24. Razvod

El autor posa para su primera novela. Lo que va a ganar en materia de público, lo va a perder muy pronto en materia de cuero cabelludo.

Un libro repleto de disfunciones y de asesinos armados de martillos necesita un adulto en sus filas. Alguien tiene que entrar en el escenario desde la izquierda, muy a la izquierda, y decirle al ingenuo protagonista: «No puedes seguir así». Alguien que posea una pizca de sabiduría y otra de decencia debe cambiar la vida de nuestro héroe. Qué romántico sería que dicha persona fuera una esbelta rubia americana o una chica de Brooklyn con la lengua afilada. No va por ahí la cosa. Todos sabemos ya quién va a representar ese papel.

Pero gracias a Dios que hay alguien. O mejor dicho, ya que quiero dejarlo muy claro, gracias a Dios que existe él.

Cuando me licencio en Oberlin, John está en el centro de mi vida y también está en el centro de mi desprecio. Lo odio porque procede de una próspera familia americana, porque es mayor que yo y porque es muy generoso con Maya, a la que ha hospedado en el primer apartamento decente de su vida, y que, gracias a su amabilidad, ya no tiene que azotar a hombres de negocios en una mazmorra de Manhattan. Y odio el nervio que hay debajo de su ojo izquierdo, el que se contrae cuando vemos una película triste en los multicines Lincoln Plaza Cinemas, ese nervio que deja caer una capa líquida sobre el párpado inferior, ese nervio que demuestra que es un ser humano muy consciente del dolor de los demás. Y esto, más que cualquier otra cosa, es lo que resulta imperdonable para mí y para mis orígenes. Así que reacciono saboteando su documental, o bien aportando nada más que canciones estúpidas o acentos de payaso cada vez que él pone en marcha la cámara. Y quiero castigar a John por ser capaz de ver lo que hay detrás de mi perilla y mi lengua venenosa. Y quiero hacer que pague por su curiosidad y su amor.

Pero a pesar de mi odio, también quiero tener una vida como la suya. Me paso por la tienda de la marca Frank Stella en Columbus Avenue, donde John se compra las camisas que lleva con la mayor naturalidad a los restaurantes como Le Bernardin o a una función de Oleana de Mamet. A mí, la tienda de Frank Stella, ese comercio anticuado para clientes de clase media, me parece algo así como un joyero muy bien iluminado. Me gusta por su sencillez, por su falta de pretensiones y porque no pone al descubierto esa urgencia que tenían los alumnos de Stuyvesant por llegar a ser los mejores de todos. Ahora ya solo me falta que el nervio de mi ojo se contraiga y me haga llorar. Y que la frialdad que hay en mi interior se disipe de una vez por todas. O que mi apartamento tenga cortinas verdes de seda, un sofá de los años veinte de fibra de angora de color Burdeos, y una carta de Bette Davis en la que me agradece haberle enviado un ramo de flores cuando coincidimos en el mismo hotel de Biarritz. Y ya solo me falta, sobre todo, poder beber una copa menos cada día.

Cuando vuelvo a casa después de mi trabajo de pasante y me encuentro la cucaracha voladora más grande del mundo revoloteando por mi estudio, llamo a John y le pido que venga a matarla. No va a querer venir, pero al menos es un alivio poder llamarle y contarle algo que nadie más puede saber. Que tengo miedo.

John es tan generoso que se lee un montón de borradores de mi primera novela, cosa que le agradezco dedicándole cinco años de burlas hirientes.

—El personaje de Challah [es decir, Maya la dominatrix] necesita un mayor desarrollo —me dice.

—¿Qué sabrás tú? —le contesto, hirviendo como un samovar sobre su mullido sofá de angora—. No eres más que un guionista de televisión. Y nunca has escrito una novela.

Pero lo que en realidad le estoy diciendo es esto: «¿Por qué tengo que trabajar tanto? ¿Por qué tengo que volver a escribir una y otra vez esta puta novela si luego solo consigo que me la alabes un poquito? ¿Por qué no me adoras como me adoraba mi abuela?».

Cuando estoy con mis padres de verdad, les regalo los oídos con historias divertidas del rico americano John —«Una vez a la semana va una mujer a hacerle la limpieza y él le paga espléndidamente»—, ese individuo tonto y manirroto al que podemos mirar sin problemas por encima del hombro. Y aun así, a pesar de su americanidad, o tal vez por ella, también le respetamos. En las comidas del Día de Acción de Gracias, John intenta disuadir a mis padres de sus sueños de que yo estudie derecho o empresariales, y para ello les cuenta historias de sus años de guionista televisivo.

—¿Y cuánto dinero ganaba usted con ese asunto de los guiones? —pregunta mi padre.

John se lo dice.

—¡Caramba! —Es una bonita cantidad.

—Gary tiene mucho talento —les dice John a mis padres—. Seguro que tendrá éxito como escritor.

Al oír esto, me pongo rojo y hago signos con la mano para desmentirlo. Pero le estoy muy agradecido. Mi abogado defensor es un americano persuasivo que tiene un piso que mis padres y yo hemos valorado en un millón de dólares de 1998.

