3. Sigo siendo el más fuerte (Un álbum familiar)

Ucrania, 1940. El padre del autor, el segundo por la izquierda en la fila de abajo, sentado en el regazo de la abuela del autor. En muy poco tiempo van a morir casi todas las demás personas.

Día de Acción de Gracias de 2011. Una casa de tres plantas de estilo colonial en Little Neck, Queens, que un británico obseso de la estratificación social podría calificar de clase media-media-media. Mi pequeña familia se ha congregado en torno a una mesa de caoba de color naranja con reflejos —fabricada en la Rumanía de Ceaucescu y traída contra toda lógica desde Leningrado—, en la que mi madre pronto servirá un pavo muy cargado de ajo y bien envuelto en salsa, que borboteará bajo un envoltorio de plástico hasta que llegue el momento de servirlo, y un postre cocinado con doce láminas de pan ácimo más cuatro litros de nata y amaretto y el contenido de un cubo de frambuesas. Creo que mi madre ha pretendido hacer un milhojas, lo que en Rusia se denomina tort Napoleon. El resultado es una variante de la repostería vagamente inspirada en la Pascua Judía. Por deferencia al lugar de origen del postre, mi madre lo llama «el francés».

«Pero lo mejor son las frambuesas que he cultivado yo», grita mi padre. En nuestra familia no se ganan puntos con el silencio ni la solemnidad; en esta mishpucha todo el mundo compite por agarrar el Señor Micrófono. Y aquí estamos todos, una tribu de narcisistas heridos que suplican ser escuchados. Si hay una persona que escuche de verdad, ese soy yo, y no porque quiera a mis padres (y eso que los quiero tanto, tantísimo), sino porque es mi trabajo.

Mi padre se abalanza sobre mi primo y hace como que le da un puñetazo en el estómago mientras le grita: «¡Sigo siendo el más fuerte!». Ser el más fuerte es algo muy importante para él. Hace algunos años, borracho a causa de los setenta años que acababa de cumplir, se llevó a mi novia de entonces (que ahora es mi mujer) al huerto que cultivaba en el patio y le dio el pepino más grande que tenía. «Aquí tienes algo por lo que siempre podrás recordarme», le dijo guiñándole el ojo, y luego añadió: «Soy fuerte. Mi hijo es el debilucho».

La tía Tania, hermana de mi madre, habla y habla sobre el príncipe Chemodanin, que es —ella está convencida de ello— uno de nuestros antepasados. En Rusia, un chemodan es una maleta. Y el Príncipe Maleta, según la tía Tania, fue una de las figuras más ilustres de la Vieja Rusia: fiel corresponsal de otro príncipe como él, Lev Tolstói (aunque Tolstói casi nunca le contestaba las cartas), pensador, esteta, y también, qué diablos, un médico innovador. Mi primo, el hijo de la tía Tania, que siempre está a punto de empezar a estudiar derecho (igual que yo siempre estaba a punto de empezar derecho cuando tenía su edad), al que yo quiero mucho y por el que también me preocupo, habla con pasión —en perfecto inglés y en confuso ruso— sobre las posibilidades del candidato libertario Ron Paul.

—Somos una familia buena y normal —proclama de repente mi madre ante mi novia.

—Y por descontado que el Príncipe Maleta también fue un médico muy bueno —añade la tía Tania, mientras toma por asalto «el francés» de mi madre con una cucharilla de té.

Me voy al sofá de la salita donde está mi padre, que ha querido refugiarse allí de nuestra familia ampliada. Cada dos por tres la tía Tania irrumpe en la sala con la cámara de fotos, gritando: «¡Venga, acercaos! Padre e hijo, ¿vale? ¡Padre e hijo!».

Mi padre parece deprimido y agraviado, más de lo habitual. Hoy descubro que no soy la única causa de su desdicha. Mi padre está muy orgulloso de su físico, e, inversamente, muy decepcionado con el mío, pero en este día de Acción de Gracias no parece tan delgado ni tan atlético como de costumbre. Tiene la barba gris, el cuerpo se le ha encogido, y aunque no está gordo, tiene el peso normal de un hombre de setenta y tres años que no sea un campesino birmano. Poco antes, el padre del marido de mi prima Victoria, uno de los pocos americanos que afortunadamente han diluido el tinte exclusivamente ruso de mi familia, le había dado un derechazo en el estómago mientras le decía: «¿Estás almacenando comida para el invierno, Semion?». Yo sabía que mi padre se iba a tragar el insulto, y luego, por espacio de dos horas, lo metabolizaría en rabia («¡Sigo siendo el más fuerte!»), la rabia y el humor que constituyen nuestra principal herencia.

La televisión por cable está en marcha, los anuncios de turbios dentistas de Brooklyn y de los nuevos salones de bodas en Queens compiten por destruir la alegría. Noto cómo la mirada de mi padre se clava en mi hombro derecho. Puedo calcular la intensidad de su mirada desde casi cualquier punto de la tierra.

—No le tengo miedo a la muerte —dice sin venir a cuento—. Dios cuida de mí.

