14

Shimamoto llevaba un vestido blanco y una chaqueta de color azul marino echada por encima de los hombros. En la solapa de la chaqueta lucía un broche de plata en forma de pez. El vestido era de diseño muy sencillo, sin ningún adorno, pero, llevado por ella, parecía extremadamente elegante, sofisticado. Estaba un poco más bronceada que la última vez que la había visto.

—Pensaba que no volverías —dije.

—Cada vez que me ves dices lo mismo —me respondió ella riendo. Se sentó, como de costumbre, en un taburete a mi lado y posó ambas manos sobre la barra—. Te dejé un mensaje en el que te explicaba que, por una temporada, no podría venir.

—Por una temporada —repetí— son palabras cuya duración no puede medir la persona que espera.

—Pero quizás haya situaciones en las que sean necesarias, ¿no crees? Casos en los que no se puedan utilizar otras —dijo.

—Y «quizás» es una palabra cuyo peso no se puede calcular.

—Sí, es verdad —admitió esbozando la leve sonrisa de siempre. Una sonrisa parecida a una suave brisa que soplara desde algún lugar lejano—. Tienes razón. Lo siento. No es que intente justificarme, pero no tenía más remedio que usarlas.

—No me debes ninguna disculpa. Ya te lo dije hace algún tiempo. Esto es un bar y tú eres una clienta. Vienes cuando quieres y en paz. Estoy acostumbrado. Sólo estaba pensando en voz alta. No me hagas caso.

Llamó al barman y pidió un cóctel. Me observó unos instantes con mirada crítica.

—Hoy, para variar, tienes un aspecto muy informal.

—Sí, voy tal cual he ido esta mañana a la piscina. No he tenido tiempo de cambiarme —dije—. Pero no está mal vestir así de vez en cuando. Me da la sensación de volver a ser yo.

—Pareces más joven. No aparentas tener treinta y siete años. En absoluto.

—Ni tú.

—Tampoco parece que tenga doce.

—No —dije—. Tampoco parece que tengas doce.

Cuando le sirvieron el cóctel, tomó un sorbo. Luego cerró los ojos. Como si aguzara el oído para poder precisar la procedencia de un rumor casi imperceptible. Al cerrarlos, pude ver aquella pequeña línea sobre sus párpados.

—¿Sabes, Hajime?, he estado pensando mucho en los cócteles de este bar. Me apetecía tomarme uno. Los cócteles de los otros lugares son distintos.

—¿Has ido lejos?

—¿Por qué lo dices? —preguntó Shimamoto.

—Porque me da esa impresión —respondí—. Exhalas ese aroma. Aroma a haber estado largo tiempo en un lugar muy lejano.

Ella levantó la vista y me miró. Asintió.

—¿Sabes, Hajime?, durante mucho tiempo, yo… —empezó a decir, pero enmudeció como si, de repente, recordara algo. Me quedé mirando cómo buscaba las palabras en su interior. Pero, al parecer, no las halló. Apretó los labios y volvió a sonreír—. Lo siento. Hubiese tenido que ponerme en contacto contigo. Pero prefería dejar las cosas tal como estaban. Mantenerlas en un todo o nada. Venir o no venir. Cuando vengo, vengo. Cuando no vengo…, estoy en otra parte.

—¿Y no hay un término medio?

—No, no hay un término medio —dijo—. En esto no puede haber lugar para el compromiso.

—Y donde no hay lugar para el compromiso no puede haber un término medio.

—Exacto —dijo—. Donde no hay lugar para el compromiso no hay un término medio.

—De la misma manera que, donde no hay perro, no hay perrera.

—Exacto. De la misma manera que, donde no hay perro, no hay perrera —dijo Shimamoto y me miró con extrañeza—. Tienes un sentido del humor muy curioso, ¿no?

Tal como solía hacer, el piano trio empezó a tocar Star-Crossed Lovers. Durante unos instantes, Shimamoto y yo enmudecimos y escuchamos la música.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante.

—¿Esta melodía tiene alguna relación contigo? —me preguntó—. Tengo la impresión de que, siempre que estás aquí, la tocan. ¿Es una costumbre o algo así?

—No, no exactamente. Lo hacen por simple amabilidad. Ellos saben que me gusta. Así que, cuando vengo, siempre la tocan.

—Es una melodía preciosa.

Asentí.

—Es muy bonita, sí. Pero no es sólo eso. También es una melodía muy compleja. Al oírla muchas veces, te das cuenta. No la puede tocar cualquiera. Ellington y Strayhorn la compusieron hace mucho tiempo. En 1957.

Star-Crossed Lovers —dijo Shimamoto—. ¿Sabes lo que quiere decir?

—Habla de unos amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad. Amantes desdichados. Eso es lo que significa en inglés. Se refiere a Romeo y Julieta. Ellington y Strayhorn compusieron la suite que incluye esta melodía para el Shakespeare Festival de Ontario. En la interpretación original, el saxo alto de Johnny Hodges hacía de Julieta y el saxo tenor de Paul Gonsalves, de Romeo.