Algún tiempo más tarde me doy cuenta de que, del mismo modo que en mi época del instituto hinchaba la raquítica riqueza de mis padres, ahora intento hacer creer a mis padres, a mis amigos y a mí mismo que John es mucho más rico de lo que en realidad es. Porque quiero convertir a John en el padre que me habría sacado de la Solomon Schechter. O en el padre que me habría dicho: «Esto no puede seguir así». Pero la verdad es que el padre de John no era el dueño de la mitad de Salem, Oregon, la rutilante capital estatal de la que procede John, como siempre he hecho creer a los demás. Tan solo era el dueño de una ferretería. Y el apartamento en el Upper West Side, comprado a mediados de los años noventa, le costó doscientos mil dólares y no un millón. Y la única americana de Armani que John tenía y que después me regaló no era la clase de prenda a lo Gatsby que yo hacía creer que era. E incluso las visitas a Le Bernardin o La Côte Basque solo eran ocasionales. Lo normal eran los camarones con azúcar de caña en el antro vietnamita de la esquina. Pero ¿a quién le importa todo eso? Lo importante es que yo era feliz en su compañía.

Si necesito la seguridad que me otorga la riqueza imaginaria de John, es porque quiero que me rescate del dólar con cuarenta centavos que mi madre me hace pagar por las supremas de pollo al estilo de Kiev. «Cuando tengas que pagar por todas las cosas que tienes, te darás cuenta de lo dura que es la vida», me dice mi madre la noche que me vende por veinte dólares las supremas rellenas de mantequilla y un rollo de papel transparente.

Justo entonces me doy cuenta de lo diferentes que son John y mis padres. Estamos en América, y si quieren que les sea sincero, la vida no es tan dura. Pero ella necesita hacerla más dura de lo que es, tanto para ella como para mí. Porque en cierto modo nunca nos hemos ido de Rusia. Los muebles rumanos de color naranja, la talla en madera de la fortaleza de Pedro y Pablo de Leningrado o las explosivas supremas al estilo de Kiev: todas estas cosas significan una cosa, y esa cosa es que la buena vida americana no ha reblandecido a mis padres.

En la mesa del comedor de Little Neck, en la Noche de las Supremas de Pollo, mis padres y John hablan de la inscripción que hay que poner en la lápida de mi abuela. Ya ha pasado un año desde su muerte.

Mi padre quiere inscribir una traducción al inglés de una fórmula rusa que más o menos viene a decir: «Tu hijo siempre de duelo».

—Pero usted no va a estar toda la vida de duelo —dice John—. Siempre le va a echar de menos, pero no va a pasarse toda la vida de duelo por ella.

La frase de John hace que mi padre adopte una expresión un tanto horrorizada. ¿Cómo que siempre la va a echar de menos? ¿Qué clase de chorrada americana es esa? Su madre ha muerto, así que él va a ser «su hijo siempre de duelo».

Mi madre tiene otra idea para la lápida: «Tu hijo que siempre tiene que luchar por algo». Y luego se lo explica a nuestro invitado americano: «El padre de Gary cree que ha de estar siempre luchando por algo. Necesita sentir algún dolor que no se vaya nunca. Hay gente», y se refiere a nuestra familia, «que siempre necesita sentirse culpable de algo». Y entonces añade otras inscripciones funerarias: «Siempre dolorosamente de luto», «Constantemente de doloroso luto».

Mi padre se lleva a John a su ascética buhardilla para enseñarle el alcance de sus posesiones. «Aquí tengo una radio Sony. Y aquí algo de Chéjov y Tolstói. Y aquí las cartas de Pushkin.» Me hace feliz ver que los dos hombres más importantes de mi vida están conversando como buenos amigos a pesar de la distancia de tiempo y de culturas que los separa. Y basta el término que ha usado mi padre, «la radio Sony», para que yo me ponga a derramar lágrimas filiales del tamaño de una suprema de pollo. Y es que John lo está consiguiendo de nuevo: está reblandeciendo a mi familia en mi propio beneficio.

Luego, afuera, en el huerto abarrotado donde cultiva tomates de ensalada y pepinos, mientras el sol se pone a sus espaldas, mi padre habla ante la cámara de John: «Cuando Gary tenía seis años corría por la calle y me besaba y me abrazaba. Pero ahora no quiere abrazarme porque piensa que ya no es necesario. Pero yo necesito que me abrace. Me siento perdido. Y no solo porque haya muerto mi madre, sino porque ya nadie me necesita tanto como ella me necesitaba».

John y yo no paramos de hablar de nuestros padres. Yo solo escucho la mitad de sus historias, o una cuarta parte, mientras que él nunca deja de escuchar absorto las que yo le cuento. Y me hace ver lo que a menudo mi rabia y mi amor (que a partir de cierto punto se han vuelto indistinguibles) no me permiten ver: que ellos me han pagado mis estudios universitarios y han asumido los gastos de una dentadura nueva para que al fin yo pudiera sonreír. Y si su padre, que era un exitoso propietario de Salem, se preocupaba por el dólar que tenía que pagar en un párking, ¿por qué no podía entender a mi madre, que había nacido un año después del final del sitio de Leningrado?

La empatía es lo primero necesario en este programa de reconciliación paternal.

Y luego, vivir a una distancia controlada.

Los años van pasando deprisa. 1999. Salgo con Pamela Sanders y lloro cuando estoy delante de Kevin y sus herramientas de carpintería. Mi novela no consigue pasar de un borrador detrás de otro. Tengo que echarle la culpa a alguien de todo eso, y como no puedo enfrentarme ni con mis padres ni con Pamela, le toca a John.

