Capítulo II
La pareja de los viejos Hellinger, sentados a la mesa para el desayuno, presentaba la imagen de la tranquilidad y de la serenidad más perfectas. Del tubo del aparato de cobre para hacer café, cuyo vientre, bruñido y lustroso, reflejaba el fulgor rojo del fuego, se elevaba un ligero vapor azulado que volvía a bajar hacia la mesa, en nubecillas, empañaba el azucarero de plata y coronaba con un rocío las tazas de café.
El señor Hellinger llevaba toda la barba, bien cuidada y blanca como la nieve; sus facciones regulares y todavía jóvenes, sus mejillas sonrosadas, respiraban la bondad y el gozo de vivir. Cómodamente extendido en su sillón azul floreado, con la bata recogida sobre las rodillas, parecía esperar con una resignación apacible lo que el destino, bajo la forma de su mujer, le reservaba para ese día.
Esta acababa de echar un poco de café en el filtro, y se limpiaba minuciosamente los dedos con su delantal de tela blanca adamascada, adornado, a la rusa, con anchas tiras de bordadura roja. Su cofia alba, cuyas cintas estaban sólidamente atadas bajo su carnosa barba, se inclinaba un poco sobre la oreja izquierda, y su rudo y áspero rostro de viejo dragón, de facciones ligeramente hinchadas como se ve en las mujeres de edad que beben de buen grado un trago de coñac en la copa de sus maridos, brillaba lleno de energía y de decisión en su marco de encajes. Se veía en su aspecto que estaba acostumbrada a dominar, a doblegarlo todo, y aun la sonrisa de perpetua amargura que vagaba por su ancha boca, demostraba hasta qué punto acostumbraba a perseguir, sin dejarse detener, la realización de sus planes.
Y, para no permanecer inactiva hasta que el café hubiera pasado, tomó el tejido de gruesa lana que en su condición de «Presidenta de la Asociación de las mujeres» y de «Directora de la comisión de los pobres,» no se permitía jamás abandonar, y con una rapidez inaudita hizo deslizar las agujas brillantes en sus manos huesosas y habituadas al trabajo.
—Adalberto, ¿no tienes noticias de Roberto? —preguntó con voz ruda y metálica, que debía penetrar hasta en los menores rincones de la casa.
La pregunta pareció desagradar al anciano, quien movió la cabeza como si hubiera querido rechazarla lejos; ella turbaba su quietud matinal.
—Un hijo muy afectuoso, hay que confesarlo —continuó ella, y su amarga sonrisa se acentuó aún más—. Hace ocho días que no se ha dejado ver ni ha dado señales de vida. ¡Si habitara en la luna, no vendría con más rareza!
El señor Hellinger refunfuñó algo en su barba y se preparó a tomar su larga pipa.
—Parece que todavía hay algo que no va bien, —continuó ella—. En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha vuelto tan raro: suele dar vueltas en mi derredor sin decirme una palabra amable. Me imagino que debe tener encima algún pago que no puede hacer.
—¡Pobre muchacho! —dijo el anciano, e hizo chasquear su lengua, sin duda para desechar ese pensamiento desagradable.
—¡Sí, pobre muchacho! —repuso ella en tono burlón—. ¿Todavía lo compadeces, quizá? ¿Eres capaz de haberle dado otra vez algo a hurtadillas?
Él, en señal de protesta, levantó sus manos blancas y bien cuidadas, pero no tuvo sin embargo el valor de mirarla de frente.
—Adalberto —dijo ella en tono amenazador—, no quiero que eso vuelva a suceder. Lo que le das a él nos lo quitas a nosotros y nuestros demás hijos. ¡Si todavía fuera digno de ello! Pero «quien no quiere escuchar debe padecer.» Si por arrogancia y por obstinación corre a su pérdida…
—Permite, Enriqueta… —insinuó el señor Hellinger tímidamente.
—Yo nada permito, querido Adalberto —replicó ella—. ¡Quien no quiere escuchar, digo, debe padecer! Si, en su negra ingratitud, no quiere seguir los consejos de su madre, tan llena de ternura que se inquieta sólo por él, que pasa las noches cavilando y atormentándose…
Y se frotó los ojos con su delantal, como si hubieran estado llenos de lágrimas.
—¡Pero Enriqueta! —volvió a decir él.
