XXVI

Una horrible inquietud se apoderó, hacia la noche, de la cabaña de Galope-Chopine, donde hasta entonces había discurrido la vida de manera tan cándidamente despreocupada. Barbette y su hijo, llevando cada uno a la espalda una pesada carga de retamas y el otro una provisión de pasto para el ganado, volvieron a la hora en que la familia acostumbraba cenar. Al entrar en la vivienda, la madre y el hijo buscaron en vano a Galope-Chopine; y nunca aquella miserable estancia les pareció tan grande, de tan vacía como la vieron. El hogar sin fuego, la oscuridad, el silencio, todo les auguraba alguna desgracia. Al llegar la noche, Barbette se apresuró a encender un buen fuego y dos oribus, nombre dado a las velas de resina en la comarca que media desde las riberas del Armori hasta lo alto del Loire, y usadas todavía más allá de Amboise, en las campiñas del Vendomois. Barbette ponía en estos dispositivos la lentitud que caracteriza las acciones cuando un profundo sentimiento las domina; escuchaba el menor ruido, pero engañada a menudo por el silbar de las ráfagas, iba a la puerta de la miserable choza y volvía sumida en la tristeza. Limpió dos picheles, los llenó de sidra y los colocó sobre la ancha mesa de nogal. En varias ocasiones miró a su hijo, que atendía al cocimiento de las tortas de alforfón, pero sin poder hablarle. En cierto momento, los ojos del muchacho se detuvieron sobre los dos clavos de los que colgaba la escopeta de su padre, y Barbette , lo mismo que él, se estremeció al ver aquel lugar vacío. El silencio no lo interrumpía más que el mugido de las vacas, o las gotas de sidra que caían periódicamente del grifo de la barrica. La pobre mujer suspiró disponiendo en tres escudillas de terracota una especie de sopa compuesta de leche, de torta cortada en pequeños trozos y de castañas hervidas.

—Han luchado en la pieza que depende de la Béraudière —dijo el muchacho.

—Ve a ver —respondió la madre.

El pequeño corrió allá, reconoció al claro de luna el montón de cadáveres, no hallando entre ellos a su padre, y volvió contento y silbando, pues había recogido también algunas monedas de cien sueldos pisoteadas por los vencedores y olvidadas en el fango. Encontró a su madre sentada en un escabel y ocupada en hilar cáñamo en un rincón del hogar. Hizo una señal negativa a Barbette, quien no se atrevía a creer nada bueno; luego, habiendo sonado las diez en San Leonardo, el muchacho se acostó, después de farfullar una oración a la santa Virgen de Auray. Al clarear, Barbette, que no había dormido en toda la noche, dio un grito de alegría al oír a lo lejos un ruido de zapatones herrados que reconoció. En efecto, Galope-Chopine no tardó en mostrar su ceñudo rostro.

—¡Gracias a San Labro, a quien he prometido un hermoso cirio, el Mozo se ha salvado! No olvides que debemos ya tres velas al santo.

Luego Galope-Chopine tomó un pichel y se lo bebió entero, sin tomar aliento. Una vez le hubo servido su mujer la sopa, le desembarazó de su escopeta y se sentó sobre el banco de nogal, dijo acercándose al fuego.

—¿Cómo han llegado aquí los azules y los contrachuanes? Se luchaba en Florigny. ¿Qué diablo ha podido decirles que el Mozo estaba aquí? únicamente lo sabían él, su guapa chica y nosotros…

La mujer palideció.

—Los contrachuanes me han hecho creer que eran gente de San Jorge —respondió ella temblando—, y soy yo quien les ha dicho dónde estaba el Mozo.

Galope-Chopine palideció a su vez, y dejó su escudilla en el borde de la mesa.

—Te he enviado al muchacho para prevenirte —prosiguió Barbette espantada—, pero no te ha encontrado.

El chuán se levantó y golpeó con tal violencia a su mujer, que ésta fue a caer medio muerta sobre la cama.

—¡Zorra maldita, me has matado! —gritó él.

Pero al punto, preso también de espanto, cogió a su mujer en brazos, exclamando:

—¡Barbette, Barbette! ¡Virgen Santa…, he tenido la mano demasiado pesada!

—¿Crees —le dijo ella abriendo de nuevo los ojos— que Marche-à-Terre llegará a saberlo?

