XI

El carruaje no tardó en alcanzar a estos dos personajes, quienes volvieron a ocupar sus puestos y guardaron el más profundo silencio durante algunas leguas. Si tanto el uno como el otro habían hallado materia para amplias reflexiones, sus ojos no temían ya el encontrarse. Parecían tener igual interés en observarse y en ocultar un secreto importante; pero se sentían arrastrados el uno al otro por un mismo deseo que, después de su conversación, adquiría la magnitud de la pasión, ya que recíprocamente se habían reconocido cualidades que aún realzaban más a sus ojos los placeres que se prometían de su lucha o de su unión. Acaso cada uno, dispuesto a una vida aventurera, había llegado a esa singular situación moral en que, bien sea por cansancio, o bien para desafiar, la suerte, se rechaza toda seria reflexión y uno se entrega a las contingencias del azar persiguiendo una empresa precisamente porque no ofrece ninguna salida, y se quiere ver el necesario desenlace. ¿No tiene la naturaleza moral, como la naturaleza física, sus simas y sus abismos, donde a los caracteres fuertes les gusta sumirse arriesgando su vida, del mismo modo que a un jugador le tienta exponer su fortuna? El gentilhombre y la señorita de Verneuil tuvieron, en cierto modo, una revelación de estas ideas, que les fueron comunes después de la plática cuyos acentos todavía les presionaban, y de ahí el importante paso que dieron de pronto, pues la simpatía de sus almas siguió a la de sus sentidos. Sin embargo, cuanto más fatalmente arrastrados se sintieron el uno hacia el otro, mayor fue su interés en estudiarse mutuamente, aunque no fuese más que para aumentar, por un cálculo involuntario, la suma de sus goces futuros. El joven, asombrado aún de la profundidad de las ideas de aquella singular muchacha, se preguntó en seguida cómo era que ella pudiese unir tantos acontecimientos a tanta lozanía y juventud. Creyó entonces descubrir un deseo extremo de parecer casta en la extrema castidad que María trataba de dar a sus actitudes; la sospechó fingida, se revolvió contra su propio placer, y no quiso ya ver en aquella desconocida sino a una hábil comedianta. Tenía razón. La señorita de Verneuil, como todas las muchachas del mundo, tanto más modesta cuanto más ardor sentía, adoptaba con la mayor naturalidad aquel continente de gazmoñería bajo el que las mujeres saben velar tan bien sus excesivos deseos. Todas quisieran ofrecerse vírgenes a la pasión; y si no lo son, su disimulo es siempre un homenaje que rinden a su amor. Estas reflexiones pasaron rápidamente por el alma del gentilhombre, causándole placer. En efecto, para los dos, aquel examen debía ser un progreso, y el amante llegó pronto a esa fase de la pasión en la que un hombre encuentra en los defectos de su amada razones para quererla todavía más. La señorita de Verneuil se quedó pensativa más tiempo aún que el emigrado; tal vez su imaginación le hacía franquear una extensión mayor del futuro. El joven obedecía a alguno de los mil sentimientos que debía de experimentar en su vida de hombre, y la muchacha vislumbraba una vida entera complaciéndose en hacerla bella, en colmarla de dicha y de grandes y nobles sentimientos. Ilusionadamente feliz, prendada tanto de estas quimeras como de la realidad, María intentó desandar lo andado para ejercer mejor su poder sobre aquel joven corazón, obrando instintivamente, como obran todas las mujeres. Tras haber convenido consigo mismo el darse por entero, deseaba, por decirlo así, revolver hasta el más ínfimo detalle; ella habría querido poder rescatar del pasado todas sus acciones, sus palabras y sus miradas, para ponerlas en armonía con la dignidad de la mujer amada. Así, sus ojos expresaron a veces una especie de terror, cuando pensaba en la entrevista que acababa de tener y en la que se había mostrado tan agresiva. Pero contemplando aquel rostro lleno de vigor se dijo que quien tenía su poder debía de ser generoso, y se felicitó por haberle tocado una parte mejor que a muchas otras mujeres, hallando en su amante un hombre de carácter, un hombre condenado a muerte que acababa de jugarse la cabeza y de hacer la guerra a la República. La idea de poderse adueñar de un alma como la suya hizo que inmediatamente todo adquiriese para ella una distinta fisonomía. Entre el momento en que, cinco horas antes, se propuso que su rostro y su voz cautivasen a aquel gentilhombre, y el instante actual en que podía trastornarlo con una mirada, hubo la diferencia del universo muerto a un universo viviente. Risas francas y alegres coqueterías ocultaron una inmensa pasión que se presentó, como la desgracia, sonriendo. En la disposición de alma en que se encontraba la señorita de Verneuil, la vida exterior tomó, pues, para ella el carácter de una fantasmagoría. El carruaje pasó por poblados, valles y montañas sin que ninguna imagen se imprimiese en su memoria. Llegó a Mayenne y los soldados de la escolta se relevaron. Merle le habló, ella respondió, atravesó una villa y siguió nuevamente su viaje; pero los rostros, las casas, las calles, los paisajes y los hombres fueron fugaces como las formas indistintas de un sueño. Llegó la noche. María viajó bajo un cielo de diamantes, envuelta en una suave luz, y siguió el camino de Fougères, sin pensar siquiera si el cielo había cambiado de aspecto, sin saber dónde quedaban Mayenne ni Fougères, ni a donde iba. Para ella no era posible que a las pocas horas pudiera separarse del hombre de su elección, y del que se creía elegida. El amor es la única pasión que no sufre ni pasado ni futuro. Si a veces sus palabras traicionaban su pensamiento, pronunciaba frases casi desprovistas de sentido, pero que se incrustaban en el corazón de su amante como promesas de placer. A los ojos de los dos testigos de aquella pasión naciente, adquiría un pavoroso vértigo. Francine conocía a María tan bien como la desconocida conocía al joven, y esa experiencia del pasado les hacía esperar en silencio algún tremendo desenlace. En efecto, ellas no tardaron en ver el término de este drama que la señorita de Verneuil, tan tristemente y sin saberlo acaso, había denominado una tragedia.

