3
Izumi y yo seguimos saliendo juntos más de un año. Nos veíamos una vez a la semana e íbamos al cine, a estudiar a la biblioteca o, si no teníamos nada que hacer, paseábamos sin rumbo. Pero, en lo que se refiere al sexo, no llegamos hasta el final. En ocasiones, cuando mis padres salían, la llamaba y ella venía a casa. Nos abrazábamos sobre la cama. Eso ocurría unas dos veces al mes. Pero, aunque estuviésemos solos, ella jamás se desnudaba. Decía que no sabíamos cuándo iban a volver, ¿qué pasaría si nos encontraban desnudos? En ese punto, Izumi era muy precavida. No es que fuera apocada. Pero la idea de verse envuelta en una situación indecorosa la superaba. Así que yo siempre tenía que abrazarla vestida, introducir los dedos entre la ropa interior y acariciarla como buenamente podía.
—No corras —me decía cada vez que yo ponía cara de decepción—. Aún no estoy preparada. Espera un poco más. Por favor.
A decir verdad, yo no tenía ninguna prisa. Sólo estaba, y no poco, confuso y decepcionado por varias razones. Ella me gustaba, por supuesto, y le estaba agradecido por ser mi novia. Si no la hubiera conocido, mi adolescencia habría sido mucho más aburrida y descolorida.
Era una chica honesta y agradable que caía bien a la mayoría de la gente. Pero difícilmente podía decirse que nuestros gustos coincidieran. Creo que ella apenas entendía los libros que yo leía o la música que escuchaba. Por eso mismo no podíamos hablar de todo lo que pertenecía a ese ámbito desde una posición de igualdad. En este sentido, la relación entre Izumi y yo era muy distinta a mi relación con Shimamoto.
Sin embargo, cuando me sentaba a su lado y le rozaba los dedos, una calidez natural me colmaba el corazón. A ella podía decirle con relativa facilidad cosas que no podía decirle a nadie más. Me gustaba besarle los párpados y los labios. También me gustaba levantarle el pelo y besar sus pequeñas orejas. Cuando lo hacía, ella soltaba una risita sofocada. Incluso hoy, al recordarla, imagino una plácida mañana de domingo. Un domingo tranquilo, despejado, recién estrenado. Un domingo sin deberes, libre para satisfacer cualquier capricho. A menudo, ella me hacía sentir como esas mañanas de domingo.
También tenía defectos, por supuesto. Era un poco cabezota en lo que respecta a un determinado tipo de cosas y no faltaría a la verdad si dijera que tenía poca imaginación. Le costaba dar un paso más allá del mundo que le pertenecía, donde había vivido siempre. Jamás se había apasionado por algo hasta el punto de olvidarse de comer y dormir. Amaba y respetaba a sus padres. Sus opiniones —claro que ahora comprendo que es algo muy corriente en una chica de dieciséis o diecisiete años— eran insulsas y carentes de profundidad. A mí me aburrían a veces. Pero jamás oí que criticara a nadie. Tampoco fanfarroneaba nunca. A mí me quería y era muy considerada conmigo. Se tomaba en serio cuanto le decía y me alentaba siempre. Yo solía hablarle de mi futuro. De lo que quería hacer, de cómo quería ser. No eran, en su mayoría, más que los típicos sueños irrealizables propios de los chicos de esa edad. Pero ella me escuchaba con interés. Y me animaba. «Seguro que serás una persona maravillosa. Hay algo magnífico dentro de ti», aseguraba. Y lo decía en serio.
Era la única persona que me había hablado de esa forma en toda mi vida.
Además, abrazarla —aunque fuera por encima de la ropa— me producía una sensación maravillosa. Lo que me confundía y decepcionaba era que, por más tiempo que pasara, no lograba descubrir en su interior algo hecho especialmente para mí. Podía enumerar sus virtudes. Y la lista era mucho más larga que la de sus defectos. Quizá fuera incluso más larga que la de mis propias cualidades. Pero a ella, definitivamente, le faltaba algo. Si yo hubiera descubierto ese «algo» en su interior, tal vez hubiera conseguido acostarme con ella. No habría tenido que seguir reprimiéndome una y otra vez. Creo que, invirtiendo el tiempo necesario, la habría persuadido de la necesidad de acostarse conmigo. Pero ni siquiera yo estaba muy convencido. Yo no era más que un chico alocado de diecisiete o dieciocho años con la cabeza llena de deseo sexual y de curiosidad. Pero era capaz de entender que si ella no deseaba hacer el amor, yo no podía forzarla, debía esperar a que llegara el momento oportuno.