—El Mozo —respondió el chuán— ha debido averiguar de dónde venía esta traición.

—¿Se lo ha dicho a Marche-à-Terre?

—Pille-Miche y Marche-à-Terre estaban en Florigny.

Barbette respiró más libremente.

—Si tocan un solo pelo de tu cabeza —dijo—, limpiaré sus vasos con vinagre.

No tengo más hambre —se quejó tristemente Galope- Chopine.

Su mujer puso ante él otro pichel lleno, al cual Galope- Chopine ni siquiera prestó atención. Dos gruesas lágrimas surcaron entonces las mejillas de Barbette, humedeciendo las arrugas de su marchito rostro.

—Escucha, mujer; mañana habrá que recoger gavillas en San Leonardo, en las rocas de San Sulpicio, y encenderlas. Es la señal convenida entre el Mozo y el viejo rector de San Jorge, que vendrá a decirle una misa.

—¿Irá, pues, a Fougères?

—Sí, a reunirse con su guapa amiguita. ¡Lo que he tenido que correr hoy por eso! A mí me parece que se va a casar con ella y a llevársela, pues me ha dicho que alquile caballos y los deje dispuestos en el camino de Saint- Malo.

Seguidamente Galope-Chopine, fatigado, se acostó durante algunas horas, y luego volvió a su quehacer. A la mañana siguiente regresó después de haber cumplido esmeradamente los encargos que el marqués le había confiado. Al enterarse de que Marche-à-Terre y Pille-Miche no se habían presentado, desvaneció las inquietudes de su mujer, quien casi tranquilizada se fue por las rocas de San Sulpicio, donde la víspera había preparado, en el altozano que daba a San Leonardo, algunos haces llenos de escarcha. Conducía a su hijo de la mano, el cual llevaba unas brasas en un zueco roto. Apenas su hijo y su mujer desaparecieron tras el cobertizo, Galope-Chopine oyó a dos hombres saltar la última de las escalas en hilera, e insensiblemente, a través de una bruma bastante espesa, vio formas angulosas dibujándose como sombras indistintas.

“Son Pille-Miche y Marche-à-Terre”, se dijo mentalmente.

Y se estremeció. Los dos Chuanes mostraron en la pequeña corraliza, bajo sus amplios sombreros, sus tenebrosas caras, bastante parecidas la una y la otra a esas figuras que los grabadores hacen con paisajes.

—Buenos días, Galope-Chopine —dijo gravemente Mar- che-à-Terre

—Buenos días, señor Marche-à-Terre —respondió humildemente el marido de Barbette—. ¿Quieren entrar y vaciar algunos picheles? Tengo torta fría y mantequilla recién batida.

—Eso no se desprecia, primo —dijo Pille-Miche.

Los dos Chuanes entraron. Este comienzo no tenía nada de alarmante para Galope-Chopine, quien se apresuró a ir a su gran barrica para llenar tres picheles, mientras Marche-à-Terre y Pille-Miche, sentados a cada lado de la larga mesa en los lustrosos bancos, cortaban tortas y las untaban de una mantequilla grasa y amarillenta de la que bajo el cuchillo, brotaban pequeñas burbujas de leche. Galope-Chopine puso los picheles llenos de sidra y coronados de espuma ante sus huéspedes, y los tres Chuanes se pusieron a comer; pero, de cuando en cuando, el dueño de la casa lanzaba una mirada de soslayo a Marche-à-Terre, apresurándose a satisfacer su sed.

—Dame tu tabaquera —dijo Marche-à-Terre a Pille- Miche.

Y después de sacudir con fuerza varias tomas en la palma de su mano, el bretón aspiró su tabaco como hombre que se dispone a ejecutar alguna grave acción.

—Hace frío —observó Pille-Miche, levantándose para ir a cerrar la parte superior de la puerta.

El día, empañado por la bruma, no dejaba penetrar su claridad más que por el ventanuco, iluminando débilmente la mesa y los dos bancos; pero el fuego expandía reflejos rojizos. En aquel momento Galope-Chopine, que había acabado de llenar por segunda vez los picheles de sus huéspedes, los ponía ante ellos; sin embargo, rehusaron beber, dejaron a un lado sus grandes sombreros y adoptaron de pronto un aire solemne. Sus gestos y la mirada con que se consultaron estremecieron a Galope-Chopine, quien creyó distinguir sangre bajo los bonetes de lana roja con que se cubrían los visitantes.