—Amantes que nacieron bajo el signo de la fatalidad —repitió Shimamoto—. Parece compuesto expresamente para nosotros dos, ¿no?

—¿Crees que somos amantes?

—¿A ti no te lo parece?

Miré a Shimamoto. La sonrisa se había borrado de su rostro. Sólo en el fondo de sus pupilas brillaba una tenue luz.

—Shimamoto, yo no sé nada de ti —dije—. Cada vez que te miro a los ojos, lo pienso. No sé absolutamente nada de ti. Sólo conozco a la niña de doce años. A aquella Shimamoto que vivía cerca de casa y que iba a la misma escuela que yo. Y de eso ya hace más de veinticinco años. Era una época en la que estaba de moda el twist y en la que había tranvías. Una época en que no existían cintas de casete ni tampones ni trenes de alta velocidad ni comida baja en calorías. Hace siglos de eso. Y apenas sé más cosas de ti que entonces.

—¿Es eso lo que dicen mis ojos? ¿Que no me conoces?

—Tus ojos no dicen nada. Es en mis ojos donde está escrito. Que no sé nada de ti. En los tuyos sólo hay el reflejo.

—Hajime, me sabe muy mal no poder decirte nada. De verdad. Pero no tengo otro remedio. Así que no me pidas nada más.

—Tal como te he dicho antes, me limito a pensar en voz alta. No te preocupes.

Ella se acercó la mano a la solapa de la chaqueta, estuvo acariciando largo tiempo el broche en forma de pez. Escuchó en silencio la ejecución musical del piano trio. Cuando la interpretación acabó, aplaudió, tomó un sorbo de cóctel. Exhaló un largo suspiro y, después, me miró.

—Realmente, seis meses son mucho tiempo —dijo—. Pero, por una temporada, quizá pueda quedarme.

—¡Las palabras mágicas!

—¿Las palabras mágicas? —repitió Shimamoto.

—Sí: «quizá» y «por una temporada».

Shimamoto me miró sonriente. Luego sacó un cigarrillo de su pequeño bolso y le prendió fuego con el encendedor.

—Cuando te miro, tengo la sensación de estar viendo una estrella lejana —dije—. Es muy brillante. Pero la luz que veo fue emitida hace decenas de años. Y ahora la estrella tal vez ya no exista. No obstante, a veces esa luz me parece más real que cualquier otra cosa en el mundo.

Shimamoto permanecía en silencio.

—Tú estás aquí —proseguí—, o eso parece. Pero quizá no lo estés. Quizá lo que veo no sea más que una especie de reflejo, y la auténtica Shimamoto se encuentre en otro lugar. Quizás hayas desaparecido hace mucho, mucho tiempo. Cada vez estoy menos seguro. Y cuando alargo la mano e intento comprobarlo, te escondes detrás de palabras como «quizá» y «por una temporada». Óyeme, ¿durará mucho esto?

—Posiblemente, algún tiempo.

—Tienes un curioso sentido del humor —le dije. Y sonreí.

Shimamoto también sonrió. Fue una sonrisa parecida al primer rayo de sol que, abriéndose camino en silencio a través de las nubes, brilla después de la lluvia. En la comisura del ojo se le dibujaron unas pequeñas y entrañables arrugas que me prometían algo maravilloso.

—Hajime, tengo un regalo para ti —dijo, y me entregó un regalo envuelto en un papel precioso atado con una cinta roja.

—Parece un disco —dije sopesándolo.

—Es un disco de Nat King Cole. Es el que escuchábamos los dos. ¿Te acuerdas? Te lo regalo.

—Gracias. Pero ¿y tú? ¿No lo quieres? Es un recuerdo de tu padre, ¿verdad?

—No pasa nada. Me quedan muchos más. Éste es para ti.

Contemplé el disco tal como estaba, envuelto y con la cinta roja. Por un instante, el bullicio del local y la música del piano trio se alejaron como barridos por la marea. Sólo quedamos ella y yo. El resto no era más que una ilusión. Sin coherencia ni necesidad. Un simple decorado en papier-mâché. Lo único real éramos Shimamoto y yo.

—Shimamoto, ¿por qué no vamos a escucharlo a alguna parte?

—Sería fantástico —respondió.

—Tengo un pequeño chalé en Hakone. Allí no hay nadie, y tengo un aparato estéreo. El tráfico es escaso por la noche, si vamos deprisa, llegaremos en una hora y media.

Ella miró el reloj. Luego me miró a mí.

—¿Quieres ir ahora?

—Sí —respondió.

Me miraba con los ojos entornados como si estuviera avistando algo en lontananza.

—Ya son más de las diez. Entre ir y volver se nos hará muy tarde. ¿No te importa?