Durante años he intentado exprimirlo a fondo. Para mis amigos, que no lo han visto nunca, es el Benefactor, también conocido como Benny. Y los miles de dólares que me ha prestado han ido a parar a mi fondo de inversión en fiestas y en caviar. Varias veces al año mi estudio de sesenta metros cuadrados se llena con los invitados a mis fiestas, que se atiborran con el mejor champán y el mejor beluga gris que encuentro en una tienda de dudosa moralidad de Brighton Beach. La excusa para celebrar las fiestas nunca está muy clara. Mi peluquero se va a vivir a Japón. Mi peluquero acaba de volver de Japón. «¡El caviar es por cortesía de mi benefactor!», grito intentando hacerme oír sobre la música de MC Solaar y las risitas felices de mi peluquero de Osaka. «¡En este mundo hay alguien que me quiere de verdad!».

Pero luego todo se termina. Porque un día John se harta de mí.

Antes de la aparición del correo electrónico, me las ingenio para conservar casi todas las cartas y las postales que me envían. Supongo que se trata de una juiciosa costumbre que he heredado de mi madre, ya que ella nunca se desprende de nada. O quizá todo se deba a haber heredado una cultura totalitaria en la que todo, llegado el caso, puede usarse como prueba incriminatoria. En cualquier caso, las cartas que John me ha escrito ocupan la parte superior de la pila que guardo. En la época en que se harta de mí, sus cartas pueden llegar a tener veinticuatro páginas y transmiten la verdad de mi vida en aquellos días mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo.

No eres un niño y yo no soy tu padre.

No hay nada digno de un escritor en lo que haces. Tu aguda y omnipresente ansiedad te impulsa a comportarte más como un contable o un productor, que siempre tienen los ojos puestos en las cosas básicas y que no pueden entender cómo funcionan los artistas, antes que como un joven escritor que intenta terminar su primera novela e iniciar una nueva carrera. En pocas palabras, eres tan mezquino y tan poco generoso contigo mismo como lo son tus padres. Te han enseñado muy bien.

Ya no tienes los veinte años que tenías cuando nos conocimos. Ya casi has cumplido los treinta. El niño herido que se defendía de los demás con la furia se ha convertido en un adulto que se hace daño a sí mismo y que hace daño a los demás.

Pero todavía estás lo suficientemente cerca del comienzo de la edad adulta. Estás a tiempo de cambiar.

¿Quieres pasarte toda la vida como una persona aterrorizada y furiosa que descarga sus miedos más profundos y sus problemas en los inocentes que se cruzan con él, así como en ti mismo? Dentro de cinco o de diez años puedes ser un padre que inflige a sus hijos la misma clase de desdichas que tú tienes que soportar ahora. Las cosas funcionan así.

Tú incapacidad de empatizar con las demás personas te impide ponerte en la piel de los personajes sobre los que escribes.

Tienes que decidir si quieres tomarte en serio de una vez, pero no de una manera postiza y autocompasiva, sino de forma seria y digna.

Es imposible hablar de estas cosas sin pensar en el papel que tiene la bebida en todo esto. Me acuerdo de la cena de cumpleaños de la primavera pasada, cuando te bebiste una botella entera de vino en el Danube y luego una jarra grande de sangría en el Río Mar. A media velada ya era imposible entender lo que decías porque soltabas cosas incoherentes y arrastrabas las palabras. El momento cumbre fue un monólogo inconexo en el que venías a decir que no tenías ningún problema con la bebida.

¿Cuándo llegarás al punto en el que ya no serás tan frágil como para no ver más allá de tu propio dolor?

¿Cuándo dejarás de ser el pobre Gary del que todos tienen que apiadarse y que se ha de esconder en los servicios del instituto Stuyvesant, y te convertirás en el hombre que sabe enfrentarse a los demonios interiores que están destruyéndolo?

Cuando leo estas cartas, bulle en mi interior una furia de grado Pamela Sanders. Que le den por el culo a John. ¿Qué sabe él de escribir? ¿Y qué sabe de haber tenido que esconderse en el cuarto de baño? Solo es un guionista de televisión. Y además, ya soy demasiado mayor para tener un padre adoptivo. Me acerco a los treinta, tal como acaba de recordarme ese hombre obsesionado con su propia mortalidad. Pero la perspectiva de tener que continuar solo, sin más ayuda que las costosas supremas de pollo que me esperan en Little Neck, hace que mi furia se convierta en desesperación. Debo encontrar una manera de manipular a John para conservar intacto mi fondo para el caviar y para mantener activo el gran Dúo con Gary. En señal de cortesía, me llevo a cenar a John a Barney Greengrass y pido esturión con huevas. Al principio me alegra saber que estoy devolviéndole a John una parte de la inmensa deuda que he contraído con él, y para ello le invito a tomar proteínas animales un soñoliento domingo por la tarde. Pero quizá sea la naturaleza rusa del esturión lo que cambia mi estado de ánimo, que pasa en un segundo de generoso huésped del Upper West Side a ciudadano típico de Leningrado hacia 1979. Y cuando llega a la mesa la cuenta de 47,08 dólares, el color de mi cara cambia del salmón ahumado al pescado blanco. De repente sufro un ataque de pánico. ¡No, no, no! Le toca pagar a mi padre americano y no a mí. Y si no paga él, entonces será que ya no tengo a nadie más que a mis padres de verdad. Salgo corriendo del restaurante, con las comisuras de los párpados rebosantes de lágrimas, y dejo que John pague una vez más la cuenta.

Hasta que un día, después de todas las comidas que le he gorroneado, además de artículos de uso diario y de toda clase de servicios y de dinero en efectivo, llega esta carta en respuesta a una nueva solicitud de dinero por mi parte:

Los dos abajo firmantes nos comprometemos a aceptar los términos establecidos por la presente.