—¡Adalberto, no me contradigas! Ya sabes que te paso todas tus locuras; te permito quedarte en El Águila Negra todo el tiempo que quieres; te dejo beber de ese mal vino tinto que cuesta tan caro, todo lo que puedes soportar; te preparo la cena cuando vuelves tarde a casa; y, a propósito, bien podrías evitar el volcar tres sillas como lo hiciste ayer. En resumen, me parece que tienes muy poca consideración por tu vieja y fiel esposa; pero ¿qué era lo que quería decir? Sí, en cuanto a mis planes, me harás el servicio de no mezclarte en ellos, por que no los comprendes. ¿Tienes siquiera una idea de todo lo que he hecho ya por ese bribón de Roberto? Correr y viajar de un lado a otro, hacer visitas, escribir cartas, y sabe Dios cuántas otras cosas. Lo presenté a cinco o seis jóvenes extremadamente ricas, se las traje en una bandeja, de modo que no tenía más que extender la mano. ¿Pero qué hizo? Supongo que todavía te acuerdas del ataque que tuve cuando, hace cuatro años, nos trajo a Marta, ¡a esa pobre y enfermiza criatura! Todos mis achaques vienen de allí.
—¡Pero, Enriqueta!
—Mi querido Adalberto, te ruego que no me vuelvas a cantar tu antífona: «Marta era mi carne y mi sangre;» ya lo sabemos. Pero, si quería mostrárseme como una sobrina afectuosa y agradecida, ¿por qué no le trajo la dote necesaria? ¡Porque nada tenía, naturalmente, nada! Mi hermano murió indigente como una rata de iglesia. ¿Es esto decente en un miembro de mi familia? Pero, en fin, que hiciera de sus bienes lo que se le antojara, poco me importa; sólo que no tenía necesidad de echarnos a su hija en los brazos.
—Pero… ya está muerta —observó el señor Hellinger.
—Sí, ya está muerta —replicó su esposa juntando las manos—. Yo no diré: alabado sea Dios, porque eso sería pecado; pero ya que el buen Dios lo ha decidido así, quiero por lo menos aprovechar y tratar de reparar la locura de Roberto. Mientras estabas en El Águila Negra, bebiendo tu vino tinto, me puse nuevamente en campaña, trabajé, tomé nuevas informaciones; ya no tiene más que elegir. Tiene a Gertrudis Lenzmann, con una dote de ocho mil pesos al contado, y otro tanto a la muerte de su padre; tiene a la chica Versen, todavía muy joven, es cierto, pues acaba de ser confirmada, pero esa tendrá aún más. Y todavía me quedan otras tres o cuatro. ¿Pero qué crees que contesta a mis proposiciones? «Madre, dice, si vuelves a acometerme con eso, conseguirás no volver a verme.» ¿Hase visto jamás? No faltaría más que una cosa: que, después de Marta, tomara todavía a su hermana, y entonces a su vieja y bondadosa madre no le quedaría más que morir. A propósito, ¿dónde se ha metido hoy la señorita? Son cerca de las nueve, y no se ha presentado todavía. Puede ser que en la casa de mi señor hermano, que tenía costumbres polacas, cultivaran el hábito de quedarse en la cama hasta las doce —¡pero en una casa bien manejada como la mía, no habría que pensar en eso, Adalberto! Yo sabré poner orden.
—No comprendo, mi querida Enriqueta, por qué me diriges los reproches que son para tu sobrina.
—¡Si consintieras en no volver a tomarla bajo tu protección, Adalberto! Pero, naturalmente, ya yo no tengo derecho de decir nada: se me desobedece y traiciona en mi propia casa. Por otra parte, dentro de poco voy a poner fin a todo esto. Hace un año entero que la tengo a mi lado, y ya comienza a ser perfectamente inútil.
—¿Pero acaso no trabaja de la mañana a la noche en cuidar la casa de Roberto? ¿Se pasa un solo día sin que vaya a la granja? ¡No seas tan injusta con ella, Enriqueta!
Ella le lanzó una mirada de compasión:
—Si no fueras tan niño, como lo has sido siempre, Adalberto, se podría conversar contigo. Eso mismo es lo que comienza a parecerme peligroso ¿ves? ¿Crees, entonces, que ella no tiene sus motivos para ir a pavonearse todos los días en la granja y darse tonos de ama delante de él y de los sirvientes? ¡Oh! ¡Es muy lista, mi sobrina Olga! ¡Ya habrá hecho todo lo que depende de ella para acostumbrarlo a la idea de que a ella —sólo a ella— le toca de derecho el lugar de la muerta! Si no es eso ¿qué tendría que ir a hacer todos los días a la granja?
—Creo que el hijo de Marta justifica suficientemente su conducta.
