XVIII

Una pequeña tea de resina lanzó pronto su azulado y vago resplandor en la bodega. A pesar de la lóbrega poesía que la imaginación de la señorita de Verneuil expandía entre aquellas bóvedas, que repercutían los sones de una plegaria dolorosa, se vio obligada a reconocer que estaba en una cocina subterránea, hacía tiempo abandonada. Alumbrada, la masa informe se convirtió en un hombre pequeño y gordo, cuyos miembros habían atado con precaución, pero pareciendo que lo habían dejado sobre las húmedas losas sin cuidado alguno los que se habían apoderado de él. Ante la presencia del extraño, quien tenía en una mano la tea y en la otra unas ramas secas, el cautivo lanzó un profundo gemido que afectó tan vivamente la sensibilidad de la señorita de Verneuil que olvidó su propio terror, su desesperación y el horrible tormento de sus miembros entumecidos, e intentó permanecer inmóvil. El chuán echó las ramas a la chimenea después de asegurarse de la solidez de unas viejas llares que pendían de una alta plancha de hierro y encendió la lumbre con su tea. La señorita de Verneuil reconoció no sin espanto al astuto Pille-Miche, a quien había sido entregada por su rival y cuya figura, alumbrada por las llamas, semejaba la de esos hombrecillos grotescamente esculpidos en boj en Alemania.

—Ya ves —dijo al paciente— que nosotros los cristianos no faltamos, como tú, a nuestra palabra. Este fuego te va a desentumecer las piernas, la lengua y las manos… Vaya, vaya… No veo ninguna grasera para ponerte bajo los pies; los tienes tan grandes que la grasa podría apagar el fuego. ¿Está, pues, tan mal montada tu casa que no hay manera de encontrar mejores comodidades para cuando su dueño se calienta?

La víctima lanzó un agudo grito, como si tratase de que le oyeran a través de las bóvedas y atraer así a un liberador.

—¡Oh…! Ya puede cantar hasta que se harte, señor d’Orgemont. Todos están acostados arriba, y Marche-à- Terre me sigue; él cerrará la puerta del sótano.

Mientras hablaba, Pille-Miche tentaba con la culata de su carabina la embocadura de la chimenea, las losas que pavimentaban la cocina, los muros y los hornillos, tratando de descubrir el escondite donde tenía su oro el avaro. Hacía la búsqueda con tal habilidad que d’Orgemont guardó silencio, como si temiera que le hubiese traicionado algún servidor espantado, pues, aun cuando no se había confiado a nadie, sus hábitos pudieron dar lugar a conjeturas acertadas. Pille-Miche se volvía a veces bruscamente, mirando a su víctima como en ese juego en el que los niños intentan adivinar, por la expresión cándida de aquél que ha escondido un objeto convenido, si se acercan o se alejan. D’Orgemont fingió algún terror viendo al chuán golpear los hornillos, los cuales produjeron un sonido hueco, y pareció querer distraer así durante algún tiempo la ávida credulidad de Pille-Miche. En aquel momento, otros tres Chuanes que bajaron precipitadamente por la escalera entraron en la cocina. Ante el aspecto de Marche-à-Terre, Pille-Miche cesó en su búsqueda, no sin lanzar antes sobre d’Orgemont una mirada impregnada de la ferocidad que despertaba su defraudada avaricia.

—Mario Lambrequin ha resucitado —dijo Marche-à-

Terre, manteniendo una actitud que demostraba que cualquier otro interés palidecía ante tan grave noticia.

—Eso no me extraña —respondió Pille-Miche—. Comulgaba tan a menudo… Parecía como si el buen Dios únicamente fuese para él.

—¡Ah, ah! —observó Mène-à-Bien—. Eso le ha servido como unos zapatos a un muerto. No había recibido la absolución antes de ese asunto de la Pèlerine; le birló la hija a Goguelu, y ahora está bajo el peso de un pecado mortal. Así, el abate Gudin dice que va a estar dos meses como un espíritu antes de reaparecer del todo… Los tres le hemos visto pasar por delante de nosotros; está pálido y frío, anda ligero y huele a cementerio.

—Y Su Reverencia ha dicho que si el espíritu pudiera apoderarse de alguien, le haría su compañero —añadió el cuarto chuán.