Gary tomará prestada la cantidad de 2200 dólares suministrada por John.

La duración del préstamo será de dos años.

El día 27 de cada mes, Gary pagará a John la cantidad de 50,00 dólares correspondientes al capital principal.

Por añadidura, de forma trimestral, es decir, cada tres meses, el día 27 de cada mes, Gary pagará a John una cuarta parte de los intereses anuales correspondientes al capital todavía pendiente. La tasa de interés será equivalente al interés que en ese momento se pague por los Bonos del Tesoro Estadounidense con vencimiento a dos años.

Gary reconoce también que una parte del capital disponible gracias al préstamo se invertirá en psicoterapia o psicoanálisis con un profesional cualificado de reconocido prestigio, preferentemente un doctor en psiquiatría o en psicoanálisis. Y por la presente certifica que el préstamo no es una simple estratagema para recibir dinero, sino que tiene la intención de proceder al cumplimiento del plan establecido.

Se hace más fácil.

Muy deprisa.

Ahora está de moda reírse del psicoanálisis. El diván. Las cuatro o cinco horas semanales de sombrías cavilaciones narcisistas. Coger los kleenex de la cajita que hay debajo de una estatuilla que quizá sea una Piedad africana. Las teorías freudianas y su obsesión por el pene lo invaden todo. Yo mismo me he burlado del psicoanálisis en una novela titulada Absurdistán, en la que mi protagonista, el obeso y autoindulgente Misha Vainberg, hijo de un oligarca ruso, se pasa la vida llamando a su psiquiatra de Park Avenue mientras el mundo postsoviético se desintegra a su alrededor y la gente se muere de verdad.

Pero la realidad del psicoanálisis es que no está hecho para todo el mundo. A mucha gente no le serviría de nada. Es difícil, doloroso y aburrido. Al principio parece que le están quitando todo el poder a una persona que ya de por sí se siente impotente. Es una sangría para la cuenta corriente y te hace perder al menos cuatro horas semanales que uno podría aprovechar mucho mejor buscándose a sí mismo en internet. Y muy a menudo hay sesiones tan absurdas e inútiles que a su lado los días que me pasé estudiando el Talmud en la escuela hebrea me parecen repletos de descubrimientos importantes. Pero…

Me ha salvado la vida. ¿Qué más puedo añadir?

Me lanzo sobre el diván cuatro veces por semana. Y cuando digo me lanzo, lo digo en sentido literal: me abalanzo sobre el diván y oigo el fuerte crujido que hace mi cuerpo al chocar contra él, como si le estuviera diciendo a mi psicoanalista, que es un sustituto de John: «Que te jodan. No me hace falta venir aquí. Yo soy mucho más real que toda esta cháchara. Y yo soy mucho más real que tu silencio». Odio a mi psicoanalista, con esa petulante autoridad que se mantiene en silencio y me cobra quince dólares por sesión. Dinero, dinero, dinero. Siempre acabo siendo un contable llevando las cuentas. Y siempre lo seré.

—Creo que me cobra demasiado —le digo durante una de sus pausas silenciosas.

Me está timando, no me cabe duda. Esa presencia de pelo canoso y barba canosa, nacida en América, me está robando el dinero, quince dólares por sesión. Mi madre siempre ha tenido razón. Este país se construyó con las monedas de los desgraciados como yo. «Esconde el dinero», me decía cuando mis amigos de la universidad venían a verme a casa.

«Crac», le replica furioso mi cuerpo al psicoanalista cuando choca con su diván.

No voy a ser distinto. No voy a ser como los demás. Esos que aman a los animalitos. Esos que siempre sonríen. Esos que ayudan a los otros. Los Benefactores. Los que hacen sándwiches para los pobres. Deja ya de presionarme. Deja de una vez de presionarme con tu silencio.

—¿Qué más se le ocurre sobre esta cuestión? —dice el psicoanalista cuando me calmo un poco.

¿Qué más se me ocurre sobre esa cuestión? Quiero levantarme y darte una paliza como la paliza que tú me diste una vez. Quiero tener ese poder sobre ti. Quiero ser tan grande que no tengas más remedio que ocultar la cabeza cuando me eche sobre ti y me pongas a tiro tus preciosas orejitas.

Tú y tu inocente silencio. ¿Te crees que no me doy cuenta de tu rabia? Todo hombre está rabioso. Y todo hombre y todo muchacho tiene el poder de humillar a otro con su fuerza.

—Creo que me cobra demasiado —digo.

Cuatro veces a la semana voy a almorzar con la realidad. Yo hablo y ella escucha. Más tarde descubro que la realidad —mi psicoanalista— es medio anglosajón y medio armenio, igual que J.Z., y me pregunto si me tranquiliza estar en compañía de una persona que comparte al menos una pequeña parte de su ácido nucleico. A lo largo de estos años, J.Z. también se ha convertido en alguien que cura a los demás.

La realidad. Estoy aprendiendo a separar lo que es real de lo que no lo es. Y en cuanto digo algo en voz alta, en cuanto lo divulgo en el aire de Park Avenue que flota sobre una alfombra afgana, me doy cuenta de que no es verdad. O mejor dicho: de que no tiene por qué ser verdad.

Creo que me cobra demasiado.

Soy un mal escritor.

Debería estar con una mujer como Pamela Sanders.

No tengo un problema con el alcohol ni con los narcóticos.

Soy un mal hijo.