—¡Naturalmente! ¡Naturalmente! ¡Cuántas cosas te hacen creer con cuentos de nodriza! Ella sabe bien por qué lo hace y por qué ama a ese pobre niño hasta comérselo a caricias: ¡conoce el camino que lleva al corazón del padre!
—Pero tal vez no lo quiere —insinuó el viejo Hellinger.
Ella soltó la risa.
—¡Mi querido Adalberto! Cuando un hombre posee una propiedad a las puertas de la ciudad, una muchacha pobre lo quiere siempre, y, si yo no pongo fin a todos estos manejos mostrándole la puerta, podría muy bien suceder que un día Roberto la tomara por la mano y nos dijera: «Ahora, papá y mamá, tengan ustedes la bondad de darnos su bendición.» Pero, antes que ver una cosa semejante, Adalberto…
En el mismo instante, un gran ruido de pasos resonó en el vestíbulo; y casi en seguida golpearon con fuerza a la puerta.
—¡Toma! —dijo la señora Hellinger—. He ahí uno que hace tanto estruendo como un alguacil. ¡Todavía no estamos en ese estado, sin embargo!
Y con mucha suavidad, y mucha tranquilidad, dijo: «¡Adelante!»
El viejo médico penetró en la habitación. Tenía el sombrero echado hacia atrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba como después de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días y no hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora.
—¡En nombre del Cielo, doctor! —le gritó el señor Hellinger precipitándose a su encuentro—. ¡Nos embistes como un toro!
La señora Hellinger, al contrario, asumió su aspecto áspero y refunfuñó algo como: «modales de fumadero.»
Cuando el doctor vio la tranquila mesa del desayuno y a sus amigos que, con la cara de todos los días, lo miraban con estupor, se dejó caer en una silla con un suspiro de alivio. ¡Así, pues, la terrible cosa no se había realizado! Pero, un instante después, la ansiedad volvió a apoderarse de él.
—¿Dónde está Olga? —tartamudeó alzando los ojos hacia la puerta, como si fuera a verla entrar en ese instante.
—¿Olga? —dijo la señora Hellinger encogiéndose de hombros—. ¡Qué sé yo! Sin duda va a venir de un momento a otro; ¿es por algo urgente?
—¡Alabado sea Dios! —exclamó el doctor juntando las manos—. ¡De modo que ya ha bajado!
—No, eso no —dijo la señora Hellinger—. La señora Duquesa se ha dignado dormir hoy un poco más.
—¡Dios del Cielo! —exclamó de nuevo él—. ¡Y nadie ha ido a verla! ¿Nadie sabe nada de ella?
—Doctor ¿qué te pasa? —gritó el viejo Hellinger que comenzaba a inquietarse.
Sin duda, el doctor se acordó en ese momento de la súplica que terminaba la carta de despedida de Olga; comprendió que, de ese modo, su deseo de respetar la voluntad de la joven iba necesariamente a quedar sin efecto, e hizo un último y lastimoso esfuerzo para guardar el secreto.
—¿Qué me pasa? —balbució con una sonrisa dolorosa—. ¡Pues nada! ¿Qué había de tener? ¡Mil millones!…
Y, en seguida, abandonando todo fingimiento gritó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Has permitido la espantosa desgracia! ¡La has dejado de tu mano!
Y poco le faltó para dejar correr sus lágrimas; pero, reuniendo toda la energía que quedaba en su cuerpo gastado, se enderezó recto como una I:
—Venid al cuarto de Olga —dijo—, y no os asustéis, cualquiera que sea el estado en que la encontréis.
El viejo Hellinger palideció y su mujer se puso a gritar y sollozar: se aferraba al brazo del doctor y quería saber lo que había sucedido, pero éste no decía una palabra más.
Así subieron los tres la escalera que conducía al cuarto de Olga, mientras que en el vestíbulo los sirvientes se reunían y los contemplaban curiosamente con los ojos muy abiertos.
Delante de la puerta de la habitación de Olga, la señora Hellinger tuvo un ataque de desesperación.
—Toque usted, doctor —dijo con un sollozo—. Yo no puedo.
El anciano tocó.
Nadie contestó.
Tocó una vez más y puso el oído en el agujero de la cerradura.
Siempre el mismo silencio.
Entonces la señora Hellinger se puso a gritar:
—Olga, querida hija mía, abre; somos nosotros, tu tío, tu tía, y tu viejo tío el doctor. Puedes abrir sin temor, querida mía.
El doctor dio vuelta al botón; la puerta estaba cerrada. Quiso mirar por el agujero de la cerradura; estaba tapado.
—¡Manda buscar al cerrajero, Adalberto! —dijo.