La grotesca figura de este último interlocutor sacó a Marche-à-Terre del arrobo religioso en que le había sumido el cumplimiento de un milagro que el fervor podía, según el abate Gudin, renovar en todo pío defensor de la religión y del rey.

—Ya ves, Galope-Chopine —dijo al neófito con cierta gravedad—, a qué nos llevan las más ligeras omisiones de los deberes ordenados por nuestra santa religión. Es el aviso que nos da Santa Ana de Auray para que seamos inexorables entre nosotros por las menores faltas. Tu primo Pille-Miche ha pedido para ti la vigilancia de Fougères , el Mozo consiente en confiártela, y serás bien pagado; ¿pero tú sabes con qué harina amasamos la galleta de los traidores?

—Sí, señor Marche-à-Terre.

—¿Sabes por qué te digo esto? Algunos pretenden que te gusta la sidra y las monedas mayores, pero aquí no se trata de ponerse las botas; sería necesario no ser de los nuestros.

—Su Reverencia dijo, señor Marche-à-Terre, que la sidra y las monedas mayores son dos buenas cosas que no impiden la salvación.

—Si el primo hace alguna tontería —terció Pille-Miche—, será por ignorancia.

—De cualquier manera que venga una desgracia —exclamó Marche-à-Terre con una voz que hizo temblar la bóveda—, yo no le fallaré. Tú me respondes —añadió volviéndose hacia Pille-Miche—, pues si cae en falta, te arrancaré lo que cubre tu piel de cabra.

—Pero con todo respeto, señor Marche-à-Terre —objetó Galope-Chopine—, ¿es que no se le ha ocurrido pensar a menudo que los contrachuanes son Chuanes?

—Amigo mío —replicó secamente Marche-à-Terre—, que eso no te suceda más, o te cortaré en dos como un nabo. En cuanto a los enviados del Mozo, tendrán su guante. Pero después de ese asunto de la Vivetière, la gran zorra pone en él una cinta verde.

Pille-Miche empujó vivamente el codo de su camarada indicándole a d’Orgemont, quien fingía dormir, pero tanto él como Marche-à-Terre sabían por experiencia que nadie había dormitado aún en el rincón de su hogar, y aunque las últimas palabras dichas a Galope-Chopine fueron pronunciadas en voz baja, como podía haberlas comprendido el paciente, los cuatro Chuanes le miraron durante un momento y sin duda pensaron que el miedo le había dejado sin sentido. De pronto, a una leve señal de Marche-à- Terre, Pille-Miche le quitó los zapatos y las medias a d’Orgemont. Mène-à-Bien y Galope-Chopine lo llevaron en vilo junto al fuego, y seguidamente Marche-à-Terre cogió una de las sogas del haz de ramas y ató los pies del avaro a las llares. Estos movimientos simultáneos y su increíble rapidez hicieron lanzar a la víctima algunos gritos que fueron desgarradores cuando Pille-Miche agrupó los tizones bajo sus piernas.

—Amigos míos, mis buenos amigos —clamó d’Orgemont—. Vais a hacerme daño… Yo soy cristiano como vosotros.

—¡Mientes como un condenado! —replicó Marche-à- Terre—. Tu hermano ha renegado de Dios. En cuanto a ti, has comprado la abadía de Juvigny. El abate Gudin dice que se puede, sin escrúpulo, asar a los apóstatas.

—Pero, mis hermanos en Dios, yo no me niego a pagaros…

—Te dimos quince días; dos meses han pasado, y Galope-Chopine no ha recibido nada.

—¿No has recibido nada, Galope-Chopine? —preguntó el avaro con desesperación.

—Nada, señor d’Orgemont —respondió Galope-Chopine espantado.

Los gritos, que se habían convertido en un continuo gruñido, como el estertor de un moribundo, reprodujéronse con inaudita violencia. Tan acostumbrados a este espectáculo como a ver andar sus perros sin zuecos, los cuatro Chuanes contemplaban tan fríamente a d’Orgemont como se retorcía y aullaba, que parecían viajeros esperando ante la chimenea de un albergue que el asado estuviera a punto para comerlo.

—¡Me muero, me muero! —gritó la víctima—. ¡Y vosotros no tendréis mi dinero…!

