10. Ya hemos ganado
El apartamento con jardín, segundo a la derecha, en el que el autor se hizo un hombre bajito, moreno y peludo.
Lo terrible de todos los grandes sistemas de creencias (el leninismo, el cristianismo) es que casi siempre se derivan de la premisa de que se puede convertir un pasado horrible en un futuro mucho mejor, y de que toda adversidad conduce a la victoria, ya sea por medio de la instalación de postes telegráficos (leninismo) o bien llegando a las rodillas de Jesús después de la muerte (cristianismo). Pero el pasado no puede redimirse gracias a un futuro mejor. Todos los momentos que he vivido de niño son tan importantes como los que estoy viviendo ahora o viviré en el futuro. Y lo que quiero decir es que no todo el mundo está capacitado para tener hijos.
Pero en 1981 la victoria está muy cerca. Llega una carta oficial a nuestro buzón. ¡¡¡SR. S. SHITGART, ACABA DE GANAR UN PREMIO DE DIEZ MILLONES DE DÓLARES!!! Es cierto que nuestro apellido está mal escrito de forma cruel —Shitgart viene a ser Mierdengart—, pero este sobre de cartulina no miente, y además la carta viene de una editorial importante, Publishers Clearing House. Abro la carta con manos temblorosas y… sale un cheque.
PÁGUESE A LA ORDEN DEL SEÑOR S. SHITGART
DIEZ MILLONES DE DÓLARES
Nuestras vidas están a punto de cambiar. Bajo corriendo las escaleras hasta el patio de nuestro edificio de apartamentos.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Hemos ganado! My millionery! —«¡Somos millonarios!».
—Uspokoisya —dice mi padre. «Cálmate»—. ¿Quieres tener un ataque de asma? —Aunque él mismo está muy nervioso y excitado—. Tak, tak, vamos a ver qué tenemos aquí.
Desplegamos el contenido del voluminoso paquete sobre la bruñida superficie de la mesa de comedor naranja que llegó importada de Rumanía. Durante dos años hemos sido unos nuevos ciudadanos ejemplares: hemos visto películas X, hemos encontrado trabajo de ingeniero y de mecanógrafa (al final los dedos de pianista de mi madre habrán encontrado un destino útil), hemos aprendido a prestar juramento de fidelidad a la bandera de los Estados Unidos de América y a lo que esa bandera simboliza y es inevitable: el dinero para todos.
—Bozhe moi —exclama mi madre, «Dios mío», mientras miramos las fotos de un Mercedes que sale disparado de nuestro yate y aterriza en nuestra nueva mansión con piscina olímpica.
—Diablos, ¿tiene que ser un Mercedes? ¡Uf, eso es de nazis!
—No te preocupes, lo cambiaremos por un Cadillac.
—Bozhe moi. ¿Cuántos dormitorios tiene esa casa?
—Siete, ocho, nueve…
—¿Dijiste que los niños de tu cole tenían casas como esta?
—No, papá, esta casa, la nuestra, va a ser mucho más grande.
—Mmm, por lo que voy leyendo, la casa no viene incluida en el premio. El premio es solo de diez millones, y luego tenemos que comprar la casa aparte.
—Uf, aquí todo se tiene que comprar aparte.
—Podemos dejar el yate, es muy peligroso.
—¡Pero yo sé nadar, mamá!
—¿Cómo se mantiene la piscina abierta en invierno? Se va a llenar de nieve.
—Mira, aquí hay palmeras, a lo mejor te la dan en Florida.
—Florida no será un buen sitio para tu asma, es demasiado húmeda.
—Quiero vivir en Miami, a lo mejor no hay escuelas hebreas en Miami.
—En América hay escuelas hebreas en todas partes.
—Si no fuera por tus parientes carroñeros, ya podríamos estar viviendo en San Francisco.
—¿San Francisco? ¿Con terremotos?
—Con diez millones podemos vivir en dos sitios a la vez.
—Recuerda que tendremos que pagar impuestos, o sea que se va a quedar en cinco millones.
