11. Gary Ñu III

El autor con su camisa favorita —la única que tiene—, escribiendo la obra maestra Amigos biónicos en una máquina de escribir IBM Selectric. La silla procede de Hungría, el sofá de Manhattan.

Antes de que se inicie de verdad la pubertad, se me presenta un trastorno de identidad disociada, que se manifiesta por «la presencia de dos o más identidades o estados de la personalidad distintos, [donde] al menos dos de estas identidades o estados de la personalidad controlan de forma recurrente el comportamiento del individuo». (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales-5).

¿Solo dos? Pero ¡si como mínimo tengo cuatro! Para mis padres y la abuela Polia soy Igor Semionovich Shteyngart, hijo desobediente y amado nieto, dicho sea con todos los respetos, sí, con todos. Para mis profesores americanos de la SSSQ, soy Gary Shteyngart, ese niño rarito que huele a salami y que muestra cierta aptitud para las matemáticas. Para mis profesores hebreos en la SSSQ, soy Yitzhak Ben Simon o alguna estupidez parecida. Y para los niños, para mis compañeros de clase con su buena ropa comprada en Macy’s, soy Gary Ñu Tercero.

Si una psiquiatra hubiera estado presente (¿y por qué diablos no estaba presente?), y me hubiera preguntado quién era yo, sin duda le habría contestado con mi ligeramente pulimentado pero todavía marcado acento ruso: «Doctora, soy Gary Ñu Tercero, caudillo del Sacro Imperio Ñuico, autor de la Santa Ñorá y comandante en jefe del Poderoso Ejército Imperial Ñuico».

¿Cómo es posible que se llegue a tales extremos?

En 1982 tomo la decisión de dejar de ser yo. El nombre Gary no es más que una hoja de parra que oculta la verdad, porque lo que soy en realidad es el puto Jerbo Rojo, un comunista. Un año más tarde los soviéticos derribarán el vuelo 007 de las líneas aéreas coreanas, y la emisora de radio neoyorquina WPLJ emitirá una parodia de la canción Eye of the Tiger, de la famosa banda de rock americana Survivor, cambiándole el título por el de The Russians Are Liars («Los rusos mienten»): «Cuando esos asesinos comunistas / intentan dormir por la noche…».

La letra es espantosa, pero no puedo dejar de canturrearla. En la ducha, bajo la ventana recubierta de escarcha que da al aparcamiento de Deepdale Gardens; en el coche de mi padre cuando me lleva a la SSSQ y los dos todavía estamos bajo la influencia de nuestro desapacible malhumor matinal, o incluso cuando mis compañeros de clase me someten a sus burlas y a sus golpes. «Los rusos mienten», «Los rusos mienten», «Los rusos mienten».

Los dirigentes soviéticos mienten, eso ahora ya lo tengo asumido. El Lenin latino de la Plaza de Moscú ya no goza de la misma credibilidad. Vale. Pero ¿miento yo? No, yo casi siempre digo la verdad. Salvo una vez que, cansado de que me llamaran comunista, les dije a mis compañeros de clase que no había nacido en Rusia. ¡Sí, acababa de recordarlo! ¡Había sido un malentendido! Y en realidad yo había nacido en Berlín, al lado del Flughafen Berlin-Schönefeld, seguro que habéis oído hablar de él.

Y aquí estoy, intentando convencer a los niños judíos de una escuela hebrea de que en realidad soy alemán.

¿Cómo no se dan cuenta esos cabrones de que amo a América más que a nadie? Soy un republicano de diez años de edad. Estoy convencido de que solo se deberían cobrar impuestos a los pobres y de que se debería dejar en paz a los demás americanos. Pero ¿cómo consigo salvar el abismo entre ser ruso y ser querido?

Me pongo a escribir.

Tengo muy presente la saga espacial de mi padre, El planeta de los judíos, cuando abro un cuaderno de redacción de ciento veinte páginas, a doble espacio y con un margen vertical en el lado derecho, y empiezo a escribir mi primera novela (inédita) en inglés. Se titula El desafio [sic]. En la primera página reconozco «mis agradesimientos [sic] al libro Estirpe Umana [sic] en la revista de siensia [sic] ficción de Isac [sic] Isimov [sic]. También doy las gracias a los creadores de Start [sic] Treck [sic]».

El libro, igual que este (en cierta medida), está dedicado a «mamá y papá».

La novela —bueno, como solo tiene cincuenta y nueve páginas, quizá sea mejor denominarla nouvelle— trata de una «mistiriosa raza»[5] que «empezó a buscar un planeta como la Tierra y acabó encontrando un planeta que se llamaba Atlanta».

Sí, Atlanta. Unos inmigrantes judíos que conocemos nos acaban de comunicar que el coste de la vida en la ciudad más importante de Georgia es mucho más bajo que el de Nueva York, y que uno incluso se puede comprar una casa con piscina en las afueras por casi el mismo precio de nuestro piso de Queens.

Frente al cuerpo celeste de Atlanta, con sus políticos conservadores y sus grandes centros comerciales, brilla un planeta alienígena llamado Lopes, que a veces se nombra con la grafía mucho más correcta de López. «Lopes era un mundo tórrido. Era un milagro que no hubiera explotado […]. Había muchos loros.» No sé cómo conseguí contenerme para no adjudicar un radiocasete sonando a todo volumen a los sudorosos protohispanos del planeta López, pero sí que los doté de tres piernas a cada uno.

También hay un científico malvado y mordaz que se llama, por supuesto, Dr. Omar. «Hola», dice Omar, «soy el Dr. Omar y no me alegro de conocerle. Y ahora, si hace el favor de cerrar ese gran ajujero que tiene en mitad de la cara podré enseñarle mi descubrimiento».

El descubrimiento del Dr. Omar es «la Máquina del Desafio» que «tal vez pueda probar qué raza es la correcta»: si los atlantianos con sus reducciones fiscales a las grandes empresas o los Lopezianos con sus loros y su fracaso escolar.