A pesar de la violencia de los gritos, Pille-Miche se percató de que el fuego no mordía aún la piel; entonces agruparon muy esmeradamente los tizones para que llamearan ligeramente. D’Orgemont dijo con voz desmayada:

—Amigos míos, desatadme… ¿Qué queréis? ¿Cien escudos, mil, diez mil, cien mil? Os ofrezco doscientos…

La voz era tan lamentable, que la señorita de Verneuil, olvidando su propio peligro, lanzó una exclamación.

—¿Quién ha hablado? —preguntó Marche-à-Terre.

Los Chuanes miraron asustados a su alrededor. Aquellos hombres tan valientes bajo la mortífera boca de los cañones, no resistían ante un espíritu. Sólo Pille-Miche escuchaba sin distraerse la confesión que los crecientes dolores arrancaban a su víctima.

—Quinientos escudos…, sí, los doy —dijo el avaro.

—¡Bah! ¿Dónde están? —le preguntó tranquilamente Pille-Miche.

—¿Eh? Están debajo del primer manzano… ¡Virgen Santa…!; en el fondo del jardín, a la izquierda… Sois unos bandidos, unos ladrones… ¡Ah, me muero…! Allí hay diez mil francos.

—Yo no quiero francos —dijo Marche-à-Terre—. Necesitamos libras. Los escudos de la República tienen figuras paganas que no tendrán nunca curso.

—Están en libras, en buenos luises de oro… ¡Pero desatadme, desatadme…! Ya sabéis dónde está mi vida… ¡mi tesoro!

Los cuatro Chuanes se miraron buscando a aquel de entre ellos en quien podían fiar para enviarle a desenterrar la suma. En ese momento, aquella crueldad de caníbales causó tal horror a la señorita de Verneuil que, sin saber si el papel que le asignaba su pálido rostro la preservaría aún de todo peligro, gritó valerosamente con grave tono de voz:

—¿Es que no teméis la cólera de Dios? ¡Desatadle, bárbaros!

Los Chuanes levantaron la cabeza, divisaron en el aire unos ojos que brillaban como dos estrellas y huyeron espantados. La señorita de Verneuil saltó a la cocina, corrió junto a d’Orgemont y le sacó tan violentamente del fuego que cedieron las ataduras del haz; luego cortó con el filo de su puñal las sogas con que lo habían amarrado. Una vez libre y en pie, la primera expresión del avaro fue una risa dolorosa, pero sardónica.

—¡Id, id al manzano, bandidos!… —dijo—. Ya les he engañado dos veces, pero me atraparán una tercera…

En ese momento se oyó afuera una voz de mujer.

—¡Un espíritu! ¡Un espíritu! —gritaba la señora de Gua—. ¡Imbéciles, es ella! ¡Mil escudos a quien me traiga la cabeza de esa prostituta!

La señorita de Verneuil palideció, pero el avaro sonrió, la cogió de la mano, la atrajo bajo la campana de la chimenea, e impidió que dejara huella alguna de su paso, conduciéndola de modo que no tocase el fuego, el cual ocupaba solamente un pequeño espacio; manipuló un resorte que levantó la plancha de hierro y cuando sus enemigos volvieron a entrar en el sótano, la pesada puerta del escondite había vuelto a caer, sin ruido alguno. La parisina comprendió entonces el objeto de los movimientos de carpa que había visto hacer al desgraciado banquero.

—Ya lo ve usted, señora —exclamó Marche-à-Terre—, el espíritu ha tomado al azul por compañero…

El espanto debió de ser grande, pues estas palabras fueron seguidas de un tan profundo silencio, que d’Orgemont y su compañera oyeron a los Chuanes pronunciar en voz baja:

Ave, sancta Ana Auriaca, gratia plena, Dominus tecum, etcétera.

—¡Rezan, los imbéciles! —exclamó d’Orgemont.

—¿No teme —dijo la señorita de Verneuil, interrumpiéndole— que descubran nuestro…?

La risa del viejo avaro disipó los temores de la joven parisina.

—La plancha está en una tabla de granito que tiene diez pulgadas de espesor. Nosotros los oímos, pero ellos no nos oyen.

Luego tomó suavemente la mano de su libertadora, la colocó ante una hendedura por la que salían bocanadas de aire fresco, y ella adivinó que aquella abertura había sido practicada en el cañón de la chimenea.

