Capítulo XV
En la penumbra del corredor, el aire fresco me calmó muy pronto. Di algunos paseos y después fui en busca de una criada para que me indicara mi habitación.
—La señora ha arreglado todo ella misma en el cuarto y ha prohibido que lo toquen; hay también una carta para la señorita.
Cuando me quedé sola, pasé revista a la habitación. ¡Querida y excelente hermana! Había pensado en mis menores deseos, se había acordado fielmente de mis menores costumbres de otros tiempos para dar a mi aposento toda la comodidad y todo el encanto que se pueden imaginar. Nada faltaba allí, de lo que mi corazón más apreciaba antes. Sobre la cama caían cortinas de flores encarnadas, semejantes a las que habían abrigado mis primeros sueños de niña; en el borde de la ventana había geranios y artanitas que yo siempre cultivaba; adornaban las paredes algunos cuadros sobre los cuales mis miradas descansaban en otros tiempos al despertarme, y en los estantes encontré los libros en que había aprendido las primeras nociones del amor.
El drama de Ifigenia, que, en aquellos días claros y sin nubes, había sido mi poema predilecto, estaba abierto sobre la mesa. ¡Oh, bondad del Cielo! ¡Cuánto tiempo hacía que lo había leído, cuánto tiempo hacía que lo evitaba temerosamente, de tal modo que la tranquila majestad de la santa sacerdotisa hacía sufrir a mi alma!
Entre las páginas del libro encontré la carta de que me había hablado la criada. Tuve un dulce presentimiento, el presentimiento de que iba a encontrar una nueva prueba de afecto inmerecido, y, rasgando el sobre, leí:
«¡Hermana muy querida!
»Cuando entres en este cuarto no podré desearte la bienvenida: estaré enferma y quizá hasta mis labios se habrán cerrado para siempre. Todo lo encontrarás como tenías la costumbre de verlo en casa; todo esto estaba preparado para ti, y te esperaba desde hace mucho tiempo. Que sea el dolor o el gozo lo que te acoja en el umbral de esta casa, descansa en paz y duérmete con el sentimiento de estar en tu casa. Esfuérzate en amar a Roberto, como él mismo te amará. Entonces todo irá bien todavía, ya sea que Dios me deje con vosotros o que me llame a Él. Tu hermana, Marta.»
Nada nuevo había en lo que allí me decía y, sin embargo, me sentí tan violentamente conmovida por esa sencilla y enternecedora prueba de su cariño, que no tuve en el primer momento más que un pensamiento: ir a arrojarme al pie de su cama, y confesarle cuán indigna era aquella a quien ofrecía el asilo de su corazón y de su techo.
Ciertamente, ya no me cabía ninguna duda. Esa fatal pasión, que yo creía haber arrancado de mi alma con todas sus raíces, se había cubierto de una nueva y frondosa vegetación; las heridas cicatrizadas desde hacía tiempo se habían vuelto a abrir con la presencia de Roberto; me parecía sentir que mi sangre ardiente se escapaba de ellas a torrentes.
Ya era inútil ocultar o disimular. Se habían acabado, desde hacía largo tiempo, ese fulgor inseguro y seductor que colora los sentimientos nacientes, y ese dulce abandono que permite la embriaguez inconsciente de la juventud; en su lugar estaban la luz brillante y cruda de un conocimiento madurado por los años, la actitud fría y rígida que impone una conducta severa.
Sí, lo amaba, lo amaba con una pasión tan ardiente, tan dolorosa como sólo el corazón retemplado en el fuego del odio y del sufrimiento puede amar. Y eso no databa de hoy, eso no databa de ayer.
Había crecido con ese amor, me había aferrado a él en la pasión secreta de mi corazón; mi ser había encontrado en él su vigor: era mi fuerza y mi debilidad, era mi vida y mi muerte.
¿Lo merecía Roberto? ¿Me comprendía? ¡Qué importaba! Nunca lo comprendería después de todo. Y luego, no era él sino yo la que tenía que conquistar un derecho a su amor. A esa hora sabía que jamás podría desterrar de mi pecho esa pasión. Se trataba de someterse a ella como uno se somete al eterno destino, pero era necesario que no se hiciera criminal: debía reinar pura en el fondo de mi corazón puro.
Y, en verdad, no me habían llamado a esa casa para labrar su desgracia.
Una gran misión, una misión sagrada me esperaba. Marta vería en breve que un genio bienhechor reinaba en torno de ella en la casa: aprendería conmigo a emplear de una manera eficaz, para la salvación de su marido muy amado, el amor que la consumía en vano. Su valor, a mi lado, iba a rehacer, su alma iba a tomar nuevas fuerzas. ¡Cómo me prometía sostenerla y consolarla en las horas de dolor y de abatimiento; cómo me violentaría para reír cuando la melancolía la envolviera con su velo sombrío! Sabría, con mis bromas alegres y vivas, disipar las nubes, devolver a las frentes su serenidad, y haría de modo que siempre brillara entre esas paredes un último rayo de sol.
Mi vida transcurriría sin deseo, feliz tan sólo de la dicha de los míos, en una abnegación discreta y resignada.
Ya no necesitaba vagar en torno de la estatua de Ifigenia, pues yo también iba a desempeñar el papel augusto y sublime de la sacerdotisa.
Este piadoso pensamiento hizo caer la agitación de mi alma, y con él me dormí.