—Mmmmmm —exclamo. Llega la hora de una nueva serie televisiva ambientada en la época de Stalin, y confío en poder desviar la conversación. Cuando acabábamos de llegar a América, mi padre me llevaba a dar largos paseos por los frondosos Kew Gardens, en Queens, e intentaba enseñarme la historia de las relaciones entre rusos y judíos por medio de una serie de anécdotas que llamaba El planeta de los judíos. Cada vez que me parece que se escurre por el agujero de la depresión, lo que suele venir precedido por una actuación violenta o una referencia fálica (como en el caso del pepino), me gusta que él y yo volvamos al pasado, donde ninguno de los dos es culpable de nada.

—Es interesante —comento a propósito de la serie televisiva, con mi mejor tono americano de «Venga, vamos a llevarnos bien»—. ¿Sabéis en qué año se rodó?

—No menciones los nombres de mis familiares en el libro que estás escribiendo —dice mi padre.

—No lo haré.

—Y por favor, no escribas como uno de esos judíos que se odian a sí mismos.

Llega una carcajada estruendosa desde el comedor: mi madre y su hermana se encuentran en su elemento natural, la dicha. A diferencia de mi padre, hijo único, mi madre y la tía Tania vienen de una familia relativamente numerosa que tuvo tres hijas. Tania puede llegar a cargar con sus muestras de afecto y se le ha metido entre ceja y ceja la idea extravagantemente americana de ser alguien especial, pero al menos no da la impresión de estar deprimida. De todo el grupo, mi madre es la que posee las mejores habilidades sociales, así que siempre sabe cuándo atraer a la gente hacia su órbita y cuándo alejarse de ella. Si hubiera nacido en los buenos tiempos del sur americano, creo que le habría ido muy bien.

Da, poshyol on na khui! —grita Tania, la menor de las hermanas, intentando hacerse oír entre el estruendo de la televisión. Bueno, ¡que se vaya a mamarla! Mi madre se ríe con una risa traviesa de hermana mediana, feliz porque su hermana está aquí, en América, y ahora tiene a alguien con quien decir khui o yob o blyad. Los siete años que han pasado separadas —a Tania solo le permitieron salir de Rusia cuando Gorbachov llegó al poder— han sido insoportables para mi madre. Y como yo me he pasado la infancia siendo una especie de diapasón que medía los miedos de mis padres, sus decepciones y su sensación de destierro, también han sido insoportables para mí.

—No tengo amigos —dice mi padre al oír las carcajadas que llegan del comedor—. Tu madre no los deja entrar en casa.

La primera parte es muy cierta. Tengo curiosidad por saber algo más sobre la segunda.

—¿Por qué no? —pregunto.

No contesta. Suelta un suspiro. Suspira tanto que llego a pensar que mi padre, sin darse cuenta, practica su propia versión de la meditación cabalística.

—Bueno, que el Señor esté con ella.

Al lado de mi padre hay una cinta de vídeo titulada Inmigración: Amenazas contra los vínculos de nuestra Unión. Segunda parte: la Traición y la Deslealtad en América, una producción de una organización llamada Patrulla Americana con sede en Sherman Oaks, California. (¿Por qué será la extrema derecha tan aficionada al uso de los dos puntos?) Y ahora me pregunto qué harían los pistoleros de la Patrulla Americana con mi padre, ese semita abonado a la Seguridad Social y con un sospechoso parecido con Osama bin Laden que ahora está sentado en un sofá en un vecindario de inmigrantes de Queens, cuyo comedor apesta a pescado inmigrante y cuya casa está flanqueada por una familia coreana, por un lado, y por un clan hindú por el otro.

—Llevamos vidas muy diferentes —dice mi padre con perspicacia—. Y eso me entristece.

A mí también me entristece. Pero ¿qué se le puede hacer? En otro tiempo estuve mucho más cerca de mi padre, pero justamente por eso llegué a odiarlo. Ahora sé muy bien cuánto dolor puedo infligirle, y de hecho le inflijo, con cada nuevo libro que publico sin que incluya un elogio del Estado de Israel, o con cada declaración en la radio pública en la que no proclame mi fe absoluta en su famoso Dios. ¿Conseguiría arreglar las cosas si yo le dijera ahora mismo: «Sigues siendo el más fuerte, papá»?

Yo seré siempre el debilucho y tú serás siempre el más fuerte.

¿Sería suficiente para mejorar nuestra relación? Antes de que lo invadiera la depresión estaba en la mesa del comedor, todavía bien considerado a ojos de los demás miembros de la familia y un poco achispado por el vodka, y se abalanzaba sobre la mesa para servirme el primero, un gran cucharón de sopa de setas con doble ración de las cebollas que cultiva especialmente para mí. «¿Quieres nata agria?», me pregunta. «Sí, por favor.» «¿Pan? ¿Vodka? ¿Pepinos?» Sí, sí, sí, papá. Es como si el resto de la mesa no existiera para él.

—Tu padre te quiere mucho —me dijo una vez una novia a la que llevé a comer con mi familia—, pero no sabe cómo expresarlo. Y todo lo que dice y hace le sale mal.

Quiero quedarme con él y hacer que se sienta mejor. Quiero terminar de ver la serie rusa en la televisión. Quiero terminarme los pepinos y la sopa atiborrada de setas que él mismo ha ido a buscar a un bosque del norte del Estado. «En la tienda cada seta costaría cuarenta dólares», le grita mi madre a mi primo, que se niega a comerse las enormes setas, «¡y él no quiere comérselas!».