—¡Ah, ah…! —prosiguió d’Orgemont—. ¡Diablo, las piernas me escuecen un poco! Esa Yegua de Charette, como se la llama en Nantes, no es lo bastante estúpida como para contradecir a sus fieles: sabe bien que si no fuesen tan brutos no se batirían contra sus propios intereses. Observe como también ella reza. ¡Debe ser todo un espectáculo verla diciendo su Ave a Santa Ana de Auray! Más le valdría saquear alguna diligencia para reembolsarme los cuatro mil francos que me debe. Con los intereses y los gastos, ya suben a cuatro mil setecientos ochenta francos y céntimos…

Acabada la plegaria, los Chuanes se levantaron y salieron. El viejo d’Orgemont apretó la mano de la señorita de Verneuil como para prevenirla de que aún seguía habiendo peligro.

—No, señora —exclamó Pille-Miche al cabo de unos minutos de silencio—; ya podría quedarse ahí diez años, que ellos no volverían.

—¡Pero ella no ha salido, debe de estar aquí! —dijo obstinadamente la Yegua de Charette.

—No, señora, no; se han desvanecido a través de los muros. ¿No se ha llevado ya el diablo, ante nosotros mismos, a un juramentado?

—¿Cómo es que tú, Pille-Miche, avaro como él, no adivinas que el viejo miserable habrá podido gastar algunos miles de libras para construir en los cimientos de esta bóveda un reducto cuya entrada es secreta?

El avaro y la joven oyeron una risotada de Pille-Miche.

—¡Seguro! —dijo.

—Quédate aquí —prosiguió la señora de Gua—. Espérales a la salida. Por un solo disparo de fusil yo te daré todo lo que encontrarás en el tesoro de nuestro usurero. Si quieres que te perdone por haber vendido a esa muchacha cuando te dije que la mataras, obedéceme.

—¡Usurero! —exclamó el viejo d’Orgemont—. Pues le he prestado sólo al nueve por ciento. Verdad es que tengo una fianza hipotecaria… Pero, en fin, ya ve su agradecimiento. Nada, señora, si Dios nos castiga por el mal, el diablo está para castigarnos por el bien; y el hombre situado entre esos dos límites, sin saber nada del futuro, me ha hecho siempre el efecto de una regla de tres cuya X no se puede encontrar.

Dejó escapar un suspiro hueco que le era peculiar, pues el aire, al pasar por su laringe, parecía que encontrase y atacase dos viejas cuerdas distendidas. El ruido que hicieron Pille-Miche y la señora de Gua tanteando de nuevo los muros, las bóvedas y las losas, pareció tranquilizar a d’Orgemont, quien cogió de la mano a su libertadora para ayudarla a subir una angosta escalera de caracol lograda gracias a la anchura de un muro de granito. Después de subir una veintena de peldaños, el resplandor de una lámpara iluminó débilmente sus cabezas. El avaro se detuvo, volvióse hacia su compañera, examinó su rostro como si hubiese mirado, manipulado y vuelto a manipular una letra de cambio de dudoso descuento, y lanzó su terrible y peculiar suspiro.

—Metiéndola aquí —dijo después de un breve silencio—, la he reembolsado íntegramente el servicio que me ha prestado; así, pues, no veo por qué tengo que darle…

—Señor, déjeme aquí; yo no le pido nada —respondió ella.

Estas últimas palabras, y acaso el desdén que expresó su bello rostro, tranquilizaron al vejete, pues respondió tras un nuevo suspiro:

—¡Ah…! Conduciéndola aquí, he hecho demasiado para no continuar…

Ayudó cortésmente a María a subir algunos peldaños dispuestos de forma bastante singular, y la introdujo, mitad de buen grado y mitad con disgusto, en una pequeña estancia de cuatro pies cuadrados, iluminada por una lámpara suspendida de la bóveda. Fácil era ver que el avaro había tomado todas sus precauciones para pasar más de un día en aquel retiro si los acontecimientos de la guerra civil le hubiesen obligado a permanecer en él mucho tiempo.

—No se acerque al muro, pues podría blanquearla —dijo de pronto d’Orgemont, poniendo precipitadamente su mano entre el chal de la muchacha y la pared, la cual parecía recientemente revocada.

