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En el instituto me convertí en un adolescente normal y corriente. Ésa fue la segunda etapa de mi vida: convertirme en un ser humano como cualquier otro. Un nuevo estadio en mi evolución. Abandoné mis peculiaridades y me convertí en un chico como los demás. Claro que si una persona observadora me hubiera estudiado con atención, se habría dado cuenta enseguida de que tenía mis problemas. Pero ¿existen en este mundo chicos de dieciséis años que no los tengan? En este sentido, puede decirse que conforme me había ido acercando al mundo, el mundo se había ido acercando a mí.

A los dieciséis años ya había dejado de ser el hijo único y enclenque que hasta entonces había sido. Una casualidad hizo que, al entrar en el instituto, empezara a ir a clases de natación en el barrio. Allí aprendí a dominar el crol y, dos veces por semana, hacía largos cronometrados. Gracias a eso, los hombros y mi pecho se me ensancharon en un abrir y cerrar de ojos, mis músculos se endurecieron. Dejé de ser el niño que había sido, siempre en la cama con fiebre. Me pasaba horas ante el espejo del cuarto de baño, desnudo, estudiándome minuciosamente. Ante mis ojos, mi cuerpo cambiaba tan deprisa como jamás habría soñado. Me encantaba. No es que estuviera contento de ir acercándome, paso a paso, a la madurez. Más que el crecimiento en sí, me gustaba la metamorfosis que experimentaba. Me hacía feliz dejar de ser el yo que había sido.

Leía mucho, escuchaba música. La lectura y la música me habían gustado siempre, pero la amistad con Shimamoto había estimulado y pulido las dos aficiones. Me acostumbré a ir a la biblioteca y a leer cuanto caía en mis manos. Cada vez que empezaba un libro, no podía dejarlo. Era como una droga. Leía durante las comidas, en el tren, en la cama hasta el amanecer, leía a escondidas durante las clases. Mientras tanto, conseguí un pequeño aparato estéreo y, en cuanto tenía un momento libre, me encerraba en mi habitación a escuchar jazz. Sin embargo, apenas sentía deseos de compartir con nadie mis experiencias sobre libros o música. Yo era yo, no otro. Pensarlo me hacía sentir tranquilo y satisfecho. En este sentido, tal vez fuera un adolescente solitario y arrogante. Detestaba los deportes de equipo. Aborrecía los juegos donde tuviera que disputar unos puntos con los demás. Lo que a mí me gustaba era nadar solo, en silencio.

Con todo, no era un auténtico solitario. En la escuela tenía algunos buenos amigos, aunque no muchos. A decir verdad, a mí nunca me gustó la escuela. Siempre sentí que mis compañeros querían aplastarme, que debía estar preparado en todo momento para defenderme. Pero lo cierto es que, de no haber tenido a mis amigos a mi alrededor, mis heridas habrían sido más profundas después de atravesar los inciertos años de la adolescencia.

Además, gracias a la práctica del deporte, la lista de comidas que no me gustaban se acortó de manera considerable y también empecé a poder hablar con las chicas sin ruborizarme tontamente. La gente ya no parecía darle importancia al hecho de que fuera hijo único cuando, por casualidad, se enteraba. Hacia fuera, al menos, había conjurado ya la maldición del hijo único.

Y empecé a salir con una chica.

No era demasiado guapa. Para entendernos, no se trataba del tipo de chica de la que, cuando tu madre ve el álbum de la escuela, dice con un suspiro: «¡Qué chica tan mona! ¿Cómo se llama?». Pero a mí me gustó desde la primera vez que la vi. En las fotografías no se apreciaba, pero poseía una dulzura natural que atraía a los demás de manera automática. Cierto que no era una belleza de la que yo pudiera alardear ante los otros. Pero, pensándolo bien, tampoco yo tenía nada que mostrar con orgullo.

En segundo curso, ella y yo estábamos en la misma clase y salimos juntos unas cuantas veces. Al principio, con otra pareja, después, solos. A su lado me sentía extrañamente relajado. Podía hablar de cuanto se me antojara y siempre me escuchaba con interés y agrado. Yo no decía nada que valiera la pena, pero ella seguía mis palabras con una expresión tan atenta como si le hablara de algún gran descubrimiento que fuera a cambiar el curso de la historia. Desde que dejé de ver a Shimamoto, era la primera vez que una chica me prestaba tanta atención. Al mismo tiempo, yo también quería saberlo todo sobre ella. Cualquier detalle insignificante. Qué comía. Cómo era su habitación. Qué se veía desde su ventana.