—No. ¿Y a ti?

Volvió a mirar el reloj. Permaneció diez segundos con los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos, una expresión nueva cubría su rostro. Parecía que, mientras había estado con los ojos cerrados, hubiera ido a algún lugar remoto y hubiera regresado tras dejar algo allí.

—De acuerdo. Vamos —dijo.

Llamé al empleado que desempeñaba las funciones de encargado y le dije que tenía que irme y que lo dejaba todo en sus manos. Que se ocupara de cerrar caja, ordenar las notas y llevar el dinero al depósito nocturno del banco. Fui hasta el garaje de casa y saqué el BMW. Llamé a Yukiko desde una cabina que había cerca y le dije que me iba a Hakone.

—¿Ahora? —preguntó sorprendida—. ¿Y qué tienes que hacer allí ahora?

—Quiero pensar —dije.

—Es decir, que hoy no volverás a casa.

—Quizá no.

—Oye, perdona por lo de antes. He estado pensando y creo que la culpa es mía. Tenías toda la razón. Ya he arreglado lo de las acciones. Así que ven a casa.

—Yukiko, no estoy enfadado contigo. En absoluto. No te preocupes por lo de antes. Quiero pensar. Sólo eso. Dame una noche para pensar.

Ella permaneció en silencio unos instantes.

—De acuerdo —dijo mi mujer. Parecía exhausta—. Muy bien. Ve a Hakone. Pero conduce con cuidado. Está lloviendo.

—Lo haré.

—Hay muchas cosas que no entiendo —añadió—. ¿Soy un estorbo para ti?

—¿Tú? En absoluto —dije—. Esto no tiene nada que ver contigo. Tú no tienes ninguna culpa. Si hay algún problema, está en mí. Así que no te preocupes. Sólo quiero reflexionar un poco.

Colgué y volví en coche al local. Posiblemente, Yukiko había estado dándole vueltas a lo que habíamos hablado durante el almuerzo. Había reflexionado sobre lo que habíamos dicho tanto yo como ella. Lo había adivinado por el tono de su voz. Parecía cansada, desconcertada. Al pensarlo, sentí angustia. La lluvia seguía cayendo con fuerza. Invité a Shimamoto a subir al coche.

—¿No tienes que llamar a nadie? —le pregunté.

Negó con un movimiento de cabeza. Tal como había hecho aquel día de vuelta del aeropuerto de Haneda, pegó su rostro al cristal y clavó la vista fuera de la ventana.

De camino a Hakone no nos cruzamos con ningún vehículo. Dejé la autopista Tômei en Atsugi y seguí recto por la autopista Odawara-Atsugi hasta Odawara. La aguja del velocímetro oscilaba entre los ciento treinta y los ciento cuarenta kilómetros por hora. La lluvia arreciaba a trechos, pero yo conocía muy bien el camino. Me sabía de memoria cada curva, cada cuesta. Desde que entramos en la autopista, apenas habíamos intercambiado palabra. Yo escuchaba a bajo volumen un cuarteto de Mozart, concentrado en la conducción del coche. Ella seguía con la mirada clavada al otro lado de la ventana, absorta en sus pensamientos. De vez en cuando, se volvía hacia mí y me miraba fijamente. Cada vez que lo hacía, se me secaba la boca y tenía que tragar saliva muchas veces para sosegarme.

—Oye, Hajime —dijo—, fuera del bar apenas escuchas jazz, ¿verdad?

—No mucho. Casi siempre escucho música clásica.

—¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez sea porque el jazz es parte de mi trabajo. Y al salir de mis locales, prefiero escuchar otro tipo de música. Música clásica, a veces rock. Pero jazz, casi nunca.

—¿Y tu mujer? ¿Qué tipo de música escucha ella?

—La que estoy escuchando yo. Ella no suele poner música. Ni siquiera estoy seguro de que sepa cómo se hace.

Alargó la mano hacia el estuche donde yo guardaba las cintas, tomó algunas y se quedó observándolas. Entre ellas estaban también las cintas con canciones infantiles que cantaba con mis hijas. El perro policía y Tulipán. Solíamos ponerlas cuando íbamos a la guardería. Shimamoto examinó con extrañeza una cinta con un dibujo de Snoopy.

Luego, volvió a clavar la mirada en mi perfil.

—Hajime —dijo—, cuando te miro mientras conduces, me dan ganas de alargar la mano y dar un volantazo. Si lo hiciera, moriríamos, ¿verdad?

—Seguro. Vamos a ciento treinta kilómetros por hora.

—¿No quieres morir aquí conmigo?

—No creo que fuera una muerte muy agradable —dije sonriendo—. Además, aún no hemos escuchado el disco. Y a eso vamos, ¿no?

—No te preocupes. No lo haré —dijo—. Sólo que a mí se me ocurren estas cosas. A veces.