Quiero tener una familia. Quiero empezar a reírme a carcajadas, y al mismo tiempo quiero que la tía Tania me impresione con su brindis del día de Acción de Gracias, con ese mensaje posmoderno de «terminemos-ya-de-una-vez-y-empecemos-a-beber-de-verdad»: «Dios bendiga a América y tal».

Quiero estar ahí cuando mi madre, que por lo general nunca pierde los nervios, se corte tres veces mientras está preparando su «francés». ¿Será que le tiemblan las manos? ¿Le falla la vista? Hoy parece muy cansada. ¿Se recuperará a tiempo para el ataque maniático de limpieza y preocupación que durará hasta la noche? ¿Estará Dios protegiéndonos a todos?

Quiero cerrar los ojos y sentirme parte de la cornucopia de locura que gira alrededor de la mesa, porque esa locura también se ha posado sobre mis hombros.

Pero también quiero irme a casa. A Manhattan. A ese apartamento tan cuidadosamente construido y completamente inofensivo que me he fabricado para demostrar en parte que el pasado no es el futuro y que yo soy mi propio dueño. Este es el credo que me he inventado para mí: «Día cero, un nuevo comienzo, controla tu rabia, intenta separar la rabia del humor, ríete de cosas que no surjan del dolor. Tú no eres ellos. Él no eres tú». Y cada día, con o sin la presencia de mis padres, demuestra que mi credo es una paparrucha.

Pero el pasado nos persigue. En Queens, en Manhattan, sigue nuestros pasos y nos golpea en el estómago. Yo soy debilucho y mi padre es fuerte. Pero el pasado es todavía mucho más fuerte.

Empecemos por mi apellido: Shteyngart. Es un nombre alemán cuya demencial grafía soviética, con su inconcebible aglomeración de consonantes (en inglés solo falta una i entre la h y la t para que salga la palabra shit, «mierda») y su absoluta falta de atractivo, me ha costado mucho calor humano. «Señor, mmm, cómo se pronuncia esto… Mierda… Mierda… ¿Pedomierda? —se ríe la adorable chica de la recepción en Alabama—. ¿Le parece bien, mmmm, una cama individual?».

¿Y qué quieres, querida? —Me gustaría contestarle—. ¿Tú crees que un señor Pedomierda consigue alguna vez compartir su cama?

Durante toda mi vida me he resistido a creer que esa grafía incorrecta de «Shteyngart» era un desecho maloliente de la Historia. El apellido correcto debería ser Steingarten, es decir, Jardín de Piedra, que es lo más hermosamente zen que puede llegar a ser un apellido judío alemán, y que parece ofrecer la calma y la serenidad que ninguno de mis antepasados judíos debió de experimentar en sus cortas y ajetreadas vidas. Jardín de Piedra. Como si eso hubiera sido posible.

Hace poco mi padre me contó que Shteyngart no es nuestro verdadero apellido. Fue un error de inscripción de un funcionario soviético —un notario borracho o un comisario semianalfabeto, quién sabe—, y en realidad no soy Gary Shteyngart. Nuestro verdadero apellido es Steinhorn, que quiere decir «Cuerno de Piedra». Y en vista de que mi nombre de pila original era Igor —me cambiaron el nombre en América, con la esperanza de que así me dieran una o dos palizas menos—, el certificado de nacimiento de Leningrado debería haber dado la bienvenida a este mundo al ciudadano Igor Cuerno de Piedra. Está claro que he vivido treinta y nueve años sin ser consciente de que mi verdadero destino consistía en ir por la vida como una estrella bávara del porno, pero aun así me hago más preguntas: si Gary y Shteyngart no son mis verdaderos nombres, ¿qué diablos estoy haciendo cuando digo que me llamo Gary Shteyngart? ¿Será que cada célula de mi cuerpo es una mentira histórica?

—No escribas como un judío que se odia a sí mismo —me susurra mi padre al oído.

Los Cuerno de Piedra viven en la ciudad ucraniana de Chemirovets, donde el abuelo paterno de mi padre fue asesinado sin ningún motivo en los años veinte del siglo pasado. La abuela de mi padre tuvo que buscarse la vida con sus cinco hijos, pero no tenían suficiente para comer. Los que pudieron emigraron a Leningrado, que había sido la antigua capital rusa y era la segunda ciudad en importancia desde que los bolcheviques eligieron Moscú como capital del país. Pero allí casi todos también murieron. Eran un clan muy religioso, pero los soviéticos también les arrebataron eso, antes de arrebatarles lo poco que les quedaba.

Por el lado materno de la familia de mi padre, los Miller vivían en la cercana ciudad ucraniana de Orinino, que contaba con una población de unas mil almas. Mi padre fue a visitar Orinino en los años sesenta, y allí encontró un puñado de judíos hospitalarios con los que pudo hablar del genocidio, pero yo nunca he tomado parte en una peregrinación a un shtetl. Me imagino un pueblo que no ha conocido tiempos mejores, por la sencilla razón de que nunca hubo tiempos mejores; un pueblo posagrícola y postsoviético en el que las casas de madera presentan grandes huecos donde faltan… bueno, sí, las placas de madera, y donde las mujeres llevan cubos de agua amarillenta que han sacado de una bomba de extracción; un pueblo en el que un hombre lleva en un carro tirado por un burro un combo de vídeo y televisión fabricado en Corea del Sur, y en el que un gallo mareado irrumpe en una calle importante que lleva el nombre inevitable de Lenin o Soviet, y luego se dirige hacia la pequeña colina que hay a las afueras del pueblo, donde todos los judíos yacen a salvo en un bonito túmulo funerario, para que así no puedan molestar nunca más con su extraño yidis, su adusta indumentaria y sus carnicerías kósher. Pero esto solo es la imaginación del autor. Y quizá la realidad no se parezca en absoluto a nada de esto. Quizá.

