APÉNDICE

INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1829

Al tomar el tema de su obra de la parte más grave y delicada de la historia contemporánea, el autor se ha visto en la necesidad de declarar aquí, con una especie de solemnidad, que jamás ha tenido la intención de librar al ridículo o al desprecio las opiniones ni las personas. Respeta las convicciones. Las personas le son desconocidas, y no será culpa suya si las cosas hablan por sí mismas y lo hacen tan alto. No las ha creado ni revelado.

Aquí, el país es el país, los hombres son los hombres y las palabras son las propias palabras. Los hechos no han sido negados por las memorias publicadas en diversas épocas de la Restauración, ni por la República francesa; únicamente el imperio los había sepultado en las tinieblas de la censura. Decir que esta obra no hubiese visto la luz bajo el reinado de Napoleón, ¿no es honrar a la opinión pública que nos ha conquistado la libertad?

El autor ha tratado de expresar uno de estos acontecimientos tristemente instructivos para todos los pueblos y de los que ha sido tan fecunda la Revolución francesa.

La presencia de algunos interesados le ha prescrito de acusar las fisonomías con rigurosa exactitud y no tener sino la pasión permitida al pintor: la de presentar bien un retrato, distribuir naturalmente la luz e intentar hacer creer en la vida de sus personajes.

Pero esta puntualización requiere una explicación.

El autor no se propone contraer obligación de presentar los hechos uno a uno, secamente y de manera que muestren hasta qué punto puede hacerse llegar la historia a la condición de un esqueleto cuyos huesos están meticulosa-

mente numerados. Hoy, las grandes enseñanzas que la historia despliega en sus páginas, deben convertirse en populares. Según este sistema, seguido desde hace varios años por hombres de talento, el autor ha intentado introducir en este libro el espíritu de una época y de un hecho, prefiriendo el debate al atestado, la batalla al boletín, el drama al relato. Por lo tanto, ninguno de los acontecimientos de esta discordia nacional, por pequeño que sea; ninguna de las catástrofes que ensangrentaron tantos campos en la actualidad apacibles, han sido olvidados: los personajes se verán de frente o de perfil, en la sombra o a la luz, y las menores desgracias se hallarán en acción o en principio.

En cuanto al asunto del libro, el autor no lo presenta como una novedad, de lo cual da fe el epígrafe, pero es deplorablemente auténtico, con la diferencia de que la realidad es odiosa y que el acontecimiento que emplea algunos días ha sucedido en cuarenta y ocho horas. La precipitación de la verdadera catástrofe no habrá sido acaso bastante suavizada aún, pero su naturaleza se ha encargado de excusar al autor.

Ignorando, en el momento en que escribía, los destinos de algunos de los actores de su drama, ha disfrazado los nombres. Esta precaución, dictada por la delicadeza, ha sido extendida a las localidades.

El distrito de Fougères no le será excesivamente hostil como para acusarle de haberle hecho el teatro de aventuras que sucedieron a pocas leguas de allí. ¿No resultaba, acaso, de lo más natural escogerlo como arquetipo de la Bretaña en 1799, una de las cunas de la chuanería, y tal vez el más pintoresco lugar de aquellos bellos parajes?

Ojalá que esta obra pueda hacer eficaces los votos formulados por todos los amigos del país para la mejora física y moral de Bretaña. Hace ya unos treinta años que la guerra civil ha cesado de reinar en ella, pero no la ignorancia. La agricultura, la instrucción y el comercio no han realizado progreso alguno desde hace medio siglo. La miseria de los campesinos es digna de los tiempos feudales y la superstición reemplaza a la moral de Jesucristo.

La testarudez del carácter bretón es uno de los grandes obstáculos para la realización de los más generosos proyectos. La prosperidad de Bretaña no es una cuestión nueva. Fue el meollo del proceso entre La Chalotais y el duque d’Aiguillon.