Estábamos sólo a principios de octubre, pero las noches en Hakone eran muy frías. Al llegar al chalé, encendimos la luz y la estufa de gas de la sala de estar. Luego saqué una botella de brandy y dos copas del armario. Cuando la habitación se caldeó, nos sentamos en el sofá, uno al lado del otro, como antes, y puse el disco de Nat King Cole en el plato del tocadiscos. La estufa de gas ardía al rojo vivo y su resplandor se reflejaba en las copas. Shimamoto se sentó sobre las piernas en el sofá. Apoyó una mano en el respaldo, posó la otra sobre su rodilla. Como antes. En aquella época, quizá no quería que le vieran las piernas. Y no había perdido esa costumbre después de que la operaran y dejara de cojear. Nat King Cole cantaba South of the Border. Hacía mucho tiempo que no la escuchaba.

—De pequeño, cuando oía esta canción, siempre me preguntaba qué debía de haber al sur de la frontera —dije.

—Yo también —coincidió Shimamoto—. De mayor, cuando leí la letra de la canción, me llevé una desilusión. ¡Sólo era una canción sobre México! Yo que pensaba que al sur de la frontera debía de haber algo maravilloso.

—¿Como qué?

Shimamoto se echó el pelo para atrás con las manos y se lo recogió.

—Pues no lo sé. Algo muy hermoso, grande, suave.

—Algo muy hermoso, grande, suave —repetí—. ¿Se puede comer?

Shimamoto se rió. Pude entrever sus dientes blancos.

—Quizá no.

—¿Se puede tocar?

—Quizá sí.

—Me parece que hay demasiados quizás —dije.

—Aquél es un país con muchos quizás.

Alargué la mano y le toqué la suya, que seguía apoyada en el respaldo. Hacía mucho tiempo que no se la tocaba. Desde aquel vuelo, de Ishikawa a Tokio. Cuando le toqué los dedos, ella alzó un poco la cabeza y me miró. Luego volvió a bajar los ojos.

—El sur de la frontera, el oeste del sol —dijo.

—¿Qué es eso de «el oeste del sol»?

—Existe de verdad —dijo—. ¿No has oído hablar de la histeria siberiana?

—No.

—Lo leí en alguna parte hace tiempo. Creo que cuando iba al instituto. No logro recordar dónde, pero, en fin, era una enfermedad que sufrían los campesinos de Siberia. Imagínatelo: eres un campesino y vives solo en los páramos de Siberia. Trabajas la tierra un día tras otro. A tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, no hay nada. El horizonte al norte; el horizonte al este; el horizonte al sur; el horizonte al oeste. Nada más. Todos los días, cuando el sol sube por el este, vas al campo a trabajar. Cuando alcanza el cénit, descansas y comes. Cuando se oculta tras el horizonte, al oeste, vuelves a casa y duermes.

—Una vida muy distinta a la de llevar un bar en Aoyama.

—Sí —dijo ella sonriendo. Y ladeó un poco la cabeza—. Muy distinta. Y eso, día tras día, año tras año.

—Pero, en Siberia, en invierno, no se pueden cultivar los campos.

—No, claro —dijo Shimamoto—. Durante el invierno te quedas en casa trabajando en cosas que puedas hacer en el interior. Y, al llegar la primavera, vuelves a salir al campo. Tú eres ese campesino. Imagínatelo.

—De acuerdo.

—Y entonces, un día, algo muere dentro de ti.

—¿Algo muere? ¿El qué?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé. Algo. A fuerza de mirar, día tras día, cómo el sol se eleva por el este, cruza el cielo y se hunde por el oeste, algo, dentro de ti, se quiebra y muere. Y tú arrojas el arado al suelo y, con la mente en blanco, emprendes el camino hacia el oeste. Hacia el oeste del sol. Y sigues andando como un poseso, día tras día, sin comer ni beber, hasta que te derrumbas y mueres. Esto es lo que se llama histeria siberiana.

Intenté representarme la imagen de un campesino siberiano caído de bruces en el suelo, agonizando.

—¿Qué hay al oeste del sol? —pregunté.

Ella volvió a negar con la cabeza.

—No lo sé. Tal vez no haya nada. O tal vez sí. En todo caso, es un lugar distinto al que está al sur de la frontera.

Cuando Nat King Cole cantó Pretend, Shimamoto y yo la seguimos a coro en voz baja, como antes.

Pretend you’re happy when you’re blue

It isn’t very hard to do.

—Oye, Shimamoto —dije—, cuando te fuiste, pensé mucho en ti. Durante seis meses. Pensé en ti a lo largo de medio año, de la mañana a la noche. No quería hacerlo, pero me era imposible. Y, al final, tomé una decisión. No quiero que vuelvas a marcharte. No puedo vivir sin ti. No quiero volver a perderte. No quiero volver a oír las palabras «por una temporada». Ni tampoco «quizá». Eso pensé. Dices que, por una temporada, no podemos vernos y entonces desapareces. Pero nadie puede saber si volverás. No tengo ninguna certeza. Tal vez no regreses jamás. Es posible que llegue al fin de mis días sin haberte reencontrado. Y eso me resulta insoportable. Todo cuanto me rodea pierde su sentido.

