15
Aquel mismo día, poco antes de las cuatro de la tarde, regresé a Tokio. Pensaba que Shimamoto aún podía volver y la estuve esperando en la casa hasta pasado el mediodía. Resultaba difícil permanecer allí quieto, sin hacer nada, así que maté el tiempo limpiando la cocina y ordenando la ropa que había en la casa. El silencio era denso. El canto de los pájaros, el ruido de los tubos de escape de los coches que se oían de vez en cuando, todo sonaba artificial, desproporcionado. A mi alrededor, todos los sonidos parecían desfigurados, como aplastados por alguna fuerza. Inmerso en esta atmósfera, esperaba que ocurriera algo. «Tiene que pasar algo», pensaba. «Las cosas no pueden acabar así».
Pero no ocurrió nada. Shimamoto no era de las que cambian fácilmente de opinión. Opté por regresar a Tokio. Si Shimamoto decidía ponerse en contacto conmigo —cosa muy poco probable— lo haría en uno u otro de mis locales. Además, no tenía sentido alguno continuar en la casa.
Mientras conducía, tuve que esforzarme para mantener la atención en la carretera. Varias veces estuve a punto de saltarme algún semáforo, de equivocarme de camino, de cambiar de carril a destiempo. Tras dejar el coche en el aparcamiento del bar, llamé a casa desde un teléfono público. Le anuncié a Yukiko que ya estaba de vuelta y que me iba a trabajar. Ella no dijo nada.
—Es tarde. He estado muy preocupada. Por lo menos podías haber llamado, ¿no? —me dijo en un tono duro y seco.
—Estoy bien. Tranquila —respondí. No podía imaginar cómo debía de sonar mi voz a sus oídos—. Ahora no tengo tiempo, así que voy directamente a la oficina, a repasar los libros de cuentas; luego me pasaré por los bares.
Fui a la oficina, me senté frente a la mesa y allí, solo, sin hacer nada, esperé a que llegara la noche. Pensé en los acontecimientos de la víspera. Probablemente, después de que me quedara dormido, Shimamoto se había levantado sin descabezar siquiera un sueño, y se marchó al alba. Cómo había podido regresar a Tokio era un misterio. La casa estaba bastante apartada de la carretera principal. Además, en las montañas de Hakone, por la mañana temprano, no resultaba precisamente fácil encontrar un autobús o un taxi. Y ella, además, llevaba zapatos de tacón.
¿Por qué había tenido que desaparecer? Mientras conducía no dejé de hacerme esta pregunta. Yo le había dicho que la tomaba, ella me había dicho que me tomaba a mí. Después hicimos el amor sin reservas. Pero ella se había ido, me había dejado, sin ninguna explicación. Incluso se llevó el disco que me había regalado. Intenté dilucidar qué se escondía tras sus actos. Algún sentido, alguna razón debían de tener. Shimamoto no era una persona que actuara movida por impulsos repentinos. En aquel momento, yo no podía hacer un análisis lógico. Era incapaz de seguir un hilo de pensamiento. Y cuando, pese a todo, traté de esforzarme en reflexionar, me asaltó un sordo dolor de cabeza. Comprendí que estaba exhausto. Me senté en el suelo, me apoyé en la pared, cerré los ojos. Ya no pude volver a abrirlos. Sólo podía recordar. Renuncié a seguir pensando y, como si hiciera girar una cinta sin fin, evoqué, una y otra vez, los hechos. Veía el cuerpo de Shimamoto. Con los ojos cerrados, imaginaba, detalle a detalle, su cuerpo desnudo, tendido ante la estufa. Su cuello, sus senos, sus caderas, su vello púbico, su sexo, su espalda, su cintura, sus piernas. Las imágenes eran demasiado cercanas, demasiado vívidas. A veces las imágenes son mucho más cercanas e intensas que la misma realidad. Pronto se me hizo insoportable seguir rodeado de aquellas visiones tan llenas de vida dentro de una habitación tan pequeña. Salí del edificio donde tenía la oficina, empecé a recorrer los alrededores sin rumbo. Fui al bar y me afeité en el lavabo. Caí en la cuenta de que ni siquiera me había lavado la cara. Aún llevaba la misma parka que la noche anterior. Los empleados no dijeron nada, pero me miraban de reojo con cara de extrañeza. No podía volver a casa. Si lo hacía, acabaría confesándoselo todo a Yukiko. Que estaba enamorado de Shimamoto, que había pasado la noche con ella, que había estado a punto de abandonarlo todo, mi hogar, mis hijas, mi trabajo.
Sabía que debía contárselo todo a Yukiko. Pero no podía. Era incapaz, en aquel momento, de distinguir lo que era correcto de lo que no. Ni siquiera acababa de comprender lo que estaba ocurriendo. Así no podía volver a casa. Fui al bar, esperé a que viniera Shimamoto. Era algo muy improbable, lo sabía. Pero no podía hacer nada más. Fui al bar, la busqué con la mirada, me senté en la barra del Robin’s Nest, la esperé inútilmente hasta la hora de cerrar. Hablé, como de costumbre, con algunos clientes habituales. Pero apenas escuché lo que me decían. Me limité a asentir cortésmente mientras evocaba el cuerpo de Shimamoto. Recordaba la dulzura con que me había acogido su vagina. Recordaba cómo había pronunciado mi nombre en aquel momento. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón me daba un vuelco.
Me quedé bebiendo en la barra hasta después de que cerrara el local y de que todo el mundo se hubiese ido. Por más que bebía, no me emborrachaba. Al contrario, la cabeza se me iba despejando rápidamente. Llegué a casa cuando las agujas del reloj marcaban las dos. Yukiko me estaba esperando levantada. Sabía que no podría dormir, me senté solo ante la mesa de la cocina y me serví un whisky. Yukiko cogió un vaso y me acompañó.
—Pon algo de música —dijo Yukiko.
Cogí la primera cinta que vi, la metí en el casete, lo puse en marcha, bajé el volumen para no despertar a las niñas. Permanecimos un rato, con la mesa de por medio, sin decir nada, bebiendo cada uno de su vaso.
