VI
LA IDEA DEL PROVENZAL
A pesar del escalofrío que le produjo su idea, el soldado midió minuciosamente las proporciones de la pantera, con seguridad uno de los más bellos ejemplares de su especie, pues tenía un metro de altura por uno con treinta de longitud, sin contar la cola. Esta poderosa arma, redonda como un garrote, tenía no menos de un metro. La cabeza, tan voluminosa como la de una leona, se distinguía por una rara expresión de fineza; desde luego, dominaba en ella la fría crueldad de los tigres, pero también tenía una vaga semejanza con la fisonomía de una mujer artificiosa. En fin, la cara de esta reina solitaria revelaba en aquel momento una especie de júbilo parecido al de Nerón ebrio: había apagado la sed con sangre, y ella quería jugar.
El soldado ensayó ir y volver, y la pantera le dejó libre, siguiéndole con la mirada, por lo que se parecía más a un perro fiel que a un gran angora inquieto por los movimientos de su dueño. Al volver, vio al lado de la fuente los restos de su caballo; la pantera había arrastrado hasta allí el cadáver. Las dos terceras partes aproximadamente estaban devoradas. Este espectáculo tranquilizó al francés, siéndole fácil entonces explicarse la ausencia de la pantera cuando él se metió en la gruta, y el respeto que le había tenido durante su sueño.
Alentándole esta primera suerte a tentar el futuro, concibió la loca esperanza de hacer buenas migas con la pantera durante el día, no descuidando medio alguno para amansarla y captarse su amistad. Volvió, pues, a su lado y tuvo la inefable dicha de verla mover la cola con un movimiento casi insensible. Entonces sentóse sin temor al lado de ella, y se pusieron a jugar: él le cogió las patas, el hocico, le retorció las orejas, la volvió de lomo contra el suelo, y rascó con fuerza sus flancos calientes y sedosos.
Ella le dejó que siguiese, y cuando el soldado intentó alisarle el pelo de las patas retiró cuidadosamente sus garras,
El francés, que seguía con el puño en su puñal, seguía pensando hundirlo en el vientre de la demasiado confiada pantera, pero temía que lo estrangulase antes de la última convulsión que la agitaría. Y, además, sintió en su corazón una especie de remordimiento que le gritaba que respetase a una criatura inofensiva. Le parecía haber encontrado una amiga en aquel desierto sin límites. Pensó involuntariamente en su primera amante, a la que él, por antífrasis, había apodado Gentil, pues era tan atrozmente celosa que durante todo el tiempo que duró su pasión temió el cuchillo con que ella le había amenazado. Este recuerdo de su juventud le sugirió la idea de conseguir que respondiese a ese nombre la joven pantera, cuya agilidad, gracia y voluptuosa molicie admiraba ahora con menos pavor.
Hacia el fin del día se había familiarizado con su peligrosa situación, gustándole casi sus angustias. Finalmente, su compañera acabó por coger la costumbre de mirarle cuando él la llamaba con voz de falsete: ¡Gentil! Al ponerse el sol, Gentil lanzó varias veces un rugido profundo y melancólico.
“Está bien educada…, pensó el alegre soldado. Dice sus oraciones.”
Pero esta humorada mental sólo se le ocurrió cuando observó la pacífica actitud en que seguía su camarada.
—Ea, mi rubita; dejaré que tú te acuestes primero —le dijo, contando para su fuero interno con la actividad de sus piernas, para evadirse en cuanto ella se hubiese dormido y ver si encontraba otro refugio durante la noche.