Shimamoto me miraba sin decir nada. En sus labios flotaba aún aquella pálida sonrisa. Una sonrisa serena que nada podía empañar. Una sonrisa que no me mostraba lo que se ocultaba tras ella. Frente a aquella sonrisa, por un instante estuve a punto de perderme, de olvidar mis propias emociones. Acabé por no entender ni dónde estaba ni hacia dónde miraba.

Sin embargo, poco después, logré hallar las palabras adecuadas:

—Te quiero. Lo sé con certeza. El amor que siento por ti no lo puede sustituir nada en este mundo —dije—. Es algo muy especial, no quiero volver a perderlo jamás. Has desaparecido algunas veces. Pero eso no puede volver a suceder. Nunca más. No debí dejar que pasara. Fue un error. No debí dejarte marchar. Lo he comprendido durante estos últimos meses. Te quiero de verdad y no puedo soportar una vida sin ti. No quiero que vuelvas a marcharte jamás.

Cuando acabé de hablar, ella permaneció con los ojos cerrados unos instantes, sin decir palabra. La estufa ardía. Nat King Cole seguía cantando aquella vieja canción. Quise añadir algo. Pero no tenía nada más que decir.

—Oye, Hajime —dijo ella mucho después—, escúchame bien. Es muy importante. Escúchame. Como te he dicho antes, para mí no hay lugar para el compromiso. Ni término medio. Así que, o me tomas por entero o no me tomas. Una de dos. Ése es mi principio fundamental. Si a ti no te importa que la situación siga así, es posible que pueda continuar durante un tiempo. Ni yo misma sé hasta cuándo, pero haré cuanto esté en mis manos. Cuando pueda, iré a verte. A mi manera, me esforzaré para hacerlo posible. Pero cuando no me sea posible ir, no lo haré. No puedo ir siempre que quiero. Esto que quede bien claro. Si tú no lo aceptas y dices que no vuelva a marcharme, entonces tendrás que aceptarme por entero. De pies a cabeza. Con todo cuanto arrastro, con todo cuanto llevo encima. Y, entonces, tal vez pueda tomarte yo a ti. Por entero. ¿Me entiendes? ¿Comprendes lo que eso significa?

—Perfectamente —dije.

—¿Y a pesar de todo quieres estar conmigo?

—Esto ya lo había decidido, Shimamoto. Cuando desapareciste, pensé muchas veces en ello. Ya había tomado una decisión.

—Pero, Hajime, tú estás casado y tienes dos hijas. Y las quieres. Deben de importarte mucho, ¿no es así?

—Sí, las quiero. Las quiero mucho. Y son muy importantes para mí. En eso tienes razón. Pero no me basta. Tengo un hogar, un trabajo. No tengo queja sobre ninguno de los dos. Ambos han funcionado muy bien hasta ahora. Podía decirse que era feliz. Pero no me basta. Ahora lo sé. Lo comprendí cuando te encontré, hace un año. ¿Sabes, Shimamoto?, el principal problema era que me faltaba algo. Que en mí, en mi vida, había un vacío. Una parte perdida. Una parte siempre hambrienta, sedienta. Y esta parte no la podían colmar ni mi esposa ni mis hijas. Tú eres la única persona en este mundo capaz de hacerlo. Cuando estoy contigo, siento que esta parte está satisfecha. Y comprendí que se sentía colmada por primera vez en mi vida. Y me di cuenta de lo hambrienta y sedienta que había estado a lo largo de todos estos años. Ahora ya no puedo volver atrás.

Shimamoto me rodeó con ambos brazos y se reclinó sobre mí. Apoyó la cabeza en mi hombro. Pude sentir cómo su carne suave se apretaba cálidamente contra mi cuerpo.

—Yo también te quiero, Hajime. Eres la única persona a la que he amado en toda mi vida. Ni tú mismo puedes imaginar cuánto te quiero. Te amo desde los doce años. Cuando otros me abrazaban, pensaba en ti. Por eso no quería verte. Porque sabía que ya no podría dejarte. Pero no pude resistir la tentación. Yo sólo quería ver cómo eras después de tantos años y marcharme sin decir nada. Pero, en cuanto te vi, no pude contenerme y tuve que hablarte —dijo Shimamoto con la cabeza apoyada sobre mi hombro—. Desde los doce años, he deseado que me tomaras entre tus brazos. Pero tú no lo sabías, ¿verdad?

—No —dije.

—Desde los doce años deseaba que nos abrazáramos desnudos. Esto tampoco lo sabías, ¿verdad?