—Hay otra mujer, ¿verdad? —preguntó Yukiko clavándome la mirada.
Asentí. Pensé que Yukiko debía de haberse repetido esas mismas palabras muchas veces. Las palabras tenían peso y contornos precisos. Pude notarlo en el timbre de su voz.
—Y esa mujer te gusta de verdad. No es un simple pasatiempo.
—Sí —dije—. No es un juego. Pero es un poco diferente a lo que estás pensando.
—¿Sabes tú lo que estoy pensando? —replicó—. ¿Crees de verdad que sabes lo que estoy pensando?
Permanecí en silencio. No podía decir nada. También Yukiko enmudeció. La música sonaba a bajo volumen. Era Vivaldi, o Telemann. No podía recordar la melodía.
—Dudo que sepas lo que estoy pensando —repitió Yukiko. Hablaba despacio, remarcando bien las palabras, como cuando explicaba algo a las niñas—. No lo sabes, seguro.
Me miró. Comprendió que no diría nada, tomó el vaso de whisky y le dio un sorbo. Negó con la cabeza, despacio.
—No soy tan estúpida, ¿sabes? Vivo contigo, duermo contigo. Hace tiempo que imaginaba que había otra mujer.
Yo miraba a Yukiko en silencio.
—Pero no te estoy reprochando nada. Si te has enamorado, no puede hacerse nada. Si te has enamorado, te has enamorado. Seguro que no te bastaba conmigo. También eso lo puedo entender. Hasta ahora nos había ido bien juntos, tú me has tratado bien. He sido muy feliz a tu lado. Y creo que sigues queriéndome, incluso ahora. Pero no soy lo bastante mujer para ti. Eso ya lo sabía. Imaginaba que esto sucedería algún día. ¡Qué le vamos a hacer! No te reprocho que te hayas enamorado de otra. A decir verdad, ni siquiera estoy enfadada. Es extraño, pero no. Sólo estoy triste. Muy triste. Imaginaba que sería amargo, pero lo es muchísimo más de lo que había supuesto.
—Lo siento mucho.
—No se trata de pedir disculpas —dijo—. Si quieres separarte de mí, hazlo. No me opondré. ¿Quieres separarte?
—No lo sé —respondí—. ¿No quieres que te explique nada?
—¿Que me expliques cosas sobre ti y esa mujer?
—Sí.
—No quiero saber nada de ella. No me hagas sufrir más. No me importa qué tipo de relación tenéis, qué pensáis hacer. No quiero saber nada de eso. Lo único que quiero que me digas es si quieres separarte de mí o no. No me importa la casa, tampoco el dinero. Las niñas, si quieres, te las doy. De verdad, estoy hablando en serio. Así que, si quieres separarte, dímelo. Es lo único que quiero saber. No quiero oír nada más. Sólo sí o no.
—No lo sé —dije.
—¿Quieres decir que no sabes si quieres separarte de mí o no?
—No. Lo que no sé es si puedo responder a la pregunta.
—¿Y cuándo lo sabrás?
Sacudí la cabeza.
—Piénsatelo con calma entonces —dijo Yukiko tras un suspiro—. Yo esperaré, no te preocupes. Piénsatelo despacio, tómate tu tiempo y decídete.
Desde aquella noche, dormí en el sofá de la sala de estar. A veces, las niñas se despertaban por la noche, venían y me preguntaban por qué dormía allí. Yo les explicaba que papá, últimamente, roncaba tan fuerte que había decidido acostarse en otra habitación porque, si no, mamá no podía dormir. Alguna que otra vez, una de las dos se deslizaba bajo las mantas. Yo la abrazaba con fuerza sobre el sofá. También había veces que oía llorar a Yukiko en el dormitorio.
Durante las dos semanas siguientes, viví inmerso en una sucesión de recuerdos sin fin. Recordaba, uno tras otro, cada uno de los detalles de la noche que había pasado con Shimamoto esforzándome en encontrarles algún sentido oculto. Intentaba descifrar algún mensaje. La veía entre mis brazos. Recordaba su mano metida bajo el vestido blanco. Recordaba la canción de Nat King Cole, el fuego de la estufa. Reproducía en mi memoria cada una de las palabras que había dicho aquella noche.
—Como ya te he dicho antes, para mí no hay espacio para el compromiso —decía Shimamoto—. Y donde no hay lugar para el compromiso, no hay un término medio.
—Eso ya lo había decidido, Shimamoto —repliqué yo—. Cuando desapareciste, pensé muchas veces en ello. Ya había tomado una decisión.
Recordaba los ojos de Shimamoto mirándome sin apartar la vista desde el asiento del copiloto. Aquella mirada contenía una especie de violencia que se grababa hondamente en mi mejilla. Tal vez fuera más que una mirada. Incluso ahora podía percibir con claridad cómo la muerte flotaba sobre ella en aquel instante. Ella quería morir de verdad. Posiblemente había venido a Hakone para morir a mi lado.
—Eso ya lo había decidido, Shimamoto —repetía yo—. Cuando desapareciste, pensé muchas veces en ello. Ya había tomado una decisión.
«Entonces, tal vez pueda tomarte yo a ti. Por entero. ¿Me entiendes? ¿Comprendes lo que eso significa?».
Shimamoto quería mi vida. Ahora lo comprendía. De la misma manera que yo había tomado mi decisión, ella había tomado la suya. ¿Cómo es posible que no la hubiera entendido? Quizás ella, después de pasar la noche juntos, tuviera la intención de dar un volantazo al BMW en la autopista y que muriéramos los dos. Para ella no había otra alternativa. Pero, al final, algo la había disuadido. Y había desaparecido guardándoselo todo dentro.