Se llamaba Izumi[1]. «¡Qué nombre tan bonito!», le dije la primera vez que hablamos, «oyéndolo es como si, al lanzar un hacha, fuera a aparecer un hada». Se rió. Tenía dos hermanos, una chica, a la que le llevaba tres años, y un chico, al que le llevaba cinco. Su padre era dentista. Vivían —¡cómo no!— en una casa independiente y tenían un perro. Un pastor alemán que respondía al nombre de Karl. Increíble, pero si se llamaba así era por Karl Marx. Su padre pertenecía al partido comunista. En este mundo, seguro que hay unos cuantos odontólogos del partido comunista, sin duda. Si se reunieran todos quizás ocupasen cuatro o cinco autocares grandes. Pero a mí me llenaba de estupor que el padre de mi novia fuera uno de ellos. A sus padres les gustaba con locura el tenis y, cada domingo, cogían las raquetas y se iban a jugar. Tampoco me parecía muy normal que un comunista estuviera loco por el tenis. Pero eso a Izumi no parecía importarle. Ella no sentía el menor interés por el partido comunista, pero quería a sus padres e iba a jugar a menudo con ellos. También me invitó a mí, pero, por desgracia, el tenis no figuraba entre mis deportes favoritos.

Me envidiaba porque era hijo único. No se llevaba demasiado bien con sus hermanos. «Son unos bestias, unos imbéciles sin remedio», decía: «¡Ojalá pudiera perderlos de vista! No tener hermanos es lo mejor del mundo. Siempre he querido ser hija única. Si lo fuera, podría vivir a mis anchas, sin que nadie me estuviera tocando siempre las narices».

A la tercera cita, la besé. Aquel día, ella había venido a casa. Mi madre dijo que se iba de compras y se marchó. Nos quedamos solos. Cuando me acerqué y puse mis labios sobre los suyos, ella cerró los ojos en silencio. Tenía una docena de excusas preparadas por si se enfadaba o apartaba la cara, pero no hubo necesidad de usarlas. Con los labios pegados, la rodeé con un brazo y la atraje hacia mí. Estábamos a finales de verano y ella llevaba un vestido de algodón a rayas azules y blancas. Un lazo anudado a la cintura le colgaba por detrás, como una cola. Mi mano tocó el cierre metálico del sujetador en su espalda. Sentía su aliento en mi cuello. El corazón me empezó a latir desacompasadamente, como si fuera a salírseme del pecho. Mi pene, duro, a punto de reventar, se le clavaba en el muslo y ella se apartó un poco. Pero eso fue todo. La situación no pareció chocarle ni desagradarle. Permanecimos abrazados, inmóviles, en el sofá de la sala de estar de casa; con el gato, echado sobre una silla, como único testigo. Cuando nos abrazamos, alzó los ojos y nos dirigió una mirada rápida, pero se desperezó en silencio y se durmió. Le acaricié el pelo a Izumi, posé los labios sobre sus pequeñas orejas. Pensé que algo tendría que decirle, pero no se me ocurría ni una sola palabra. A duras penas podía respirar. Le cogí la mano y la besé otra vez. Durante largo rato no dijimos nada, ni ella ni yo.

Tras acompañarla a la estación, me asaltó un terrible desasosiego. Volví a casa, me tumbé en el sofá y me quedé mirando el techo. Era incapaz de pensar en nada. Poco después regresó mi madre y me dijo que iba a preparar la cena. Yo no tenía ni pizca de apetito. Sin abrir la boca, me puse los zapatos y salí a la calle. Estuve más de dos horas dando vueltas por el barrio. Era una sensación extraña. Ya no estaba solo, pero, al mismo tiempo, me sentía más solo que nunca. Me resultaba imposible calibrar bien la distancia, igual que cuando te pones gafas por primera vez. Podía tocar cosas que estaban lejos y no distinguía con claridad las que estaban cerca. Al despedirse, Izumi me había dicho: «Estoy muy contenta. Gracias». Yo también lo estaba, claro. Que una chica me permitiera besarla me parecía casi un milagro. No es que no estuviera contento. Pero me sentía incapaz de aceptar aquella dicha sin reservas. Yo era como una torre que hubiera perdido sus cimientos. Cuanto más miraba a lo lejos desde las alturas, más me sentía vacilar. «¿Por qué ella?», me preguntaba, «¿Qué sé yo, en realidad, de esta chica?». Sólo habíamos salido juntos unas cuantas veces, habíamos hablado sólo de tonterías. Al pensarlo, me asaltó una inseguridad atroz. Tan grande que apenas podía tenerme en pie.