La estreché entre mis brazos y la besé. Cerró los ojos y se quedó inmóvil. Mi lengua se entrelazó con la suya, pude sentir cómo latía su corazón dentro del pecho. Era un latido cálido, apasionado. Cerré los ojos yo también, pensé en la sangre roja que allí fluía. Acaricié su pelo suave, aspiré su fragancia. Sus manos erraban por mi espalda como si buscaran algo. Acabó el disco, el plato dejó de girar y el brazo volvió a su sitio. El rumor de la lluvia nos envolvió de nuevo. Poco después, Shimamoto abrió los ojos y me miró.

—Hajime —susurró en voz baja—, ¿estás seguro? ¿De verdad vas a tomarme? ¿Piensas dejarlo todo por mí?

Asentí.

—Sí. Ya lo he decidido.

—Pero si no me hubieras encontrado, no sentirías ni insatisfacción ni dudas respecto a tu vida actual, seguirías viviendo tranquilo y en paz, ¿no es así?

—Quizá sí —reconocí—. Pero lo cierto es que te he encontrado. Y eso ya no puede cambiarse. Tal como tú dijiste una vez, en algunas cosas no se puede retroceder. Sólo se puede seguir avanzando. Shimamoto, vayámonos a algún lugar donde podamos estar juntos. Y empecemos de nuevo.

—Hajime —dijo—, ¿te desnudas y me enseñas tu cuerpo?

—¿Que me desnude?

—Sí. Primero quítate tú la ropa. Primero quiero verte desnudo. ¿Te importa?

—No. Si eso es lo que quieres.

Me desnudé ante la estufa. Me quité la parka, el polo, los tejanos, los zapatos, la camiseta, los calzoncillos. Luego, Shimamoto me hizo poner de rodillas. Mi pene erecto me avergonzaba. Ella me miró desde cierta distancia. Ni siquiera se había quitado la chaqueta.

—No sé, me siento un poco raro aquí desnudo, yo solo —dije riendo.

—Es hermoso, Hajime —dijo Shimamoto. Se me acercó, me envolvió el pene entre sus dedos con suavidad, me besó en los labios. Apoyó una mano sobre mi pecho. Estuvo largo tiempo lamiéndome los pezones, me acarició el vello púbico. Aplicó una oreja sobre mi ombligo y tomó mis testículos en la boca. Me besó por todo el cuerpo. Incluso en las plantas de los pies. Parecía sopesar cada segundo. Mimaba el tiempo, lo succionaba, lo lamía.

—¿Y tú no te desnudas? —pregunté.

—Después —dijo—. Quiero estar un rato más así, mirándote, lamiéndote, tocándote a mi gusto. Si me desnudara, empezarías a acariciarme enseguida, ¿verdad? Aunque te dijera que aún no era el momento, no podrías aguantarte, ¿verdad que no?

—Quizás.

—Y no quiero que sea así. No quiero apresurarme. Hemos tardado mucho tiempo en llegar hasta aquí. Primero quiero ver todo tu cuerpo con mis ojos, tocarte con mis manos, lamerte con mi lengua. Quiero experimentar una cosa tras otra, despacio. Mientras no acabe una, no seguiré adelante. Oye, Hajime, aunque me comporte de manera extraña, no hagas caso, ¿de acuerdo? Si lo hago es porque tengo necesidad. No digas nada y déjame hacer.

—No me importa. Haz lo que quieras. Pero me siento un poco raro así, contigo ahí delante mirándome de pies a cabeza.

—Pero tú eres mío, ¿no?

—Sí.

—Pues no tienes por qué sentir vergüenza.

—Tienes razón —dije—. Es que no estoy acostumbrado.

—Aguanta un poco más —dijo Shimamoto—. ¡Llevo tanto tiempo soñando con esto!

—¿Soñabas estar mirándome así? ¿Mirándome y tocándome tú vestida y yo desnudo?

—Sí —dijo—. Llevaba mucho tiempo imaginando cómo sería tu cuerpo. Qué forma tendría tu pene. Lo duro y grande que se pondría.

—¿Por qué pensabas en eso?

—¿Por qué? —dijo ella—. ¿Por qué me lo preguntas? Ya te he dicho que te amo. ¿Qué hay de malo en imaginar el cuerpo desnudo del hombre al que amas? ¿Tú no has imaginado nunca mi cuerpo desnudo?

—Sí.

—¿Y no te has masturbado nunca imaginándome desnuda?

—Creo que sí. Cuando estaba en el instituto —dije, pero me corregí—: No, no sólo entonces. He vuelto a hacerlo hace poco.

—Pues yo también lo he hecho. Imaginándote desnudo. Las mujeres también hacemos estas cosas, ¿sabes?

Atraje de nuevo su cuerpo hacia mí, la besé. Su lengua se deslizó dentro de mi boca.

—Te amo, Shimamoto —dije.

—Te amo, Hajime. Jamás he amado a otro que no fueras tú. ¿Puedo mirar tu cuerpo un rato más?

