Capítulo I
Un vivo fuego llameaba en el dormitorio del anciano médico.
Estaba él todavía en el lecho, y embargado por el sentimiento de bienestar del hombre que ve terminada la labor de su existencia. Cuando se ha estado, durante medio siglo, sentado doce horas por día en un cabriolé de médico de campo, sacudido y zangoloteado por los guijarros y los mogotes de tierra, bien se le pueden pegar a uno las sábanas alguna vez, sobre todo cuando ha dejado su tarea a salvo en manos de otro más joven.
Alargó y estiró sus miembros cascados y volvió a hundir en las almohadas su rostro gastado y amarillento, salpicado de ásperos vellos blancos, cual un viejo granito por el musgo de Islandia. Pero la costumbre, esa ama imperiosa que, durante tantos años, fuera indispensable o no, lo había sacado de su cama antes del amanecer, no le permitió descansar ni aun entonces.
Suspiró, bostezó, se avergonzó de su pereza y tomó la campanilla puesta a su cabecera, en la mesa de noche.
Su ama de llaves, vieja ruina, tan canosa y destruida como él, apareció en el umbral.
—¿Qué hora es, señora Liebetreu? —le gritó.
Al venerable reloj de la Floresta Negra que estaba colgado cerca de la cama del doctor, y cuyo despertador estridente había interrumpido más de una vez de un modo desagradable sus sueños de la mañana, no se le había dado cuerda desde el día en que el joven médico adjunto había llegado a Gromowo, «para que yo sepa bien —se complacía en decir el doctor— que en lo sucesivo mi vida está en reposo.»
—Las ocho menos cuarto, señor doctor —respondió la anciana, ocupándose en arreglar la tapa de la estufa.
—¡Vaya! ¡vaya! —exclamó él, enderezándose—. ¡Qué perezoso me he vuelto! Y… ¿han llegado cartas?
—Sí, varias por correo y una que trajo personalmente el joven señor Hellinger hace dos horas.
—¡Pero, si hace dos horas, era todavía de noche!
—Sí; me dijo que tenía que ir hasta la granja y que no podía esperar más. Ya anoche, cuando el señor doctor estaba en El Águila Negra, vino y se quedó esperando casi dos horas.
—¿Y por qué no me mandó usted llamar? —gritó el doctor con el tono gruñón de un anciano bonachón pero bilioso.
—¿Acaso no nos lo prohibió él? —replicó la ama de llaves, exactamente en el mismo tono, sin que esto pareciera indicar ninguna arrogancia de su parte: era más bien el eco del carácter del anciano—. Estuvo sentado en el gabinete de trabajo hasta las diez (o mejor dicho no se sentó) iba de un lado a otro como una fiera, se reía, hablaba solo; yo desconocía a nuestro tranquilo y apacible joven; entonces le llevé cerveza, seis botellas; se las bebió todas, y tuve que beber con él… En fin, tenía algo de trastornado.
—¡Eh! ¡eh! —murmuró el anciano riéndose por lo bajo—. Me parece que allí hay algo de Olga. Al fin, ella se habrá… ¿Y son para hoy esas cartas? —exclamó de repente, como si estuviera lleno de furor, aun cuando su rostro permanecía sonriente.
Y cuando la ama de llaves, refunfuñando, hubo satisfecho su deseo, sin vacilar tomó de entre las cartas la que no llevaba estampilla, y no concedió siquiera una mirada a las demás.
Una alegre emoción hacía temblar sus manos, mientras desdoblaba el papel, y con su viejo rostro encanecido, radiante de gozo, leyó:
«Querido viejo tío:
»Debes ser el primero en saberlo… Si siquiera te tuviera a mi lado, si pudiera estrechar tus viejas y leales manos y decirte, mis ojos en los tuyos, todo lo que siento en el corazón… Todavía no lo creo, la cabeza me da vueltas cuando pienso en ello. Tío querido, en los peores días de prueba me ayudaste y protegiste. Tú solo tendiste los brazos a Marta cuando todos —y hasta mis mismos padres— le volvían la espalda, llenos de frialdad y de desconfianza. ¡No pudiste conservármela, tío querido! Dios la llamó a sí, y cuando, cerca del cuerpo de mi mujer, mi razón amenazaba extraviarse, tú me tomaste la cabeza entre tus brazos y me hablaste como habría podido hacerlo un sacerdote.
»Y triunfaste. No creo que yo pueda volverle a tomar gusto a la vida, que pueda volver a ser lo que era antes de que las preocupaciones materiales y mi pasión por Marta hubieran entorpecido y vaciado mi pobre cabeza. La misma Marta, mi misma querida mujer, en los tres años que duró nuestra apacible dicha, no pudo obtener este resultado. Pero la vida parece querer darme ahora todo lo que todavía puede tener para mí de alegría y de tranquilidad.
»Tú sabes, tío, cómo, en medio de mi dolor, me dejé llevar por un afecto sin cesar creciente por la hermana de mi querida muerta, mi prima Olga. Todo te lo confesé, busqué consuelo cerca de ti cuando me atormentaba, cuando me reprochaba mi infidelidad para aquella cuyo luto aún llevaba. Y me dijiste entonces:
—»¿Si la muerta pudiera buscar una segunda madre para su hijo, elegiría a otra que a esa hermana, que era, después de ti, lo que ella más quería en el mundo?
