IX
UN MALENTENDIDO
—Bueno, —me dijo mi amiga—, ya he leído su alegato en defensa de las bestias. ¿Pero cómo acabaron esos dos seres tan bien hechos para comprenderse?
—¡Ay…! Acabaron como acaban todas las grandes pasiones, por una interpretación torcida. De una y otra parte se cree en alguna deslealtad, el orgullo impide una explicación, y la terquedad produce la riña.
—Y a veces en los más bellos momentos —comentó ella—. Una mirada, una exclamación bastan… Y bien, termine la historia.
—Es horriblemente difícil, pero usted comprenderá lo que me había ya confiado el viejo soldado cuando al acabar su botella de champaña exclamó:
—Yo no sé qué mal le hice, pero ella se volvió como si estuviera rabiosa, y me hincó sus colmillos en la cadera, débilmente sin duda. Yo, creyendo que iba a devorarme, le hundí el puñal en el cuello. Rodó lanzando un rugido que me heló el corazón, y la vi debatirse mirándome sin cólera. Por lo más caro, por mi cruz, que aún no tenía, hubiese querido volverle la vida. Era como si hubiese asesinado a una persona verdadera. Y los soldados que corrieron en socorro mío por haber visto mi bandera, me encontraron bañado en lágrimas… Pues bien, señor —prosiguió tras un momento de silencio—, he hecho después la guerra en Alemania, en España, en Rusia y en Francia; no he hecho sino pasear mi cadáver. No he visto nada parecido al desierto… ¡Ah, qué bello es el desierto!
—¿Qué sentía? —le pregunté.
—Oh…, eso no hay manera de explicarlo, joven. Además, no siempre siento pesar por mi bosquecillo de palmeras y mi pantera… Para esto es preciso que esté triste. Oiga usted; en el desierto hay todo, y no hay nada…
—Quisiera comprender esto; explique más.
—Pues bien —acabó él, dejando escapar un gesto de impaciencia—. Es Dios sin los hombres…
París, 1830.