Al releer El desafio, me entran ganas de gritarle a su autor de diez años: «Por Dios santo, ¿por qué no te limitas a hacer garabatos en tu cuaderno y a soñar con tus muñequitos de La guerra de las galaxias y te pones a jugar a los palillos chinos con tus amigos? (Y ahí, me temo, está la respuesta: “¿Qué amigos?”.) ¿Y por qué a esta edad ya tiene que haber una guerra racial en el espacio exterior que además no tiene el humor autocrítico que tenía El planeta de los judíos de papá? ¿Y de qué puñetas estás hablando, si no has visto en tu vida a un López ni a un Omar en las violentas calles de Little Neck?».

El protagonista de El desafio es un piloto espacial llamado Flyboy, que está inspirado en un chico que acaba de llegar a la escuela SSSQ, un chico tan rubio y guapo y con la nariz tan chata que nos resulta muy difícil creer que sea judío. El mejor amigo de Flyboy es su compañero de nave espacial Saturno, y el amor de su vida es una cosmonauta llamada Iarda. Aunque aún estoy en una fase muy temprana de mi carrera literaria, ya me doy cuenta de la importancia de los triángulos amorosos:

«Flyboy sonrió con su mejor sonrisa de la que los otros dos se sintieron selosos. Estaba claro que a ella [Iarda] le gustaba más él.

—¡Oh, no! —dice Iarda—. Llegan otras catorce naves enemigas.

—Mira —dice Saturno—, veinte naves en formación de convate de Atlanta. De los nuestros.

—Ha dado en el eje del escáner electrónico y todos los escáneres y demás equipamiento está rotos.

—Ay, qué hestúpida es la gente —dice Flyboy».

Y luego, cuando ha terminado la batalla de naves espaciales, y han ganado los nuestros: «Tenía que llegar la cuarta nave. En Atlanta todo el mundo estaba muy emocionado».

Escribo con perseverancia, con emoción, asmáticamente. Me levanto todos los fines de semana aunque el Hombre Luz no me haya dejado dormir, ya que los puntitos de luz que forman su mano han salido por la ranura de la puerta del armario y han intentado llegar hasta mí, que estoy sin aliento en mi sofá cama. Cinco años antes había escrito la novela Lenin y el ganso mágico para mi abuela Galia, a la que solo le faltan seis años para su horrible muerte en Leningrado. Pero ahora sé que tengo que evitar cualquier cosa que parezca remotamente rusa. Mi Flyboy es tan atlantiano como la tarta de manzana. Y su Iarda, aunque el nombre tiene una cierta resonancia israelí (¿una referencia al río Jordán?), también es una fogosa mujer de principios que paga sus impuestos y que puede aniquilar en el espacio a todos los López o a todos los Rodríguez, con la misma seguridad con que Ronald Reagan pronto dirá en broma: «Vamos a bombardear la Unión Soviética dentro de cinco minutos». Y cuando diga eso, se referirá a bombardear a la abuela Galia, que está en Leningrado, junto al resto de mentirosos rusos.

Escribo porque no hay nada tan placentero como escribir, incluso cuando escribo cosas retorcidas y que rebosan odio, el odio contra uno mismo que hace que la escritura no solo sea posible sino necesaria. Me odio a mí mismo y odio a los que me rodean, pero anhelo la consecución de algún ideal. Lenin no funcionó; ingresar en la organización juvenil del Komsomol no funcionó; ni tampoco funciona mi familia (mi padre me pega) ni la religión (los compañeros de clase me pegan). Pero América/Atlanta todavía está henchida de poder y de fuerza y de rabia, un poder y una fuerza y una rabia que me sirven de combustible para volar hasta las estrellas con Flyboy y Saturno y Iarda y el secretario de Defensa Caspar Weinberger.

En mi escuela hay una profesora, la señorita S, que acaba de llegar para sustituir a alguna de las señoras A-Z y que no va a durar mucho en el peculiar medio educativo de la SSSQ. La señorita S es tan simpática conmigo como lo es el hijo de los padres progresistas. Como casi todas las mujeres de la escuela, tiene una espectacular melena judía y una boca pequeña y bonita. Uno de los primeros días de clase, la señorita S nos pide que traigamos a clase las cosas que más nos gustan y que le expliquemos por qué nos hacen ser quienes somos. Yo le llevo uno de mis últimos juguetes, un cohete Apolo disfuncional cuya cápsula sale despedida cuando presionas una palanca (pero solo en determinadas circunstancias atmosféricas, ya que debe haber menos de un 54 por ciento de humedad), y le explico que soy una mezcla entre los cuentos de mi padre de El planeta de los judíos y las complejas historias, escritas por Harlan Ellison y el mismo Asimov, que leo en La revista de ciencia ficción de Isaac Asimov. También le digo que he escrito una novela. Nadie presta mucha atención a esto último porque estoy exhibiendo los últimos prototipos de los cazas espaciales X-Wing y mi colección de animalitos de My Little Pony.

Al final, la señorita S se quita una zapatilla deportiva y nos explica que su actividad favorita es correr.

—¡Qué peste! —grita un chico, mientras señala la zapatilla y se aprieta la nariz. Todo el mundo, menos yo, suelta una malvada carcajada infantil. Jerry Himmelstein suelta uno de sus acostumbrados agoofs.

Estoy horrorizado. Aquí tenemos a una profesora joven, simpática y guapa, pero a los chicos solo les preocupa que le huelan los pies. ¡Y aquí solo está permitido que olamos mal yo y mi abrigo de pieles de Leningrado que pesa cien kilos! Miro muy preocupado a la señorita S, pensando que se va echar a llorar, pero ella en cambio se ríe y continúa diciéndonos que correr hace que se sienta bien.

¡Se ha reído de sí misma y así ha conseguido salir indemne!

Cuando todos hemos terminado de explicar quiénes somos, la señorita S me llama a su mesa.

—¿Es verdad que has escrito una novela? —me pregunta.

—Sí —digo—. Se llama El desafio.

—¿Puedo leerla?

—Sí puede. Ze la voy a draer.