«¿Cuál debe de ser la situación en que se halla Shimamoto?», me pregunté. «¿En qué callejón sin salida se encontrará? ¿Cómo, por qué razón, con qué objetivo, quién la ha acorralado hasta ese punto? ¿Por qué la única escapatoria posible es la muerte?». Pensé muchas veces en ello. Puse todas las pistas ante mí. Formulé todas las hipótesis que se me pasaron por la cabeza. Pero no me condujeron a ninguna parte. Ella había desaparecido llevándose su secreto consigo. Se había ido en silencio sin un «quizá» o un «por una temporada». La idea se me hacía insoportable. En definitiva, había rehusado a compartir su secreto conmigo. A pesar de haber fundido nuestros cuerpos en uno.
—Hay ocasiones en que, una vez has dado un paso adelante, ya no puedes retroceder, Hajime —decía Shimamoto. Pasada la medianoche, en el sofá, oía su voz repitiéndome esas palabras; pude percibir con claridad cómo su voz iba desgranando una tras otra—: Como tú dices, sería maravilloso poder marcharnos los dos a alguna parte, empezar una nueva vida juntos. Por desgracia, yo no puedo escapar. Me es físicamente imposible, ¿entiendes?
Shimamoto era, ahora, una chica de dieciséis años, estaba en un jardín, ante los girasoles, sonriendo con incomodidad.
—No debía haber ido a verte. Lo sabía desde el principio. Podía imaginar lo que pasaría. Pero no pude contenerme. ¡Me apetecía tanto verte! Y, una vez ante ti, no pude evitar dirigirte la palabra. ¿Sabes, Hajime?, así soy yo. No es que quiera, pero siempre acabo estropeándolo todo.
«Jamás volveré a verla», pensé. «Ella ya sólo existe en mis recuerdos. Se ha ido de mi lado. Estaba aquí, pero ha desaparecido. Y allí no hay término medio. Donde no hay lugar para el compromiso no puede haber un término medio. Los “quizá” tal vez existan al sur de la frontera. No al oeste del sol».
Cada día leía los periódicos de cabo a rabo para ver si aparecía la noticia del suicidio de una mujer. No hallé ningún artículo que pudiera referirse a ella. En el mundo se suicidaban a diario muchas personas. Pero, que yo supiera, no había ninguna hermosa mujer de treinta y siete años y sonrisa deslumbrante que lo hubiese hecho. Ella, simplemente, se había ido.
En apariencia, mi vida era la misma. Cada día llevaba a las niñas a la guardería, las iba a recoger. Cantaba a coro con ellas en el coche. A veces me encontraba a la joven del 260E delante de la guardería y charlábamos. En esos momentos lograba olvidarlo todo. Nuestros temas de conversación, como de costumbre, se reducían a la comida y a la ropa. Cada vez que nos veíamos, intercambiábamos información sobre el vecindario de Aoyama y la comida natural.
En el trabajo, también seguía desempeñando mi papel con la eficacia habitual. Cada noche me ponía la corbata, iba a los locales, charlaba con los clientes de siempre, escuchaba las opiniones y quejas del personal, hacía un pequeño regalo a las empleadas el día de su cumpleaños. Invitaba a una copa a los músicos que visitaban el bar, probaba cócteles. Comprobaba que el piano estuviese bien afinado, vigilaba que no hubiese ningún borracho que molestara a los clientes. Si surgía algún problema, lo resolvía con celeridad. El negocio funcionaba casi demasiado bien. A mi alrededor, todo marchaba sin contratiempos. Pero yo no sentía por mi trabajo el mismo entusiasmo que antes. Aquella pasión por mis dos locales se había desvanecido. No creo que los demás se percataran. En apariencia, yo seguía siendo el mismo. Incluso era más simpático, más amable, más hablador. Pero yo sí me daba cuenta. Cuando me sentaba en un taburete y barría el local con la mirada, eran muchas las cosas que me parecían monótonas y faltas de color. Antes no. Aquello ya no era un exquisito jardín de ensueño, saturado de brillante colorido. No era más que una vulgar y ruidosa taberna de las que se pueden encontrar en todas partes. Todo era artificial, frívolo, pobre. Y lo que allí había era un simple decorado hecho con la intención de sacarles los cuartos a los borrachos. Todas las ilusiones que mi corazón abrigaba sobre ellos se habían desvanecido. Porque Shimamoto jamás volvería a pisarlos. Porque ella jamás vendría, ni se sentaría en la barra, ni sonreiría ni pediría un cóctel. Nunca más.
En casa seguía llevando la misma vida que antes. Comía con mi familia, los domingos salía a pasear con las niñas, íbamos al zoológico. En todo lo exterior, también Yukiko seguía comportándose conmigo como antes. Hablábamos de muchas cosas, como siempre. Parecíamos dos viejos amigos que, por un azar, tuvieran que vivir bajo el mismo techo. Había palabras que no se podían pronunciar, hechos de los que no se podía hablar. Pero entre nosotros no había aspereza alguna. Sólo que no nos tocábamos. Por la noche dormíamos separados. Yo en el sofá de la sala de estar. Ella en el dormitorio. Tal vez fuera ése el único cambio que se había producido en nuestro hogar.
A veces pensaba que todo eso no era más que una comedia. Nosotros nos limitábamos a representar el papel que nos había sido asignado. Pensaba que si, pese a haberse perdido algo vital, podíamos continuar actuando un día tras otro sin cometer errores graves era sólo gracias a la técnica. Sentía amargura al pensarlo. Una vida tan vacía, tan falsa, debía de herir profundamente a Yukiko. Pero yo aún no podía responder a su pregunta. No quería separarme de ella, por supuesto. Esto lo tenía muy claro. Pero no tenía ningún derecho a decirlo. Una vez estuve a punto de abandonarlas, a ella y a mis hijas. No podía reanudar mi vida de antes como si nada hubiese ocurrido sólo porque Shimamoto se hubiese marchado y no pensara volver. Las cosas no eran tan fáciles. No tenían por qué ser tan fáciles. Y yo tampoco había podido escapar aún del fantasma de Shimamoto. Aquellas visiones me perseguían todavía. Las imágenes eran demasiado frescas, demasiado reales. Al cerrar los ojos, aún podía recordar cada detalle de su cuerpo. Las palmas de mis manos aún podían recordar el tacto de su piel. Podía oír su voz junto a mi oído. Poseído como estaba por estos fantasmas, no podía tomar a Yukiko entre mis brazos.