—Tráenos tu machete —dijo Marche-à-Terre.

—Pero, señor Marche-à-Terre, ¿qué es lo que quiere hacer?

—Vamos, primo, bien lo sabes —respondió Pille-Miche cerrando la tabaquera que le devolvió Marche-à-Terre. Estás juzgado.

Los dos Chuanes se levantaron a la vez, empuñando sus carabinas.

—Señor Marche-à-Terre, yo no he dicho nada del Mozo…

—Te digo que vayas a buscar tu machete —respondió el chuán.

El desgraciado Galope-Chopine tropezó con un barrote del camastro de su pequeño, y por el suelo rodaron tres piezas de cien sueldos. Pille-Miche las recogió.

—Vaya, vaya… —exclamó Marche-à-Terre—. Los azules te han dado monedas nuevas.

—Tan verdad como ahí está la imagen de San Labro —replicó Galope-Chopine—, que yo no he dicho nada. Barbette ha tomado a los contrachuanes por gente de San Jorge; eso es lo que ha pasado.

—¿Por qué hablas de esos asuntos a tu mujer? —respondió brutalmente Marche-à-Terre.

—Además, primo, no te pedimos explicaciones, sino tu machete. Estás juzgado.

A una señal de su compañero, Pille-Miche le ayudó a coger a su víctima. Al verse en manos de los dos Chuanes, Galope-Chopine perdió su fuerza, cayó de rodillas y levantó hacia sus verdugos las manos con desesperación, suplicando:

—Mis buenos amigos, primo mío, ¿qué queréis que sea de mi hijo?

—Yo cuidaré de él —contestó Marche-à-Terre.

—Mis queridos camaradas —prosiguió Galope-Chopine, que estaba lívido—, no estoy en estado de morir. ¿Me dejaréis ir sin confesión? Tenéis el derecho de tomar mi vida, pero no el de hacerme perder la bienaventurada eternidad.

—Eso es justo —respondió Marche-à-Terre mirando a Pille-Miche.

Los dos Chuanes permanecieron unos momentos en la mayor perplejidad, sin poder resolver aquel caso de conciencia. Galope-Chopine escuchaba el menor ruido producido por el viento, como si conservara alguna esperanza. El sonido de la gota de sidra que caía periódicamente de la barrica hizo que mirase maquinalmente el aposento y suspirase tristemente. De pronto, Pille-Miche cogió al paciente por un brazo, lo arrastró a un rincón y le dijo:

—Confiésame todos tus pecados; yo se los contaré a un padre de la verdadera Iglesia y él me dará la absolución; y, si hay penitencia que hacer, yo la haré por ti.

Galope-Chopine obtuvo alguna tregua por su manera de exponer sus pecados; pero, a pesar del número y de las circunstancias de los crímenes, acabó por llegar al final de su confesión.

—¡Ay…! —dijo terminando—. Después de todo, primo, ya que te hablo como a un confesor, te aseguro por el santo nombre de Dios que no tengo apenas que reprocharme más que de haber puesto demasiada mantequilla en mi pan, y pongo por testigo a San Labro, a quien ves ahí, sobre la chimenea, que no he dicho nada sobre el Mozo. No, mis buenos amigos, yo no he traicionado.

—Bueno, ya está bien, primo; todo eso se lo contarás al buen Dios a su tiempo.

—Pero dejadme al menos despedirme de Barbe…

—Vamos —respondió Marche-à-Terre—; si quieres que no se te tenga más rencor del necesario, compórtate como un bretón, y acaba de una vez.

Los dos Chuanes asieron de nuevo a Galope-Chopine, lo tendieron sobre el banco, donde no hizo otros signos de resistencia que esos movimientos convulsivos producidos por el instinto animal; y finalmente lanzó algunos sordos aullidos que cesaron cuando se oyó el pesado golpe del machete. La cabeza quedó cercenada de un solo tajo. Marche-à-Terre la cogió por un mechón, salió de la choza, buscó y halló en el tosco jambaje de la puerta un gran clavo, en el que enroscó los cabellos que tenía cogidos, y dejó allí colgando la sangrienta cabeza, a la que ni siquiera cerró los ojos. Sin ninguna precipitación, los dos Chuanes se lavaron las manos en un gran barreño lleno de agua, recogieron sus sombreros y sus carabinas y subieron la escala silbando el aire de la balada del Capitán. Pille-Miche entonó con voz enronquecida, al final del campo, estas estrofas tomadas al azar de aquella ingenua canción cuyas rústicas cadencias se llevó el viento:

En la primera villa

su amante la viste

toda de blanco raso.