Soy un mal hijo.

Soy un mal hijo.

Por lo general suele mediar un gran intervalo entre la comprensión de un hecho y la acción consiguiente. Pero yo me muevo muy deprisa.

Rompo con Pamela Sanders y me aparto de su ira y de su martillo. Al principio le propongo que liquide su relación con Kevin. Me contesta que tiene la impresión de que tanto Kevin como yo le estamos apuntando con una pistola en la cabeza[19]. Sí, me gustaría decirle, solo que mi pistola está cargada y ya le he quitado el seguro.

Se acerca la nochevieja del año 2000 y no la han invitado a ninguna fiesta. «¿Qué vas a hacer por nochevieja?», me pregunta con una insólita timidez. Le contesto por correo electrónico y le digo que tengo planes, y tecleo las palabras a regañadientes, porque sé lo que es estar solo en una fecha señalada, y también porque todavía la amo. Y ella me hace un regalo de cumpleaños muy atrasado: un libro.

Se titula San Petersburgo. La arquitectura de los zares.

Pocos meses después de haber iniciado las sesiones de psicoanálisis, hago algo que me ha dado mucho miedo hacer desde que anulé el tercer curso de carrera que había decidido realizar en Moscú. A pesar de los funestos pronósticos de mi madre, que me dice que unos caníbales me asesinarán y devorarán justo enfrente del Hermitage, compro un billete de avión a San Petersburgo, Rusia. Y así, bajo mi gorro de esquí de poliéster que me hace sudar como un cerdo, me hallo frente a la iglesia de Chesme, con sus «pináculos y almenas recubiertas de azúcar glasé», haciendo un gran esfuerzo por no desmayarme. Todavía no entiendo por qué lo he hecho, pero al menos he regresado. Al menos lo estoy intentando.

Cuando llevo medio año de psicoanálisis, envío una solicitud para matricularme en un programa de escritura creativa. No intento matricularme en el famoso Taller de Iowa, porque el dolor de su antiguo rechazo todavía me ciega, sino en otros cinco programas. Todos me aceptan. El mejor de todos parece ser Cornell, que además de cubrir todos los gastos de matrícula, me ofrece una generosa beca de doce mil dólares al año.

Llamo feliz a mis padres para anunciarles que me han admitido en un college de la Ivy League que no se dedica a la administración hotelera. Pero da la casualidad de que también he enviado, casi por broma, otra solicitud al nuevo programa de escritura creativa del Hunter College, que dirige uno de mis escritores contemporáneos favoritos, Chang-rae Lee. Leer su novela Native Speaker ha cambiado por completo mis ideas sobre lo que debe ser la literatura escrita por inmigrantes. Hay escenas de Native Speaker que no son las típicas chorradas masturbatorias repletas de carcajadas y de peludos llantos étnicos, sino que son gritos rebosantes de rabia y de resignación dirigidos contra el mismo cielo; y esas escenas me obligan a replantearme la relativa insignificancia de lo que estoy haciendo con mi novela «cómica» que todavía se titula Las pirámides de Praga.

Chang-rae me llama por teléfono para decirme que me han aceptado y me invita a pasarme por su despacho, que está en uno de los dos rascacielos que forman sin complejo alguno el campus urbano del Hunter’s College. El ascensor huele a las patatas fritas que se sirven en la cafetería del segundo piso y todo el edificio parece usar como combustible su deliciosa grasa. Combato lo mejor que puedo el miedo de verme cara a cara con uno de mis escritores favoritos, y para ello uso la carta de aceptación de Cornell, que he doblado en cuatro partes y he colocado a modo de talismán en el bolsillo delantero de mi camisa. En los años anteriores a mis sesiones de psicoanálisis podría haber sufrido una erupción espontánea de fiebre estomacal o de ictericia o de cualquier otra cosa que me hubiera impedido conocer a mi héroe literario. O en el caso de haber podido llegar hasta el Hunter’s College, me habría desmayado en el ascensor que olía a patatas fritas.

La gigantesca figura literaria que esperaba encontrarme resulta ser un coreano-americano muy delgado, tal vez dos centímetros más alto que yo en estatura y siete años mayor que yo en edad, que lleva vaqueros y una nada llamativa camisa a cuadros. Deberíamos echarle la culpa al hijo de puta de Hemingway por habernos hecho creer que un joven escritor de sexo masculino ha de ser siempre una especie de granada a la que le acaban de quitar el seguro y que va deslizándose muy deprisa por el suelo (la mayoría de escritores de mi generación se parecen mucho al resto de la raza humana). Pero lo único que puedo hacer es sudar humildemente delante de mi ídolo.

Nos sentamos y empezamos a charlar. Me cuenta que acaba de iniciar el programa de escritura creativa en Hunter’s y necesita buenos alumnos como yo. Se ha leído las primeras treinta páginas de mi novela y le han impresionado. Le hablo de Cornell y de las generosísimas condiciones que me esperan en Ithaca. Está de acuerdo conmigo en que son demasiado buenas como para rechazarlas. Saco un ejemplar de su última novela, A Gesture Life, y me la dedica con estas palabras, «Con afecto y admiración», unas palabras que me dejan helado por su inesperada calidez. ¿Me admira? Cuando estoy a punto de irme, me pregunta si puede hacer otra cosa que quizá, solo quizá, podría convencerme para ir a Hunter en vez de a Cornell.