El gesto del viejo avaro produjo un efecto totalmente contrario al que él esperaba. La señorita de Verneuil miró de repente ante sí, y vio en un ángulo una especie de construcción cuya hechura le arrancó un grito de terror, pues creyó ver a un ser humano embadurnado de mortero y puesto de pie. D’Orgemont le hizo una espantosa señal para que callase, y sus ojillos, de un azul de porcelana, revelaron tanto espanto como los de su compañera.

—No sea tonta. ¿Cree que yo lo he asesinado…? Es mi hermano —añadió, variando su suspiro de manera lúgubre—. Se trata del primer rector que prestó juramento. Este es el único asilo en el que ha estado a salvo del furor de los Chuanes y de los otros sacerdotes. ¡Perseguir a un hombre digno que tenía tanto orden! Era mi hermano mayor; sólo él tuvo la paciencia de enseñarme el cálculo decimal. ¡Oh, era un buen cura! Tenía el sentido de la economía y sabía acumular. Hace cuatro años que murió, aunque ignoro de qué enfermedad, pero ya sabe usted que esos curas tienen por costumbre arrodillarse de cuando en cuando para rezar, y acaso no ha podido acostumbrarse a quedar aquí en pie, como yo… Lo he puesto ahí porque en otro sitio ellos lo habrían desenterrado. Un día podré inhumarlo en tierra santa, como decía el pobre, que no prestó juramento sino por miedo.

Una lágrima brotó de los secos ojos del viejo, cuya bermeja peluca pareció entonces menos fea a la joven, la cual apartó los ojos por un secreto respeto a su dolor; mas, a pesar de aquel enternecimiento, d’Orgemont le dijo todavía:

—No se aproxime al muro, usted…

Y sus ojos no se apartaron de los de la señorita de Verneuil, esperando que así le impediría examinar más atentamente las paredes de la estancia, cuyo aire, demasiado enrarecido, no bastaba al funcionamiento de los pulmones. Sin embargo, María logró soslayar la mirada de su Argos, y por los singulares relieves de los muros conjeturó que el avaro los había construido él mismo con sacos de plata o de oro. Desde hacía un momento, d’Orgemont estaba sumido en una especie de grotesco éxtasis. El dolor que por el cocimiento al fuego sentía en las piernas, y su terror al ver a un ser humano en medio de sus tesoros, se leían en cada una de sus arrugas, pero al mismo tiempo sus áridos ojos expresaban, por un insólito fulgor, la generosa emoción que excitaba en él la peligrosa vecindad de su liberadora, cuyas mejillas rosas y blancas incitaban al beso y cuya mirada negra y aterciopelada le invadía el corazón con oleadas de sangre tan caliente que no sabía ya si aquello era síntoma de vida o de muerte.

—¿Está usted casada? —preguntó con voz temblorosa.

—No —respondió ella sonriendo.

—Tengo algunos bienes —prosiguió él lanzando su suspiro—, aunque no sea tan rico como dicen todos. Una muchacha como usted debe amar los diamantes, las joyas, los carruajes, el oro —y añadió, mirando con aire asustado en su derredor—: Tengo todo esto para darlo, después de mi muerte… Y si usted quisiera…

Los ojos del vejezuelo denunciaban tanto cálculo, incluso en aquel amor efímero, que al agitar su cabeza por un movimiento negativo, la señorita de Verneuil no pudo evitar la sospecha de que el avaro no pensaba en desposarla sino para enterrar su secreto en el corazón de otro él mismo.

—¡Dinero! —dijo lanzando a d’Orgemont una mirada llena de ironía que a la vez que le agradó le irritó—. El dinero no es nada para mí. Sería usted tres veces más rico de lo que es si tuviese aquí todo el oro que he rehusado.

—¡No se acerque al mu…!

—Y, sin embargo, no se me pedía más que una mirada —añadió ella con increíble orgullo.

—Hizo usted mal, pues podía ser una excelente especulación. Usted piense…

—Piense —interrumpió la señorita de Verneuil— que acabo de oír ahí una voz cuyo más pequeño acento tiene para mí más valor que todas sus riquezas.