Estaba solo siempre que podía. Y como tampoco sabía qué otra cosa hacer, cada mañana, sin falta, me iba a nadar. Después me dirigía a la oficina y allí me quedaba contemplando el techo y me abandonaba a las fantasías con el recuerdo de Shimamoto. Quería tomar pronto una determinación. Había convertido mi vida junto a Yukiko en una simulación, y aplazaba mi respuesta, seguía viviendo en una especie de vacío. No podía continuar eternamente de aquella forma. No era correcto, lo mirara por donde lo mirase. Debía asumir mis responsabilidades como ser humano, como esposo, como padre. En realidad, no podía hacer nada. Los fantasmas estaban siempre presentes, aferrándome con fuerza. Cuando llovía, todo era aún peor. Con la lluvia, me asaltaba la ilusión de que, de un momento a otro, iba a aparecer Shimamoto. Ella abría la puerta en silencio y traía consigo el olor a lluvia. Podía imaginar la sonrisa que flotaba en sus labios. Yo decía algo equivocado y ella negaba con la cabeza, en silencio, sin dejar de sonreír. Todas mis palabras perdían fuerza y se iban derramando poco a poco fuera del mundo real como las gotas de lluvia que se deslizaban por los cristales de la ventana. Esas noches sentía que me ahogaba. Las noches de lluvia deformaban la realidad, distorsionaban el tiempo.
Cuando me cansaba de ver fantasmas, me plantaba ante la ventana y me quedaba mirando hacia fuera. A veces me sentía abandonado en una tierra seca y muerta. Como si la cadena de visiones hubiera succionado todo el colorido del mundo que me envolvía sin dejar una pincelada. Todo cuanto se reflejaba en mis ojos era monótono, vacío, provisional; y todo de color arena. Me acordé de aquel compañero de instituto que me había traído noticias de Izumi. Me había dicho: «Hay muchas maneras de vivir. Hay muchas maneras de morir. Pero eso no tiene ninguna importancia. Al final sólo queda el desierto».
Una semana después, uno tras otro, como si hubiesen estado acechando, se sucedieron varios hechos extraños. El lunes por la mañana, recordé súbitamente el sobre con los cien mil yenes y empecé a buscarlo. No tenía ninguna razón especial para hacerlo, me vino a la cabeza. Así de simple. Lo guardaba desde hacía varios años en un cajón de mi escritorio de la oficina. El segundo por arriba, siempre cerrado con llave. Al trasladarme, lo había metido allí junto con otros objetos de valor y sólo lo tocaba para comprobar que todo permanecía en su sitio. No lo encontré. Era algo muy extraño, misterioso. No recordaba haberlo cambiado de lugar. Estaba seguro, al cien por cien. Por si acaso, abrí los otros cajones, los registré a fondo. El sobre no apareció.
Intenté recordar cuándo lo había visto por última vez. No me acordaba del día exacto, pero no hacía ni mucho ni poco. Un mes, tal vez. O dos. Quizá tres. De todas formas, en un pasado no lejano, había sacado el sobre del cajón, confirmando con ello su existencia.
Perplejo, me senté en una silla y me quedé unos instantes con los ojos clavados en el cajón. Tal vez hubiera entrado alguien, tal vez hubiera abierto el cajón y sacado el sobre. Era algo muy poco probable, porque en el cajón, aparte del sobre, también había dinero en efectivo y otros objetos de valor; aunque tampoco era imposible. O tal vez estuviera confundido. Quizá yo mismo hubiese sacado el sobre de allí y ahora no lo recordara. Tampoco esta posibilidad podía descartarse por completo. «A ver, ¿cuál es el problema?», me dije a mí mismo. «De todos modos, querías tirarlo un día de éstos, ¿no es así? Pues, ya está. Una molestia menos».
Sin embargo, tan pronto como hube comprobado que el sobre había desaparecido del cajón y tan pronto como en mi mente la conciencia de la existencia del sobre fue sustituida por la de su inexistencia, ocurrió que, de manera paralela, el sentido de la realidad colindante a la existencia del sobre fue desapareciendo con celeridad. Era una sensación muy extraña, parecida al vértigo. Me dijera lo que me dijese, la conciencia de la inexistencia del sobre fue creciendo deprisa en mi interior erosionando violentamente mi seguridad. La conciencia de la inexistencia del sobre hacía flaquear mi convicción de que el sobre hubiera existido alguna vez, la engullía con voracidad.
Hay una realidad que demuestra la verdad de un hecho. Porque nuestra memoria y nuestros sentidos son demasiado inseguros, demasiado parciales. Incluso podemos afirmar que muchas veces es imposible discernir hasta qué punto un hecho que creemos percibir es real y a partir de qué punto sólo creemos que lo es. Así que para preservar la realidad como tal, necesitamos otra realidad —una realidad colindante— que la relativice. Pero, a su vez, esta realidad colindante necesita una base para relativizarse a sí misma. Es decir, que hay otra realidad colindante que demuestra, a su vez, que ésta es real. Y esta cadena se extiende indefinidamente dentro de nuestra conciencia y, en un cierto sentido, puede afirmarse que es a través de esta sucesión, a través de la conservación de esta cadena, como adquirimos conciencia de nuestra existencia misma. Pero si esta cadena, casualmente, se rompe, quedamos desconcertados. ¿La realidad está al otro lado del eslabón roto? ¿Está a este lado?
En aquel momento, me asaltaba una sensación de ruptura parecida. Cerré el cajón e intenté olvidarlo todo. Tendría que haber tirado aquel dinero desde un principio. Guardarlo había sido, en sí mismo, una equivocación.
