6
Tuve una experiencia muy extraña con otra mujer coja. Yo contaba por entonces veintiocho años. Fue un acontecimiento tan raro que todavía no acabo de entenderlo ahora.
Sucedió a finales de año. Yo caminaba entre el gentío de Shibuya cuando descubrí a una mujer que cojeaba de manera idéntica a Shimamoto. Llevaba un abrigo largo rojo y un bolso de charol bajo el brazo. Un reloj plateado en forma de brazalete rodeaba su muñeca izquierda. Todo lo que veía de ella parecía caro. Yo iba andando por la otra acera, pero, de improviso, mis ojos se posaron en la mujer y crucé el semáforo corriendo. Casi sorprendía lo abarrotada de gente que estaba la zona, pero no me costó darle alcance. A causa de su pierna, no podía andar deprisa. Cojeaba de una manera increíblemente parecida a como yo recordaba que lo hacía Shimamoto. Al igual que ella, arrastraba la pierna izquierda haciéndola rotar un poco. Mientras la seguía, no me cansaba de contemplar la graciosa curvatura que describía su bonita pierna enfundada en una media. Era el tipo de elegancia que sólo nace de una técnica compleja adquirida a lo largo de meses, de años de práctica. Continué siguiéndola. No era fácil andar a su paso (es decir, a un ritmo distinto al de la mayoría de la gente). Yo ajustaba la velocidad mirando de vez en cuando algún escaparate o parándome y simulando rebuscar algo dentro de los bolsillos de mi abrigo. Ella llevaba unos guantes de piel de color negro y, con la mano que no sostenía el bolso, aguantaba una bolsa roja de unos grandes almacenes. Pese a ser un día nublado de invierno, lucía unas grandes gafas de sol. Desde atrás, lo único que podía ver era una bella melena peinada con esmero (le llegaba hasta los hombros y llevaba las puntas hacia fuera de una manera muy elegante) y la espalda de su suave y cálido abrigo. Por supuesto, yo quería descubrir si era Shimamoto. Comprobarlo no presentaba grandes dificultades. Bastaba con adelantarla, volverme y mirarla a la cara. Pero, en caso de que lo fuera, ¿qué le diría? ¿Cómo tendría que comportarme? En primer lugar, no tenía la menor seguridad de que se acordara de mí. Necesitaba tiempo para ordenar mis ideas. Debía acompasar mi respiración, aclarar mi cabeza y situarme.
Seguí tras ella, atento a no adelantarla distraído. La mujer no se volvió ni una sola vez hacia atrás, ni tampoco se detuvo. Apenas miraba hacia los lados. Parecía dirigirse con determinación a su destino. Andaba con la espalda recta y la cabeza alta, tal como solía hacer Shimamoto. Mirándola sólo de cintura para arriba, sin verle la pierna izquierda, nadie se hubiera dado cuenta de que cojeaba. La única diferencia era un paso más lento que el de la mayoría. Cuanto más la miraba, aquella manera de andar más me recordaba a Shimamoto. Se parecían como dos gotas de agua.
La mujer atravesó la muchedumbre frente a la estación de Shibuya y empezó a subir la cuesta en dirección a Aoyama. En la subida, su paso se ralentizó. Había recorrido una distancia considerable. Tanto, que no me hubiera extrañado que hubiese parado un taxi. Una distancia penosa para alguien que cojea. Pero ella seguía adelante, incansable, arrastrando la pierna. Yo caminaba detrás, manteniéndome a una distancia prudencial. Ella siguió sin volverse ni una sola vez, sin detenerse nunca. Ni siquiera miraba los escaparates. Se cambió el bolso y la bolsa de papel varias veces de mano. Pero, aparte de eso, seguía andando con la misma postura, al mismo ritmo.