Y vaya si se la draigo, con una nota preocupada que dice: «Por favor no perderla, siñorita S».

Y entonces ocurre.

Al final de la clase de inglés, cuando ya hemos diseccionado un libro sobre un ratón que ha aprendido a volar en un avión, la señorita S anuncia: «Y ahora Gary nos va a leer su novela».

¿Qué? Pero ya no importa, porque estoy de pie delante de la clase, con el cuaderno de redacción en la mano —el cuaderno de la marca Square Deal fabricado en Dayton, Ohio, código postal 45463—, y me están mirando los niños que llevan sus kipás que parecen pequeños platillos volantes y las niñas con los rizos perfumados y las blusas llenas de estrellitas. Y también está la señorita S, de la que ya estoy terriblemente enamorado, aunque hace poco he averiguado que tiene un prometido (y no estoy muy seguro de lo que eso significa, aunque no puede ser nada bueno), y cuyo radiante rostro americano no solo me está animando, sino que me impulsa a sentirme orgulloso.

¿Estoy aterrorizado? No, estoy impaciente. Impaciente por iniciar mi nueva vida. «Introducción», leo. «La Raza Mistiriosa. Antes de la época de los dinosaurios había vida humana en la Tierra. Eran como los hombres de hoy. Pero eran mucho más intiligentes que los hombres de hoy».

—Despacio —dice la señorita S—. Lee despacio, Gary. Déjanos disfrutar de las palabras.

Absorbo esa frase. La señorita S quiere disfrutar de las palabras. Así que voy más despacio. «Construyeron toda clase de naves espaciales y otras maravillas. Pero en esa época la Tierra orbitaba alrededor de la Luna porque la Luna era más grande que la Tierra. Un día un cometa gigante se estrelló contra la Luna y la dejó con el tamaño que ahora tiene. Los trozos de la Luna empezaron a caer sobre la Tierra. La raza humana se subió a sus naves espaciales y viajó al espacio. Empezaron a buscar un planeta como la Tierra y encontraron uno llamado Atlanta. Pero había otro planeta llamado López en el que vivía una raza de humanoides de tres piernas. Pronto empezó la guerra.» Respiro hondo. «Libro uno: Antes del primer desafio».

Mientras voy leyendo, oigo que un lenguaje distinto sale de mi boca. Voy corrigiendo todos los errores («la Tierra circulava alrededor de la Luna»), y aunque mi acento ruso sigue siendo muy fuerte, estoy leyendo en un inglés más o menos comprensible. Y mientras voy hablando, estoy oyendo, además de mi nueva voz en inglés, algo que resulta por completo insólito entre los gritos y los chillidos y los «sheket bevakasha!» que constituyen el ruido de fondo de la SSSQ: el silencio. Porque los niños están callados. Están escuchando hasta la última palabra que digo sobre las batallas entre los atlantianos y los lopecianos durante los diez minutos en que me está permitido hablar. Y mis compañeros continuarán escuchando la historia durante las siguientes cinco semanas, ya que la señorita S estipulará que los diez últimos minutos de la clase de inglés sean el tiempo de lectura de El desafio. Y durante la clase de inglés los niños gritarán: «¿Cuándo va a leer Gary?», y yo estaré quieto en mi pupitre, desentendiéndome de todo menos de la sonrisa de la señorita S, y se me permitirá no participar en la discusión de la historia del ratón que aprendió a volar, para que pueda aprenderme bien las palabras que voy a leer dentro de muy poco ante un público entusiasta.

Que Dios bendiga a esos niños que me dieron una oportunidad. Que su Dios los bendiga a todos ellos.

No me malinterpreten. Sigo siendo un friqui odioso. Pero lo que estoy haciendo es redefinir las causas por las que se me considera un friqui odioso. Estoy haciendo que los niños olviden mi rusicidad y me asocien con la narración de historias. Y también con la ideología de la fuerza y del republicanismo, que es la que se respira en el comedor de la familia Shteyngart. «¿Has escrito algo nuevo?», me grita un niño por la mañana. Es el hijo de un comerciante con fama de tener muy poca cultura. «¿Atacarán los lopecianos? ¿Y qué va a hacer ahora el Doctor Omar?».

¿Y qué va a hacer? Me considero tan lejos de Jerry Himmelstein que ni siquiera me preocupo de estudiarlo para intentar evitar sus meteduras de pata. Y con la nueva modalidad de odio atenuado que acabo de descubrir, también llega la responsabilidad que me va a perseguir durante el resto de mi vida. La responsabilidad de escribir algo todos los días, por miedo a caer de nuevo en desgracia y ser degradado otra vez a mi condición de Jerbo Rojo.

Lo que necesito es ampliar mi repertorio. Y eso me exige más acceso a la cultura popular. Cuando he terminado de leer El desafio continúo con otra novela de unas cincuenta páginas que se titula Invasión del espacio exterior, en la que se narran las fechorías de una Academia de Moros (Yasser Arafat vuelve a estar de actualidad), y esta otra lectura sale bastante bien. Pero lo que necesito ahora es una televisión

Y aquí entra en escena mi abuela Polia.

Detrás de cada gran niño ruso hay una abuela rusa que hace las funciones de chef de cocina, guardaespaldas, asistente personal y agencia de relaciones públicas. Se la puede ver en acción en el barrio tranquilo y frondoso de Rego Park, Queens, corriendo tras su nieto regordete con un plato de kasha, de fruta o de queso fresco —«¡Sasha, vuelve, tesoro! ¡Tengo ciruelas para ti!»—, o rebuscando entre las hileras de pantalones de la cadena de tiendas Alexander’s (ahora Marshall’s) en Queens Boulevard, con objeto de que Sasha esté listo para el comienzo del nuevo curso.