—De acuerdo.

Tomó el pene y los testículos en la palma de su mano.

—¡Qué maravilla! Me gustaría comérmelos.

—¿Y yo qué haría entonces?

—Quiero comérmelos —dijo sopesándolos durante largo rato en la palma de la mano, como si estuviera calculando su peso exacto. Luego, lamió mi pene despacio, con un cuidado exquisito, y me miró—. Primero me gustaría hacerlo a mi manera. ¿Me dejas?

—Sí, claro. Como quieras —dije—. Excepto comerme de verdad, haz lo que te apetezca.

—Voy a hacer algo un poco raro, pero no hagas caso. Me da un poco de vergüenza, así que no digas nada, ¿de acuerdo?

—No diré nada.

Tal como estaba, arrodillado en el suelo, me rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Sin quitarse el vestido, se quitó las medias y las bragas con la otra mano. Tomó el pene y los testículos con la mano derecha, los lamió. Después, deslizó la otra mano bajo su falda. Empezó a moverla lentamente mientras me chupaba el pene.

No dije nada. Ésa era su manera, pensé. Me quedé mirando sus labios, su lengua, el rítmico movimiento de su mano bajo la falda. Y, de repente, me vino a la cabeza la imagen de Shimamoto, blanca, rígida, dentro del coche de alquiler, en el aparcamiento de la bolera. Aún recordaba vívidamente lo que había visto aquel día en el fondo de sus pupilas. Un espacio de hielo y tinieblas que parecía un glaciar en las entrañas de la tierra. Un silencio profundo que absorbía todos los ecos sin dejar que afloraran jamás a la superficie. Aparte de ese silencio, no había nada más. Era la primera vez que me enfrentaba a la imagen de la muerte. Jamás había perdido a un ser cercano. No había visto morir a nadie. Por eso, hasta entonces, no había podido hacerme una imagen concreta de la muerte. Pero, aquel día, la muerte estuvo justo frente a mí. Extendiéndose a pocos centímetros de mi rostro. Esto es la muerte, pensé. Y algo me dijo que, un día, también me tocaría a mí. Porque tarde o temprano todos acabamos cayendo eternamente, en soledad, a través de ese silencio sin resonancia, a través de las tinieblas. Y ante ese mundo experimenté un pánico tan desmesurado que se me hizo difícil respirar. Pensé que aquella sima oscura no tenía fondo.

Me dirigí a las profundidades de aquellas tinieblas heladas y la llamé. Pronuncié muchas veces, en voz alta, su nombre. Pero mi voz se perdía en aquella nada infinita y, por más que la llamase, aquello que había en el fondo de sus pupilas no se movía ni un ápice. Ella seguía lanzando aquel extraño estertor al respirar, aquel ruido que parecía el viento filtrándose por un resquicio. Su respiración regular me indicaba que aún estaba en este mundo. Pero lo que había en el fondo de sus pupilas, pertenecía por completo al más allá.

Mientras la llamaba con los ojos clavados en las tinieblas del interior de sus pupilas, sentí que mi propió cuerpo era atraído hacia la oscuridad. Como si el vacío hubiera absorbido el aire a mi alrededor, aquel mundo tiraba de mí. Incluso ahora podía recordar la existencia de esa fuerza real. En aquellos instantes, también me quería a mí.

Cerré los ojos. Ahuyenté esos recuerdos.

Alargué la mano y le acaricié el pelo. Le acaricié las orejas, deslicé una mano sobre su frente. Su cuerpo era cálido y suave. Ella seguía lamiendo mi pene como si succionara la vida misma. Con su mano continuaba acariciándose el sexo bajo la falda, como si quisiera transmitirle algo. Poco después, eyaculé en su boca. Ella dejó de mover la mano y cerró los ojos. Lamió y chupó hasta la última gota de semen.

—Perdona —dijo.

—No tienes por qué disculparte.

—Quería hacer eso primero —añadió—. Me daba vergüenza, pero si no lo hacía sé que no iba a quedarme tranquila. Para mí es como un rito. ¿Lo comprendes?

La abracé. Pegué mi mejilla suavemente a la suya. Sentí en ella una calidez real. Le levanté el pelo y le besé las orejas. Después, la miré fijamente a los ojos. Pude ver mi rostro reflejado en sus pupilas. Y, detrás, como siempre, aquel manantial tan profundo que parecía no tener fondo. Allí brillaba una tenue luz. Me pareció la luz de la vida. Posiblemente, algún día acabaría apagándose, pero, ahora, sin duda, brillaba una luz. Ella me sonrió. Al sonreír, se le dibujaron unas pequeñas arrugas en el rabillo del ojo. Las besé.

—Ahora desnúdame tú. Ahora haz tú lo que desees. Primero he hecho yo lo que he querido. Ahora te toca a ti.

—Yo prefiero la manera normal y corriente. ¿Te parece bien? Quizá tenga poca imaginación.