Pero sí vi desnuda a Izumi. Una sola vez. «Ya no soporto más abrazarte por encima de la ropa», le dije abiertamente. «Si tú no quieres hacer el amor, no lo hagamos. Pero me muero de ganas de verte desnuda. Quiero abrazarte sin que lleves nada puesto. Lo necesito. No puedo resistirlo más».
Tras pensárselo un poco, Izumi dijo que de acuerdo, si así lo deseaba. «Pero, prométemelo, ¿eh?», añadió con semblante muy serio. «Prométeme una sola cosa. No me hagas hacer lo que no quiero hacer».
Vino a mi casa un día de fiesta. Un domingo de noviembre hermoso y despejado aunque un poco frío. Mis padres habían ido a visitar a unos familiares. Se celebraba una ceremonia religiosa en honor a algún pariente de mi padre. En realidad, yo también habría tenido que asistir, pero me excusé diciendo que debía preparar unos exámenes y me quedé en casa. Iban a regresar tarde por la noche. Izumi llegó después de mediodía. Nos abrazamos encima de mi cama. Empecé a desnudarla. Ella cerró los ojos y me dejó hacer sin decir palabra. Pero a mí me costaba. Encima de que no soy demasiado hábil con las manos, las ropas de las chicas resultan, además, muy complicadas. Total que, a medias, Izumi se resignó, abrió los ojos y se desnudó ella misma. Llevaba unas pequeñas bragas azul celeste. Y un sujetador a juego. Debía de habérselos comprado ella misma para la ocasión. La ropa interior que le había visto hasta entonces era la típica que las madres suelen comprarles a sus hijas adolescentes. Luego me quité yo la ropa.
La abracé desnuda, le besé el cuello y los pechos. Pude acariciar su piel tersa y aspirar su aroma. Era fantástico abrazarnos estrechamente los dos desnudos. Estaba loco de deseos de penetrarla. Pero ella me contuvo con firmeza.
—Perdona, ¿eh? —dijo.
A cambio, tomó mi pene entre sus labios y empezó a lamerlo. Era la primera vez que lo hacía. En cuanto su lengua hubo pasado unas cuantas veces por encima del glande, eyaculé de inmediato, sin tiempo a pensar en nada.
Después, la mantuve entre mis brazos. Acaricié despacio cada centímetro de su piel. Contemplé su cuerpo iluminado por la luz otoñal que penetraba por la ventana, la besé por todas partes. Fue una tarde realmente maravillosa. Desnudos, nos abrazamos con fuerza innumerables veces. Yo eyaculé varias veces. Cada vez que lo hacía, ella iba al lavabo a enjuagarse la boca.
—¡Qué sensación más rara! —decía riendo.
Llevaba saliendo con ella poco más de un año, pero aquéllas fueron las horas más felices que habíamos pasado juntos. Desnudos, no teníamos nada que ocultar, pensaba yo. Me daba la impresión de que la comprendía mejor que antes y de que a ella debía de sucederle lo mismo. Necesitábamos una acumulación no sólo de palabras y promesas, sino de pequeños hechos concretos que, superponiéndose cuidadosamente los unos sobre los otros, nos hicieran avanzar paso a paso. «Lo que ella desea, en definitiva, no es más que eso», pensé.
Izumi permaneció largo tiempo inmóvil con la cabeza reclinada sobre mi pecho como si estuviera escuchando los latidos de mi corazón. Le acaricié el pelo. Teníamos diecisiete años, estábamos sanos, a punto de convertirnos en personas adultas. Y eso era, sin duda, magnífico.
Pero, alrededor de las cuatro, cuando Izumi se disponía a vestirse para regresar a casa, sonó el timbre de la puerta. Al principio, no le presté atención. No sabía quién podía ser, y, si no contestaba, acabaría yéndose. Pero el timbre siguió sonando tenaz. Me sentí fatal.