El miércoles por la tarde de aquella misma semana, al pasar con el coche por la avenida Gaienhigashidôri, vi a una mujer que, de espaldas, se parecía mucho a Shimamoto. Llevaba unos pantalones azules de algodón, impermeable beige, calzaba unas zapatillas de deporte blancas. Cojeaba. Al verla, tuve la fugaz sensación de que todas las imágenes que había a mi alrededor se congelaban. Una especie de masa de aire me subió desde el pecho a la garganta. «¡Es Shimamoto!», pensé. La adelanté para comprobar si era ella, la miré por el retrovisor, pero otros transeúntes se interpusieron entre nosotros. Pisé el freno, pero el conductor del coche de atrás hizo sonar el claxon con furia. La silueta, de espaldas, y la longitud del pelo eran idénticas a las de Shimamoto. Intenté apearme inmediatamente del coche, pero en la calle no había sitio para aparcar. Doscientos metros más allá descubrí un espacio donde a duras penas cabía un coche, lo metí como pude y volví corriendo al lugar donde la había visto. Había desaparecido. La busqué como un loco por los alrededores. «Es coja. No puede haber ido muy lejos», pensaba. Me abrí paso entre la gente, crucé la calle por donde me vino en gana, subí corriendo a un paso elevado de peatones y, desde allí arriba, miré las caras de la gente que pasaba. Mi camisa estaba empapada en sudor. De pronto caí en la cuenta de que la mujer que había visto no podía ser Shimamoto. Aquella mujer caminaba arrastrando la otra pierna. Además, Shimamoto ya no cojeaba.
Sacudí la cabeza, exhalé un hondo suspiro. Algo me estaba sucediendo. Las fuerzas me abandonaron, como si tuviera vértigo. Me apoyé en un semáforo, me quedé unos instantes con la vista clavada en los pies. El semáforo pasó de verde a rojo, de rojo a verde. La gente cruzaba la calle, esperaba ante la luz roja, cruzaba. Yo permanecía apoyado en el semáforo, intentando acompasar la respiración.
Al abrir los ojos, vi de repente el rostro de Izumi. Estaba en el interior de un taxi detenido frente a mí. Me miraba fijamente por la ventanilla del asiento posterior. El taxi estaba parado ante el semáforo en rojo, apenas nos separaba un metro de distancia. Ya no era aquella niña de diecisiete años. Pero la reconocí a primera vista. No podía tratarse de nadie más. Aquélla era la mujer que, veinte años atrás, yo había tenido entre mis brazos. La primera mujer a la que había besado. La mujer que, una tarde de otoño, cuando tenía diecisiete años, había desnudado. Ella había perdido una liga. Por más que aquellos veinte años la hubiesen cambiado, su rostro era inconfundible. «Los niños le tienen miedo», me había dicho alguien. Al oírlo, no lo había entendido. No había calibrado el alcance de aquellas palabras. Ahora, ante ella, comprendía a la perfección lo que me habían querido decir: su rostro carecía de toda expresión. No, no me he expresado con las palabras exactas. Tal vez debería usar otras. Su rostro había sido despojado por completo de cualquier cosa susceptible de ser llamada expresión. Me recordó una habitación de la que se hubieran llevado todos los muebles, sin dejar ni uno. En aquella cara no afloraba la menor emoción; en ella, tal como sucede en las profundidades marinas, todo se extinguía, sin un sonido, en la muerte. Ella me observaba con ese rostro carente de expresión. Debía de estar observándome. O, por lo menos, mantenía fija la mirada en mi dirección. Pero en su rostro no se leía, hacia mí, el menor signo de reconocimiento. Si algo podía leerse, era sólo un vacío infinito.
Atónito, petrificado, fui incapaz de articular palabra. Me limité a respirar despacio, sosteniéndome a duras penas en pie. Había perdido, de verdad, literalmente, el sentido mismo de mi propia existencia. Durante unos instantes, dejé de saber incluso quién era yo. Llegué a percibir cómo se desdibujaba mi perfil como ser humano y me convertía en una masa densa y como de lodo. Incapaz de pensar en nada, alargué una mano de manera casi inconsciente y toqué el cristal de la ventanilla. Palpé la superficie con la punta de los dedos. Qué significaba aquella acción ni yo mismo lo sabía. Algunos transeúntes se detuvieron y me miraron sorprendidos. Pero nada podía hacer yo por evitarlo. Continué acariciando despacio, a través del cristal, el rostro sin expresión de Izumi. Sin embargo, Izumi no movió ni un músculo. Ni siquiera parpadeó. «¿Estará muerta?», pensé. «No, no puede estar muerta». Ella vivía sin parpadear. Vivía en un mundo donde no existía sonido alguno, detrás del cristal de la ventanilla. Y sus labios inmóviles hablaban de un vacío infinito.
El semáforo cambió a verde y el taxi se fue. El rostro de Izumi permaneció carente de expresión hasta el final. Petrificado en aquel lugar, me quedé contemplando cómo el taxi desaparecía engullido en la riada de vehículos.
Volví al lugar donde había dejado el coche y me derrumbé sobre el asiento. «Por lo pronto, debo marcharme de aquí», pensé. Cuando me disponía a dar la vuelta a la llave de contacto, me asaltó un terrible malestar, unas violentas arcadas. Pero no pude vomitar. Sólo sentía náuseas. Apoyé ambas manos sobre el volante y permanecí inmóvil unos quince minutos. El sudor me corría por los costados. Sentí cómo manaba de mi cuerpo un olor nauseabundo. Ya no era el cuerpo que Shimamoto había lamido con dulzura, sino el de un hombre de mediana edad que despedía un olor acre.
Poco después, se acercó un policía de tráfico y golpeó el cristal de la ventanilla. La abrí. «Está prohibido aparcar aquí», me dijo mirando hacia el interior del coche. «Circule inmediatamente». Asentí e hice girar la llave de contacto.
—Tiene usted muy mala cara. ¿Se encuentra mal? —preguntó.
Negué con la cabeza, en silencio. Puse el coche en marcha.