Dos semanas más tarde, en un restaurante del SoHo llamado El Comedor de los Cachorros (un nombre muy indicado), quedo con Cindy Spiegel, que es la editora de Chang-rae en Penguin Putnam y una de las nuevas estrellas del mundo de la edición. Ya tengo preparado mi discurso. Sé que la novela aún no es buena, pero voy a trabajar duro. Ya le he dedicado los últimos seis años, primero en Oberlin y luego con mi amigo John, pero aún puedo trabajarla más. De verdad que no es ningún problema. Trabajo en una oficina, pero puedo trabajar en la novela al salir del trabajo. Y puedo trabajar durante el trabajo. Y puedo saltarme el desayuno para poder trabajar. Incluso puedo saltarme las horas de sueño para seguir trabajando.

Antes de que pueda entonar la bien ensayada y patentada Canción laboral del inmigrante del instituto Stuyvesant, antes incluso de que lleguen los entrantes, Cindy me ofrece un contrato de edición.

Y ahora necesito hacer una pausa. Me gustaría recrear lo que Cindy me dijo acerca de mi novela y cómo me sentí en los primeros instantes en que me fui dando cuenta de que el sueño de mi vida podía llegar a colisionar con mi realidad. Pero no recuerdo nada de aquella comida, salvo haber salido de El Comedor de los Cachorros y encontrarme con uno de esos absurdos días de primavera que consiguen alejar el calor y el frío de Nueva York y te hacen creer que la vida es una cosa muy sencilla. Recuerdo haber aspirado el aroma de un árbol en flor sin saber cómo se llamaba el árbol, limitándome a caminar envuelto en una nube de su perfume que olía a miel. ¿Qué acababa de sucederme? Había ocurrido algo que era justo lo contrario del fracaso. Y fue algo tan grande que mi inglés ni siquiera es capaz de decir qué era.

Como profesor de escritura creativa —una opción vital tan mal vista como el psicoanálisis—, a menudo miro desde la mesa del aula y me veo cuando tenía unos veintiocho años. Y allí está el joven desesperado que ya no puede más, inseguro, deseoso de elogios y que ha decidido apostar todo su futuro literario, es decir, su futuro romántico, a una sola carta: su propia obra.

En el año 2000 todavía es posible intentar seducir a una chica con un contrato de edición. Y eso es lo que hago. Pero lo extraño del caso es lo fácil que me resulta tener éxito. Muy pronto hay un montón de mujeres atractivas y cariñosas que se prestan a pasear conmigo, cogidas de la mano, para ver Cabaret Balkan o cualquier otra chuminada extranjera que proyecten en el Film Forum, sin que haya un novio aficionado a la carpintería que las espere en el sofá de su casa de Brooklyn. Al poco tiempo empiezo a salir con una chica muy interesante, una graduada de Oberlin con gustos que se inclinan hacia los de la jet-set, ya que una de nuestras primeras citas tiene lugar en Portugal. En el aeropuerto de Lisboa hay una tienda donde se venden anillos de boda, y mi nueva sposami subita, con sus gruesas y bonitas pestañas y la forma tan sexy en que lleva una sudadera con capucha, me anima a que le compre un anillo de boda allí mismo (procede de cierta cultura asiática muy aficionada al matrimonio). Estoy a punto de hacerlo, pero un leve ataque de pánico en el último momento me evita tener que gastarme los pocos fondos que me quedan en mi tarjeta de crédito.

Pero se trata del ataque de pánico más feliz que he tenido en mi vida. No soy idiota en lo que respecta a estos asuntos. Ya sé lo poco atractivo que resulto para casi todas las mujeres disponibles. Pero ahora he descubierto que, gracias a la iniciativa de Chang-rae, ya nunca más tendré que volver a dormir solo. A partir de este momento encontraré el amor cada vez que necesite encontrarlo.

La alegría primeriza de saber que uno va a publicar un libro, y luego la alegría de tener un libro publicado, son sucesos sin parangón en mi vida. Hay algo asombrosamente sencillo en el hecho de perseguir un objetivo, a la manera de la planta que busca los rayos del sol o de la ardilla de tierra que busca el terreno más blando para sus garras, y después encontrarse exactamente con lo que uno busca, ya sea el sol o el tubérculo favorito.

Mi futura novia y yo vivimos ahora en un dúplex pequeño pero relativamente barato en los límites del West Village (la chica es un hacha en cuestiones inmobiliarias). Mis sesiones de psicoanálisis van bien, aunque todavía hay una parte de mí mismo que echa de menos los sufrimientos que viví con Pamela Sanders. Cada día, por costumbre, pongo la mejilla ante mi nueva novia para que me la abofetee, pero cada día ella decide no hacerlo. «Se ve que nunca consigo mimarte demasiado», me dice mientras yacemos en la cama, rodeados por una comida improvisada con pollo frito de la franquicia Popeyes, Doritos con sabor ranchero y coca-cola alta en calorías. Eso que dice no es cierto. Aprendo muy deprisa a ser un hijo de puta mimado, pero cada vez que me dice que no consigue mimarme, desalojo un rincón del cuarto de baño y me echo a llorar de pura felicidad.

Y cada día me llego hasta esos drugstores de Hudson Street donde se encuentran las últimas ediciones de la prensa albanesa o eritrea. Y allí busco las revistas que publican reseñas anticipadas —¡y casi todas favorables!— de mi primer libro. En lugares que solo creía conocer vagamente, como Boulder (Colorado), o Milwaukee (Wisconsin), o Fort Worth (Texas), vive gente que no solo se ha leído las cuatrocientas cincuenta páginas de mi serpenteante manuscrito, sino que elogian lo que he intentado decir.