Al fin, entró en un callejón alejándose de la multitud de la calle principal. Parecía conocer muy bien la zona. A un paso de las bulliciosas calles céntricas había una tranquila zona residencial. Como ahí se veían pocos transeúntes, aumenté la distancia entre nosotros dos. Debía de llevar unos cuarenta minutos siguiéndola. Ella continuó por calles poco transitadas, dobló varias esquinas y, al final, volvió a salir a la bulliciosa avenida Aoyama. Esta vez, sin embargo, apenas avanzó entre el gentío. En cuanto salió a la calle, se metió directamente, sin vacilar, como si lo hubiera decidido de antemano, en una cafetería. Un local no muy grande donde también vendían pasteles. Como medida de precaución, estuve unos diez minutos dando vueltas por allí y luego entré.
La descubrí enseguida. Dentro hacía un calor sofocante, pero ella, sentada de espaldas a la puerta, continuaba con el abrigo puesto. Yo no podía apartar la mirada de aquel abrigo rojo. Me senté a la mesa del fondo y pedí un café. Luego, tomé un periódico que tenía a mano y, mientras simulaba leerlo, la estuve observando. Ella tenía una taza de café sobre la mesa, pero, por lo que pude ver, no la tocó. De pronto sacó un cigarrillo del bolso y lo encendió con un mechero dorado, pero, aparte de eso, permaneció todo el tiempo inmóvil, sin mover un músculo, con la vista clavada en la ventana. Podía pensarse que sólo estaba descansando, pero también que se hallaba sumida en profundas cavilaciones. Yo leí el mismo artículo una vez tras otra mientras sorbía mi café.
Mucho después, se levantó de repente, como si hubiera tomado una determinación, y se dirigió hacia mi mesa. Fue una acción tan brusca que, por un instante, mi corazón casi dejó de latir. Pero no venía hacia mí. Pasó de largo, en dirección al teléfono. Metió algunas monedas y marcó.
El teléfono no estaba lejos de donde me había sentado, pero como a mi alrededor la gente hablaba a gritos y los villancicos sonaban alegres por los altavoces, no pude entender lo que decía. Estuvo hablando mucho rato. Sobre su mesa, el café se enfriaba sin que nadie lo tocase. Al pasar por mi lado, la miré a la cara de frente, pero, con todo, no podía afirmar de forma categórica que fuese Shimamoto. Iba muy maquillada y, además, las enormes gafas de sol le cubrían medio rostro. Llevaba las cejas delineadas con un trazo de lápiz y mantenía apretados los finos labios pintados de un vivo color rojo. La última vez que vi a Shimamoto, ambos teníamos doce años. Es decir, hacía de eso más de quince años. Las facciones de aquella mujer me recordaban vagamente las suyas de niña, pero podía ser otra persona. Sólo sabía que era una mujer hermosa, en la veintena, que vestía ropa cara. Y que era coja.
Allí sentado, sudaba. Mi camiseta estaba empapada. Me quité el abrigo y pedí otro café. «¿Pero qué diablos estás haciendo?», me dije. Había ido a Shibuya a comprarme un par de guantes, ya que los míos los había olvidado en algún sitio. Y en cuanto había visto a aquella mujer, me había lanzado en su persecución como un poseso. De haber obrado con el mínimo sentido común, me hubiera acercado a ella y le habría preguntado: «Disculpe, ¿no será usted la señorita Shimamoto?». Era lo más rápido. Pero no lo había hecho. La había seguido sin decirle nada. Y ahora ya no podía volverme atrás.
Después de telefonear, regresó a su mesa, volvió a sentarse dándome la espalda y se quedó inmóvil con la vista clavada en la ventana. La camarera se le acercó y le preguntó si podía retirar el café frío. No la oí, pero supuse que le diría eso. Ella la miró y asintió. Y, al parecer, pidió otro café. Un café que, como era de esperar, tampoco tocó. Yo continuaba fingiendo leer el periódico que tenía entre las manos mientras, de vez en cuando, alzaba la mirada y la observaba. Ella levantó la muñeca en varias ocasiones y miró el reloj plateado en forma de brazalete. Parecía estar esperando a alguien. «Es tu última oportunidad», me dije. Si viniera ese alguien, tal vez no podría hablarle nunca. Pero fui incapaz de levantarme. «Aún estás a tiempo», me justificaba a mí mismo. «Aún tienes tiempo. No hay por qué apresurarse».