Además de los Miller y los Cuerno de Piedra, los demás apellidos que hay que rastrear en este drama familiar son los de Hitler y Stalin. Conforme hago avanzar a mis familiares sobre las páginas de este libro, recuerden por favor que también los estoy haciendo avanzar hacia sus tumbas, y que la mayoría de ellos van a morir de la peor manera imaginable.

Y ni siquiera tienen que esperar a que empiece la segunda guerra mundial. Los buenos tiempos ya han empezado en los años veinte. Y al mismo tiempo que matan a mi bisabuelo Cuerno de Piedra en una parte de Ucrania, también matan al bisabuelo Miller en otra parte del país. Los Miller no son pobres. Su mayor fuente de ingresos es una de las casas más grandes del pueblo, que han convertido en una casa de postas. Los granjeros y mercaderes que acuden a la feria del pueblo dejan sus bueyes y caballos al cuidado de mis bisabuelos. Probablemente han llegado a ser tan ricos como nadie lo será en esa rama de mi familia, hasta que cien años más tarde, en 2013, consiga financiarme un Volvo. En una amarga noche de la Europa oriental, el bisabuelo Miller vuelve a caballo a casa con un montón de dinero judío en las alforjas cuando es asesinado por una de las muchas bandas criminales que campan a sus anchas por Ucrania, en medio del caos que siguió a la Revolución de 1917. Los Miller están arruinados.

Para que yo pueda llegar a nacer, las cuatro ramas de mi familia tienen que acabar residiendo en Leningrado, trocando sus minúsculos pueblos y aldeas por la sombría ciudad surcada por canales. Y así es como sucede todo.

En 1932, Stalin decreta que los habitantes de Ucrania tienen que morirse de hambre, lo que causa la eliminación de entre seis y siete millones de ciudadanos, ya sean cristianos o judíos, porque el decreto afecta a cualquiera que tenga un estómago que no pueda llenarse de centeno. Mi bisabuela envía a Fenia, su hambrienta hija de siete años, a un orfanato de Leningrado. Fenia y mi abuela están entre los tres hermanos Miller que, de nueve que eran, sobrevivirán a la segunda guerra mundial. Algunos morirán luchando en el frente contra los invasores alemanes, y otros morirán a manos de los SS y sus colegas ucranianos, y al menos una, según mi padre, «se volverá loca» —cosa conmovedora— y morirá antes de que la guerra empiece en serio.

Polina, o la abuela (babushka) Polia, como yo la conocí, llega a Leningrado en la década de 1930 cuando tiene catorce años. En mis tres novelas he contado las experiencias de la inmigración en los últimos años del siglo XX con cierto sentido de la propiedad y de la superioridad moral. Pero mis padres llegaron a este país provistos de licenciaturas universitarias y muy dispuestos a aprender el idioma universal que es el inglés. En cuanto a mí, tan solo tenía siete años y ya se esperaba que triunfara de forma espectacular en un país que creíamos mágico, aunque su población no nos pareciera demasiado inteligente.

Pero en los años treinta mi abuela Polia es una verdadera inmigrante. Cuando llega a Leningrado es una adolescente que solo habla yidis y ucraniano, no sabe ruso y no tiene ni idea de lo que es la vida en una ciudad. No sé cómo, logra ser admitida en la Escuela Técnica de Magisterio, una facultad de grado medio donde un profesor bondadoso se apiada de ella y la ayuda a aprender la lengua de Pushkin y Dostoievski. Siempre creí que mis dos abuelas se esforzaron por disimular el odiado acento judío, que coloca el sonido Ghhhhh en lugar del contundente RRRRRRR del ruso, pero cuando saco el tema a colación delante de mi padre, me dice con aires de suficiencia: «Tu abuela nunca tuvo acento judío». De todos modos, cada vez que intento alardear de mi inglés perfeccionado a la fuerza, y cada vez que mi nuevo idioma me sale a chorros, me acuerdo de ella.

Al finalizar la Escuela de Magisterio, envían a mi abuela a trabajar en un orfanato, llamado eufemísticamente «Hogar del niño» (detskii dom), en las afueras de Leningrado. La Gran Purga de Stalin, una orgía de persecuciones políticas casi sin parangón en la historia, está alcanzando su apogeo, así que se está fusilando sin más a algunas de las figuras más importantes de la Unión Soviética o se las está metiendo en un tren para enviarlas a los campos de trabajo del oriente ruso. A otras muchas personalidades se las deja morir de hambre en sus casas. Los hijos de los torturados y asesinados suelen terminar en los «hogares del niño» que están esparcidos por todo el país, y la abuela Polia, que tiene diecisiete años, ya trabaja de profesora y de encargada de disciplina. A los veinte años ya es directora adjunta del orfanato. Es tan cruelmente severa como solo puede serlo la hija de un posadero judío asesinado, pero si hay algo que su nieto puede atestiguar con pleno convencimiento es que adora a los niños.