Pensé que si hubiera sido Shimamoto a quien hubiese abrazado y besado, no me habría sentido tan confuso. Shimamoto y yo nos aceptábamos de una manera tácita, total. Entre nosotros no cabían ni inseguridades ni dudas. «Pero Shimamoto ya no está», resolví. Ella vivía ahora en un mundo distinto, nuevo. De la misma forma que yo me encontraba también en mi propio mundo. Por eso no podía poner a Izumi y a Shimamoto en un mismo plano y compararlas. Era inútil hacerlo. La puerta que conducía al mundo que existía antes se había cerrado ya a mis espaldas. Y yo tenía que hallar mi espacio y desenvolverme en aquel nuevo mundo que me rodeaba.

Estuve levantado hasta que empezó a clarear por el este. Entonces me acosté, dormí un par de horas, me duché y fui a la escuela. Tenía que encontrar a Izumi y hablar con ella. Quería confirmar una vez más lo que había ocurrido entre nosotros el día anterior. Quería escuchar de sus labios que seguía sintiendo lo mismo que la víspera. Ella me había dicho al final: «Estoy muy contenta. Gracias», cierto. Pero, al amanecer, todo parecía una ilusión creada por mi mente. En la escuela no encontré el momento de hablar con Izumi a solas. Durante el recreo estuvo todo el tiempo con sus amigas y, al acabar la clase, se fue sola a casa. Nuestros ojos se encontraron una única vez. Fue en el pasillo, cuando cambiábamos de aula. Se volvió hacia mí, me dirigió una breve sonrisa y yo se la devolví. Eso fue todo. Sin embargo, en aquella sonrisa hallé la confirmación de los acontecimientos del día anterior. «¡Tranquilo! ¡Lo de ayer fue real!», parecía decirme su sonrisa. En el tren, de vuelta a casa, descubrí que mi desconcierto casi se había desvanecido por completo. Yo la quería, y ese sentimiento era mucho más sano, mucho más fuerte, que las dudas y vacilaciones de la víspera.

Lo que yo deseaba estaba muy claro. Desnudarla. Quitarle la ropa. Y tener relaciones sexuales con ella. Pero para llegar a eso debía hacer un largo recorrido. Las cosas van siguiendo su curso mediante la superposición escalonada de imágenes concretas, una tras otra. Para llegar al sexo, se tiene que empezar por bajar la cremallera del vestido. Y entre el sexo y la cremallera existe un proceso a lo largo del cual quizá sean necesarias veinte o treinta pequeñas decisiones y juicios.

Lo que me dispuse a hacer en primer lugar fue conseguir unos preservativos. Aún faltaba mucho tiempo para llegar al momento en que pudiera necesitarlos, pero pensé que valía la pena estar preparado. Porque… ¡vete a saber cuándo surgiría la necesidad! Ir a comprarlos a la farmacia, sin embargo, quedaba descartado. Yo aparentaba lo que era: un estudiante de segundo curso de bachillerato y tampoco me hubiera atrevido a ir. En el barrio había varias máquinas expendedoras, pero si alguien me pillaba comprándolos, podía tener problemas. Estuve dándole vueltas durante tres o cuatro días.

Sin embargo, las cosas fueron más fáciles de lo que esperaba. Tenía un amigo relativamente más experimentado que yo en estos asuntos. Decidí consultarle. Quería preservativos, pero no sabía cómo conseguirlos. «¿Condones? ¡Ah, eso es fácil! Si quieres, te regalo una caja», me dijo como si nada. «Mi hermano mayor se ha comprado montones de condones. Por correspondencia, creo. No sé por qué querrá tantos, pero tiene un armario lleno. Por una caja, no se dará ni cuenta». «Oye, me salvas la vida», le dije.

Al día siguiente, en la escuela, me dio una bolsa de papel con una caja de preservativos dentro. Lo invité a comer y le pedí que no dijera una palabra a nadie. «¡Claro que no, hombre! ¡Esas cosas no se cuentan!», repuso. Pero no se calló, por supuesto. Les contó a unos cuantos que yo necesitaba preservativos. Y ésos se lo contaron, a su vez, a otros cuantos. Izumi acabó enterándose por una amiga. Me citó en la azotea de la escuela después de clase.