Rego Park, Queens. Ahí es adonde voy después de clase mientras mis padres están en el trabajo. Está lo bastante cerca de Little Neck como para que mi padre se acerque en un momento con su Chevrolet Malibu Classic, pero al mismo tiempo está lo suficientemente lejos como para que yo pueda desarrollar mi propia personalidad. Es un barrio acogedor de edificios no muy altos de ladrillo rojo, sobre los que se destacan los tres edificios modernistas de Birchwood Towers, cada uno de los cuales tiene casi treinta pisos de altura y exhibe los vestíbulos temáticos más horteras de la costa este: el Bel Air, el Toledo y el Kyoto, con sus estatuillas japonesas de mármol y sus pergaminos colgantes. En el camino circular de acceso al Bel Air veo la primera limusina aparcada y me prometo que algún día tendré una igual. Otros edificios exclusivos, aunque menos grandiosos, tienen zonas verdes muy bonitas y nombres como Lexington y New Hampshire House. En uno de esos edificios, mi abuela, que tiene más de sesenta años pero todavía conserva su gran fortaleza campesina, limpia váteres para una señora americana.

Mi abuela vive en el 102-117 de la avenida 64, un edificio barato de ladrillo rojo que da a un colegio público frecuentado por niños negros y que nosotros evitamos con mucho cuidado. La abuela concede audiencia en un banco de madera situado en el exterior, y cuando me presenta a otros jubilados rusos que conoce, les dice que se fijen en mí porque, según ella, soy el nieto más bueno y con más futuro que nunca pisó las calles de Queens.

Mi abuela me quiere más que la Madonna del Granduca quiso nunca a su hijo, y cuando me quedo en su casa después del colegio, su amor se convierte en un proceso de engorde que dura tres horas.

En casa de mis padres tenemos que someternos a una dieta de comida rusa, o mejor dicho, soviética. El desayuno es un plato de gachas de alforfón al horno con un pedazo de mantequilla flotando en el medio. La cena es un plato de grueso y salado queso fresco al que se le ha volcado por encima una lata de melocotón en almíbar («¡Como las que sirven en los restaurantes!», grita mi madre, como si ella hubiera entrado alguna vez en un restaurante). A eso de las tres de la tarde se me obliga a deglutir un trozo de carne hervida acompañada de unas lánguidas verduras. «Por favor», le suplico a mi madre, «si dejas que me coma solo la mitad de las gachas, mañana pasaré el aspirador por todo el apartamento. Y si dejas que me salte el queso fresco, te devuelvo todo el dinero de mi asignación. Por favor, mamá, no me hagas comer tanto.» Cuando mi madre está distraída, corro al baño y escupo los tochos incomibles de queso fresco, mientras contemplo cómo el agua del retrete se va volviendo blanca por culpa de mi desdicha.

Pero en casa de mi abuela la vida es muy distinta. Mientras me tumbo en un diván como un pachá otomano, se me ofrecen tres hamburguesas recubiertas de ensalada de col y mostaza y un kilo de kétchup. Las devoro con manos temblorosas mientras mi abuela me observa como una tortuga desde detrás de la puerta de la cocina, con los ojos abiertos de par en par a causa de la emoción. «¿Tienes más hambre, querido niñito?», me susurra. «¿Quieres más? No te preocupes, iré a comprarlo a Queens Boulevard. Iré corriendo a la calle 108. ¡Iré a donde haga falta!».

«¡Corre, abuela, corre!» Y mi abuela levanta una polvareda mientras recorre la zona central de Queens con los brazos sometidos al yugo de varias pizzas de pepperoni, rodajas de pepinillos verdes, salchichas ahumadas cervelat que compra en el gastronom ruso de Misha y Monya, patatas fritas recubiertas de una salsa de color naranja, ensalada de atún repleta de mayonesa de la tienda kósher, gruesos pretzels que finjo fumarme como si fueran habanos, galletitas saladas que saben al ajo que casi nunca probamos en nuestro piso de Little Neck, paquetes de cremosos Ding Dongs de chocolate y envases de tarta de la marca Sara Lee. Y yo como y como, así que los ácidos grasos van saturando mi pequeño cuerpo y las bolsas de grasa se aparecen en los lugares más insospechados. A veces me encuentro a la abuela en la cocina, chupando un hueso de pollo en medio de un paisaje de color naranja de queso entregado con las ayudas de la Seguridad Social, mientras va hojeando un nuevo paquete de cupones de comida, cada uno de ellos decorado con un hermoso dibujo de la Campana de la Libertad de Filadelfia. En la guerra mi abuela sobrevivió a la evacuación de Leningrado con su hijo de tres años —mi padre—, para acabar chupando el tuétano de un hueso de pollo en una cocina de Queens. Pero parece feliz con su exigua comida, que acepta filosóficamente. Cualquier cosa con tal de ofrecerle al pequeño Igor (o Gary, que es como ahora le llaman los americanos) sus Ding Dongs.

El apartamento de una sola habitación de la abuela es un portento. Además de la cocina fabricante de hamburguesas está allí el mezquino abuelastro Iliá, mirando con expresión hosca desde la mesa del comedor. De todos modos, el abuelastro morirá pronto, en parte de cáncer, y en parte porque no va a poder encontrar a nadie en Rego Park con quien pueda trasegar un cuarto de litro de material de primera (la amargura alcohólica debería ser una enfermedad rusa descrita en los manuales de medicina). Y allí están las medallas que Iliá ganó «por valentía» cuando servía en la Armada soviética en el círculo polar ártico, esas medallas que a mí me gusta ponerme en el pecho porque, sí, es cierto, los rusos mienten, pero luchamos y ganamos la Gran Guerra Patriótica contra los alemanes, así que… Y lo más importante de todo es el televisor.

La abuela tiene televisor.

La televisión venía incluida en el apartamento, lo mismo que el diván desfondado y los terroríficos dibujos infantiles de payasos, tal vez porque quitarla de allí habría requerido el concurso de todos los hombres de la 23.ª división ártica del ejército soviético. La pantalla no es grande, pero está empotrada en un gigantesco armazón de madera (no muy distinto del espécimen húngaro de tres toneladas que la abuela se ha traído de Leningrado), y todo el artefacto descansa sobre dos robustas patas que se comban formando un ángulo inverosímil. El televisor Zenith debe de ser de finales de los años cincuenta o de principios de los sesenta, y el problema que tiene es que, como un perro demasiado viejo para correr detrás de una pelota, ya no está interesado en captar las señales electromagnéticas que transmiten imagen y sonido. O mejor dicho, ya solo capta o bien la imagen o bien el sonido.