»Me quedé espantado hasta el fondo del alma, pues jamás me habría atrevido a alzar los ojos hacia ella. Pero tú no cesaste de exhortarme, tanto, que por fin, hace ocho días, armándome de todo mi valor, le pedí que compartiera mi suerte. Ella se negó, tú lo sabes.
»Se puso pálida como una muerta; en seguida me tendió la mano y me dijo, resistiéndose:
—»Renuncia a esa idea, Roberto; yo no puedo ser tu mujer.
»Y yo, al retirarme, muy avergonzado, me decía: ¡esto no es más que lo que mereces, presuntuoso!
»Y he aquí que hoy, querido tío… no puedo escribirlo… Mi mano se detiene. ¡Es tal la felicidad y tan inesperada, que casi me abruma! ¡Mañana, tío, mañana te lo contaré todo!
»Por la mañana tengo que ir a la granja. Volveré como a las doce, e inmediatamente haré la penosa diligencia ante mis padres. Mi madre nada sospecha todavía: he aquí sus proyectos trastornados una vez más, por lo cual Olga tendrá mucho que sufrir. Hasta temo que concluya por despedirla de la casa. ¡Con tal de que yo la tenga bajo mi techo antes!
»Son las tres de la mañana: basta por hoy.
»Tu muy agradecido y muy feliz, Roberto Hellinger.»
El viejo médico enjugó una lágrima que rodaba por su mejilla. «¡El buen muchacho!» —murmuró—. «¡Cómo remolinean los sentimientos en su cerebro acalorado, y qué franqueza en todo esto, qué rectitud en la menor palabra! Verdaderamente, es muy digno de ti, mi buena y noble niña: es el único a quien yo te daría con placer. Y ahora voy a ver si tú también tienes confianza en el viejo tío. Voy a cerciorarme de ello inmediatamente.»
Y riéndose y gruñendo escondió la cabeza entre las almohadas. Luego, de repente, gritó con voz que resonó en toda la casa como un trueno:
—¡Mil millones!… ¿Dónde está mi pantalón?
Se lo llevaron, y cinco minutos después, el anciano se hallaba ya listo, delante de su espejo; sólo le faltaba su peluca de un gris amarillento.
—Mi sombrero… mi abrigo… mi bastón… —gritó en el corredor.
—¡Pero el café, Dios mío, el café! —gritó la vieja desde la cocina, más fuerte aún, si esto era posible.
—¡Bueno, pero pronto entonces! —replicó él, siempre en el mismo tono—. Es preciso que esté aquí antes de que yo haya concluido de leer mis cartas.
Y, refunfuñando de impaciencia, tomó el montón de cartas que se había quedado hasta entonces en la mesa de noche sin que él le hiciera caso. Eran ofertas de vino, el anuncio de un nacimiento en casa de Cohn, —¡un pobre ciego con un hijo recién nacido!— y de repente se estremeció, mientras una sonrisa aparecía de nuevo en su rostro.
—¡Diantre! No me esperaba esto —murmuró con satisfacción—. Ella tampoco ha podido dormirse sin hacer al viejo tío el confidente de su dicha. Eso está bien, hijos míos; os lo tendremos en cuenta.
Y con la misma alegre prisa con que había abierto la carta de Roberto Hellinger, rompió el nuevo sobre.
Pero apenas había comenzado a leer, cuando con un grito ahogado retrocedió dos pasos, tambaleándose, como un hombre que recibe un golpe por sorpresa. Su rostro gris se volvió de una palidez gredosa, sus ojos salieron de sus órbitas, y sus viejos y secos dedos apretaron como garras el papel que temblaba.
Cuando la ama de llaves entró con el café, encontró a su amo sentado como una mole inerte en un ángulo del sofá, con la frente cubierta de gruesas gotas de sudor y mirando fijamente con sus ojos apagados el papel que sus manos estrujaban todavía con un apretón casi convulsivo.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Señor doctor! —exclamó la anciana dejando caer con estrépito la bandeja sobre la mesa.
Estas exclamaciones le hicieron volver en sí. Se hizo dar agua, de la cual bebió ávidamente dos grandes tragos, se humedeció la frente y las sienes con el resto, e hizo señas a la ama de llaves para que se alejara.
Y entonces, después de haber echado el cerrojo a la puerta, recogió la carta y se puso a leer con voz ahogada y temblorosa:
«Mi querido amigo, mi segundo padre:
»Cuando lea usted estas líneas, habré cesado de vivir. He reunido y conservado cuidadosamente las pociones de morfina que usted me dio, cuando después de la muerte de Marta, perdí el sueño; habrá lo suficiente, así lo espero, para asegurarme el descanso.