Al mismo tiempo que mi abuela se adapta a su nueva vida en la gran ciudad, el gran tren expreso que transporta a los judíos desde el campo ucraniano deja en Leningrado a mi abuelo, Isaac Cuerno de Piedra, que ahora ya ha sido rebautizado como Shteyngart. El abuelo Isaac es de un pueblo muy cercano al de la abuela Polia, y los húmedos vínculos del judaísmo los pondrán en contacto, en 1936, en la fría capital imperial. Más o menos cincuenta y cinco años más tarde, participo en un debate en el Oberlin College. Mi pequeña clase, que en total tiene que pagar 1 642 800 dólares al año por las clases, los gastos y el alojamiento, se dedica a discutir reglamentariamente las penalidades de esa misteriosa y también gloriosa clase obrera de la que tanto hemos oído hablar, pero aún no me he dado cuenta de que mi abuelo Isaac fue un trabajador manual como es debido, y de que yo mismo, por extensión, soy el nieto de un trabajador manual como es debido.

A finales de la década de 1930 Isaac trabaja en una fábrica de cuero de Leningrado, donde fabrica cinturones y balones de fútbol y de voleibol. Es autodidacta, socialista, le gusta cantar y leer libros y ama a la abuela Polia. De ese amor nacerá mi padre, Semion, en 1938, un año y diez días antes de la firma del pacto Molotov-Ribbentrop entre la Unión Soviética y la Alemania nazi.

El mundo en el que vive el nuevo ciudadano soviético Semion Shteyngart está a punto de incendiarse a sí mismo.

Oni menya lyubili kak cherty —dice mi padre de aquellos años fugaces en que sus padres estaban vivos. Me querían como demonios.

Es una declaración un tanto falta de elegancia por parte de un hombre que suele oscilar entre la depresión, la rabia, el humor y la alegría con una versatilidad digna de Saul Bellow. Y también es una declaración imposible de confirmar. Al fin y al cabo, ¿cómo puede acordarse de aquello? De modo que vamos a decir que no es más que una creencia, o más bien una creencia casi sagrada. Pero yo también quiero creer que fueron ciertas todas las bendiciones que pudo disfrutar en esos breves años anteriores al día en que la primera división Panzer cruzó la frontera.

—Si no hubiera sido por la guerra —dice mi padre—, mis padres habrían tenido dos o tres hijos.

Aunque no ocurre con frecuencia, a veces las diferencias que hay entre nosotros se derrumban con tanta facilidad como las defensas de la Unión Soviética el 22 de junio de 1941: igual que mi padre, yo también soy hijo único.

—Tu madre y yo deberíamos haber tenido otro hijo —comenta mi padre sobre esa ausencia—. Pero es que en América no nos llevábamos bien.

Hitler traiciona a Stalin e invade la Unión Soviética. Stalin se siente tan horrorizado por esta infracción de las reglas de conducta de los matones de patio, que se encierra en su casa en mitad del bosque, en las afueras de Moscú, donde sufre un ataque de nervios. Está tan a punto de cagarla por completo que harán falta veintiséis millones de certificados de defunción soviéticos para salvar a la civilización. Al menos dos de esos certificados de defunción llevarán el apellido Shteyngart.

Los alemanes avanzan hacia Leningrado. Mi abuelo Isaac es enviado al frente para detener el avance. Durante 871 días, el cerco de la ciudad se cobrará la vida de setecientos cincuenta mil civiles, cuando sus famélicos habitantes se vean obligados a subsistir a base de serrín, o bien a base de sus animales de compañía, o peor aún, a base de sí mismos. Y aquí casi se termina mi historia. Pero como ocurre con tantos de nosotros, los extranjeros que atiborramos los pasillos del metro de Queens o de Brooklyn, un simple giro del destino permite sobrevivir a nuestros ancestros. Antes de que los alemanes cerquen la ciudad, el hogar del niño de la abuela Polia es evacuado de Leningrado. Y ella, junto con Semion, mi padre, que tiene tres años, y otros primos, es enviada a un oscuro y gélido pueblo llamado Zakabyakino, en la región de Yaroslavl, a unos cuatrocientos kilómetros al este de Leningrado. Para un oído ruso, «Zakabyakino» tiene un inequívoco matiz pueblerino. Y hasta el día de hoy, mi padre usará ese nombre para referirse a todos los lugares lejanos o grotescos, como por ejemplo Ohio o las montañas Catskill.

¿Cuál es el primer recuerdo que tiene mi padre? La evacuación de Leningrado huyendo de la aviación alemana. «Íbamos en un tren y los alemanes nos bombardeaban. Teníamos que escondernos bajo los vagones del convoy. Los aviones Messerschmitt hacían este ruido; ZUUUUU… UOOOO… UOOO.» Mi padre cuenta las historias con gran vehemencia, así que levanta la mano —tiene los nudillos cubiertos por pelos muy finos— y la deja caer en un movimiento lento, pero a la vez firme, que va trazando un arco que simula los bombardeos, al tiempo que imita el sonido de los Messerschmitt: ZUUUUU

En Zakabyakino, los supervivientes de los bombardeos alemanes —mi padre entre ellos— se topan con la buena suerte: no se mueren de hambre. En el pueblo hay leche y patatas. También abundan las gruesas ratas campesinas, que se cuelan en el lugar donde duermen mi padre y sus primos, con el propósito de devorar a los escuálidos niños de Leningrado mientras duermen junto a la estufa. Huyendo de las ratas, una de mis tías saltará desde una ventana del segundo piso.