El movimiento rápido de los espíritus hacia la revolución ha impedido hasta ahora la revisión de ese célebre proceso; pero cuando un amigo de la verdad arroje alguna luz sobre esta lucha, las fisonomías históricas del opresor y del oprimido cobrarán aspectos muy diferentes de los que les ha prestado la opinión de los contemporáneos. El patriotismo monárquico de un hombre que tal vez no buscaba sino hacer el bien en provecho del fisco y del trono, dio con esa mezquina patriotería localista, tan funesta al progreso de las luces. El ministro tenía razón, pero oprimía; la víctima estaba equivocada, pero la tenían esposada. Y, en Francia, el sentimiento de la generosidad ahoga incluso la razón. La opresión es en ella tan odiosa en nombre de la verdad como puede serlo en nombre del error.

El señor d’Aiguillon había intentado abatir los vallados de Bretaña, dar pan a esa provincia introduciendo en ella el cultivo del trigo, trazar caminos, abrir canales, hacer hablar el francés, perfeccionar el comercio y la agricultura; implantar, en fin, un germen de holgura para el mayor número y hacer llegar la instrucción a todos; tales eran los resultados alejados de las medidas cuyo pensamiento dio lugar a ese gran debate. El futuro del país se enriquecía con las más bellas esperanzas.

¡Cuántas personas de buena fe se asombrarían al saber que la víctima defendía los escombros, la ignorancia y el feudalismo, y no invocaba la tolerancia más que para perpetuar el mal en su país! Había dos hombres en este hombre: el francés que, en las elevadas cuestiones de interés nacional, proclamaba con voz generosa los más saludables principios, y el bretón, a quien le eran tan caros antiguos prejuicios que, semejante al héroe de Cervantes, desatinaba con elocuencia y firmeza en cuanto se trataba de sanar las llagas de Bretaña.

Hoy, en el año 1829, un periódico anunciaba que un regimiento francés, compuesto de bretones, había desembarcado en Nantes, después de haber atravesado Francia y ocupado España, sin que ninguno de sus componentes supiera una palabra de francés o de español. Era la Bretaña ambulante atravesando Europa como una tribu gálica.

He ahí uno de los resultados de la victoria del señor de la Chalotais sobre él duque d’Aiguillon.

El autor pondrá aquí punto final a esta observación, cuya naturaleza no es apropiada para el libro, y sus desarrollos tendrían una extensión excesiva para una introducción.

Si algunas consideraciones materiales pueden insertarse después de todos estos credos políticos y literarios, el autor previene al lector que ha intentado importar a nuestra literatura el pequeño artificio tipográfico con que los novelistas ingleses expresan ciertos accidentes del diálogo.

Al natural, un personaje hace a menudo un gesto, se le escapa una mueca o bien hace un ligero signo con la cabeza entre dos palabras de la misma frase, entre dos frases, y hasta entre palabras que parecen no deben estar separadas. Hasta ahora, estas pequeñas finezas de conversación se habían abandonado a la inteligencia del lector. La puntuación le resultaba una muy débil ayuda para adivinar las intenciones del autor. En fin, para decirlo todo, los puntos suspensivos que suplían tantas cosas han sido completamente desacreditados por el abuso que de ellos han hecho ciertos escritores en estos últimos tiempos. Era, pues, deseada una nueva expresión de los sentimientos de la lectura oral.

En esos extremos, él signo que entre nosotros precede ya a la interlocución, ha sido destinado por nuestros vecinos a describir esas vacilaciones, esos gestos, esas pausas que añaden cierta fidelidad a una conversación que el lector acentúa entonces mejor y a su guisa.

Así, para dar un ejemplo, el autor podría hacer este soliloquio:

—Habría añadido una fe de erratas para las faltas que una impresión hecha de prisa ha dejado en mi libro, pero ¿quién es él que lee una errata? Nadie.

París, 15 de enero de 1829.