»Usted que me protegió como un segundo padre, será el único en saber por qué he tomado esta extrema resolución. En las largas noches de invierno, cuando la tempestad sacudía mi ventana y yo no podía dormir, he escrito en todos sus detalles lo que me atormenta desde hace largo tiempo, lo que no me dejará un instante de reposo hasta que me haya dormido para siempre. En mi estante de libros encontrará usted, escondido detrás de los volúmenes de Heine, un cuaderno azul. Guárdeselo usted, sin que los demás lo noten; y cuando lo haya usted leído todo, vaya usted a mi tumba y rece un Padre Nuestro.
»Cuide usted de que me entierren al lado de Marta. Mucho la he querido. Ella es quien me arrastra detrás de sí.
»Usted lo comprenderá todo cuando haya leído mi historia: quizá hasta sabe usted de mi secreto más de lo que yo sospecho. Alguna vez, en el delirio de la enfermedad, debo haber revelado feas cosas. ¿Por qué si no, habría usted alejado de mi lecho a todos mis parientes?
»¿Se horrorizó usted de lo que dejaba escapar mi miserable boca? ¿Me compadece usted? ¿Me desprecia usted? Pero no, seguramente, usted no me desprecia; si así fuera, ¿me habría usted podido demostrar tanto afecto? Por otra parte, lea usted mi cuaderno, allí está todo.
»Al principio no le estaba destinado a usted. Yo quería enviarlo, después de muchos años, cuando a nuestra vez hubiéramos sido viejos, al hombre a quien pertenece mi alma, para que supiera por qué lo había rechazado.
»Las cosas han cambiado de rumbo: hoy, en un momento de olvido, me dejé caer en sus brazos. He visto, demasiado tarde, que ya no había manera de escapármele. Pero antes que ser suya, prefiero darme la muerte.
»Y todavía tengo que dirigir a usted una súplica. Es la súplica de una moribunda y, si está en poder de usted, accederá usted a ella.
»Oculte usted al mundo entero —y ante todo a aquel a quien amo— que me he dado la muerte. ¡Ojalá crea que lo que me ha matado es la alegría! Destruiré todo lo que pudiera revelar un suicidio: los únicos signos aparentes serán los de una muerte de aneurisma o de congestión.
»Se lo suplico a usted desde el fondo del corazón; otórgueme usted todavía esta satisfacción suprema. Muero sin pesar y no tengo miedo. Hace tanto tiempo que no duermo bien, que necesito reposo. —Olga Bremer.»
El anciano experimentaba un sentimiento de angustia absoluta. Se bamboleaba, apretaba los puños y se golpeaba la frente; en seguida volvió a caer sobre una silla.
—Es una locura, una completa locura —gimió enjugándose las gotas de sudor que cubrían su frente—. Hija mía, ¿qué es lo que ha pasado por ti? ¿Qué te ha obscurecido así la razón? ¡Mi pobre, pobre y querida niña!
Luego se levantó de un salto y buscó con sus manos temblorosas su sombrero y su abrigo.
¡Socorrer! ¡socorrer! ¡arrancar su víctima a la muerte! He ahí el pensamiento que, por el momento, le llenaba el espíritu. Un instante tuvo la idea de que quizá la joven no había puesto seriamente su proyecto en ejecución; pero la desechó inmediatamente. Había aprendido a conocerla demasiado en otras circunstancias para poder creerla capaz de una falta de valor, de un desfallecimiento de la voluntad.
Pero quizá la dosis que había tomado era demasiado débil, quizá el tiempo —hacía más de un año que Marta había muerto de parto, y en esa época era cuando él había dado a Olga la poción calmante— quizá el tiempo había atenuado la fuerza del veneno. Sí, sí, así era; era preciso que así fuera. Mal conservada, la morfina puede descomponerse y volverse inofensiva.
¡Adelante, pues, para salvarla, si no es demasiado tarde! El doctor daba vueltas en su cuarto, buscando algo, sin saber qué. Luego tomó de nuevo la carta.
—¿Y qué es lo que me pides? Hija, hija mía, ¿te figuras que sea cosa tan fácil violar un juramento, renunciar, como se arrojaría un cascarón vacío, a los deberes a los cuales uno ha permanecido fiel durante medio siglo? Niña, no sospechas lo que pides a un hombre de honor.
En seguida, acercando mucho el papel a sus ojos, volvió a leer una vez más este pasaje: «Es la súplica de una moribunda… se lo suplico a usted desde el fondo del corazón; otórgueme usted todavía esta satisfacción suprema.»
Por sus ajadas mejillas rodaban gruesas lágrimas.
—Es imposible, hija mía, es imposible, por bien que sepas suplicar. Y aun cuando lo quisiera, me traicionaría yo mismo. No soy ya más que una pobre y vieja ruina, y no soy dueño de mis nervios. Lo notarían a la primera ojeada. Mas, para que no hayas… suplicado… en vano… a tu tío… quiero… por lo menos… ensayar. Por ti y por Roberto, es necesario ante todo salvarte. ¡Día de Dios! Viejo, sé hombre todavía por lo menos una vez en tu vida. ¡Es preciso que la salves, es preciso, es preciso, es preciso!
Y tan ligero como sus piernas cascadas podían llevarlo, se precipitó —empujando a su paso a la ama de llaves que escuchaba en la puerta— y echó a andar por la escarcha helada y punzante de la mañana de invierno.