23. De los diarios de Tarta-de-Chumino
El autor en una fiesta el primer día que empezó a salir con Pamela Sanders. Está tan borracho que apenas puede tenerse en pie. Obsérvese el desesperado detalle del fular blanco que luce en el cuello. Pobre.
Volvamos al principio. A la sucursal de la librería Strand en la parte baja de Manhattan. Al ataque de pánico. Al libro. «Y ahora vuelvo a estar en la librería Strand de Fulton Street, y tengo en mis manos el volumen San Petersburgo. La arquitectura de los zares, con los barrocos tonos azules del convento de Smolny que te asaltan desde la cubierta. Estoy abriendo el libro, por vez primera, por la página 90. Y vuelvo a esa página. Y vuelvo de nuevo a esa página. Y la gruesa página gira en mi mano.» ¿Qué fue lo que pasó en la iglesia de Chesme hace más de veinte años?
Cuando Jonathan y yo jugábamos al videojuego Zork, al terminar las clases en la escuela hebrea, había un comando muy sencillo, I, que significaba «inventario». Te decía cuántas espadas y frascos y otros objetos mágicos tenías en aquel momento. Por curioso que parezca, los psicólogos también usan un «Inventario de personalidad» o un «Inventario de respuestas elegidas en un cuestionario» para evaluar el estado mental del paciente. Y que conste que lo digo solo como una forma de hablar.
Si tuviera que darle a la tecla I en 1997, cuando estoy en la librería Strand de la parte baja de Manhattan, ¿qué clase de inventario aparecería?
- Estaría «yo». Con una coleta sujeta por un elástico femenino. Pelo que empieza a ralear sobre la frente. Una alta tasa de ficus muertos en macetas. Cinco mil dólares de deuda en la tarjeta visa del banco Chase. Un Pequeño Fracaso de primer orden.
- Estaría mi nuevo apartamento en el barrio vacilón de Park Slope. Treinta metros cuadrados que dan a un patio interior lleno de humedad, con la cocina invadida por cucarachas de todo tipo y condición, regalo de la anciana que se está muriendo lenta y eternamente en el piso de arriba. Sin niños.
- Habría una novela, la mía, que ya he terminado pero que odio. En un momento dado decido tirar a la basura las quinientas páginas del borrador definitivo. Como buen graduado de Oberlin, primero reciclo todo el revoltijo. Ahora bien, como estoy arruinado y debo mucho dinero, uso las bolsas de reciclaje más baratas. Y cuando vuelvo del trabajo descubro que mis bolsas de reciclaje han estallado y toda mi novela se ha dispersado como una ventisca por la Séptima Avenida, los Campos Elíseos de Park Slope. Y como mi nombre está bien visible en cada página, mis amigos se recochinean con la prosa que van leyendo al azar. «¿Quién será este Vladímir?»
- Estaría mi amigo, adversario y modelo, John. La clave de que en el futuro yo pueda recuperar la cordura.
El problema de la función del inventario de Zork es que nunca te dice lo que no tienes. Lo que deseas. Lo que todavía necesitas.
Ya no tengo a J.Z. Vive en Carolina del Norte. Tiene un novio que toca la batería y vive en una furgoneta. Después de tres años de tener una compañera, alguien que me lleve al hospital si me entra un ataque de asma, o alguien con quien pueda compartir un aceitoso sándwich de atún en la cafetería del sindicato de estudiantes, ahora estoy solo.
Mi abuela Polia. Su muerte dura muchísimo tiempo y es muy cruel. La sigo a diferentes hospitales, el Monte Sinaí en Manhattan y otro más pequeño que está cerca de su piso en Queens, pero es difícil sentarse a su lado, frente a los monitores verdosos que van registrando cómo se está despidiendo de este mundo. Se está muriendo por partes, como nos morimos todos. Se le van cayendo madejas de edad adulta alcanzada a costa de terribles esfuerzos. La bondad desaparece de su cara, la bondad que solo quiso compartir conmigo, y ahora la sustituye una convulsa mueca soviética. No sé qué hacer. Le doy frambuesas. Miro a mi padre que grita su furia y su soledad. Le beso la frente en la sala de pompas fúnebres, y tiene un tacto frío y duro como un ladrillo, por completo inanimado. Se acabó para siempre el No morimos de George Anderson.