En la segunda villa

su amante la viste

de oro y de plata.

Estaba ella tan bella,

que se le tendían banderas

en todo el regimiento.

La melodía se hizo insensiblemente confusa a medida que se alejaban los dos Chuanes; pero el silencio del campo era tan profundo que algunas notas llegaron al oído de Barbette, quien volvía entonces a la casucha llevando al pequeño de la mano. Una campesina no oye nunca fríamente aquella canción, tan popular en el Oeste de Francia; así, Barbette comenzó también involuntariamente las primeras estrofas de la balada:

Vamos, partamos, bella,

Partamos para la guerra,

Partamos, que tiempo es ya.

Mi bravo capitán,

que ello no te cause pena.

Mi hija para ti no es.

No la tendrás en la tierra,

ni en el mar la conseguirás,

si no es por una traición.

El padre toma a su hija,

y después de desnudarla

la arroja al mar.

El capitán, avisado,

se lanza al instante a nado

y a bordo la vuelve a llevar.

Vamos, partamos, bella,

Partamos para la guerra,

Partamos, que tiempo es ya.

En la primera villa, etc.

En el momento que Barbette cantaba la estrofa de la balada con que había comenzado Pille-Miche, llegaba a su corraliza, y la lengua se le heló; quedó inmóvil, como petrificada, y un terrible grito, súbitamente reprimido, escapó de su abierta boca estupefacta.

—¿Qué te ocurre, querida madre? —preguntó el niño.

—Vete tú solo —exclamó sordamente Barbette, retirándole la mano y empujándole con increíble rudeza—. ¡Ya no tienes padre ni madre!

El niño, que se frotaba llorando la espalda, vio la cabeza, y su lozano rostro retuvo silenciosamente la convulsión nerviosa que el llanto presta a las facciones. Abrió de par en par los ojos, miró largo rato la cabeza de su padre con un gesto estúpido que no revelaba emoción alguna, y luego, su rostro, embrutecido por la ignorancia, llegó incluso a expresar una curiosidad salvaje. De repente Barbette cogió otra vez la mano de su hijo, la apretó violentamente y le arrastró con rápido paso al interior de la casa. Antes, mientras Pille-Miche y Marche-à-Terre tendían a Galope-Chopine sobre el banco, uno de sus zapatos había caído bajo su cuello, por lo que se llenó de sangre, y éste fue el primer objeto que vio su viuda.

—Quítate tu zueco —dijo la madre a su hijo— y mete el pie ahí dentro. Bien. Acuérdate siempre del zapato de tu padre —añadió con voz lúgubre—, y no pongas jamás el pie en ninguno sin recordar el que estaba lleno de sangre derramada por los chuinos, ¡y mata a los chuinos…!

En aquel momento agitó su cabeza con un movimiento tan convulsivo que los mechones de su negro cabello le cayeron sobre el cuello, dando a su rostro una expresión siniestra.

—Pongo por testigo a San Labro —prosiguió— que te consagro a los azules. Tú serás soldado para vengar a tu padre. ¡Mata, mata a los chuinos, y haz como yo! ¡Ah…! ¡Si ellos han cortado la cabeza de mi hombre, yo voy a dar la del Mozo a los azules!

Saltó de un brinco sobre la cama, sacó un saquito de plata que había en un escondrijo, volvió a coger de la mano a su pasmado hijo, lo arrastró violentamente sin darle tiempo de recoger su zueco y ambos marcharon con rápido paso hacia Fougères, sin que ninguno de los dos volviera la cabeza hacia la cabaña que abandonaban. Cuando llegaron a lo alto de las rocas de San Sulpicio, Barbette atizó el fuego de los haces y su chico la ayudó a cubrirlos de ginesta verde llena de escarcha, para que fuese más densa la humareda.

—Eso durará más que tu padre, más que yo y más que el Mozo —dijo Barbette con gesto feroz señalando el fuego a su hijo.