No volví en mí hasta unas cuantas horas después. Yo era una cascara vacía y, a través de mi cuerpo, reverberaba una resonancia hueca. Era consciente de que me había quedado vacío. Todo, absolutamente todo lo que mi cuerpo debía de haber contenido hasta entonces, había salido de mi interior. Detuve el coche dentro del cementerio de Aoyama y me quedé contemplando distraídamente el cielo al otro lado del parabrisas. «Izumi me estaba esperando», pensé. Posiblemente, me hubiera estado esperando siempre en algún lugar. En cualquier esquina, detrás del cristal de cualquier ventanilla, había estado esperando a que yo apareciera. Ella siempre había tenido los ojos clavados en mí. Sólo que yo no había podido verlo.
Durante los días siguientes, apenas hablé con nadie. Abría la boca dispuesto a decir algo, pero no me salía palabra alguna. Como si el vacío que ella me había comunicado se me hubiera infiltrado hasta el tuétano de los huesos.
Pero después de este encuentro casual con Izumi, las fantasías y ecos de Shimamoto que aún me asediaban se fueron desvaneciendo, despacio, con el tiempo. El paisaje donde posaba los ojos fue recobrando algo de color y la sensación incierta de estar andando por la superficie de la luna fue perdiendo fuerza. La gravedad se alteró de una manera extraña y sentí de una manera imprecisa, como si contemplara a través de un cristal algo que le ocurriera a otra persona, cómo iban desprendiéndose de mi cuerpo, una tras otra, todas aquellas cosas que se habían adherido a él.
Al mismo tiempo, algo que había en mi interior se borró y se extinguió para siempre. En silencio, de una manera definitiva.
En un descanso, me acerqué al pianista y le dije que no hacía falta que tocara más Star-Crossed Lovers. Se lo dije sonriendo, con amabilidad.
—Hasta ahora me gustaba mucho que la tocaras, pero ya la he oído bastante. Ya está bien.
Se me quedó mirando fijamente, como si me estudiara. Entre nosotros existía una relación tan buena que se nos podía considerar amigos. A veces tomábamos una copa juntos y hablábamos de asuntos personales.
—Hay una cosa que no entiendo. ¿No hace falta que la toque más? ¿O no quieres que vuelva a tocarla? Hay una gran diferencia entre una cosa y otra. Me gustaría que me lo aclararas.
—No quiero que la toques más.
—No será porque no te gusta cómo lo hago, ¿verdad?
—En tu interpretación no hay ningún problema. Es magnífica. No hay nadie que toque esa melodía mejor que tú.
—Es decir, que no quieres volver a escucharla.
—Sí, eso es —dije.
—Igual que en Casablanca, ¿verdad patrón?
A partir de entonces, a veces, cuando me veía, tocaba bromeando As Time Goes By.
La razón por la cual no quería escuchar más aquella melodía no era porque me recordase a Shimamoto, sino porque ya no me conmovía como antes. No sé por qué. Pero aquella sensación especial que había encontrado durante tantos años en esa canción se había desvanecido, se había perdido. Seguía siendo una hermosa melodía. Pero nada más. Y a mí no me apetecía escuchar una vez tras otra una hermosa melodía que era, en sí misma, un cadáver.
—¿En qué estás pensando? —me preguntó Yukiko al entrar en la habitación.
Eran las dos y media de la madrugada. Yo estaba tendido en el sofá, aún despierto, con los ojos abiertos clavados en el techo.
—Pensaba en el desierto.
—¿En el desierto? —preguntó Yukiko. Se había sentado a mis pies y me estaba mirando—. ¿Qué desierto?
—Un desierto normal. Un desierto con dunas y cactus aquí y allá. Y muchas otras cosas que también viven allí.
—¿Estoy también yo en este desierto?
—Por supuesto que sí —dije—. Todos vivimos en él. Pero, en realidad, el único que vive es el desierto. Como en la película.
—¿Qué película?
—The Living Desert, de Disney. Un documental sobre el desierto. ¿No lo viste cuando eras pequeña?
—No.
A mí me extrañó un poco. A nosotros, en la escuela, nos habían llevado a todos a verlo. Caí en la cuenta de que Yukiko era cinco años menor que yo. Quizás en la época en que se había estrenado la película, ella era demasiado pequeña para ir a verla.
—Voy a alquilar el vídeo y lo veremos todos juntos el domingo que viene. Es una película muy buena. El paisaje es bonito, salen muchos animales y plantas. Un niño pequeño puede entenderla bien.
Yukiko me miró sonriente. Hacía mucho tiempo que no la veía sonreír.
—¿Quieres separarte de mí? —me preguntó.
—Yukiko, yo te quiero —le dije.
—Sí, tal vez. Pero lo que te he preguntado es: «¿Quieres separarte de mí?». Sí o no. Una de dos. No acepto otra respuesta.
—No quiero separarme de ti —respondí. Sacudí la cabeza—. Quizá no tenga ningún derecho a decirlo, pero no quiero separarme de ti. Si lo hiciera, me sentiría completamente perdido. No quiero volver a estar solo. Prefiero morir a quedarme solo de nuevo.
Ella alargó la mano y me tocó el pecho con delicadeza. Me miró fijamente.
—Olvídate de si tienes derecho o no. En realidad, no creo que nadie tenga ese tipo de derechos —dijo.
Sintiendo sobre el pecho el calor de la palma de la mano de Yukiko, pensé en la muerte. Aquel día, en la autopista, podría haber muerto junto a Shimamoto. En tal caso, mi cuerpo ya no existiría. Ya habría desaparecido, se habría perdido para siempre. Igual que muchas otras cosas. Pero estoy aquí. Y aquí, sobre mi pecho, descansa la cálida palma de Yukiko.
—Yukiko —dije—, te amo. Te he amado desde el primer día que te vi. Y sigo amándote. Si no te hubiera encontrado, mi vida habría sido más miserable, más dura. Mi agradecimiento hacia ti es tan grande que no se puede expresar con palabras. Y a pesar de ello, te estoy hiriendo. Porque soy un egoísta, un estúpido, no valgo nada. Hiero sin más a quienes me rodean y, de rebote, me hiero a mí mismo. Hago daño a los otros y me lo hago a mí. No es que quiera obrar así. Es que no puedo evitarlo.