Miro cómo se llevan su cuerpo a un cementerio de Long Island. La furgoneta no es un coche fúnebre y me gustaría haber tenido el dinero suficiente para pagarle el viaje final en un vehículo mucho más distinguido. El cuerpo de la única mujer que no me consideró un Pequeño Fracaso o un Mocoso o un debilucho ahora está cubierto de tierra, y nosotros mismos hemos arrojado puñados de tierra sobre él con nuestras propias manos, según la vieja tradición judía.
Y la última cosa que no tengo. San Petersburgo. La arquitectura de los zares. Cuando se me pasa el ataque de pánico, dejo el libro y salgo corriendo de la sucursal de la librería Strand. Voy a tomarme el vodka con tónica del almuerzo a un pub de la cadena Blarney Stone. Hoy no va a haber una iglesia de Chesme para mí. Ni tampoco un helicóptero.
Pero cuatro áridos años después de haberle dado el beso de despedida a J.Z., va a haber una nueva persona en mi vida.
Y será, como se suele decir, alguien muy especial.
Se llama Pamela Sanders[18]. Nos conocemos en una reunión de organizaciones sociales que deben tratar el reasentamiento de refugiados de la etnia Hmong o alguna otra cosa por el estilo. Ella es una concienzuda especialista en desarrollo de programas que trabaja para la organización sin ánimo de lucro de la que me acaban de despedir. Yo preparo formularios de solicitud de becas para un centro benéfico del Lower East Side, mi nuevo empleo. Tengo el rango administrativo de redactor especialista en becas, pero a veces se confunden y me llaman señor Redactor-de-Becas, y encima la gente me dice que no sé trabajar en equipo.
Tras cuatro años solitarios sin J.Z., estoy dispuesto a dejarme engatusar por cualquiera que me toque, aunque Pamela tiene muchos más méritos que esta simple función tan útil. Empezaré describiendo su aspecto. Tiene dos cuerpos. Uno es su aristocrática mitad superior, que mis antepasados petersburgueses probablemente hubieran calificado de «cultivada», con unos hombros pequeños que caben en los huecos de mis manos, una cara muy bien proporcionada de aire inglés (aquí el diminuto pimpollo de una nariz, allá unas orejas que no pasan de una tentativa minimalista), y todo el bonito conjunto coronado por cincuenta centímetros de pelo rubio muy espeso. Pero a la luz de las velas aparece un segundo cuerpo tan arcilloso y real como el interior de nuestro país: unas piernas muy, muy fuertes que superan con facilidad las colinas de Brooklyn en las que vive (Cobble y Boerum Hills, para ser exactos); unas caderas lo suficientemente amplias como para dar a luz a toda la tribu de José; y un trasero en el que uno se puede perder, una festoneada, ondulada y blanquirrosada oda a los sencillos placeres de la lujuria. Y cuando ella extrae esta segunda mitad corporal de unos vaqueros muy ajustados, me debato dolorosamente entre lo biológico y lo refinado: ¿le agarro el culo o le beso el pimpollo de la nariz?, ¿me lanzo sobre la corona dorada de su cabellera o me zambullo en la obvia promesa de sus muslos? Después de haberla tratado unas pocas semanas, después de haberme enamorado perdidamente de ella, me veo atrapado, creo yo, en un triángulo amoroso protagonizado por estas dos Pamelas y yo. Pero resulta que el triángulo amoroso se complica de verdad. Ella me dice que tiene otro novio.
Se llama, digamos, Kevin. Es un poeta de treinta años que vive con sus padres en Nueva Jersey, escribe versos de calidad más que dudosa sobre los dioses griegos y aterriza cada semana en la casa que mi enamorada tiene en Brooklyn. Llevan juntos desde hace casi una década, la factura del teléfono está a nombre de él y el contestador automático informa a quien llama de que ha llamado «a la casa de Kevin». En las fotos él también tiene el aspecto de un dios griego, un dios oscuro y con aire hipster al que Zeus hubiera encomendado un destino menor, algo así como Tendencieus, el dios de Williamsburg. A juzgar por el mensaje del contestador, habla con falso acento aristocrático. También disfruta haciendo trabajos de carpintería. Y a pesar de esta inclinación, no ha tenido relaciones sexuales con mi muñequita durante mucho tiempo.