Mi tía saltando de la ventana para huir de las ratas: ese es el segundo recuerdo infantil de mi padre.

El mejor amigo de mi padre tiene su misma edad. Es un niño no judío que se llama Lionia. A los tres años, el mejor amigo de mi padre muere a causa de una imprecisa enfermedad relacionada con la guerra. Y este es el tercer recuerdo de mi padre: el funeral de Lionia. En la primavera de 2011, mi padre me habla de la existencia de Lionia. Lionia, que es el diminutivo de Leonid, es un nombre ruso de lo más corriente, pero en mi primera novela, que se publicó en 2002, el amigo de infancia del protagonista —Vladímir Girhskin— resulta llamarse Lionia, y además es uno de los personajes verdaderamente simpáticos que aparecen en el libro (Vladímir y Lionia comparten un buen lote de bombones de la marca Caperucita, que les ha dado la madre de Vladímir, y se quedan dormidos uno al lado del otro en la esterilla de una guardería soviética). En mi tercera novela, publicada en 2010, Lionia es el nombre ruso de uno de los dos personajes principales, Lenny Abramov. Sin haber llegado a saber quién era, me he pasado media vida homenajeando a Lionia en mis libros.

El cuarto recuerdo. Febrero de 1943, llega la noticia del frente de que el padre de mi padre, el abuelo Isaac, ha caído en combate cerca de Leningrado. Las tropas soviéticas, en cuyas filas combate mi abuelo, han hecho varios intentos de romper el cerco de la segunda ciudad más importante de Rusia, pero la potencia de fuego alemana es superior, ya que los mejores generales rusos han sido fusilados por Stalin en las grandes purgas. No se sabe dónde murió Isaac Semionovich Shteyngart. Durante mucho tiempo me dijeron que había muerto en un tanque, abrasado vivo, mientras realizaba una gesta horrible pero heroica para detener a los alemanes, pero eso no es verdad. Mi abuelo era artillero.

Cuando muere su marido, la abuela Polia decide enterrarse en el trabajo de la maternidad y se niega a reconocer la muerte de su esposo. Como otras tantas mujeres que han recibido un certificado de defunción, sigue esperando a su marido hasta después de la guerra.

A los cinco años, mi padre es uno de los millones de niños rusos que no pueden entender del todo por qué falta el hombre de la casa. Pocos años después, cuando termina la guerra, por fin lo entiende. Y entonces se esconde bajo un sofá y empieza a llorar, pensando en un hombre que no conoce. Y más tarde, cuando descubre la música clásica y empieza a escuchar a Chaikovski, también se pone a llorar con la música. Debajo del sofá, escucha a Chaikovski con lágrimas en los ojos y concibe planes que le permitan viajar en el tiempo y asesinar a Hitler. Y mucho más tarde aún, la abuela Polia se casa con otro hombre que está a punto de destruir la vida de mi padre y que me convertirá en lo que sea que ahora soy.

Mi vida empieza con un trozo de papel cien veces ciclostilado: «A la ciudadana Shteyngart P. [mi abuela], NOTIFICACIÓN: Su marido, el sargento Shteyngart, Isaac Semionovich, combatiendo por nuestra patria socialista y fiel a su juramento militar, demostrando heroísmo y coraje, murió en combate el 18 de febrero de 1943».

En algún sitio, cerca de la lejana ciudad de Yaroslavl, entierran al pequeño Lionia.

El cuerpo de mi abuelo yace en una tumba militar cerca de Leningrado, lo que significa que está cerca de casa.

Y los alemanes siempre atacan en masa. Y Stalin sigue muerto de miedo en su casa del bosque cerca de Moscú. Y los pilotos de los Messerschmitt saben muy bien cómo encontrar sus blancos: ZUUUU… UOO… UOO.

Padre.

¿Qué estás haciendo?

¿Qué me estás diciendo?

¿Quién está hablando por ti?

—He leído en la internet rusa que muy pronto nadie se va a acordar ni de ti ni de tus novelas.

Tiene la vista fija en algún punto que está detrás de mí, como si fuera un niño enfadado y dolido, y luego baja la mirada, como si le asustara lo que ha visto, hasta posarla sobre el plato de algo con trufas que ha pedido en el menú de precio fijo. Estamos en The View, el restaurante giratorio del hotel Marriott Marquis de Times Square. Una cena en el Marriott una tarjeta regalo de doscientos dólares para gastar en T.J. Maxx, la tienda de ropa barata, es el sueño de mi madre como regalo de cumpleaños.

—Sí —dice mi madre—, yo también lo he leído. Lo decía…

Y menciona el nombre de un bloguero. Mis padres no han leído mi última novela, pero conocen el nombre del bloguero de Samara o Vologda o Astrakán o Yaroslavl que dice que muy pronto seré olvidado.

¿Quieres que me olviden pronto, padre? ¿Quieres que me acerque más a ti? Pero no digo lo que resulta evidente.

—Mira —me dirijo a mi madre—, el río Hudson. Y más allá, las luces de Nueva Jersey.

—¿De verdad?

Mi madre alarga el cuello. Su capacidad para dejarse fascinar por las cosas es el mejor regalo que me ha hecho. Cada vez que vuelvo a verla tiene el pelo más joven y más vigoroso. A veces lo lleva con una melenita corta, otras lo lleva cardado, y su hermoso rostro resiste con insolencia juvenil los sesenta y nueve años que ha conocido. No se despedirá con tanta facilidad de la vida como mi padre.