Cuando los cuatro viajeros estuvieron como a una legua más allá de Mayenne, vieron dirigirse hacia ellos con excesiva rapidez a un hombre a caballo, el cual, al alcanzar el carruaje, se inclinó para mirar a la señorita de Verneuil, quien reconoció a Corentin. Este siniestro personaje se permitió dirigirle una señal de inteligencia con una familiaridad que tuvo algo de infamante para ella; y huyó en seguida, dejándola helada tras aquel ruin ademán. El emigrado pareció desagradablemente afectado por tal circunstancia, la cual, desde luego, no escapó a su supuesta madre, pero María le apretó ligeramente, y pareció refugiarse con una mirada en su corazón, como si fuese el único asilo que tuviera sobre la tierra. La frente del joven se despejó entonces, saboreando la emoción que le produjo el gesto con el que su amante, como por distracción, le había revelado, la magnitud de su afecto. Un inexplicable temor había desvanecido toda coquetería, y el amor se mostró durante un momento sin velo; ambos permanecieron silenciosos para prolongar la dulzura de aquel momento. Desgraciadamente, en medio de ellos, la señora de Gua lo veía todo y, como un avaro que da un festín,

parecía contarles los bocados y medirles la vida. Entregados a su felicidad, y sin darse cuenta del camino que habían recorrido, los dos amantes llegaron al sitio que se encuentra en el fondo del valle de Ernée y que forma la primera de las tres cuencas a través de las cuales han tenido lugar los acontecimientos que sirven de exposición a esta historia. Allí Francine percibió y señaló extrañas figuras que parecían moverse como sombras entre los árboles y las retamas que rodeaban los campos. Cuando el carruaje llegó a la proximidad de aquellas sombras, una descarga general, cuyas balas pasaron silbando por encima de sus cabezas, descubrió a los viajeros que todo era positivo en aquella aparición. La escolta había caído en una emboscada.

Ante semejante recibimiento, el capitán Merle lamentó vivamente haber compartido el error de la señorita de Verneuil, quien, creyendo en la seguridad de un viaje nocturno y rápido, no le había dejado que cogiese más que una sesentena de hombres. En seguida el capitán, secundado por Gérard, dividió la pequeña tropa en dos columnas para guardar ambos lados del camino, y cada uno de los oficiales se dirigió a la carrera a través de los campos de aulagas y retamas, tratando de combatir a los asaltantes antes de contarlos. Los azules se batieron a izquierda y a derecha de aquellos espesos matorrales con una intrepidez más que imprudente, y respondieron al ataque de los Chuanes con un nutrido fuego contra las retamas de donde partían los disparos de fusil. El primer movimiento de la señorita de Verneuil fue saltar del carruaje y correr atrás lo bastante lejos para apartarse del campo de batalla; pero avergonzada de su miedo, y movida por ese sentimiento que impele a engrandecerse a los ojos del ser amado, permaneció inmóvil y trató de contemplar fríamente el combate.

El emigrado fue tras ella y la tomó de la mano, poniéndosela sobre el corazón.

—He tenido miedo —dijo la señorita de Verneuil sonriendo—; pero ahora…

En aquel momento su camarera le gritó espantada;

—¡María, cuidado!

Pero Francine, que quería arrojarse del carruaje, se vio detenida por una vigorosa mano. El peso de aquella enorme mano le arrancó un violento grito y se volvió, enmudeciendo al reconocer la figura de Marche-à-Terre.