Pasaron unos quince o veinte minutos sin que ocurriera nada. Ella estuvo todo el tiempo mirando por la ventana. Luego, sin previo aviso, se levantó. Se puso el bolso bajo el brazo y cogió, con la otra mano, la bolsa de papel. Una vez hube comprobado que, tras pagar la cuenta, se disponía a salir, yo también me levanté precipitadamente. Pagué y la seguí. Vi su abrigo rojo avanzando entre la gente. Me dirigí hacia ella abriéndome paso a través de la multitud.
Levantó la mano para detener un taxi. Pronto se paró uno junto al bordillo haciendo parpadear la luz del intermitente. «Tienes que llamarla», pensé. «Si sube al taxi, será el final». Pero cuando me disponía a dar un paso, alguien me sujetó por el codo con una fuerza asombrosa. No es que me hiciera daño, pero la fuerza invertida en aquel gesto me dejó sin aliento. Al darme la vuelta, me hallé frente a un hombre de mediana edad.
Sería unos cinco centímetros más bajo que yo, pero era muy musculoso. Debía de estar en mitad de la cuarentena. Llevaba un abrigo gris oscuro y una bufanda de cachemir alrededor del cuello. Ambas prendas, a simple vista, caras. Una pulcra raya le dividía el pelo y llevaba gafas de concha. Tenía la cara bronceada, al parecer por la práctica de algún deporte. Esquí, tal vez. O tenis. Recordé que el bronceado que lucía el padre de Izumi, un amante del tenis, era muy parecido. Aquel hombre debía de ser un alto cargo de alguna gran empresa, supuse. O un burócrata de alto rango. Tenía esa mirada. La mirada de una persona acostumbrada a dar órdenes a mucha gente.
—¿Tomamos un café? —me dijo en voz baja.
Seguí con los ojos a la mujer del abrigo rojo. Mientras se inclinaba para subir al taxi, me lanzó una mirada desde detrás de las gafas. Al menos, me dio la impresión de que miraba en mi dirección. Luego, la puerta del taxi se cerró y su figura desapareció de mi campo visual. Se fue y me dejó a solas con aquel extraño de mediana edad.
—No nos llevará mucho tiempo —dijo el hombre. Su tono de voz no era apremiante. A simple vista, no parecía estar ni enfadado ni excitado. Simplemente, continuaba agarrándome el codo, inmóvil e inexpresivo, igual que si estuviera sosteniéndole la puerta a alguien—. Hablaremos tomando un café —añadió.
Por supuesto, podría haberme ido. Decirle: «No me apetece tomar nada. Usted y yo tampoco tenemos nada de que hablar. Ni siquiera sé quién es usted. Tengo prisa, así que discúlpeme», o algo parecido. Pero me quedé mirándolo sin abrir la boca. Después asentí y, tal como me decía, entré en la cafetería que acababa de dejar hacía unos instantes. Quizás aquella manera de agarrarme con tanta fuerza me hizo temer algo. En ella notaba una extraña coherencia. Ni aflojaba su presión ni la aumentaba. Me asía con firmeza y precisión, igual que una máquina. ¿Cuál sería su actitud hacia mí si rehusaba su ofrecimiento? No tenía ni idea. Pero, a la vez que temor, también sentía cierta curiosidad. Me interesaba saber qué diablos iba a decirme a continuación. Quizá me aportara alguna información sobre aquella mujer. Ahora que se había ido, él era el único vínculo que me unía a ella. Además, no iba a ser violento conmigo dentro de una cafetería.
Nos sentamos frente a frente. Hasta que vino la camarera, ni él ni yo dijimos nada. Con la mesa de por medio, nos mirábamos fijamente. Luego, el hombre pidió dos cafés.
—¿Por qué ha estado usted siguiéndola? —me preguntó con educación.
No respondí.
Se me quedó mirando con ojos inexpresivos.
—Sé que la ha seguido desde Shibuya —dijo—. Es imposible no darse cuenta de que te siguen desde tan lejos.
No dije nada. Posiblemente, ella se había dado cuenta de que la seguía, había entrado en la cafetería y lo había llamado.