—¿No habrán vuelto tus padres? —preguntó Izumi, blanca como el papel. Saltó de la cama y empezó a recoger su ropa precipitadamente.
—No, mujer. No es posible que hayan regresado tan pronto. Y, además, no llamarían a la puerta. Tienen llave.
—¡Mis zapatos! —dijo.
—¿Zapatos?
—He dejado mis zapatos en el recibidor.
Me vestí, bajé y, tras esconder los zapatos de Izumi en el mueble zapatero, abrí la puerta. Era mi tía. La hermana menor de mi madre, soltera, vivía sólo a una hora en tren de casa y a veces venía a visitarnos.
—¿Pero qué estabas haciendo? Llevo horas llamando a la puerta —dijo.
—Estaba escuchando música con los auriculares puestos. Por eso no te oía —repuse—. Papá y mamá no están. Han ido a una ceremonia religiosa. No volverán hasta la noche. Pensaba que ya lo sabías.
—Sí, ya lo sé. Pero tenía cosas que hacer por aquí cerca y, como me han dicho que estabas en casa estudiando, he pensado que podría venir a hacerte la cena. Ya tengo la compra y todo.
—No te molestes. La cena puedo preparármela yo. No soy ningún crío —dije.
—Pero si ya he ido a comprar, qué más da. Yo te hago la cena y tú, mientras, estudias tranquilo.
«¡Horror!», pensé. Me sentí morir. Izumi no podría marcharse. En casa, para ir al recibidor, hay que cruzar la sala de estar y, para salir por el portal, hay que pasar por delante de la ventana de la cocina. Claro que podía presentársela diciendo que era una amiga que había venido a verme. Pero se suponía que estaba estudiando aplicadamente para un examen. Tendría problemas si se descubría que había invitado a una chica a casa. Además, era imposible pedirle a mi tía que guardara el secreto. No era mala persona, pero no sabía mantener la boca cerrada.
Mi tía entró en la cocina y empezó a ordenar las cosas que había traído. Mientras tanto, yo cogí los zapatos de Izumi y subí al piso de arriba. Ya estaba completamente vestida. Le expliqué la situación.
Izumi palideció.
—¿Y yo qué hago? ¿Qué pasará si no puedo salir de aquí? Tengo que volver a casa antes de la cena. Si no, ¡la que se va a armar!
—¡Tú, tranquila! Ya lo arreglaremos. Todo saldrá bien, no te preocupes —le dije para tranquilizarla. Pero ni yo mismo sabía qué hacer. No tenía ni la más remota idea.
—Y además he perdido una pieza de mi liga. La he estado buscando por todas partes. ¿No la habrás visto?
—¿De tu liga? —repetí.
—Sí, es una cosa pequeña. Metálica, de este tamaño.
Miré por el suelo de la habitación, por encima de la cama. Pero no vi nada que se le pareciera.
—¡Qué le vamos a hacer! Tendrás que volver a casa sin medias. Me sabe mal —dije.
Cuando bajé a mirar a la cocina, mi tía estaba cortando las verduras sobre la tabla. «Falta aceite para la ensalada», me dijo. «¿Por qué no vas a comprar?». No tenía ninguna razón para negarme, así que monté en la bicicleta y me acerqué a una tienda del barrio. Empezaba a caer la noche. Mi preocupación crecía por momentos. Ya era hora de que Izumi saliera de casa. Algo se me tenía que ocurrir antes de que regresaran mis padres.
—Me parece que la única solución es que te vayas a escondidas mientras mi tía está en el lavabo —le dije a Izumi.
—¿Crees que saldrá bien?
—Algo hay que hacer. No podemos quedarnos así, de brazos cruzados.
Elaboramos la estrategia. Yo estaría abajo y, en cuanto mi tía fuera al lavabo, daría dos fuertes palmadas. Entonces, ella bajaría corriendo, se pondría los zapatos y saldría. Si lograba escapar con éxito, me llamaría desde la cabina de la esquina.