—A sus terrores deberé, pues —decía el desconocido a la señorita de Verneuil—, la revelación de los más dulces secretos del corazón. Gracias a Francine, sé que tiene el hermoso nombre de María… ¡María, el nombre que yo he pronunciado en todas mis angustias! ¡María, el nombre que desde ahora pronunciaré en la alegría, y que no repetiré ya sin cometer un sacrilegio, confundiendo la religión y el amor! ¿Pero acaso será un crimen rezar y. amar al mismo tiempo?

A estas palabras, se estrecharon fuertemente la mano, se miraron en silencio, y el exceso de sus sensaciones les privó de la fuerza y el poder de expresarlas.

—¡No es por vosotras si hay peligro! —dijo brutalmente Marche-à-Terre a Francine, dando al son ronco y gutural de su voz un tono de reproche y recalcando cada palabra de forma que causó estupor a la inocente campesina.

Por primera vez la pobre muchacha advirtió ferocidad en las miradas de Marche-à-Terre. El resplandor de la luna parecía ser la única luz que conviniera a aquel rostro. El salvaje bretón, con su gorro en una mano y su pesada carabina en la otra, rechoncho como un gnomo y envuelto por aquella blanca luminosidad cuyos haces prestan a las formas aspectos tan singulares, pertenecía más a la fantasía mágica que a la realidad. Su aparición y su reproche tuvieron algo de la celeridad de los fantasmas. Volvióse bruscamente hacia la señora de Gua, con la cual cambió vivas palabras, que no pudo comprender en absoluto Francine por haber olvidado ya el bajo bretón. La dama parecía dar a Marche-à-Terre muchas órdenes. La breve conferencia terminó con un gesto imperioso de aquella mujer, la cual señaló a los dos amantes al chuán. Antes de obedecer, Marche-à-Terre lanzó una última mirada a Francine, que parecía quejarse; él habría querido hablarle, pero la bretona sabía que el silencio de su amante le era impuesto. Unos surcos se marcaron en la piel ruda y atezada de la frente de aquel hombre y las cejas se le contrajeron con expresión iracunda. ¿Se resistía a la renovada orden de matar a la señorita de Verneuil? Su mueca consiguió sin duda que la señora de Gua le viera todavía una mayor fiereza, pero el destello de sus ojos apareció casi dulce para Francine, quien, adivinando por aquella mirada que podría someter la energía de aquel salvaje con su voluntad de mujer, esperó reinar aún, después de Dios, sobre su tosco corazón.

La dulce plática de María la interrumpió la señora de Gua, dirigiéndose a ella y gritando como si la amenazara algún peligro, cuando su única intención era la de conseguir que un caballero a quien ella reconoció pudiese libremente hablar con el emigrado.

—¡Desconfíe de la muchacha que ha conocido en el hotel de los Tres Moros!

Después de verter esta frase al oído del joven, el caballero de Valois, uno de los miembros del comité realista de Alençon, que ensillaba una jaca bretona, desapareció entre las retamas de donde acababa de salir. En aquel momento se desarrollaba con pasmosa vivacidad el fuego de la escaramuza, pero sin que ninguno de los dos bandos llegasen al cuerpo a cuerpo.

—Ayudante, ¿no será un falso ataque para raptar a nuestros viajeros e imponerles un rescate? … —preguntó Clef-des-Coeurs.

—Mete la nariz en lo que te importa, o el diablo me lleve —respondió Gérard lanzándose al camino como si volase.

En aquel momento aminoró el fuego de los Chuanes, pues el único objetivo de su escaramuza era la comunicación del caballero. Merle, que les vio escapar en pequeño número a través de los setos, no juzgó conveniente empeñarse en una lucha inútilmente peligrosa. Gérard, con dos breves órdenes, hizo que la escolta volviese a tomar de nuevo su posición en el camino, y reanudó la marcha sin haber sufrido pérdida alguna.

El capitán ofreció la mano a la señorita de Verneuil para que volviese a subir al carruaje, pues el gentilhombre había quedado como herido por el rayo. Asombrada, la parisina subió sin aceptar la cortesía del republicano, volvió la cabeza hacia su amante, le vio inmóvil, y se quedó estupefacta ante el súbito cambio que las palabras del caballero acababan de operar en él. El joven emigrado regresó lentamente y con el rostro caído, reflejando su actitud un profundo sentimiento de disgusto.

—¿No tenía yo razón? —le susurró al oído la señora de Gua llevándoselo al carruaje—. Sin la menor duda, estamos en manos de una criatura con la que han puesto en juego su cabeza; pero toda vez que ella es lo bastante tonta como para en lugar de cumplir con su obligación, enamoriscarse de usted, no se conduzca como un niño, y finja amarla hasta que hayamos llegado a la Vivetière… Una vez allí… “¿Pero la amará aún?” —se preguntó para sus adentros, viendo que él seguía quieto en su sitio, como si estuviese dormitando.

