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La primera chica con la que me acosté era hija única.
No se trataba —tampoco en su caso puede decirse otra cosa— del tipo de mujer que los hombres se vuelven a mirar por la calle. Apenas llamaba la atención. A pesar de todo, desde la primera vez que la vi me sentí atraído hacia ella de una manera tan violenta que incluso yo mismo me asombré. Fue como si, de repente, me hubiera alcanzado un rayo invisible y mudo mientras andaba por la calle en pleno día. Sin reservas ni condiciones. Sin causas ni explicaciones. No había ningún «pero», no había ningún «si».
En el curso de toda mi vida, son contadas las ocasiones en que me he sentido atraído por mujeres bellas en el sentido general del término. A veces he ido andando por la calle con un amigo que de improviso comentaba: «¿Has visto? ¿Te has fijado en lo guapa que era esa chica?», pero yo, cosa extraña, no lograba recordar el rostro de esa «hermosa» mujer. Tampoco me han fascinado jamás las actrices guapas ni las modelos. No sé por qué, pero es así. Ni siquiera en la adolescencia, cuando la frontera entre el mundo real y el de los sueños es tan imprecisa y los anhelos exhiben su fuerza de una manera casi prodigiosa, jamás me gustaron las chicas guapas sólo por el hecho de serlo.
Lo que me atraía no era la belleza externa cuantificable e impersonal, sino algo más absoluto que se hallaba en el interior. De la misma manera que hay quien ama secretamente los diluvios, los terremotos y los apagones, yo prefería ese algo recóndito que alguien del sexo opuesto emitía hacia mí. A ese algo voy a llamarlo aquí «magnetismo». Una fuerza que te atrae y te absorbe, te guste o no te guste, quieras o no.
Quizá pueda compararse al aroma de un perfume. Tal vez ni el mismo maestro perfumista que lo ha creado pueda explicar por qué un aroma en concreto posee una determinada fuerza y produce un efecto. Es difícil de analizar científicamente. Sin embargo, explicaciones aparte, algunas mezclas de aromas pueden atraer al sexo opuesto como el olor de los animales en celo. Tal vez haya un aroma que atraiga a cincuenta personas de entre cien. Y quizás exista otro distinto que atraiga a las otras cincuenta. Sin embargo, también hay uno que hechiza sólo a una o dos personas en este mundo. Es un aroma especial. Y yo era capaz de percibirlo claramente. Sabía que era letal. Podía distinguirlo a la perfección desde muy lejos. En esas ocasiones, yo quería acercarme a las mujeres que lo exhalaban y decirles: «Lo he notado, ¿sabes? Quizá los demás no, pero yo sí».
Desde la primera vez que la vi, quise acostarme con ella. Para ser exactos, pensé que tenía que acostarme con ella. Y comprendí de manera instintiva que ella también lo deseaba. En su presencia, mi cuerpo, literalmente, se estremecía. Frente a ella, tuve más de una vez erecciones tan violentas que apenas podía andar. Jamás había experimentado un magnetismo como aquél (del tipo que había sentido hacia Shimamoto, pero entonces era demasiado niño para poder llamarlo así). Cuando la conocí, yo tenía diecisiete años y cursaba tercero de bachillerato, ella tenía veinte y estaba en segundo de universidad. Era, además, prima de Izumi. Por lo pronto, tenía novio. Claro que todo eso no fue ningún obstáculo. Aunque hubiera tenido cuarenta y dos años, tres hijos y dos colas a la espalda, no me habría importado. Su magnetismo era demasiado fuerte. Tenía muy claro que no podía dejarla pasar de largo. Seguro que me habría arrepentido toda la vida.
Así que la persona con quien tuve relaciones sexuales por primera vez era prima de mi novia. Encima, no se trataba de una prima cualquiera, sino que era además una amiga a la que estaba muy unida. Desde pequeñas, Izumi y ella se habían llevado muy bien y siempre estaban juntas en casa de la una o de la otra. Ella iba a la Universidad de Kioto y vivía en un apartamento alquilado cerca del ala derecha del antiguo palacio imperial. Un día, Izumi y yo fuimos a Kioto y la llamamos para que almorzara con nosotros. Sucedió dos semanas después de aquel domingo que Izumi vino a casa, cuando yo la había abrazado desnuda y ella había tenido que salir huyendo ante la inesperada visita de mi tía.
En un momento en que Izumi se había levantado de la silla, le pedí el número de teléfono con el pretexto de que quizá más adelante tuviera que preguntarle datos sobre la universidad donde estudiaba. Dos días después, la llamé a su apartamento y le propuse quedar el domingo siguiente. Tras una pausa, dijo que sí, que tenía el día libre. Oyéndola, me convencí de que también ella deseaba acostarse conmigo. Su tono de voz me lo confirmó. El domingo siguiente fui a Kioto solo, la vi y, aquella misma tarde, me acosté con ella.