—Usted no las sabe…

Antes de que el avaro pudiera impedírselo, María hizo mover, tocándolo con el dedo, un pequeño grabado iluminado que representaba a Luis XIV a caballo, y vio de repente bajo ella al marqués ocupado en cargar un trabuco. La abertura oculta por el pequeño tablero sobre el cual estaba pegada la estampa, parecía corresponder a un adorno del techo de la estancia vecina, en la que sin duda dormía el general realista. D’Orgemont volvió a colocar en su estado primitivo y con la mayor precaución la vieja estampa, y miró a la muchacha con aire severo.

—¡No diga una palabra si tiene apego a la vida! Usted no ha echado su garfio sobre un barquichuelo… ¿Sabe usted que el marqués de Montauran posee cien mil libras de ingresos en tierras arrendadas que no han sido aún vendidas? Y un decreto de los cónsules, que he leído en el Primidi [2] de l’lle-et-Vilaine, acaba de suspender los secuestros. ¡Ja, ja! Ahora encuentra más guapo a ese joven, ¿no es así? Sus ojos brillan como dos luises de oro recién acuñados.

Las miradas de la señorita de Verneuil se habían animado vivamente al oír de nuevo una voz bien conocida. Desde que se encontraba allí, de pie, el resorte de su alma, curvado por aquellos acontecimientos, se había enderezado. Parecía haber tomado una resolución siniestra y entrever los medios de ponerla en ejecución.

—No se recupera de tal desprecio —se decía—. Si no ha de amarme, quiero matarlo… Ninguna mujer le tendrá.

—¡No, abate, no! —exclamó el joven jefe, cuya voz se oyó ahora—. Es preciso que eso sea así.

—Señor marqués —objetó el abate Gudin con altivez—, escandalizaría a toda Bretaña dando un baile en Saint- James. Son los predicadores y no los danzarines quienes agitarán nuestros poblados… Disponga de fusiles y no de violines.

—Señor abate, usted tiene bastante inteligencia para saber que no es sino en una asamblea de todos nuestros partidarios donde veré lo que puedo emprender con ellos, Una cena me parece más favorable para examinar sus fisonomías y conocer sus intenciones que todos los espionajes posibles, a los que, por lo demás, tengo horror; les haremos hablar con el vaso en la mano.

María se estremeció al oír estas palabras, pues concibió el proyecto de acudir a ese baile para dar cumplimiento a su venganza.

—¿Me toma acaso por un idiota con su sermón sobre la danza? —prosiguió Montauran—. ¿No tomaría parte de buen grado en una chacona para verse restablecido con el nuevo nombre de Padre de la Fe…? ¿Ignora que los bretones salen de misa para ir a bailar? ¿Ignora también que los señores Hyde de Neuville y d’Andigné han tenido, hace cinco días, una conferencia con el primer cónsul sobre la cuestión de restablecer a Su Majestad Luis XVIII? Si yo me dispongo en este momento a dar un golpe de mano tan temerario es únicamente para añadir a esas negociaciones el peso de nuestras botas herradas. ¿Ignora que todos los jefes de la Vendée, incluso Fontaine, hablan de someterse? ¡Ah, señor!, evidentemente se ha engañado a los príncipes sobre el estado de Francia. Las abnegaciones de que se les habla son abnegaciones de posición. Señor abate, si yo he puesto mis pies en la sangre, no quiero meterme hasta la cintura sino con entero conocimiento. Me he consagrado al rey y no a cuatro exaltados, a hombres cargados de deudas como Rifoël, a…

—Dígalo ya, señor: a curas que perciben contribuciones en el camino real para sostener la guerra —interrumpió el abate Gudin.

—¿Por qué no lo habría de decir? —respondió con acritud el marqués—. Y diré más; los tiempos heroicos de la Vendée pasaron ya.

—Señor marqués, sabremos hacer milagros sin usted.

—Sí, como el de Mario Lambrequin —replicó riendo el marqués. Ea, sin rencor, señor abate. Ya sé que usted se expone y que tiráis a un azul tan bien como dice un oremus. Con la ayuda de Dios, espero hacerle asistir, con una mitra en la cabeza, a la consagración del rey.

Esta última frase tuvo sin duda un poder mágico sobre el cura, pues se oyó el disparo de una carabina, y exclamó:

—Tengo cincuenta cartuchos en mis bolsillos, señor marqués, y mi vida pertenece al rey.