La única forma de captar el sonido es coger la punta de la antena y luego sacar uno de mis brazos por la ventana. Así es posible seguir la historia pero sin ver la acción. Y a la inversa, si no me convierto en una parte de la antena y me tiendo frente al televisor en el diván de la abuela, se puede ver la historia pero sin oír nada más que el ruido de las interferencias. Pronto me doy cuenta de que los episodios de las series más populares de la televisión americana se vuelven a emitir. Me pongo a hacer de antena para oír la historia, y cuando llega la pausa de los anuncios, anoto todos los diálogos que puedo recordar. Y cuando unos meses más tarde se vuelve a emitir el programa, lo veo con mis notas para ensamblar los diálogos con la acción.

Cuando tengo que atenerme a este método, me resulta difícil averiguar por qué Buck Rogers está atrapado en el siglo XXV o por qué el Increíble Hulk es a veces verde y a veces no. La serie de Buck Rogers, que es la favorita de todos los escolares —todos los niños están enamorados de la coronel Wilma Deering, interpretada por la bella modelo Erin Gray con un mono de lycra muy sexy, aunque ningún niño está más enamorado que yo—, requiere unos ajustes especiales de antena porque la dan a las cuatro de la tarde en el canal 9 de la emisora WWOR. El problema del canal 9 es que, para recibir la conexión entre las cuatro y las seis de la tarde, me hace falta algo más que asomarme a la ventana sosteniendo la antena. Cada siete segundos tengo que hacer un movimiento de «vente para acá» con la mano, como invitando a las señales electromagnéticas a entrar en la sala de estar de la abuela, para que así pueda oír el grito de la coronel Wilma Deering: «¡Buck Rogers, le ordeno regresar a la base! ¡Esto va contra todos los principios del combate aéreo moderno!», al tiempo que abre sus ojos azules en una simulada expresión de terrible pánico y, si se me permite la extrapolación, también de deseo.

Algún tiempo después consigo que la abuela pida a mis padres que le compren un televisor Hitachi de 19 pulgadas con un mando de control remoto limitado. Mis padres no se han dado cuenta de que las tres horas que me paso en casa de la abuela, antes de que llegue papá en su coche anfibio, solo las dedico a tragar comida, como si fuera un ganso destinado a hacer foie gras, y a ver la televisión Zenith. Siempre les miento y les digo que dedico esas tres horas a hacer los deberes, y la abuela se calla y no dice nada porque está demasiado contenta viéndome comer Doritos sin que los alemanes hayan violado la frontera establecida por el pacto Molotov-Ribbentrop. Y en cuanto a los deberes de la SSSQ, me llevan unos tres minutos. Sumas los globos que se ven flotando en una foto de Nuevo México, y luego identificas a un profeta y garabateas abatido יﬨוקּﬡל en el machberet, el cuaderno israelí azul. (Mi padre ya ha llamado a la escuela hebrea para pedir que me pongan problemas más difíciles de matemáticas. Se han negado en redondo.) Y luego, cuando has acabado con el profeta Ezequiel, tienes todo el tiempo del mundo para ver Arnold. El problema es que, aunque mi vocabulario inglés aumenta sin parar y la televisión de la abuela tiene una visibilidad excelente, Arnold —que trata de un hombre blanco muy rico que adopta a un montón de niños negros— no tiene ningún sentido en términos culturales. Pero en realidad ninguna serie tiene mucho sentido.

Cuanta más televisión veo, más veces me hago la misma pregunta: ¿qué está pasando en este país mío? ¿Y por qué no hace nada el presidente Reagan? Ejemplos:

La tribu de los Brady. ¿Por qué están siempre tan contentos el señor y la señora Brady, si tenemos en cuenta que la señora Brady ha tenido una incuestionable razvod con su anterior marido y ahora los dos están criando a unos hijos que no son suyos? Y además, ¿cuál es el origen de su sirvienta blanca de nombre Alice?

Apartamento para tres. ¿Qué significa gay? ¿Por qué cree todo el mundo que la guapa es la chica rubia, cuando resulta evidente que la guapa es la morena?

La isla de Gilligan. ¿Es posible que un país tan poderoso como Estados Unidos no sea capaz de localizar a dos ciudadanos suyos perdidos en el mar, sobre todo si se trata de un millonario y su esposa? Por otra parte, Gilligan es muy cómico y mete la pata como un inmigrante, pero a la gente parece caerle bien. ¿Tomar notas para posible estudio? ¿Imitarlo?

El planeta de los simios. Si Charlton Heston es republicano, ¿resulta que los simios son soviéticos?

Después de tres horas viendo la televisión y comiendo queso donado por la Seguridad Social con las galletas cracker que la abuela compra con los cupones de comida, soy tan americano como el que más. La abuela, en la cocina, está preparando más comida para el día siguiente, y ahora me pregunto cómo es posible amar tanto a alguien solo porque esa persona me dio lo que necesitaba cuando nadie más quería hacerlo.

A pesar de que tengo miedo a las alturas, subo seis pisos por la escalera de incendios que asciende sobre la hierba irregular de la zona central de Queens, y miro cómo los aviones de la TWA aterrizan en el aeropuerto LaGuardia. Pronto llegará papá y me llevará a casa, a Little Neck, mi verdadero hogar, donde mis padres se pondrán a discutir sobre nuestros parientes carroñeros hasta las 22.30, hora en que todos tendremos que irnos a dormir para encarar otro difícil día en América.

En el exterior del apartamento de la abuela, las bocinas de los coches se oyen hasta desde Grand Central Parkway, y la gente que vive en el edificio de al lado escucha la radio en inglés y en español y se siente viva y se siente libre, y el aire desprende un olor urbano a gasolina y a carne asada, lo que en el fondo resulta delicioso. Cuando cierro los ojos oigo la sintonía empalagosa de Apartamento para tres («Ven a llamar a nuestra puerta / Te esperamos»), y la del anuncio de los chicles Juicy Fruit, que se canta con una intensidad tan frenética que me asusta («Juicy Fruit te va a entusiaaaaaaasmar / y su sabor se te quedaráaaaaaa marcaaaaado»).