Eso me corresponde a mí. A estas alturas de la historia yo vivo en un estudio de unos cincuenta metros cuadrados, en un feo edificio cerca de Delancey Street, en el Lower East Side (hay menos cucarachas que en el apartamento de Brooklyn, pero más cucarachas voladoras). El estudio da pared con pared con otro estudio donde vive una pareja tan ruidosa que uno podría hacer una gráfica —con toda clase de elipses y curvas de campana— con el horario regular de sus orgasmos. Pamela decide competir con los vecinos y aúlla cuando hacemos el amor como si el edificio se estuviera incendiando (cosa que a veces sucede), y me anima a que yo haga lo mismo. «Demostrémosles quién se está divirtiendo de verdad», me dice. Y cuando termina, llama a su otro novio para asegurarse de que los padres de él están al corriente de que, sí, va a ir a Nueva Jersey a pasar un fin de semana de diversión familiar. Habla en tono calmado, confiado, obediente.
Un día llamo a su casa de Brooklyn cuando Kevin está in situ, y él le dice a Pamela que no quiere que «ese hombre», refiriéndose a mí, vuelva a llamar allí, refiriéndose a la casa de Pamela. Esto crea un obstáculo en nuestra comunicación.
Amo a Pamela. Es lo que llevo esperando toda mi vida. Me permite degradarme hasta la humillación más absoluta, y me permite suplicar por su amor una y otra vez, sabiendo que nunca me lo va a dar. Después de nuestra primera cita, cuando me entero de que tiene novio, me despido de ella galantemente en un correo electrónico: «A tu disposición».
Solo que he escrito otra cosa bien distinta: «Tu deposición».
A cambio de esta confesión, me hace un regalo: Edad de hombre, de Michel Leiris («Un viaje desde la infancia hasta el orden feroz de la virilidad»).
Aún no ha cumplido los treinta años, pero ya hay patas de gallo en las comisuras de sus ojos gris claro. Pero eso no es algo que afecte solo a su cara. Su personalidad también es la de una persona vieja. Se define a sí misma como una ermitaña urbana y una ladrona de tiendas que no se ha reformado. Cuando caigo enfermo, me dice que le gusta pensar en mí como un niño febril del siglo XIX, en tanto que ella se atribuye el papel de enfermera calentorra y mucho mayor que yo. Cuando descubre que uso jabón Lever 2000 Pure Rain (a cuarenta y nueve centavos en la tienda de la esquina), me dice que es malo para la piel y me regala un jabón de lujo fabricado con aceite de oliva. Juega al ajedrez con el ordenador hasta las dos de la madrugada. Programa una semana de vacaciones que me promete que va a dedicar a la «FollaFiesta 99», ya que, según me informa, tiene «un fuerte cosquilleo ahí abajo, en mis partes». Me llama Drogota, Sr. Tímidogart, Mamita Remilgada, Cariñito (como en la frase «esta noche vamos a divertirnos, cariñito»), Tarta de Chumino, Gran Quejica Peludo.
—No deberías dejar que yo te insulte tanto —me dice, después de haberme humillado todavía más.
Por otra parte, a ella le molesta que yo le diga que la amo. Me dice que me «aprecia» mucho, pero que no puede corresponder a mi amor por culpa de Kevin. «¡Ah, qué complicada es la vida moderna!», le escribo. «Hay tantos chicos de clase media, todos muy patosos y muy serios, entre los que una chica puede elegir.»