—Oye, Hajime. ¿Es verdad que Nishida te ha dado preservativos? —me preguntó.

Pronunciaba la palabra «preservativos» con dificultad, como si le costara horrores. En sus labios, sonaba a bacilo inmoral causante de epidemias terribles.

—¡Ah, sí! —dije. Busqué las palabras apropiadas. Pero no logré encontrar ni una—. No es por nada importante. Sólo que, pues no sé. Hace tiempo que pienso que no me iría mal tener alguno.

—¿Querías eso para mí?

—¡Oh, no! No exactamente —dije—. Sólo sentía curiosidad por ver cómo eran. Pero, oye, si tienes que ponerte así, perdona. No pasa nada. Puedo devolverlos. O tirarlos.

Estábamos sentados, uno al lado del otro, en un pequeño banco de piedra en un rincón de la azotea. Parecía que iba a empezar a llover de un momento a otro y la azotea estaba desierta. En los alrededores reinaba un silencio absoluto. Era la primera vez que veía la azotea tan silenciosa.

La escuela se hallaba en lo alto de una colina y, desde la azotea, se divisaba una panorámica de la ciudad y del puerto. En cierta ocasión cogimos diez discos viejos de la sala del club de radiodifusión y los tiramos desde allí arriba. Volaron describiendo una hermosa parábola. Cabalgando sobre el viento, como si hubieran cobrado vida por unos instantes, se dirigieron volando alegremente hacia el puerto. Pero, al final, uno perdió alas y, desequilibrado, cayó sin elegancia en una pista de tenis y asustó a unas chicas de primer curso que aprendían a manejar las raquetas. Eso nos causó, después, bastantes problemas. Había ocurrido hacía más de un año y yo, ahora, en aquel mismo lugar, estaba sufriendo un severo interrogatorio a manos de mi novia acerca de unos condones. Alcé la mirada hacia el cielo. Un milano describía despacio un bello círculo. «Ser pájaro», imaginé, «debe de ser fantástico. A ellos les basta con volar. Al menos, no tienen que preocuparse por la anticoncepción».

—¿Tú me quieres de verdad? —me preguntó en voz baja.

—Pues claro —respondí—. Claro que te quiero.

Me miró de frente apretando los labios con fuerza. Sostuvo la mirada tanto tiempo que empecé a sentirme incómodo.

—Yo también te quiero —dijo un poco después.

«Pero», pensé.

—Pero —siguió tal como yo había previsto—, no vayas tan deprisa.

Asentí.

—No me atosigues. Yo tengo mi propio ritmo. No soy tan espabilada. Necesito mi tiempo para hacer las cosas. ¿Podrás esperar?

Volví a asentir en silencio.

—¿Me lo prometes? —preguntó.

—Te lo prometo.

—¿Y no me harás daño?

—No te haré daño.

Izumi bajó los ojos y se quedó mirando los zapatos. Eran unos mocasines negros corrientes. Al lado de los míos, se veían tan pequeños que parecían de juguete.

—Tengo miedo —dijo—. Últimamente, no sé por qué, me siento a veces como un caracol sin caparazón.

—Yo también tengo miedo. No sé por qué, pero a veces me siento como una rana sin membranas entre los dedos.

Alzó la vista y me miró. Esbozó una pequeña sonrisa.

Luego, sin mediar palabra, nos dirigimos a la parte umbría del edificio, nos abrazamos y nos besamos. Éramos un caracol que había perdido el caparazón y una rana que había perdido las membranas. La apreté con fuerza contra mi pecho. Nuestras lenguas se tocaron con suavidad. Acaricié sus senos por encima de la blusa. No se resistió. Sólo cerró los ojos, suspiró. Sus pechos no eran muy grandes, se amoldaban a la perfección a la palma de mi mano. Como si hubieran sido hechos para eso. Ella apoyó la palma de la mano sobre mi corazón. Su tacto se fundió con mis latidos. «Es diferente de Shimamoto», pensé. «No me da lo que Shimamoto me daba. Pero es mía y quiere ofrecerme todo lo que puede. ¿Cómo podría hacerle daño?».

Entonces no lo sabía. No sabía que era capaz de herir a alguien tan hondamente que jamás se repusiera. A veces, hay personas que pueden herir a los demás por el mero hecho de existir.