—Eso debe de ser —dijo Yukiko con voz serena. En las comisuras de sus labios aún se percibían los restos de una sonrisa—. Seguro que eres un egoísta y un estúpido, y me has herido, sin duda.
Me quedé unos instantes mirándola. En sus palabras no había timbre acusatorio. Tampoco estaba enojada, ni triste. Se limitaba a enunciar una realidad como tal.
Escogí las palabras, tomándome mi tiempo.
—Durante toda mi vida, he tenido la impresión de que podía convertirme en una persona distinta. De que, yéndome a otro lugar y empezando una nueva vida, iba a convertirme en otro hombre. He repetido una vez tras otra la misma operación. Para mí representaba, en un sentido, madurar y, en otro sentido, reinventarme a mí mismo. De algún modo, convirtiéndome en otra persona quería liberarme de algo implícito en el yo que había sido hasta entonces. Lo buscaba de verdad, seriamente, y creía que, si me esforzaba, podría conseguirlo algún día. Pero, al final, eso no me conducía a ninguna parte. Por más lejos que fuera, seguía siendo yo. Por más que me alejara, mis carencias seguían siendo las mismas. Por más que el decorado cambiase, por más que el eco de la voz de la gente fuese distinto, yo seguía siendo el mismo ser incompleto. Dentro de mí se hallaban las mismas carencias fatales, y esas carencias me producían un hambre y una sed violentas. Esa hambre y esa sed me han torturado siempre, tal vez sigan torturándome a partir de ahora. En cierto sentido, esas carencias, en sí mismas, son lo que yo soy. Pero sé una cosa. Ahora, por ti, quiero convertirme en un nuevo ser. Tal vez lo logre. Aunque no sea fácil, tal vez, esforzándome, consiga un nuevo yo. A decir verdad, si volviera a ocurrir lo mismo, tal vez actuara igual. No puedo prometerte nada. A eso me refiero cuando hablo de tener derecho. No consigo estar seguro de poder vencer esa fuerza.
—¿Hasta ahora, siempre has intentado escapar de esa fuerza?
—Sí, creo que sí.
Yukiko seguía con la palma de la mano apoyada en mi pecho.
—¡Pobre! —dijo con la misma voz que si leyera unas grandes letras escritas en la pared. Se me ocurrió que, tal vez, estuvieran en realidad escritas en la pared.
—No lo sé, la verdad —dije—. No quiero separarme de ti. Eso lo tengo muy claro. Lo que no sé es si ésta es la respuesta correcta. Ni siquiera sé si es algo que yo pueda escoger. ¿Sabes, Yukiko?, tú estás aquí. Y sufres. Puedo verlo. Puedo sentir tu mano. Pero existen cosas que no puedo ver ni sentir. Como, por ejemplo, los pensamientos, las posibilidades. Cosas que surgen de alguna parte y se entrelazan unas con otras. Y viven dentro de mí. No son cosas que yo, con mis propias fuerzas, sea capaz de elegir, a las que sea capaz de dar una respuesta.
Yukiko permaneció largo rato en silencio. De vez en cuando, un camión pasaba por debajo de la ventana. Miré hacia fuera, pero no vi nada. Allí sólo se extendían el espacio y el tiempo sin nombre que enlazan la medianoche con el alba.
—Durante estos meses —dijo Yukiko—, he deseado muchas veces morir. No lo digo para amenazarte. Es la verdad. He pensado repetidamente en morir. ¡Me sentía tan sola, tan triste! Morir, en sí mismo, no es tan difícil. Igual que una habitación se va quedando poco a poco sin aire, van desapareciendo gradualmente las ganas de vivir. En esos casos, morir no es tan importante, tan difícil. Ni siquiera pensaba en las niñas. Ni siquiera pensaba en qué sería de ellas cuando muriera. Tan sola y tan triste me sentía. Tú no debías de saberlo, ¿verdad que no? Tú no has debido de pararte a pensarlo nunca. No te has preguntado qué sentía yo, qué pensaba yo, qué iba a hacer yo.
Enmudecí. Ella apartó la mano de mi pecho y la posó sobre su rodilla.
—Pero si no he muerto, si he podido seguir viviendo, ha sido porque pensaba que si algún día volvías a mi lado, yo, con todo, sería capaz de aceptarte de nuevo. Por eso no he muerto. Y eso no tiene nada que ver con tener o no tener derecho, nada que ver con lo correcto o lo incorrecto. Quizá seas un estúpido. Quizá no valgas gran cosa. Quizá vuelvas a herirme. Pero ésta no es la cuestión. Tú no entiendes nada de nada.
—Tal vez no.
—Y no me preguntas nada.
Abrí la boca dispuesto a decir algo, pero no me salieron las palabras. Era cierto que no le había hecho ninguna pregunta. «¿Por qué?», pensé. «¿Por qué no le he preguntado nada?».
—Los derechos son los que tú vayas construyendo a partir de ahora —dijo Yukiko—. O los que nosotros construyamos. Quizá no bastaba. Quizá parecía que habíamos construido juntos muchas cosas cuando, en realidad, no habíamos hecho nada. Posiblemente, todo nos haya ido demasiado bien. Tal vez hayamos sido demasiado felices. ¿No crees?
Asentí.
Yukiko cruzó los brazos sobre el pecho y se me quedó mirando unos instantes:
—Hace tiempo, también yo tenía mis sueños, mis ilusiones. Pero un día se desvanecieron. Fue antes de conocerte. Los maté. Los maté por propia voluntad, los abandoné. Como un órgano del cuerpo que ya no se necesita. No sé si hice lo correcto o no. Pero en aquel momento no podía hacer otra cosa. A veces tengo un sueño. Sueño que alguien viene y me entrega algo. Sueño lo mismo una y otra vez. Alguien se me acerca con algo en las manos y me dice: «Señora, ha olvidado esto». Eso es lo que sueño. A tu lado he sido muy feliz. No he tenido ninguna queja, jamás me ha faltado nada. Pero ¿sabes?, siempre me ha perseguido algo. A medianoche me despierto sobresaltada, anegada en sudor. Son ellas. Las cosas que abandoné y que me persiguen. Tú no eres el único acosado. No eres el único que ha abandonado algo, que ha perdido algo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Creo que sí.