Unos pocos años antes yo estaba mucho más irritado que ahora, y cuando miraba cómo aterrizaban los aviones de la TWA, quería que algunos se cayeran y explotaran contra las casitas que se veían más allá de la maraña de edificios de ladrillo rojo. Pero ahora únicamente pienso: ¡guau, qué suerte tiene la gente que puede irse de viaje a algún sitio! ¿Algún día seré yo quien vuelva a viajar en avión? ¿Y a dónde iré esta vez? ¿A Berlin-Schönefeld? ¿Al aeropuerto Ben Gurion de Israel, donde podré luchar contra Omar y los demás árabes? ¿Y llegará a quererme alguna vez alguien que no sea la abuela?

—¿Eres Gary Ñu?

Es un chico en un área de juegos de un parque público no reservado para judíos.

Yo: «¿Qué?».

—Te llamas Gary. Entonces eres Gary Ñu. De la Gran Nave Espacial.

—¿Qué nave?

—No seas huevón. Eres Gary Ñu.

—¿Yo soy Ñu?

Pero antes de que sea Ñu, déjenme que les hable de otra serie televisiva que veo en la televisión Zenith de la abuela. Se llama El hombre de los seis millones de dólares. Ante todo, digámoslo claro: este hombre es muy caro. No hasta el nivel de los diez millones de dólares de la lotería de la Publishers Clearing House que estuvimos a punto de ganar, sino algo menos, un tercio menos aproximadamente. Se llama Steve Austin y era astronauta hasta que un terrible accidente le privó de una gran parte de sus miembros y tuvo que ser resucitado a costa del contribuyente para que pudiera disfrutar de seis millones de aventuras (famosa secuencia inicial: «Señores, podemos reconstruirlo. Tenemos la tecnología»). Y si yo ya estoy enamorado de la coronel Wilma Deering de Buck Rogers, todavía estoy más fascinado por el biónico Steve Austin. Porque ese hombre, si uno lo piensa bien, solo es un tullido. Le faltan un brazo, dos piernas y un ojo. Imagínense lo que pasaría si me presentase en la SSSQ sin esas cosas, y encima con un mono de juguete al que también le falta un brazo. Los niños israelíes fregarían el suelo conmigo, o mejor dicho, las partes del suelo que Jimmy y George, los dos subalternos negros, no han fregado. Pero a pesar de todo esto, Steve Austin no es un inválido. Y aunque algunas partes de su cuerpo no son reales, Steve se aprovecha de sus nuevos poderes. Tal como se le define en la serie, ahora es «mucho mejor que antes». «Mejor, más fuerte, más rápido.» Al fin y al cabo, esto es América y puedes cambiar las partes de tu persona que no funcionen. Puedes reconstruirte pieza a pieza.

En mi «novela» Invasión del espacio exterior incluyo un capítulo titulado «Amigos biónicos», que trata… bueno, pues eso, de dos amigos biónicos. A la guapa señorita S, ahora por desgracia convertida ya en señora S, ese capítulo le gusta mucho, y me acuerdo del incidente con su zapatilla deportiva el día de «Mostrar y contar», cuando uno de los niños señaló su zapatilla y dijo: «¡Qué peste!».

¡Se rio de sí misma y así consiguió salir indemne!

Pero ahora tengo que volver al área de juegos en el parque.

—¿Quién es Gary Ñu? —pregunto.

—Eres tú, huevón. Te llamas Gary, ¿no? Entonces, gilipollas, tú eres Gary Ñu.

Es difícil rebatir la lógica de este chico cristiano.

Gary Ñu es un muñeco peludo de color verde que lleva un jersey de cuello vuelto malva y que sale en una serie infantil de los muppets llamada La gran nave espacial. Todos los niños de la SSSQ la conocen bien, pero yo no veo esa serie porque la dan por las mañanas, cuando no tengo el televisor Zenith de la abuela. Un ñu es «un antílope desgarbado, con un extraño aspecto de ganado vacuno, que pertenece al género Connochaetes» y vive en África. Gary Ñu tiene un problema con la ñ de su nombre, porque convierte todas las enes iniciales de una palabra en una eñe, lo que resulta muy molesto: «Por supuesto que ño. Me pones ñervioso y ño vas a conseguir ñada, aparte de malas ñoticias». Su lema en La gran nave espacial es el siguiente: «Con Gary Ñu la falta de ñoticias es una buena ñoticia». No estoy al tanto de estas cosas, pero tal como me ha dicho el niño cristiano en la zona de juegos, el antílope se llama Gary igual que yo. Así que empiezo a usar ese nombre con otros chicos: «¡Soy Gary Ñu!».

—¡Gary Ñu! ¡Gary Ñu! La falta de ñoticias es una buena ñoticia.

La cosa sale muy bien. Ya no soy comunista ni rojo. Y además me acuerdo de Thurston Howell III, el millonario de La isla de Gilligan que resulta tan fascinante para un joven inmigrante de ideas republicanas. «Soy Gary Ñu Tercero».

—¡Gary Ñu Tercero! ¡Gary Ñu Tercero! La falta de ñoticias, etc.

Y entonces caigo en la cuenta. No soy ruso. Nunca lo he sido. Soy un antílope. Siempre he sido un antílope. Y ya es hora de que consigne este descubrimiento sobre papel.

Escribo mi propia Torá. Atendiendo a mi nueva condición ñuica, se llama la Ñorá. Escribo la Ñorá sobre un rollo de papel para que parezca una Torá. Y la mecanografío sobre un nuevo aparato que mi padre se ha traído del trabajo, y que consiste en un teclado de ordenador que recibe señales por vía telefónica y las convierte en matrices de puntos que después se transforman en caracteres y que luego va vomitando sobre el papel. Y para que todo parezca aún más apropiado para la Torá, le pido a mi padre que me talle dos palitos que van a simular los mangos que permiten desenrollar los rollos.