Pero el problema más grave es que tanto Pamela como yo queremos ser escritores y los dos aspiramos a tener el carnet de miembros de la Intelectualidad de la Costa Este, aunque al mismo tiempo los dos estamos convencidos de que somos un fraude. Yo soy un inmigrante ruso (antes del boom de la literatura escrita por inmigrantes rusos a comienzos de la década del 2000), mientras que ella pertenece a la clase obrera. A saber, proviene de una familia desestructurada del estado de Washington. Su padre es un trabajador de la Boeing que siempre ha vivido preocupado por el cobro de su siguiente nómina y por la próxima huelga convocada por el sindicato. Así que la familia de Kevin —formada por judíos de clase media, cariñosos, cultivados y nacidos en América— se convierte en su nueva familia. Cuando ella pasa los fines de semana en su casa de Nueva Jersey, Kevin duerme en el suelo junto a su cama, fingiendo que todavía siguen juntos en todos los sentidos. Ninguno de los dos quiere revelar la verdad a sus padres adoptivos.
Y eso es lo que en realidad me duele: que yo no pueda ofrecerle la misma clase de familia a Pamela. Porque eso no es posible con los Shteyngarts Cuerno de Piedra que viven en su fortaleza de Little Neck. Ni con el bortsch frío de col que prepara mi madre, al que le añade una cantidad surrealista de crema agria, ni con sus ideas republicanas, ni con su obsoleto Ford Taurus que pierde aceite en el garaje barato para un solo coche.
Pero cuando miro a mis padres a través de los ojos de Pamela, de pronto empiezo a quererlos. Porque sé que detrás de su acento, y detrás de sus opiniones temerosas y coléricas y conservadoras, se oculta una cultura que Pamela no se puede siquiera imaginar, la cultura de una superpotencia que fue arrojada al estercolero de la Historia, sí, pero también la cultura de Pushkin y Eisenstein y Shostakóvich y los helados esquimales, y la de los pañales que hay que lavar a mano y colgar en el tendedero, y la de las radios Grundig que se venden en el mercado negro y con las que uno intenta desesperadamente sintonizar la Voz de América o la BBC. Pero quizá me he puesto demasiado sentimental hablando de esto.
«No permitas que ese hijoputa de Tolstói te arruine la vida», me aconseja Pamela.
Igual que Pammy, yo también llevo una doble vida. Cuando estoy con ella soy un Gran Quejica Peludo. Cuando estoy con mis amigos, soy una persona segura de sí misma y rebosante de vida, muy orgullosa de tener novia (casi ninguno de mis amigos conoce la existencia de Kevin), y también muy orgullosa de haber regresado al mundo de la reproducción humana. Me retiro al mundo de la comida y de los cócteles, hasta el punto de que Pamela se queja de que solo hablo de la mierda carísima que me meto en la boca. Todo lo que gano en la organización benéfica para la que trabajo va directamente a los gin fizz que me tomo en Barramundi de la calle Ludlow, o a las pipas de agua en Kush, que está en Orchard Street, o a las ostras de Pisces, en la avenida A, o al pato asado con ñame del Tableau en la calle 5. Cuando ya no podemos tragar nada más, mis amigos y yo vamos a mi estudio, donde escuchamos los ritmos franco-senegaleses de MC Solaar en mi nuevo equipo de música TEAC, y cantamos juntos Prose Combat y Nouveau Western. He aquí un típico correo que le envío a Pam por esta época: «Nos hemos tomado unas tapas sin parangón en el Xunta, chorizo, morcillas, aceitunas rellenas de anchoa, queso de cabra, patatas bravas y las ubicuas gambas al ajillo». Ah, ese chorizo sin parangón. Ah, esas ubicuas gambas al ajillo.
O sea que alardeo de conocimientos gastronómicos ante Pamela, a la vez que alardeo de Pamela ante mis amigos. Y luego me meto en la cama en mi estudio del Lower East Side, y el futón va rodando cuesta abajo por el suelo inclinado hasta que mi cabeza choca con la estantería, y entonces empiezo a derramar lágrimas de Cariñito porque Pam está en Nueva Jersey con Kevin, o peor aún, está con él en su apartamento de Boerum Hill, comiendo su famoso cordero al horno con patatas como si fueran la pareja casada que deberían haber llegado a ser.