—¡No! —gritó la señora Hellinger, mandando de repente al diablo toda su pena—. Yo no lo sufriré; no ha de suceder así: la vergüenza sería demasiado grande; yo no podría sobrevivirle. ¡Qué vergüenza! ¡qué vergüenza!
El doctor le lanzó una mirada en que se leían el asco y el desprecio. Pero ella no le hizo caso.
—Tú eres fuerte, Hellinger —dijo—. Apóyate contra la puerta, quizá consigas romper la cerradura.
El señor Hellinger era un coloso. Apoyó uno de sus robustos hombros en la tabla cuyas junturas, al primer esfuerzo, comenzaron a crujir.
—Despacio —le dijo su mujer—. Los sirvientes están en el vestíbulo.
—¡Idos a hacer algo en la cocina, montón de perezosos! —gritó en la escalera su voz regañona.
Abajo se oyeron golpes de puertas. Un segundo empujón, y una de las tablas se partió por en medio; por la rendija, un rayo de luz se filtró en la semiobscuridad del corredor.
—Déjeme mirar por allí —dijo el doctor, el cual, esperando lo peor, había recuperado su serenidad y su sangre fría.
Hellinger arrancó algunas astillas de madera, de manera que, por la abertura, se pudiera ver todo el cuarto.
Frente a la puerta, a pocos pasos de la ventana, estaba la cama. La sobrecama arrojada a los pies formaba un montón blanco detrás del cual brillaba la línea rubia de las trenzas de Olga; también se alcanzaba a ver una parte de la frente, que resaltaba tan blanca como la sábana. Los pies estaban descubiertos; parecían haberse estirado en convulsiones contra la madera de la cama y después haber vuelto a caer sin fuerza.
A la cabecera, la ropa estaba cuidadosamente doblada en una silla; las enaguas y las medias puestas las unas sobre las otras muy en orden, y sobre la pequeña alfombra del lado de la cama las zapatillas dispuestas de manera de poder deslizar en ellas los pies al levantarse.
Sobre el mármol de la mesa de noche, medio apoyado contra la lámpara, reposaba un libro, todavía abierto, como si se le hubiera dejado allí en el momento de apagar la luz. Sobre todo aquello parecía cernerse esa paz serena e indefinible que revela el alma pura de una niña. La que allí moraba se había dormido la víspera con una plegaria para despertarse en la mañana con una sonrisa.
Cuando el doctor hubo hecho su examen en silencio, se apartó de la abertura.
—Pasa tu brazo por allí, Adalberto —dijo—, y procura alcanzar la cerradura. Ella la ha cerrado por dentro.
Pero la señora Hellinger, apretándose contra la puerta, suplicó a grandes gritos a «su querido tesoro» que se despertara y abriera ella misma. Al fin, se consiguió apartarla y abrir la puerta.
Los tres se acercaron a la cama.
El rostro blanco como un mármol parecía mirarlos con sus ojos vidriosos, medio cerrados, en los labios una sonrisa extática.
La encantadora cabeza, de líneas firmes y nobles, se inclinaba un poco sobre el hombro izquierdo, y su abundante cabellera suelta se desparramaba en brillantes rizos sobre el fresco pecho que la camisa de noche, desgarrada, dejaba en descubierto. El botón de nácar, al cual se adhería un jirón de tela y que se había quedado en el ojal, era lo único que indicaba que, antes de dormirse, la joven había debido ser presa de una violenta agitación.
—Duermes, tesoro mío, dime que duermes, —dijo la señora Hellinger sollozando—. Dime que no has hecho semejante afrenta a tu tía, a tu querida tía que te ha criado y cuidado como a su propia hija.
Y, al mismo tiempo que hablaba, se apoderó de la mano lívida que colgaba y trató de levantarla.
Su marido, más sensible, se había ocultado el rostro entre las manos y lloraba.
El doctor no se dejó llevar por la emoción. Había sacado de su bolsillo su estuche, y, rechazando a la señora Hellinger con un ademán apenas cortés, se inclinó sobre el pecho que, con un movimiento brusco, había descubierto por completo.
Cuando se enderezó su rostro estaba mortalmente pálido.
—¡Una última tentativa! —dijo.
E hizo una rápida incisión horizontal en el brazo, en el sitio en que una arteria se dibujaba en línea azulada en la blancura nívea de la carne. Los bordes de la herida se apartaron sin llenarse de sangre; sólo al cabo de unos segundos, dos o tres gotas negras rezumaron lentamente.
Entonces el anciano arrojó lejos de sí el luciente bisturí, y con las manos juntas, luchando con las lágrimas, se puso a rezar un Pater Noster.