La Ñorá es una crítica despiadada contra toda la experiencia religiosa que nos enseñan en la SSSQ: contra la obligación de aprendernos de memoria los textos antiguos, contra el violento griterío de bendiciones y amenazas a que nos someten antes y después de comer, contra el rabino con mala leche que asegura que los judíos se merecieron el Holocausto porque habían consumido demasiada carne de cerdo. Las palabras del Antiguo Testamento en hebreo son un galimatías para nosotros. Bereishit bara Elohim («En el principio Dios creó…»). En inglés no es que las palabras suenen mucho mejor, porque suponen el comienzo de una larga clase sobre genealogía fanática que tiene por objeto, supongo, inculcarnos a los jóvenes la idea de la continuidad de nuestra raza única. Basta mirar al hijo pelirrojo del comerciante, que no es capaz de construir dos frases coherentes en inglés, y al que no le importa ninguno de los aspectos de la vida, salvo la continuada excavación de su nariz, bereishit, sí, claro que sí. Y lo que hace la Ñorá no es más que llevar, humildemente, el Viejo Testamento hasta lo que sería su conclusión lógica más o menos hacia el año 1984.

1. Primero no había nada, solo un chicle Hubba Bubba. 2. Y el chicle explotó y se formó la tierra. 3. Y el azúcar del chicle se convirtió en polvo. 4. Y una pastilla de edulcorante Nutra Sweet se convirtió en hombre.

Dios crea a Adán (o más bien a Madman, el loco) y le entrega un jardín llamado Cleaveland, nombre que se refiere, creo yo, tanto a la arruinada ciudad de Ohio (Cleveland) como a Génesis 2:24: «Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne».

En los capítulos siguientes hay alusiones a la famosa campaña de las hamburgueserías Wendy con el eslogan «¿Dónde está la carne de vacuno?», a mister Rogers, a Howard Cosell, a la revista Playboy y a la cadena de supermercados Waldbaum. Todas las referencias a la cultura popular que he descubierto gracias al televisor Zenith están metidas en el texto, lo mismo que Jerry Himmelstein. Y las Doce Tribus Ñuicas crecen y se multiplican —«La princesa Leila concibió y dio a luz a Shlomo, Shlemazel, Shtupid, Nudnik, Dino, Gloria, Dror, Virginia, Jolly y Jim»— y por alguna razón terminan en Australia en vez de en Egipto.

El Éxodo se transforma en el Séxodo (Henry Miller habría estado orgulloso de eso). Moisés recibe el nuevo nombre de Mishugana, y en vez de la Zarza Ardiente hay una Televisión Ardiente. Dios castiga a los australianos con doce plagas, la última de las cuales es el rabino Sofer, el barrigudo director de la SSSQ y su hombre fuerte, «y los australianos no pudieron resistirlo más, y decían iros, iros, y llevaos al rabino Soffer con vosotros». Las Tribus Ñuicas emigran desde Australia hasta Hawái, «tierra de chicha y parné». El quinto mandamiento que ordena el Dios Ñuico es muy simple: «Ríete de tus profesores».

Y habló D_s todas estas palabras, diciendo: No os preocupéis de la ética, aunque esto no significa que podáis comportaros como John McEnroe [escrito Macaenroe]. No recéis a las estatuas de Michael Jackson ni de Tom Sellek: yo soy vuestro Dios. Si veis un ciego, no le engañéis, por ejemplo, no le vendáis cocaína cuando en realidad es polvo de ángel. No tomaréis el nombre de Brooke Shields en vano, porque al hacerlo estaréis insultando mi nombre.

Y Dios continuó: Cualquiera que sea la forma de gobierno que tengáis, haced pagar impuestos muy altos e injustos. No os dejéis seducir por Boy George ni por su madre. Permitid el aborto porque si nace alguien como Jerry Himmelstein en esos casos es acertado decir que los padres se quedan agoof. ¿Y qué pasaría si naciera una catástrofe natural como Eedo Kaplan [un chico israelí que acosa a las dos chicas rusas del colegio]? Reflexionad sobre todo esto. Y no permitáis que las siguientes cosas se reproduzcan entre sí.

Y se inicia una larga lista que incluye a «Ronald Reagan y Geraldine Ferraro», y termina, tristemente, «con Gary Ñu y cualquier Ñu Hembra», y luego se repiten las palabras con que mi padre terminaba los capítulos de El planeta de los judíos: «Continuará».

Una vez terminado, lo leo y lo releo una y otra vez. No puedo dormir. Necesito ser amado con tanta desesperación que estoy al borde de la locura. Al día siguiente, en el colegio, espero impaciente que llegue la hora del recreo, y entonces desenrollo mi Ñorá ante unos pocos chicos, vigilando que no aparezca el rollizo rabino Sofer. Se apelotonan más chicos a mi alrededor. Con cada nuevo recién llegado estoy cruzando la línea que separa al chalado asocial del excéntrico tolerado. Cuando termina la clase, la Ñorá ha pasado de mano en mano por toda la escuela. Al día siguiente ya se la cita en los servicios de caballeros, el verdadero centro de poder. Incluso Jerry Himmelstein parece aceptar los crueles y repugnantes comentarios que he hecho sobre él. No me preocupa en lo más mínimo. Y mientras en clase, sin prestar ninguna atención, vamos recitando las vidas de los profetas y de las mujeres que los amaron, mientras cantamos cosas que no significan nada para nosotros, mientras el rabino Sofer camina como un pato con su megáfono, recordándonos lo malos que somos, yo y mi pequeño grupo de… —alto ahí, ¿son realmente mis amigos?— nos reímos y nos lo pasamos pipa con las tribus ñuicas y su arduo y cachondo Séxodo desde Australia, o con su idolatría de la siempre amada Brooke Shields, quien, según dice un rumor, podría ser judía, o ñuica, o lo que sea.