«Si no hablas conmigo, es mejor no vivir», le gritaba a mi madre cuando yo era niño y ella me aplicaba su tratamiento de silencios. Ahora, en opinión de Pam, soy el señor Tímidogart, una «mamita remilgada» que se acerca a los treinta años, tiene una medio novia y un trabajo como «señor Redactor de Becas» que le da cincuenta mil dólares al año. Pero a pesar de estos modestos logros, lo que yo quiero es el silencio de mi madre. Y la verdad es que la echo de menos tanto como echo de menos a Pam. Para mí, el sentimiento de vivir en familia consiste en llorar mientras se trama una venganza. Y eso es algo que me resulta muy cómodo y natural. Lo único que me falta es el Hombre Luz en el armario de mi infancia.
Desesperado, le escribo: «Me gustaría que Kevin y yo fuéramos amigos y los tres hiciéramos cosas juntos».
Y más desesperado aún: «Tal vez podríamos formar una especie de familia alternativa, al estilo de Marin County».
Parece ser que la idea que tengo de Marin County (California) es errónea desde el primer momento.
Al final decido dar un paso adelante. Se supone que no debería estar cerca del apartamento de Pam cuando Kevin la visita desde Nueva Jersey, pero una noche me encuentro en la cercana Brooklyn Inn, un tugurio destartalado pero atractivo que se halla en Hoyt Street y que tiene grandes ventanales con forma de arco y un largo mostrador de madera oscura. A Kevin y a Pammy les gusta ese bar porque suele atraer a muchos literatos emperifollados, la clase de gente que ellos quisieran llegar a ser algún día. En el bar me tomo un vodka con tónica, y otro, y otro, y luego otro, y otro, y otro, y otro más. ¿Cuántos son en total? Mis conocimientos de matemáticas no llegan a tanto.
El trayecto desde la Brooklyn Inn al apartamento de Pamela lleva unos cinco minutos si uno está sobrio. El mayor peligro que ahora se me presenta es la avenida Atlantic, que tiene muchos carriles que debo atravesar, sin duda más de dos. Un pequeño coche japonés que se incorpora al tráfico me golpea en la cadera, pero yo me encojo de hombros y le hago señas al conductor para que no se preocupe. Al cabo de un rato consigo llegar a la magnífica y arbolada State Street, la calle donde vive Pam, y me arrastro a cuatro patas hasta su interfono. Me desplomo en el último escalón y tengo que tomarme un descanso para recuperar la furia que me impulsa. La última vez que le pegué a alguien fue en la dacha del norte del estado de Nueva York, cuando torturé a aquel chico mientras le citaba el capítulo de la tortura de 1984 de Orwell. Y ahora a quien me propongo golpear no es exactamente a Kevin. Ni siquiera al pobre Vinston de Orwell. Es a una puerta. La puerta delantera de Pamela.
El problema de escribir una crónica de los peores momentos de mi vida es que apenas consigo recordar nada.
Y ahí va lo que recuerdo.
Doy golpes en la puerta. La sólida puerta de Brooklyn, forjada probablemente en los tiempos de Walt Whitman, no cede. En cambio, mi mano se pone roja y luego morada. No siento nada. Y noto que la cadera empieza a dolerme un poco, tal vez por culpa de aquel coche de la avenida Atlantic.
Luego estoy dentro, porque alguien (¿Pam?) ha abierto la puerta, y subo corriendo al piso de arriba para enfrentarme con mi enemigo. El problema de Kevin es que en verdad es muy guapo. Tiene una mandíbula poderosa, una nariz recta y unos ojos inteligentes y duros debajo de una frente bien amueblada. Inmediatamente me doy cuenta de que estoy en desventaja.
Lo que ocurre en los siguientes instantes, minutos u horas creo que es esto: grito y lloro, algo así como «¡No puedo más, no puedo más! ¡Es mejor no vivir!». Pammy grita y llora conmigo. Kevin, por lo que creo recordar, permanece impasible, sin inmutarse. De vez en cuando dice alguna cosa, tal vez algo como «siento que las cosas sean así». Pero lo asombroso de esa escena es que tanto Pamela como yo estamos haciendo una representación teatral para Kevin. Los dos marginados de esta historia, el uno con un colocón que le ha hecho perder la cabeza, y la otra que siempre se siente deprimida y abandonada, están bailando y cantando y llorando para Kevin, nuestro Dios. No consigo coreografiar el baile de Pamela, pero sí recuerdo bien la letra de mi actuación. Está en hebreo, por supuesto, y la aprendí en 1979 cuando iba a un colegio de Queens.