Pero ¿qué es exactamente lo que he querido decir? El manual del debutante ruso, que dentro de nada emprenderá viaje hacia la cadena de librerías Barnes & Noble y que está destinado a alcanzar un modesto éxito comercial, es una crónica no muy veraz de los primeros veintisiete años de mi vida. Está llena de cigarrillos liados con tabaco de la marca Nat Sherman, de guayaberas y de pantalones de empleado de la limpieza, de palabras como venal y aquilino, de gatos que se llaman Kropotkin, de queridas abuelas que se mueren, de sombríos castillos de la Europa Oriental que se alzan sobre colinas urbanas, de ataques de pánico de graduados en colleges del Medio Oeste, de aplicados compañeros de cuarto judíos que son de Pittsburgh, de grandes traseros de mujeres americanas, de cocodrilos de tebeos soviéticos sin ninguna gracia, de la depilación de cejas, de vinagre balsámico añejo, y de la vieja cuestión de si es mejor ser un inmigrante alfa o beta, o de si está bien traer a otros seres al mundo cuando no te sientes a gusto con la persona que te ha tocado ser. Es un catálogo de los estilos y costumbres de una época en concreto, tal como los registra una persona marginada que está a punto de dejar de serlo. Es un documento muy largo en el que un joven problemático conversa consigo mismo. Es un catálogo de chistes cada vez más desesperados. Ahora mismo hay gente que me dice que es mi mejor libro, tal vez insinuando que a partir de ahí todo lo que he hecho ha ido cuesta abajo. Cuando terminé de escribir el libro que el lector tiene entre las manos, volví a leerme las tres novelas que he escrito, y ese ejercicio me dejó perplejo cuando vi la cantidad de veces que la ficción y la realidad coincidían en esas páginas, y también cuando vi la alegría con la que he usado los hechos de mi propia vida, como si hubiera tenido que liquidarlos a bajísimo precio por amenaza de ruina, así que no tenía más remedio que desprenderme de todos ellos.

He visto que en mis novelas suelo acercarme a ciertas verdades solo para alejarme a toda prisa de ellas, porque las señalo con el dedo y me río de ellas, pero luego huyo a toda prisa para volver a mi vida segura y tranquila. En este libro me he prometido que no iba a señalar nada con el dedo. Y que mis risas iban a ser intermitentes. Y que no iba a haber seguridad de ningún tipo.

En la primavera de 2002, cuando mi primera novela está a punto de nacer, siento que mi vida está cambiando por completo. Las placas tectónicas que antes chocaban continuamente entre sí ahora se estabilizan de tal forma que tengo una superficie permanente sobre la que puedo cultivar plantas y criar ganado. Todo se vuelve más sencillo. Pero hay algo que mi psicoanalista sabe y que yo no sé: esta explosión de alegría incontrolable no va a durar mucho. Los mecanismos que controlan mi conducta ya están empezando a devolverme al terreno de la mezquindad, de la infelicidad y de la bebida. Un día me llega desde la costa oeste una reseña particularmente cruel y llena de referencias personales. Esta reseña es la que yo saboreo y la que me consuela y la que me aprendo de memoria. Pero esta reseña no va a ser la peor que me hagan.

Suena el teléfono en mi dúplex del West Village, donde hay un tríptico infantil del cosmonauta Yuri Gagarin que decora una pared entera, y donde reina un ambiente de pareja joven y feliz que está iniciando una nueva vida. Otra reseña muy favorable acaba de aterrizar en mi portátil y esa noche vamos a celebrarlo en mi restaurante favorito de sushi, que está en Hudson Street. En la víspera, David Remnick, director del New Yorker y futuro archienemigo de mi padre, me ha llamado en persona para pedirme un ensayo sobre Rusia para tan venerable revista.

Contesto al teléfono dispuesto a recibir cualquier otra buena nueva que el mundo tenga a bien derramar sobre mí.

Es la voz de mi padre. «Mudak», me dice. Los gritos de mi madre se apoderan del resto de la conversación.

La palabra rusa mudak deriva del antiguo término que designaba los testículos, y en un contexto rural se refiere a un cochinillo capón. En un contexto moderno se acerca al término gilipollas. En el arsenal léxico de mi padre yo ya sé que designa la aniquilación nuclear, y así es como uno se siente cuando mi padre usa la palabra: como si te hubieran dejado en medio de una escena de El día después o de Tramas. En torno a mí crepitan los árboles moribundos; una botella de leche se está fundiendo en la puerta de mi casa. «¡Señal roja de ataque!» «¿En serio?» «¡La puñetera señal de ataque siempre va en serio!».

Mudak. Si se añade a Mocoso y a Debilucho y a Pequeño Fracaso, puede ser la última palabra que marque el final de nuestra relación. Porque el dolor que me provoca me zumba en los oídos —¿por qué no puedes estar orgulloso de mí cuando estoy viviendo mi mejor momento?—, así que vuelvo a tumbarme en el diván del psicoanalista y me repito las nuevas palabras que he aprendido a decirme.

No eres un mal hijo.

A través de los gritos que me llegan desde la otra ribera del East River, voy descubriendo el origen de la furia de mi padre y el dolor que ha provocado el incidente del mudak. Un periódico judío ha enviado a una periodista para que entreviste a mis padres en su medio natural, y el artículo que esa mujer escribe insinúa que mis padres se parecen bastante a los padres del protagonista de la novela.