La Ñorá marca el final del periodo en el que el ruso es mi lengua principal y el comienzo de mi asimilación real por parte del inglés americano. En mi atiborrado dormitorio de Little Neck redacto a toda prisa la Constitución del Sacro Imperio Ñuico (SIÑ), que se fundamenta en sólidos principios republicanos. El amor a dos países (América e Israel), el amor al Ronald Reagan melifluo y siempre sonriente y que nunca pierde su aspecto despreocupado, el amor al capitalismo sin límites (aunque mi padre trabaje para el gobierno y mi madre trabaje para una organización benéfica), el amor al poderoso Partido Republicano es una forma de compartir algo con mi padre. A mis manoseados ejemplares de La revista de ciencia ficción de Isaac Asimov he añadido una suscripción a la National Review. La revista conservadora de William F. Buckley Jr. exhibe muchos menos monstruos en las cubiertas que la revista de Isaac Asimov, y aunque solo consigo entender un cincuenta por ciento de las palabras que usan Buckley y sus amigos, al menos logro captar la retórica irritada e infeliz, dirigida contra determinada clase de personas, que refleja de forma nítida nuestra propia retórica. En la cubierta de la Sacra Constitución Ñuica dibujo una balanza con dos platillos, GASTOS SOCIALES y GASTOS MILITARES, que se inclina decididamente hacia el lado de este último. Chupaos esa, tías aprovechadas que vivís como reinas a costa de las ayudas sociales y que hasta tenéis un Cadillac. Y así se produce otra alegría inesperada. Tras haber demostrado mi fidelidad republicana por medio de la suscripción a la National Review, recibo una gruesa tarjeta de socio en la que se ve un águila que se ha posado sobre dos rifles. Y aunque soy demasiado joven para tener un arma y ser capaz de acribillar a tiros al negro que intente robarme en el metro (al que he entrado quizá tres veces en todo este tiempo), ya se me ha dado la bienvenida —con gran estrépito de fanfarrias que celebran la Segunda Enmienda— a la Asociación Nacional del Rifle.

En la SSSQ, otro niño dotado de una gran imaginación, llamado David, crea el Territorio Imperial de David (TID), que refleja las ideas democráticas que abraza la mayoría de los padres de los niños judíos de Queens. David se hace llamar el Poderoso César Khan. Como es natural, el Sacro Imperio Ñuico y el Territorio Imperial de David se declaran la guerra. David y yo discutimos las condiciones de un acuerdo de paz y cómo nos vamos a dividir el universo conocido, del mismo modo en que España y Portugal se repartieron una vez el mundo con el Tratado de Tordesillas. Y mientras arreglamos nuestra política exterior, nuestros seguidores dan vueltas alrededor del gimnasio del colegio, atestado de libros de oraciones, donde cantamos por la mañana The Star-Spangled Banner, y luego, con una emoción que casi nos provoca las lágrimas, la Hatikvah, el himno nacional israelí. Pero hoy los niños no están gritando por Nefesh Yehudi («el alma judía»). Están cantando mi himno (Nefesh Gnushi) e izando mi bandera, en la que se ve a un ñu rampante en medio de la radiante sabana africana, fotocopiado de un diccionario Merriam-Webster.

Hasta que me vaya al instituto nunca van a volver a llamarme Gary. Ahora soy Gary Ñu o simplemente Ñu. Incluso los profesores me llaman así. Uno de ellos, para darse un día de descanso, decide dedicar las clases a la Constitución del Sacro Imperio Ñuico. Este nuevo giro en los acontecimientos me excita tanto que sufro un ataque de asma que dura una semana entera. Pero los niños del colegio, mis representantes ñuicos, continúan sin mí, mientras su líder, en su lecho de enfermo, respirando con grandes dificultades e hipnotizado por el Hombre Luz que se reconstruye a sí mismo en el armario, se abre paso hacia algún mundo futuro, hacia alguna otra personalidad futura.

Tres años más tarde terminaremos la enseñanza primaria y se nos entregará un anuario escolar. Habrá referencias humorísticas a cada uno de los estudiantes, como por ejemplo los títulos de canciones que mejor nos definen a cada uno de nosotros. Los otros tres chicos rusos del colegio serán citados por alguna referencia a su origen ruso (por ejemplo, canción favorita: Back in the USSR), pero mis referencias versarán sobre mis ideas republicanas o bien sobre mis rarezas (They’re Coming to Take Me Away, Ha-Haa!).

Mejor, más fuerte, más rápido.

Bueno, bueno, no es para tanto. Como muy pronto descubre todo espíritu que se considere creativo, al resto del mundo le importamos un pimiento. Y mientras se va desvaneciendo la fiebre suscitada por mi Imperio Ñuico, un chico robusto cuyo apellido en ruso significa tanto «Roble» como «Zopenco» se me acerca y me dice: «Oye, Ñu, ¿qué clase de música escuchas? ¿La emisora de música clásica?». Al instante me pongo a protestar, porque he aprendido que jamás puedo hablar en público de la alta cultura, ni mencionar que mis dos padres han ido al conservatorio. «¡No tengo ni idea de música clásica!», grito con una voz demasiado estentórea. «Tengo los casetes de Cyndi Lauper y el Seven and the Ragged Tiger de Duran Duran».

Pero «Roble» y la chica bajita de bonitos ojos mesopotámicos que se sienta a su lado ya se están riendo a carcajadas de mi terrible aflicción. Si supieran que he dado la espalda por completo a la música de Chaikovski de mi padre y a la música de Chopin de mi madre… Y que en el coche de mi padre, cuando volvemos a casa desde el piso de mi abuela, pongo la cinta de Duran Duran todo lo fuerte que me deja mi padre, y con el rostro vuelto hacia la ventanilla, como si estuviera viendo desfilar el fascinante paisaje de hormigón de la Grand Central Parkway, hago como que canto, con el aliento impregnado de sándwich de atún, las palabras en inglés que ni siquiera he empezado a entender («The re-flex, flex-flex»). Y hago como que las canto con la última brizna de esperanza que me queda.