—He ahí todavía uno de mis deudores —dijo el avaro a la señorita de Verneuil—. No hablo de los quinientos o seiscientos desgraciados escudos que me tomó prestados, sino de una deuda de sangre, de la cual espero que se redimirá. No le caerá jamás tanto mal como el que yo le deseo a ese endemoniado jesuita; había jurado la muerte de mi hermano, y levantaba al país contra él. ¿Y por qué? Porque el pobre hombre había tenido miedo de las nuevas leyes…

Después de aplicar el oído a cierto lugar de su escondite, añadió:

—Ya levantan el campo esos bandidos. Seguro que van a hacer algún milagro más. Con tal de que no intenten darme el adiós como la última vez, pegando fuego a la casa…

Al cabo de una media hora, durante la cual la señorita de Verneuil y d’Orgemont se miraron como si cada uno de ellos hubiese contemplado un cuadro, la voz ruda y grosera de Galope-Chopine llamó suavemente:

—Ya no hay peligro, señor d’Orgemont. Pero esta vez sí que me he ganado mis treinta escudos.

—Hija mía —dijo el avaro—, júrame que cerrarás los ojos.

La señorita de Verneuil puso una de sus manos sobre sus párpados, pero, para mayor seguridad, el viejo apagó la lámpara, cogió de la mano a su liberadora y la ayudó a andar siete u ocho pasos por un difícil pasaje; transcurridos algunos minutos, la apartó suavemente la mano y María se vio en la habitación que el marqués de Montauran acababa de abandonar, y que era la del avaro.

—Mi querida niña —le dijo el viejo—, puede marcharse. No mire así en derredor de usted. ¿No tiene dinero? Tome estos diez escudos; algunos están roídos, pero pasarán. Una vez en el jardín, hallará un sendero que conduce a la villa, o, como ahora se dice, al distrito. Pero los Chuanes están en Fougères, y no es presumible que pueda entrar en seguida; así, pues, quizá tenga necesidad de un asilo seguro. Retenga bien lo que voy a decirle, y no lo utilice más que en caso de peligro extremo. En el camino que lleva al Nido de las Perchas por el valle de Gibarry verá una granja que habita el gran Cibot, apodado Galope-Chopine; entre en ella diciendo a su mujer: “Buenos días, Bécanière”, y Barbette la esconderá. Si Galope-Chopine llegase a descubrirla, la tomará por un espíritu si es de noche, o diez escudos le enternecerán si es de día. Adiós. Nuestras cuentas están saldadas… Y si usted quisiera —añadió señalando con un ademán los campos que rodeaban su casa—, todo esto le pertenecería.

La señorita de Verneuil dirigió una mirada de agradecimiento a tan singular criatura que le arrancó un suspiro cuyos tonos fueron muy variados.

—Me devolverá sin duda mis diez escudos… Observe que no hablo de intereses; los ingresará en mi cuenta de la casa de Patrat, el notario de Fougères, quien, si usted quisiera, extendería nuestro contrato, bello tesoro.

—Adiós —dijo ella sonriendo y saludándole con la mano.

—Y si necesita dinero —añadió él—, se lo prestaré al cinco… Sí, al cinco solamente… ¿He dicho cinco?

Cuando desapareció definitivamente la señorita de Verneuil, d’Orgemont se dijo:

—Tiene aspecto de ser una buena muchacha; sin embargo, cambiaré el secreto de mi chimenea…

Luego, cogiendo un pan de doce libras y un jamón, entró en su escondrijo.

Andando por el campo, la señorita de Verneuil creyó renacer; el frescor de la madrugada reanimó su rostro, que desde hacía algunas horas le parecía azotado por una ardiente atmósfera. Intentó hallar el sendero indicado por el avaro, pero después de ocultarse la luna, era tanta la oscuridad, que se vio obligada a ir a la ventura. Pronto la invadió el temor de caer en algún precipicio, y esto le salvó la vida, pues se detuvo de repente, presintiendo que le faltaría la tierra si seguía caminando. Un viento más fresco que acariciaba sus cabellos, el murmullo de las aguas, el instinto, todo sirvió para indicarle que se encontraba en el término de las rocas de San Sulpicio. Apoyada en el tronco de un árbol esperó la aurora con viva ansiedad, pues oía ruido de armas, de caballos y de voces humanas. Dio gracias a la noche, que la preservaba del peligro de caer en manos de los Chuanes si, como le había dicho el avaro, rodeaban Fougères.