—Perfecto —dijo Shimamoto—. También me gusta a mí.

Le quité el vestido y la ropa interior. Después, la acosté en el suelo y la besé por todo el cuerpo. Contemplé cada centímetro de su piel. Acaricié todo su cuerpo, lo besé. Lo medí, me lo aprendí de memoria. Lentamente. Muy despacio. Habíamos tardado mucho tiempo en llegar hasta allí. Ni ella ni yo queríamos apresurarnos. Me aguanté todo lo que fui capaz y, cuando ya no pude resistir más, entré en su interior.

Nos dormimos antes del alba. Habíamos hecho el amor varias veces sobre el suelo. Lo habíamos hecho con dulzura, con pasión. Una vez, en pleno acto, mientras yo estaba dentro de ella, se echó a llorar desesperadamente, como si se hubiera roto el hilo de sus sentimientos. Y empezó a golpearme la espalda con los nudillos. Yo la había estrechado entre mis brazos con todas mis fuerzas. Sentía que, si no la mantenía sujeta, se rompería en pedazos. Mientras tanto, le acariciaba la espalda intentando calmarla. Le besé la nuca, comencé a peinarla con los dedos. Ya no era aquella Shimamoto serena y con un férreo control sobre sí misma. La dureza y la gelidez que habían permanecido en el fondo de su corazón durante tantos años se estaban fundiendo poco a poco y empezaban a aflorar a la superficie. Podía sentir su respiración, su lejano movimiento fetal. La abracé con fuerza y percibí su temblor en mi cuerpo. De esa forma, ella sería cada vez más mía. Y yo jamás podría alejarme de su lado.

—Quiero saber cosas sobre ti —le dije a Shimamoto—. Quiero saberlo todo. Cómo has vivido hasta ahora. Dónde está tu casa, qué haces. Si estás casada o no. Quiero conocer todos los detalles. No puedo soportar que me ocultes nada.

—Mañana —respondió—. Mañana te lo contaré todo. Hasta mañana no me preguntes nada. Déjalo por hoy. Si te lo contara ahora, ya no podrías volver atrás.

—En cualquier caso, no puedo volver atrás, Shimamoto. Y, además, puede que mañana no llegue nunca. Y si mañana no llega, yo no sabré lo que guardas en tu pecho.

—Ojalá no llegue nunca mañana. Si no llegara, tú jamás sabrías nada.

Iba a decir algo, pero me lo impidió con un beso.

—¡Ojalá el águila calva se comiera el día de mañana! —dijo Shimamoto—. Porque sería el águila calva la que se lo comería, ¿no es verdad?

—Cierto. El águila calva come arte, pero también come mañanas.

—¿Y el buitre? ¿Qué comía el buitre?

—Cadáveres de gente anónima —dije—. Es muy distinto al águila calva.

—Entonces, el águila calva come arte y mañanas.

—Sí.

—Una combinación maravillosa.

—Y de postre, se come los catálogos de las nuevas publicaciones de la Editorial Iwanami.

Shimamoto se rió.

—Sea como sea, mañana.

Y llegó aquel mañana, por supuesto. Pero cuando abrí los ojos, estaba solo. Había dejado de llover y, por la ventana del dormitorio, penetraba la luz clara y transparente del día. El reloj señalaba más de las nueve. Shimamoto no estaba en la cama, pero su almohada, a mi lado, conservaba la forma de su cabeza. Había desaparecido. Salté de la cama, fui a la sala de estar. Miré en la cocina, la busqué en la habitación de las niñas, en el cuarto de baño. No estaba en ninguna parte. Tampoco vi su ropa y los zapatos habían desaparecido del recibidor. Respiré hondo y me sumergí de nuevo en la realidad. Sin embargo, en esta realidad había algo nuevo, extraño. Era una realidad distinta a la que yo conocía.

Me vestí y salí fuera. El BMW permanecía en el lugar donde lo había dejado la noche anterior. Tal vez Shimamoto se hubiera despertado temprano y hubiera ido a pasear sola. Recorrí los alrededores de la casa, buscándola. Luego, di una vuelta con el coche. Salí a la carretera principal, fui hasta cerca de Miyanoshita. Pero Shimamoto no aparecía. Cuando volví a casa, ella no había regresado. Se me ocurrió que podía haber dejado una nota y registré la casa de arriba abajo. No había nada. Ni siquiera vestigios de que hubiera estado allí.

Sin ella, la casa me parecía terriblemente vacía y asfixiante. En el aire se mezclaban una especie de partículas ásperas que, al respirar, se me adherían a la garganta. Me acordé del disco. Del viejo disco de Nat King Cole que me había regalado. Pero, por más que lo busqué, no pude encontrarlo por ninguna parte. Shimamoto debía de habérselo llevado.

Había vuelto a marcharse. Y, esta vez, sin «quizá» ni «por una temporada».