—Yamin, smol, smol, yamin, izquierda, derecha, derecha, izquierda, tra-la-lará.
Pamela me conduce a la planta baja cuando mi mano amoratada ha empezado a dolerme hasta el punto de que ahora derramo lágrimas de muy distinta naturaleza. Me lleva a la puerta que yo he golpeado con toda la furia de mis veintisiete años de frustración acumulada, y la cierra detrás de mí dando un portazo. Cuando se haga de día me llegarán desde su casa largos correos electrónicos coléricos y acusatorios. Por lo que parece, he infringido las reglas del juego al presentarme ante Kevin.
En el exterior de la casa la temperatura es muy agradable, quizá a la manera declinante del inicio del otoño o bien según el ritmo engañoso y extático de la primavera. Y mientras me quedo quieto cogiéndome la mano, pasa un hombre barbudo con aire de profesor que está paseando a varios corgis galeses por State Street, reflejo de otro tiempo y lugar —las vacaciones de verano, Carolina del Norte— que hubiera complacido mucho al primer Nabokov.
Tres años después, Pamela Sanders se ha matriculado en un curso de doctorado en escritura creativa en la Universidad de Florida. Una noche ve en la terraza de un pub de Market Street a su último novio, un estudiante de doctorado en filología inglesa que —según dice un rumor— le ha hecho algo terrible. Cuando él se pone en pie, ella lo sigue a través del local hasta los servicios. Pamela lleva un martillo de carpintero con la cabeza envuelta en plástico. En el baño, cuando el antiguo novio está meando, Pamela le golpea varias veces la nuca con la garra del martillo. «¡Te voy a matar!», le grita Pamela, según puede leerse en el atestado policial. «¡Me has destrozado la vida!» El chico consigue arrebatarle el martillo, y mientras ella huye del pub de Market Street, él consigue llegar a duras penas al mostrador. Tiene múltiples contusiones y heridas en la cabeza.
Pamela huye del estado de Florida y se la acusa de intento de asesinato. Al cabo de un tiempo regresa a Florida y se entrega a la justicia. Los cargos de la acusación se rebajan a «agresión física con agravantes realizada con arma letal», y se la condena a un año de internamiento en la penitenciaría del condado.
La primera vez que oigo hablar de su delito es en 2004. Tras la publicación de mi primera novela, estoy participando en un congreso de escritores en Praga. Mi interlocutor, que no para de beber cerveza, me cuenta la historia sonriendo, lo cual podría ser un indicio de que conoce la historia previa que me une a Pam. Es fácil imaginar la alegre rapidez con que una historia de estas características se difunde por una ciudad universitaria. En muy poco tiempo, estoy seguro, se ha acuñado la expresión «Pam la Martillo». Esa chica había sido un misterio, incluso antes del ataque, para los escritores y profesores que la habían tratado, pero algunas de las mujeres que participaban en el programa de escritura creativa se pusieron de su parte, y una de ellas hasta llegó a acogerla en su casa, en Gainesville, cuando la pusieron en libertad con una sentencia de catorce años de libertad vigilada. Algún tiempo después regresó a Nueva York.
—El tío al que le rompió la cabeza —me dice mi compañero de farra en Praga— se parecía bastante a ti. ¡Hasta llevaba barbita!
Más tarde me entero de que Pam había empezado a escribir obras de ficción antes de cometer el ataque, lo cual no me sorprende porque siempre había sido una escritora con una fuerza extraordinaria, aunque tal vez demasiado asustada por las verdades que iba revelando en cada página. Pero esta clase de trabajo requiere una valentía diferente a la que se necesita para golpearle la cabeza a alguien con la garra de un martillo, en el baño apestoso de una ciudad subtropical, una y otra y otra y otra vez.