—Allí está Four Times Square —digo, intentando distraer la mirada sombría de mi padre—. El edificio Condé Nast. Allí están las oficinas del New Yorker y de otras muchas revistas.

—En internet ha salido una clasificación de los escritores de Nueva York —dice mi padre—. Te han colocado en el puesto número treinta. David Remnick [el director del New Yorker] está ocho puestos por delante de ti. Y Philip Gourevitch [uno de los mejores redactores de la revista] está en el puesto número once. Los dos muy por delante de ti.

—Para ya, Semion —dice mi madre.

—¿Qué? —dice mi padre—. Ya shuchu. —«Estoy bromeando».

Shutki! —dice levantando la voz. «Bromas».

—Nadie entiende tus shutki —dice mi madre.

La tía Tania, que quiere congraciarse conmigo, tiene su propia opinión:

—Sí, dicen que muy pronto serás olvidado, pero muchos escritores solo llegan a ser valorados después de su muerte.

Mi padre asiente. Casi ha terminado su trabajo.

—Y dile a Remnick que si no deja de escribir cosas desfavorables sobre Israel, me veré obligado a enviar una carta al director del New Yorker.

—Mira —digo, señalando un rascacielos que aparece de pronto—, ¡el águila! Es el Barclays Bank. ¿Te acuerdas de que los primeros cheques que cobramos en América llevaban esa águila?

Mi padre fija la vista en mí. Está intentando calcular mi reacción, pensando en lo que va a decir a continuación.

Voy a detenerme por un segundo. ¿Qué es lo que está sintiendo ahora? ¿Y qué está viendo a través de su mirada ceñuda? A su hijo, un extraño. Las cosas de mi padre: pedirse platos con trufas del menú y dar la matraca con Obama y Remnick, todos esos que odian a Israel. Mi padre solo ha estado siete días en Israel, pero lo adora con la misma veneración de quien no comprende a su joven amante y solo es capaz de ver su oscura silueta provocativa y la curva de sus asentamientos. En la buhardilla del tercer piso donde vive mi padre —desde hace tiempo ha cedido a mi madre el amplio segundo piso—, la vida discurre alrededor del estruendo de los discos de música clásica y de la cháchara radiofónica de los rabinos extremistas. ¿Cómo es posible que su hijo se haya alejado tanto de él? ¿No debería ser su obligación permanecer al lado de su padre?

Después de cada interrupción de la comunicación, después de cada discusión sobre las clasificaciones de internet, después de cada aluvión de insultos que se hacen pasar por bromas, mi padre siempre termina diciendo: «Deberías llamarme más a menudo».

Mi hijo. ¿Cómo es posible que me abandonara?

Miro hacia abajo para ver cómo se mueve el suelo que gira alrededor del núcleo del restaurante. Como soy un zopenco en cuestiones de física, no logro entender cómo funciona todo esto, y por qué esta parte del suelo gira suavemente mientras que la otra parte permanece por completo inmóvil. Imagino a una cuadrilla de inmigrantes sudorosos y sujetos con arneses haciendo girar el restaurante aéreo desde el sótano del Marriott.

—Ha muerto la soprano Galina Vishnevskaya —dice mi padre.

—Ah.

—Fui al mismo conservatorio de Leningrado donde ella estudió. Allí le destrozaron la voz, y también me la destrozaron a mí, por cierto. Me obligaron a ser bajo en vez de barítono.

Ahora toca hablar de su vida. De su carrera operística, que tuvo que abandonar, como otros muchos judíos soviéticos, para hacerse ingeniero mecánico. Ya no se trata de mi vida. Respiro aliviado. En otra cena reciente mi padre me pasó el brazo por el hombro y me acercó tanto la cara que los pelos blancos y grises de su perilla casi rozaron las canas de mi barba mal afeitada, y me dijo:

—Te tengo una envidia negra [chyornaya zavist]. Yo también debería haber sido artista.

Una semana después de la cena en el Marriott, les llamo desde la casa rural donde paso la mitad del año intentando trabajar.

—La internet francesa dice que tu libro es uno de los mejores del año —gritan.

—¡En Francia te adoran! —dice mi padre.

No quiero saber nada de internet, ni bueno ni malo, pero de golpe todos nos estamos riendo. Estamos charlando sobre el diseño que inventó mi padre para el telescopio que estaba destinado a ser el más grande del mundo, en 1975, un telescopio que, como la mayoría de productos soviéticos, grandes o pequeños, murió nada más nacer. «Cuántas medallas de Héroe del Trabajo Socialista se dieron por ese puñetero objeto que nunca llegó a funcionar», dice mi padre. Ese es nuestro pequeño mundo: las sátiras contra los soviéticos, los imperios que fracasan, los sueños absurdos que nunca se cumplen. Siento una inmensa añoranza por esas cosas y por su compañía. Sonrío muy a gusto bajo el edredón, viendo por la ventana la primera capa de nieve que cae en diciembre, la nieve espesa y limpia del campo.

El vaivén de siempre. Nadie se acuerda de mí; me recuerdan; soy el número treinta de la lista; en Francia me adoran. ¿Qué es esto? Esto es la crianza. Así lo criaron a él, y así me crio a mí. Es algo muy conocido y seguro. Seguro para algunos de nosotros.