—Si no quiere hablar, no lo haga. No hace falta, sé muy bien de qué se trata. —El hombre quizás estuviese excitado, pero no se traslucía en su tono educado y sereno—. Puedo hacer varias cosas —dijo—. Créame. Si quiero, puedo hacerlas.
No añadió nada más y me clavó la mirada. Como si, con aquello, ya quedara muy claro lo que quería decir.
—Pero, por esta vez, no creo que haga falta llegar tan lejos. No quiero causar más alboroto de la cuenta. ¿Me entiende? Pero ésta será la última vez —dijo. Se metió la mano derecha, que había descansado sobre la mesa, en el bolsillo de su abrigo y sacó un sobre blanco. Mientras tanto, mantuvo la izquierda sobre la mesa. Era un sobre de oficina blanco normal y corriente—. Así que coja el sobre y cállese. Sé que usted se limita a hacer lo que le han pedido, por eso prefiero resolver el asunto amigablemente. No quiero que cuente nada. Usted hoy no ha visto nada y tampoco ha hablado conmigo. ¿De acuerdo? Si llego a saber que se ha ido de la lengua, sea como sea, lo encontraré y pondré fin al asunto. Así que deje de seguirla. Ni usted ni yo queremos problemas, ¿no es cierto?
El hombre empujó entonces el sobre hacia mí y se levantó. Cogió la cuenta de un manotazo, pagó y salió del local a grandes zancadas. Estupefacto, me quedé clavado en mi asiento. Tomé el sobre de encima de la mesa y miré dentro. Había diez billetes de diez mil yenes. Unos billetes sin una arruga, como acabados de imprimir. Tenía la boca seca. Me metí el sobre en el bolsillo del abrigo y salí de la cafetería. Miré a mi alrededor y, tras comprobar que no veía a aquel hombre por ninguna parte, paré un taxi y volví a Shibuya.
Eso fue todo.
Aún guardo el sobre con los cien mil yenes. Lo puse dentro de mi escritorio sin volver a abrirlo siquiera. Las noches en que no puedo dormir recuerdo a menudo la cara de aquel hombre. Resucita en mi mente como una premonición funesta. ¿Quién diablos debía de ser? ¿Era ella Shimamoto?
Con el paso del tiempo, he ido haciendo diversas conjeturas sobre aquel suceso. Es como un acertijo sin solución posible. He repetido muchas veces el proceso de formular una hipótesis y refutarla a continuación. Aquel hombre era su amante y me tomaron por un detective privado que habría contratado el marido de ella para investigar sus idas y venidas. Ésa fue la primera hipótesis plausible que se me ocurrió. Y el hombre quiso sellar mis labios con dinero. Quizás, antes de que yo iniciara la persecución, ellos se habían dado cita en un hotel y creyeron que yo los había visto. Es posible, tiene sentido. Pero, sin embargo, a mí no acaba de convencerme. Mi instinto me dice que no es así. Además quedan algunas incógnitas.
Las cosas que, de quererlo, él podía hacer, ¿a qué tipo de cosas se refería? ¿Por qué me agarró del brazo de aquella manera tan extraña? ¿Por qué la mujer, pese a saber que la seguía, no cogió antes un taxi? De haberlo hecho, me habría despistado al instante. ¿Por qué el hombre, sin molestarse en comprobar quién era yo, me entregó por las buenas ni más ni menos que cien mil yenes?
Por más vueltas que le di, todo continuó siendo un enigma. Alguna vez he llegado a plantearme si aquel suceso no habría sido producto de mi imaginación. Algo creado por mi mente desde el principio hasta el fin. Me he preguntado si no sería un sueño muy vívido que se hubiera fijado en mi memoria tomando la apariencia de la realidad. Pero aquello sucedió de verdad. Porque dentro de mi escritorio hay, en efecto, un sobre blanco, y dentro de ese sobre hay diez billetes de diez mil yenes. Ésa es la prueba fehaciente de que es un hecho real, de que ocurrió realmente. Aquello sucedió de verdad. A veces pongo el sobre encima de la mesa y me lo quedo mirando. Sí, aquello sucedió de verdad.