Durante los dos meses siguientes, estuve haciendo el amor con la prima de Izumi tan apasionadamente que parecía que se me fuera a fundir el cerebro. No íbamos nunca al cine, no salíamos nunca a pasear. Jamás hablábamos de nada. Ni de literatura ni de música ni de la vida ni de la guerra ni de la revolución. Sólo hacíamos el amor. Algo sí debíamos decir, claro. Pero no me acuerdo de qué. Lo único que recuerdo son imágenes precisas, concretas. El reloj despertador junto a la almohada, la cortina que colgaba de la ventana, el teléfono negro sobre la mesa, la fotografía del calendario, sus ropas tiradas por el suelo. Y el olor de su piel, y su voz. Jamás le pregunté nada y ella tampoco me preguntó nada a mí. Sólo una vez, mientras estábamos acostados en la cama, se me ocurrió de repente que podía ser hija única y se lo comenté.
—Sí —dijo poniendo cara de extrañeza—. No tengo hermanos. ¿Cómo lo has sabido?
—Por nada en concreto. Me ha dado esa impresión.
Ella se me quedó mirando.
—¿No lo serás tú también?
—Sí —respondí.
Ésa es la única conversación que recuerdo. De pronto, percibí una especie de señal: «¿No será esta chica hija única?».
Tampoco comíamos o bebíamos más que lo estrictamente necesario. Cuando nos veíamos, casi sin mediar palabra, nos desnudábamos, nos metíamos en la cama, nos abrazábamos y copulábamos. Sin etapas y sin programa. Yo me limitaba a devorar con avidez lo que se me presentaba y ella es posible que hiciera lo mismo. Cada vez que nos veíamos, hacíamos el amor cuatro o cinco veces. Copulaba hasta quedarme literalmente sin semen. Lo hacía con tanta furia, que el glande, inflamado, acababa doliéndome. Sin embargo, a pesar de esa fiebre, a pesar de la violenta atracción que sentíamos el uno por el otro, jamás se nos pasó por la cabeza que pudiéramos ser novios y vivir largo tiempo felices y juntos. Creo que los dos sentíamos que estábamos en el ojo de un huracán que antes o después pasaría de largo. Aquello, lo sabíamos, no tenía por qué durar siempre. Por eso, cuando nos veíamos, en un rincón de nuestra cabeza estaba presente la idea de que tal vez fuera aquélla la última vez que nos abrazábamos. Y ese pensamiento no hacía más que inflamar nuestro deseo sexual.
A decir verdad, yo no la amaba; y ella tampoco a mí, por supuesto. Pero que la amara o no, en aquel momento, a mis ojos, carecía de importancia. Lo importante era la conciencia de estar apasionadamente involucrado en algo que me desbordaba y que en ese algo indefinido hubiera una cosa que necesitaba. Yo quería saber qué era. Me moría por saberlo. Incluso pensé que, si pudiera, introduciría la mano en su cuerpo y tocaría directamente ese algo.
Me gustaba Izumi, pero con ella jamás había paladeado aquella fuerza irracional. De la otra mujer yo no sabía nada. Tampoco la quería. Pero me hacía estremecer y me atraía violentamente. Que no hubiésemos tenido jamás una conversación seria era debido, en definitiva, a que no veíamos la necesidad. De haber tenido la energía para hablar en serio, la habríamos utilizado en hacer el amor una vez más. Creo que, tras haber mantenido una relación tan absorbente como aquélla a lo largo de varios meses, uno u otro habría acabado alejándose. Porque lo que nosotros realizábamos era un acto necesario, un acto natural y espontáneo que no admitía ser puesto en cuestión. Desde el principio, le estaba negada la posibilidad de cosas como el amor, el sentimiento de culpa o el futuro.
Por eso, si no hubieran descubierto nuestra relación (lo que era, en realidad, bastante difícil que no sucediese: con ella me sentía totalmente absorbido por el sexo), quizás Izumi y yo habríamos podido seguir siendo novios. Quizás habríamos continuado viéndonos y saliendo juntos unos meses al año, durante las vacaciones de la universidad. No sé cuánto tiempo se habría prolongado la situación. Pero siempre he pensado que unos años después la separación habría sobrevenido de modo natural. Éramos demasiado distintos y, además, las diferencias que existían entre nosotros eran de las que tienden a acentuarse poco a poco conforme pasan los años. Ahora, al volver la vista atrás, lo entiendo muy bien. Aunque tuviésemos que separarnos un día u otro, si yo no me hubiese acostado con su prima, posiblemente nos habríamos dicho adiós de una forma más serena y habríamos podido entrar en una nueva fase de nuestras vidas con una disposición más sana.