—No queremos volver a hablar contigo —me grita mi madre.

Si no hablas conmigo, es mejor no vivir.

Esa frase sería la que yo debería contestarle. Pero en vez de hacer eso, le contesto con una frase distinta: «Nu, khorosho. Kak vam luchshe». «Está bien, haced lo que queráis».

Los gritos se terminan de golpe. Mis padres se echan atrás, incluso me piden disculpas. Pero ya es demasiado tarde. El razvod ya se ha firmado ante notario, y no ha sido entre mi padre y mi madre, sino entre ellos dos y yo. Continuaré viéndolos y queriéndolos y visitándolos cada domingo por la noche, tal como ordena la ley rusa, pero lo que ellos opinen de mí, y las heridas que arrastren desde sus propias infancias, todo eso ya no va a destrozarme mi mundo ni me empujará a entrar en el bar de la esquina, ni tampoco va a desencadenar una tormenta contra la mujer que vive conmigo.

Pero hay otra cosa. Mi madre, que trabaja como asesora fiscal de una organización benéfica de Nueva York y es la persona más trabajadora que conozco, hasta el punto de que quiere repasar por teléfono conmigo —por entonces en Oberlin— una carta para asegurarse de que los nefandos artículos están en su sitio.

—Igor, por favor, dime, ¿se escribe «Les hemos enviado presupuesto para el tercer trimestre del año fiscal 1993?», o bien «Les hemos enviado el presupuesto para el tercer trimestre del año fiscal 1993»?

—«Les hemos enviado el presupuesto» —contesto, al tiempo que levanto los ojos al cielo y aparto el teléfono como si estuviera hablando con una versión más joven de mí mismo—. Tengo que irme, mamá, Irv está aquí y vamos a [liar un canuto y] ver una peli.

Pero ¿cómo es posible que yo, el Jerbo Rojo de la escuela Solomon Schechter, no sepa apreciar lo que se siente cuando uno se avergüenza de lo que sale de su propia boca, o en el caso de mi madre, de lo que está concienzudamente escrito a máquina bajo el logotipo de su agencia?

—Mamá, tu inglés es mucho mejor que el de los americanos que trabajan contigo —le digo—. De veras que no necesitas mi ayuda.

Pero sí la necesita. Y ahora he publicado una novela que se burla cariñosamente —aunque a veces no tan cariñosamente— de unos padres que no son muy diferentes de los míos. ¿Cómo van a sentirse ellos dos al leer eso? ¿Y qué se siente cuando uno coge un libro, o lee un artículo en un periódico judío, y no es capaz de captar las sutilezas ni las ironías o la sátira del mundo que se describe ahí? ¿Y qué se siente cuando uno no es capaz de responder en el mismo idioma en el que se han expresado las burlas?

Y mientras estoy tramitando mi razvod, ¿cómo es posible que no quiera celebrarlo con mis padres, con mis dos ex? Después de todo, ellos no podían saber que durante todos estos años yo vivía en compañía de la única cosa que tenía a mi disposición, esa única cosa que era de veras mía: mi cuaderno de notas. Y yo estaba tomando notas. «Cuando nace un escritor en una familia, se terminó la familia»[20] (Czesław Miłosz).

Mi padre tiene un dicho que siempre me repite: «Tal vez, cuando me muera, irás a mear sobre mi tumba». Se supone que es un dicho sarcástico, pero lo que quiere decir es esto: «No olvides».

«No te olvides de mí.» Porque a veces le parece que ya lo he hecho. Porque en vez de pelearme con él, en vez de enfadarme, lo que oye es solo silencio.

Cuando me dice que una de mis novias de los años posteriores a Oberlin está gorda, y que él se siente vejado por su gordura, aunque «respeta el derecho a existir de esa chica», solo hay silencio.

Cuando mi madre me dice, antes de que yo salga de viaje a la India, que no debería vacunarme porque «las vacunas pueden provocarte autismo» —ese bulo de la extrema derecha—, solo hay silencio.

Silencio en lugar de las réplicas con alaridos y de la idea de que iré a mear sobre su tumba, esas cosas a las que están acostumbrados y que les resultan tan cálidas como cuando uno se hace pis encima. «Sería mejor que me dijeras que eres homosexual», me dijo mi padre cuando le conté que había empezado a ir a un psicoanalista. Pero además de la desconfianza de los soviéticos hacia los psiquiatras —el régimen soviético usaba los manicomios para perseguir a los disidentes—, en la reacción de mi padre se oculta otra clase de miedo. Puedes pelearte con tu hijo gay y decirle que es una vergüenza para ti, porque él también reaccionará peleándose contigo y te suplicará tu amor. Pero ¿qué le dices a alguien que siempre se mantiene en silencio?

Y en medio de ese silencio el tiempo mismo se ha detenido. Y en medio de ese silencio, las palabras se quedan colgando en el aire y revolotean en cirílico, no del todo indoloras pero ya sin el poder de devolver a la vida al niño diminuto e incapaz de oponerse a nadie que siempre estaba a merced de sus padres.

«No te vacunes.» «Te provocarán autismo.» «No escribas como un judío que se odia a sí mismo.» «No seas mudak.» «Dentro de poco nadie se acordará de ti.» ¿Cómo es posible que no pueda percibir el dolor que hace posibles todas estas frases? El dolor de mi padre. Y el dolor de mi madre. ¿Y cómo es posible que no haga público ese dolor?

¿Y cómo es posible que no viaje, atravesando ocho husos horarios, hacia el origen de todo ese dolor?