El carruaje rodó sordamente sobre la arena del camino. A la primera mirada que la señorita de Verneuil lanzó en su derredor, le pareció que todo había cambiado. La muerte se deslizaba ya en su amor. Acaso no eran sino matices, pero a los ojos de toda mujer que ama, esos matices sobresalen tanto como los colores vivos. Por la mirada de Marche-à-Terre, Francine había comprendido que el destino de la señorita de Verneuil, por quien ella le había ordenado velar, estaba en otras manos que las suyas, y su rostro empalideció, sin poder contener las lágrimas cuando su ama la miraba. La desconocida dama mal ocultaba bajo falsas sonrisas la malicia de una venganza femenina, y el repentino cambio que su obsequiosa bondad por la señorita de Verneuil introdujo en su continente, en su voz y en su fisonomía, eran de una naturaleza que infundiría temores a cualquier persona perspicaz. También la señorita de Verneuil se estremeció por instinto, preguntándose:

—¿Por qué me estremezco? … Es su madre.

Pero de pronto un agudo temblor la recorrió de arriba abajo, al decirse:

—¿Es en efecto su madre?

Y al instante vio un abismo, que una última ojeada dirigida al desconocido acabó de iluminar:

—“Esa mujer le ama” —pensó—. “¿Mas por qué abrumarme de atenciones, después de haberme tratado con tanta frialdad? ¿Estaré perdida? ¿Tendrá ella miedo de mí?”

En cuanto al gentilhombre, palidecía y enrojecía alternativamente mientras conservaba una actitud tranquila, bajando los ojos para ocultar las extrañas emociones que le agitaban. Una violenta contracción destruía la graciosa curva de sus labios, y su tez se amarilleaba bajo las acometidas de un tormentoso pensamiento. La señorita de Verneuil ni siquiera podía adivinar si aún había amor en aquel furor. El caminó, flanqueado de árboles en aquel paraje, fue sombrío por instantes, impidiendo que aquellos mudos actores se interrogasen con la mirada. El murmullo del viento, el zumbido de las copas de los árboles, el ruido de los acompasados pasos de la escolta, concedieron a esta escena el solemne carácter que acelera los latidos del corazón. La señorita de Verneuil no podía buscar en vano la causa de tal transformación. El recuerdo de Corentin pasó como una centella, trayéndole la imagen de su verdadero destino, apareciéndosele de súbito. Por primera vez desde la mañana, meditó seriamente en su situación. Hasta aquel momento se había dejado llevar por la dicha de amar, sin pensar en ella ni en el futuro. Incapaz de soportar por más tiempo sus angustias, buscó y esperó con la dulce paciencia del amor una de las miradas del joven, y le suplicó tan vivamente, su palidez y su estremecimiento tuvieron una elocuencia tan penetrante, que él vaciló; pero la caída no fue sino más completa.

—¿Sufre acaso, señorita? —le preguntó él.

Aquella voz desprovista de dulzura, la misma pregunta, la mirada, el gesto, todo sirvió para convencer a la pobre muchacha de que los acontecimientos de aquella jomada pertenecían a un espejismo del alma, el cual se disipaba entonces lo mismo que esas nubes que no llegan a formarse y que el viento se lleva.

—¿Que si sufro? … —respondió ella riendo forzadamente—. Yo iba a hacerle la misma pregunta.

—Creía que se comprendían —dijo la señora de Gua con falsa bondad.

Ni el gentilhombre ni la señorita de Verneuil respondieron. La muchacha, doblemente afrentada, sintió el despecho de ver sin poderío su belleza. Sabía que podría conocer en el momento que lo quisiera la causa de aquella situación, pero sin curiosidad para desentrañarla, por primera vez acaso una mujer retrocedió ante un secreto. La vida humana es tristemente fértil en esas situaciones en las que, como consecuencia de una meditación excesivamente intensa, o de una catástrofe, nuestras ideas no se adhieren ya a nada; carecen de substancia y del punto de partida, donde el presente no halla ya lazos para ligarse al pasado ni al futuro. Tal fue el estado de la señorita de Verneuil. Recostada en el fondo del carruaje, permanecía allí como un árbol desarraigado. Muda y doliente, no miró a nadie, se envolvió en su dolor y quedóse con tanta voluntad en el mundo desconocido en que se refugian los desgraciados que ya no vio nada más. Pasaron sobre ellos unos cuervos graznando; sin embargo, aunque semejante a todas las almas fuertes tuviera en su corazón sitio para las supersticiones, no les concedió ninguna atención. Los viajeros siguieron su camino en silencio durante algún tiempo.