Mi tía canturreaba despreocupadamente mientras cortaba las verduras, preparaba el misoshiru[2], hacía la tortilla. Pero, por más tiempo que pasara, no iba al lavabo. Me puse frenético. ¡Aquella mujer debía de tener una vejiga enorme! Ya estaba a punto de desistir cuando, de pronto, mi tía se quitó el delantal y salió de la cocina. Tras cerciorarme de que había entrado en el lavabo, corrí a la sala de estar y di dos palmadas. Izumi apareció por las escaleras con los zapatos en la mano, se los calzó veloz y salió por el recibidor ahogando sus pasos. Fui a la cocina a comprobar si había alcanzado el portal. Inmediatamente, casi como si nos cruzáramos, mi tía salió del lavabo. Suspiré.
Izumi llamó cinco minutos después. Le dije a mi tía que regresaba en un cuarto de hora y salí. Ella me estaba esperando de pie ante la cabina de teléfonos.
—¡Yo, con hoy, ya tengo bastante! —dijo antes de que pudiera abrir la boca—. ¡Jamás volveré a hacer algo así!
Estaba confusa y enfadada.
La acompañé a un parque cerca de la estación y la hice sentar en un banco. Le cogí la mano con dulzura. Izumi llevaba un abrigo beige encima de un jersey rojo. Recordé con cariño lo que llevaba debajo.
—Pero si hoy ha sido un día magnífico. Hasta que ha venido mi tía, claro. ¿No te parece? —dije.
—Pues claro que me lo he pasado bien. Cuando estoy contigo, siempre me lo paso estupendamente. Pero ¿sabes?, cuando me quedo sola, hay muchas cosas que no entiendo.
—¿Como cuáles, por ejemplo?
—Como, por ejemplo, lo que sucederá en el futuro. Al terminar el bachillerato. Tú quizá vayas a una universidad de Tokio y yo a una de aquí. ¿Y qué pasará con nosotros? ¿Qué piensas hacer conmigo?
Yo había decidido ir a una universidad de Tokio al acabar el bachillerato. Había llegado a la conclusión de que necesitaba alejarme de aquella ciudad, independizarme de mis padres y vivir solo. Mis calificaciones, en conjunto, no eran demasiado altas, pero en unas cuantas materias que me gustaban, pese a no haber estudiado apenas, había sacado bastante buenas notas y no tenía por qué costarme entrar en una universidad privada que tuviera un examen de ingreso con un número limitado de asignaturas. Pero no había ninguna probabilidad de que Izumi pudiera venir conmigo. Sus padres querían tenerla cerca y a ella ni se le pasaba por la cabeza rebelarse. Jamás se había opuesto a sus padres. Por lo tanto, como es natural, quería que yo me quedara en la ciudad. «Pero si aquí también hay buenas universidades. ¿Por qué tienes que irte precisamente a Tokio?», decía. Si le hubiera asegurado que no pensaba marcharme, tal vez no hubiese dudado tanto en acostarse conmigo.
—Pero, oye. No me voy al extranjero. Se puede ir y venir en tres horas. Además, las vacaciones de la universidad son largas. Total, que estaré aquí tres o cuatro meses al año —dije. Se lo había explicado decenas de veces.
—Pero si te marchas, seguro que me olvidarás. Y encontrarás a otra chica —replicó. Eso también me lo había dicho ella a mí decenas de veces.
Yo le aseguraba, cada vez, que no sucedería nada por el estilo. Que ella me gustaba y que no la olvidaría así como así. Pero, a decir verdad, no estaba tan seguro. Con un simple cambio de lugar, con el paso del tiempo y de los sentimientos, todo se altera por completo. Me acordé de cuando me había separado de Shimamoto. A pesar de lo unidos que estábamos, al acabar la escuela primaria y mudarme de barrio, emprendimos caminos separados. Yo la quería, ella me había pedido que la visitara. Pero, en definitiva, había dejado de ir a verla.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo Izumi—. Dices que te gusto. Que te importo. Eso ya lo sé. Lo que a veces no sé es lo que estás pensando de verdad.
Al pronunciar estas palabras, Izumi se sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo y se enjugó las lágrimas. Hasta aquel momento, ni me había dado cuenta de que estuviera llorando. Como no sabía qué decir, esperé a que prosiguiera.