Pero no fue así.
La realidad fue que la herí cruelmente. Le hice daño. Y puedo imaginar con cierta precisión cuánto la herí, cuánto daño le hice. Izumi suspendió el examen de ingreso de varias universidades a las que, con sus notas, debería haber accedido con facilidad y, al final, entró en una pequeña universidad anónima de no sé dónde sólo para mujeres. Después de que se descubriera mi relación con su prima, sólo volví a verla una vez. Mantuvimos una larga conversación en la cafetería donde solíamos citarnos. Intenté explicárselo todo. Escogiendo cuidadosamente las palabras, traté de expresarle mis sentimientos de la forma más sincera posible. Que lo ocurrido entre su prima y yo jamás había sido nada esencial. Que no tenía trascendencia alguna. Que era pura atracción física y que jamás había tenido conciencia de que la estuviera traicionando. Que no había influido de ningún modo en nuestra relación.
Izumi, por supuesto, no lo entendió. Me llamó embustero, cerdo. Tenía razón. Le había mentido, me había acostado con su prima a sus espaldas. Y no una o dos veces, sino diez o veinte. La había estado engañando. Y si yo creía que actuaba correctamente, ¿qué necesidad había de mentir? Bastaba con que hubiera confesado al principio: «Quiero acostarme con tu prima. Tengo ganas de hacer el amor con ella hasta que se me derritan los sesos. Hacerlo miles de veces, en todas las posturas imaginables. Pero eso no afecta en nada a nuestra relación, así que estate tranquila». En realidad, no podía haberle hablado así a Izumi. Por eso mentí. Mentí cien, doscientas veces. Evitaba quedar con ella dando las excusas que me convenían y corría a Kioto a acostarme con su prima. Yo no tenía justificación alguna y no hace falta decir que la culpa era sólo mía.
Izumi se enteró de nuestra historia a finales de enero. Poco después de que yo cumpliera dieciocho años. En febrero, pasé con desahogo el examen de ingreso de varias universidades y, a finales de marzo, abandoné la ciudad y me fui a Tokio. Antes de marcharme, intenté muchas veces hablar por teléfono con Izumi. Pero no quiso escucharme. También le escribí cartas largas. Pero no respondió. «No puedo irme así», pensé. «No puedo dejar a Izumi aquí sola de este modo». Pero, en realidad, nada pude hacer. Izumi no quería saber nada de mí, fuera por el medio que fuera.
En el Shinkansen, el tren bala, de camino a Tokio, mientras contemplaba distraídamente el paisaje por la ventanilla, estuve reflexionando sobre mí mismo. Me miré la mano que descansaba sobre la rodilla y también mi rostro reflejado en el cristal. «¿Quién diablos soy?», pensaba. Por primera vez en mi vida, sentía una profunda aversión hacia mí mismo. «¿Cómo has podido hacer una cosa así?». Pero yo sabía la respuesta. Sabía que si me encontrara en la misma situación, volvería a hacer lo mismo. Mentiría a Izumi y me acostaría con su prima. Aunque eso significara herirla cruelmente. Reconocerlo fue doloroso. Pero era la pura verdad.
Por supuesto, al tiempo que le hice daño a Izumi, también me lo hice a mí mismo. Me infligí una herida muy honda —mucho más honda de lo que entonces me pareció—. De aquellos días hubiese debido extraer varias lecciones. Pero, años después, al volver la vista atrás, supe que sólo había aprendido una cosa importante. La conciencia de que, al fin y al cabo, el ser humano que yo era podía hacer el mal. Jamás en la vida había querido perjudicar a nadie. Pero fueran cuales fuesen mis motivos o intenciones, si mis necesidades me empujaban, podía convertirme en un ser egoísta y cruel. Un ser humano que, esgrimiendo razones plausibles, infligía una herida certera y definitiva en alguien a quien tendría que haber mimado.
Cuando ingresé en la universidad, me preparé para pisar otra vez unas calles nuevas, para adquirir otra vez una personalidad nueva, para empezar otra vez una vida nueva. Me dispuse, convirtiéndome en un hombre nuevo, a corregir mis errores. Al principio, pareció que resultaba. Pero, al fin y al cabo, fuera adonde fuese, no dejaba de ser yo. Volvía a repetir los mismos errores, volvía a herir a otras personas del mismo modo y volvía a hacerme daño a mí mismo.
Acababa de cumplir los veinte años, cuando se me ocurrió que quizá no podría volver a ser una persona decente. Había cometido errores. Claro que, en realidad, tal vez ni siquiera fueran errores. Más que errores, quizá se trataba de una inclinación innata en mí. Al pensarlo, me sentí terriblemente deprimido.