pero ella insistió, y, ante la amenaza que me hizo de revelar a la familia mi correspondencia con Roberto, tuve que consentir de grado o por fuerza.
Entonces vinieron días tristes; Marta vagaba, semejante a un fantasma. Papá, siempre a caballo, recorría como un montaraz los campos y los bosques, no asistía regularmente a las comidas y para ninguna de nosotras tenía una buena palabra. Mamá, nuestra bonachona mamá, tejía sentada en su rincón y de cuando en cuando enjugaba sus lágrimas, echando en su derredor miradas inquietas para ver si nadie lo había notado. ¡Ah, sí, aquella fue una época bien triste!
Yo había recibido de Roberto dos cartas apremiantes. Me decía que la inquietud lo devoraba y me suplicaba que le enviara noticias a vuelta de correo. No se lo dije a Marta, pero cumplí mi promesa.
Ocho días pasaron; entonces noté que mis padres deliberaban acerca de la respuesta que debían enviar a la tía. Papá era de opinión, para que no se pudiera siquiera sospecharlo de querer obtener ese casamiento por medios desleales, de comprometerse definitivamente por una promesa, y mamá decía: «sí,» como decía «sí» a todo lo que no tenía relación con las jaleas o las confituras.
Ese día Marta declaró que le era imposible levantarse de la cama; no sentía vivos dolores —decía—, pero sus piernas se negaban a llevarla.
Así veía yo adelantar el desastre, cada vez más amenazador. No podía esperar más: «Ven a cumplir tu compromiso mientras todavía es tiempo» —escribí a Roberto. Y, para mayor seguridad, bajé yo misma a la ciudad y entregué la carta al postillón que justamente se preparaba a partir para Prusia.
En el momento en que el sobre se escapó de mis manos, sentí como una puñalada en el corazón; se habría dicho que con esa carta entregaba mi alma a potencias desconocidas.
Tres veces quise volver sobre mis pasos para recoger la carta, pero cuando ya estuve decidida a hacerlo, el postillón estaba lejos.
A mi vez, cuando ascendí la colina que conduce a la casa, me oculté entre las malezas y lloré amargamente.
A partir de ese momento, fui presa de una agitación como nunca la he sentido en mi vida. Me parecía que una fiebre abrasadora me consumía; durante la noche, iba y venía en mi cuarto sin poder encontrar descanso; de día, estaba continuamente en acecho y cada vez que oía el ruido de un carruaje, toda mi sangre se retiraba de mi corazón.
A mis padres les contestaba disparatadamente y las criadas, en la cocina, comenzaban a sacudir la cabeza con expresión inquieta.
Una joven que espera a su prometido no habría estado más loca.
Esa fiebre duró cuatro días, y fue una felicidad que los míos estuvieran absortos en sus propios pensamientos, sin lo cual mis modales no habrían dejado de despertar sospechas.