—A ti te gusta ir dándole vueltas a las cosas tú solo. Seguro. Y no soportas que los demás sepan lo que tienes en la cabeza. Tal vez sea porque eres hijo único. Estás acostumbrado a pensar las cosas por tu cuenta y a decidir por ti mismo. Con que yo me entienda, ya basta, ¿no? —dijo Izumi sacudiendo la cabeza—. Y eso a mí me produce una terrible inseguridad. Me siento abandonada.
«Hijo único». Hacía tiempo que no oía esas palabras. Recordé cuánto me habían herido en primaria. Pero ahora Izumi les había dado un sentido un poco distinto. No se refería a mí como a un niño mimado y consentido, sino como a un ego propenso a aislarse, al que le costara salir de su propio mundo. No me estaba recriminando nada. Únicamente se sentía sola.
—No creas. He estado muy contenta de que hayamos podido abrazarnos así. Incluso he pensado que quizá, de ahora en adelante, todo vaya bien —dijo al separarnos—. Pero no será fácil.
Mientras iba de la estación a casa, estuve reflexionando sobre sus palabras. Entendía más o menos lo que me había querido decir. No estaba acostumbrado a abrirle el corazón a nadie. Ella me había abierto el suyo; yo no había sido capaz de hacerlo. Izumi me gustaba, pero, como algo más profundo, no la aceptaba.
Había recorrido miles de veces el camino de casa a la estación. Pero, aquel día, ante mis ojos aparecía una ciudad desconocida. Mientras andaba, tenía clavado en la mente el cuerpo desnudo de Izumi que acababa de abrazar. Recordaba sus pezones endurecidos, su vello púbico, sus muslos suaves. Mi desazón fue creciendo por momentos. Compré tabaco en una máquina expendedora, volví al banco donde había estado sentado poco antes con ella y encendí un cigarrillo para sosegarme. «Si no se hubiera presentado mi tía sin avisar, todo habría ido bien», pensé. Si no hubiese pasado nada, seguro que nos habríamos separado de mucho mejor humor y nos habríamos sentido más felices. Pero, aunque mi tía no hubiese venido aquella tarde, seguro que, en algún momento, habría pasado algo así. Si no hubiese sucedido hoy, habría sido mañana. El mayor problema era que yo no podía convencerla. Y no podía convencerla a ella porque tampoco podía convencerme a mí mismo.
Al anochecer se levantó un viento frío, anunciándome que se acercaba el invierno. En cuanto empezara el nuevo año, en un abrir y cerrar de ojos llegaría la época de los exámenes de ingreso en la universidad y, luego, me esperaría una vida completamente nueva en un lugar también completamente nuevo. Quizás aquella nueva situación cambiara al ser humano que yo era. Y, pese a la inseguridad que sentía, deseaba con todas mis fuerzas que ese cambio se produjera. Mi cuerpo y mi espíritu anhelaban una tierra desconocida, un soplo de aire fresco. Aquel año, la mayoría de las universidades ya estaban siendo ocupadas por los estudiantes, un huracán de manifestaciones barría las calles de Tokio. Ante mis ojos, el mundo se disponía a sufrir cambios enormes y yo quería sentir directamente esa fiebre sobre mi piel. Aunque Izumi me suplicara que me quedase, y aun suponiendo que, como trueque, consintiera en acostarse conmigo, yo no tenía ninguna intención de permanecer ni un día más en aquella tranquila y elegante ciudad. Aunque eso supusiera nuestra ruptura. Si me quedaba, algo dentro de mí se perdería para siempre. «Y es una pérdida que no puedo permitirme», pensaba. Era algo vagamente parecido a un sueño. En él había ardor y, también, dolor. Se trataba del tipo de sueño que tal vez sólo pueda tenerse a los diecisiete o dieciocho años.
Y ese sueño Izumi tampoco podía entenderlo. Lo que ella perseguía en aquella época era un sueño de naturaleza muy diferente, un mundo que se emplazaba en un lugar muy distinto.
Pero, al final, antes de empezar realmente esa nueva vida en ese nuevo lugar, nuestra relación llegaría a su fin de una manera brusca e impensada.