Pocas semanas antes, en otra reunión familiar, mi padre se inclina hacia la mujer diminuta que ahora es mi esposa e inicia uno de sus monólogos sobre «la vida en la granja».

—Cuando era joven, yo mataba ovejas. Las chicas decían: «No, no, es muy bonita», pero yo cortaba, cortaba. —Hace el movimiento de un corte imaginario en el cuello del animal. Me inclino hacia mi mujer para apoyarla, pero ella es muy fuerte y no lo necesita.

—Luego había demasiados gatos en el pueblo. Así que yo cogía los gatitos y los ahogaba. Ahogaba, ahogaba. —Imitación del acto de sumergir algo—. Y luego, por supuesto, tenía que ocuparme de las gallinas…

Antes de que llegue el momento de retorcerle el pescuezo a la gallina, mi esposa y yo intercambiamos una mirada comprensiva. Él está intentando hacerse valer. Y de paso asustarla. Pero bajo la sangre de los animales sacrificados —por alguna razón que desconozco, me acuerdo del término hebreo que designa el sacrificio: korban— se oculta una verdad mucho más prosaica. Ahora estoy casado, y eso significa que estoy aún más alejado de él. Alguien más se ha interpuesto entre los dos.

El Asesino de Ovejas quiere recuperar a su hijo.

—Mi primer recuerdo de cuando tenía ocho años es estar escuchando música clásica, sobre todo violín, y que a veces me ponía a llorar —dice mi padre—. Me escondía debajo de la mesa y escuchaba la música y me ponía triste y lloraba. Fue entonces cuando empecé a acordarme de mi padre. No tenía recuerdos físicos de él porque en realidad nunca llegué a conocerlo, pero la tristeza de no haberlo conocido se había hecho inseparable de la música. Había algo de mi padre que no conseguía recordar. En un pueblo cercano empecé a comprar discos, no un gran surtido, pero mi primer disco fue el de Caruso cantando el aria final de Tosca. —Con el entrecejo fruncido, con toda la tristeza y empatía que es capaz de congregar, mi padre empieza a cantar en ruso—: Moi chas nastal… I vot ya umirayu!

Ha pasado la hora… Y yo, desesperado, muero.

Hay una foto de mi padre a los catorce o quince años, vestido con un uniforme de general zarista y su correspondiente peluca, y con los ojos inflamados por la apacible tristeza que no creo haber encontrado jamás sino en un puñado de novelas rusas o tras una buena tanda de cócteles potentes. Le han dado el papel de Gremin en la representación escolar del Eugenio Oneguin de Chaikovski. Es un papel muy difícil para un bajo tan joven, pero en su pueblo mi padre se ha ganado el apodo de Paul Robeson, en referencia al cantante afroamericano que recorrió toda la Unión Soviética cantando Ol’ Man River.

—En mi escuela yo era famoso —dice mi padre—. Casi como tú ahora.

En un universo paralelo, Rusia es una democracia bondadosa y simpática, mi padre es el famoso cantante de ópera que siempre quiso ser y yo soy su hijo que lo adora.

Volvamos al modesto edificio colonial de tres plantas en Little Neck, Queens, donde ahora la cena del Día de Acción de Gracias está llegando a su fin. Me acuerdo de algo que mi padre me contó la última vez que le hice preguntas sobre su vida. Me estaba hablando de la guerra, de cuando era un niño pequeño que acababa de perder a su padre y a su mejor amigo, Lionia.

—En algún sitio me puse a dar de comer a un perro —dijo—. No deberías contar eso porque la gente se estaba muriendo de hambre en Leningrado, pero recuerdo que le di de comer a un perro el bocadillo de mantequilla que me había dado mi madre, lo que significa que no nos estábamos muriendo de hambre.

—Papá —le pregunto—, ¿por qué no quieres que cuente esa historia?

En la mesa, toda la familia sonríe y me apoya. Es una historia bonita.

—Me daba vergüenza porque la gente se estaba muriendo de hambre y yo tenía un bocadillo —dice mi padre—. Pero bueno, si quieres, cuéntalo.

Mi padre está sentado en la cabecera de la mesa ante el esqueleto de un gigantesco pavo americano. Lo que le avergüenza es la única prueba de decencia que he encontrado en todas las historias del pasado de nuestra familia. Un niño al que se le ha muerto el padre y su mejor amigo se inclina ante un perro campestre y le da de comer su bocadillo de mantequilla.

Conozco bien ese bocadillo, porque también me lo ha hecho a mí. Dos rebanadas de ese pan moreno ruso que nunca pierde el color, ese que sabe a cultivos ruinosos y a la indiferencia campesina ante la muerte. Y sobre esas rebanadas, la más cremosa y mortal de las mantequillas americanas, amontonada en tacos tan gruesos como el queso feta. Y por encima de todo eso varios dientes de ajo, el ajo que va a darme fuerzas y que me va a limpiar los pulmones de todas las impurezas asmáticas y va a hacer de mí un hombre fuerte de verdad que come ajo. En una mesa de Leningrado, y en una mesa en lo más profundo de Queens, Nueva York, el ridículo ajo cruje bajo nuestros dientes, mientras estamos sentados el uno frente al otro y el ajo va borrando todos los recuerdos de las demás cosas que hemos comido, a la vez que nos convierte a los dos en un solo ser.