—Quizá vuelvas a herirme. Y lo que será de mí entonces, no lo sé. O quizá sea yo la que te hiera a ti. No puedo prometerte nada. Eso es seguro. Ni yo puedo prometerte nada a ti, ni tú puedes prometerme nada a mí. Pero te amo. Simplemente eso.
La abracé y le acaricié el pelo.
—Oye, Yukiko —dije—, empecemos mañana de nuevo. Creo que podremos rehacerlo todo desde el principio. Pero hoy es demasiado tarde. Quiero empezar bien, desde el principio, en un día intacto.
Yukiko se me quedó mirando con fijeza.
—¿Sabes —dijo— que aún no me has preguntado nada?
—¿Sabes que deseo empezar una nueva vida a partir de mañana? ¿Qué te parece?
—Me parece bien —respondió Yukiko con una tenue sonrisa.
Cuando Yukiko volvió al dormitorio, me tendí boca arriba y permanecí largo tiempo contemplando el techo. Era el techo de una casa normal y corriente, sin nada de particular, ni nada interesante. Pero me quedé mirándolo con atención. Por cuestiones de ángulo, de vez en cuando se reflejaba en él la luz de los faros de algún coche. Ya no me asaltaban las visiones. Ya no podía recordar con claridad el tacto de los senos de Shimamoto, el timbre de su voz, el olor de su piel. A veces, me acordaba del rostro inexpresivo de Izumi. Recordaba el tacto del cristal de la ventanilla del taxi que se interponía entre su rostro y yo. Entonces, cerraba los ojos con fuerza y pensaba en Yukiko. Me repetía una vez tras otra las palabras que Yukiko había pronunciado poco antes. Cerré los ojos y agucé el oído para captar los movimientos que se producían en mi interior. Tal vez estuviera cambiando. Y, además, tenía que cambiar.
Aún no sabía si, a partir de entonces, me sentiría con fuerzas para cuidar de Yukiko y de las niñas. Las ilusiones no me ayudarían más. Ya no entretejerían más sueños para mí. Por más lejos que fuera, el vacío seguiría siendo el vacío. Había estado sumergido en él durante mucho tiempo. Había obligado a mi cuerpo a familiarizarse con él. «Aquí es, en definitiva, a donde he llegado», me dije. Y tendría que acostumbrarme. Y, posiblemente, en el futuro, sería yo quien debería entretejer sueños para alguien. Era lo que se me pedía. Qué fuerza acabarían teniendo esos sueños, no lo sabía. Pero, si quería encontrar algún sentido a mi vida presente, debería, en la medida de mis posibilidades, llevar esta obra adelante… Tal vez.
Al acercarse el alba, no quise conciliar el sueño. Me eché una chaqueta sobre los hombros del pijama, fui a la cocina, me preparé un café y me lo tomé. Me senté a la mesa y me quedé contemplando cómo el cielo iba clareando poco a poco. Hacía mucho tiempo que no veía amanecer. En un extremo del cielo apareció una línea azul que fue extendiéndose despacio por el horizonte, como la tinta azul cuando se derrama sobre un papel. Parecía que hubieran escogido, de entre todos los azules que existen en el mundo, sólo aquellos que cualquiera reconocería de inmediato como azul y los hubiesen fundido en aquel color del amanecer. Hinqué los codos en la mesa y me quedé absorto contemplando la escena. Cuando apareció el sol sobre la faz de la Tierra, el azul se diluyó pronto en la luz ordinaria del día. Sobre el cementerio flotaba una sola nube. Una nube inmaculada, de contornos precisos. Una nube tan nítida que parecía que se podría escribir sobre ella. Empezaba un nuevo día. Pero yo no podía ni imaginar qué me depararía.
Tal vez llevar a mis hijas a la guardería e ir después a la piscina. Como siempre. Me acordé de la piscina a la que iba cuando estaba en secundaria. Me acordé de su olor, de la reverberación de las voces en el techo. En aquella época, estaba convirtiéndome en una persona nueva. Frente al espejo, podía observar los cambios que iban produciéndose en mi cuerpo. En el silencio de la noche, podía incluso oír cómo mi carne iba alcanzando la madurez. Estaba revistiéndome de un nuevo yo, encaminaba mis pasos hacia nuevos lugares.
Sentado ante la mesa de la cocina, contemplaba aún la nube que flotaba sobre el cementerio. No se había movido ni un milímetro. Permanecía inmóvil, como si estuviera clavada en el cielo. «Ya es hora de que despierte a las niñas», pensé. «Ya hace mucho que ha amanecido, tienen que levantarse. Ellas necesitan este nuevo día de una manera más intensa, más perentoria que yo. Debo acercarme a su cama, apartar las mantas, posar la mano sobre sus cuerpos cálidos, suaves, anunciarles que ha llegado un nuevo día. Eso es lo que debo hacer ahora». Pero me fue imposible levantarme de la silla ante la mesa de la cocina. Las fuerzas habían abandonado mi cuerpo por completo. Como si alguien se me hubiese acercado sigilosamente por la espalda y me hubiese desenchufado. Hinqué los codos en la mesa y me cubrí la cara con las palmas de las manos.
Dentro de esa oscuridad, pensé en la lluvia que caía sobre el mar. La lluvia que caía furtivamente, sin que nadie lo supiera, en un vasto mar. Las gotas de lluvia golpeaban mudas la superficie del agua, sin que ni siquiera los peces lo percibieran.
Hasta que alguien se acercó y posó suavemente su mano sobre mi espalda, seguí pensando en el mar.