—Caray, esas tías que viven como reinas gracias a los subsidios sociales se van a quedar con nuestros cinco millones, como decía el presidente Reagan.
—Ufff, qué asco las que viven como reinas gracias a los subsidios.
Nos sentamos, y recurriendo a nuestro vocabulario inglés colectivo, formado por cuatrocientas palabras, vamos examinando todos los documentos que tenemos delante. Si mañana mismo ingresamos el cheque en el banco, ¿cuánto tendremos que esperar para comprarnos un aire acondicionado nuevo? Espérate, aquí dice que… Sí, ya hemos ganado los diez millones, eso no admite dudas, pero un jurado todavía tiene que concedernos el dinero. Primero tenemos que rellenar el formulario del ganador y elegir las cinco revistas de tirada nacional que nos van a enviar gratis, o al menos el primer número de la revista va a salirnos gratis, aunque luego está claro que los americanos nos enviarán amablemente el dinero. Es un trato justo: primero debemos acostumbrarnos a nuestra nueva riqueza y ampliar nuestras lecturas. Estoy muy orgulloso del nuevo coche de papá, un bulboso Chevrolet Malibu Classic del año 1977 que solo tiene siete millones de kilómetros en el cuentakilómetros, pero ya es hora de conocer los coches más elegantes, así que pido Coche y Motor, Motor y Conductor, Carburador y Conductor, Silenciador y Propietario. Y como última elección, algo donde quizá pueda encontrar a mi mono de La guerra de las galaxias, Chewy: La revista de ciencia ficción de Isaac Asimov.
Firmamos donde se nos dice que hay que firmar, y también en sitios donde probablemente no haga ninguna falta firmar. Firmamos en el puto sobre.
—¡Escribe con mejor letra! —le grita mamá a papá—, ¡nadie puede entender tu firma!
—Calma, calma.
—¡Ve a coger los sellos!
—Espérate. No vayas aún a por los sellos. ¿Qué dice aquí? No nesesita franqueo.
La Publishers Clearing House se ha ocupado hasta de ese detalle. Qué maravilla.
Voy caminando muy solemnemente hasta el buzón y echo nuestra solicitud de un futuro mejor. Adonai Eloheinu, le digo a nuestro nuevo Dios, por favor, ayúdanos a conseguir los diez millones de dólares para que papá y mamá no se peleen tanto, y para que no haya razvod entre ellos, y para que podamos vivir lejos de los rodstvenniki carroñeros de papá que nos causan tantos problemas, y para que no le chillen a mamá cuando envía el dinero que papá dice que no tenemos a sus hermanas y a la abuela Galia que todavía se está muriendo en Leningrado.
Esa noche, por vez primera en meses, el Hombre Luz que no tiene pupilas ni iris no se aparece en mi armario de madera. Y cuando duermo por primera vez en varias semanas, y en mis sueños de verdad, entro en la SSSQ convertido en un multimillonario, y la chica guapa que tiene los dientes muy grandes y que siempre está bronceada porque se ha ido de vacaciones a Florida me besa con sus grandes dientes (todavía no conozco la mecánica de los besos). Los niños se burlan de Jerry Himmelstein, pero yo les digo:
—Ahora es mi amigo. Coged estos dos dólares y compradnos a él y a mí un helado de esos de los platillos volantes. Y quedaos con el cambio, so mierdas, so capullos.
Descubrimos la verdad muy deprisa y de forma brutal. En sus respectivos lugares de trabajo, se informa a mis padres de que la Publishers Clearing House envía regularmente la carta con la noticia ACABA DE GANAR DIEZ MILLONES DE DÓLARES y que todos los experimentados nativos la tiran directamente a la basura. La depresión se abate sobre nuestros hombros de no-millonarios. En Rusia el gobierno nos contaba continuamente mentiras —aumenta la cosecha de trigo, las cabras uzbekas alcanzan un récord excepcional en la producción de leche, los grillos soviéticos aprenden a cantar La internacional en honor de la visita del premier Brézhnev a un campo de heno—, pero no podemos imaginarnos que nos iban a mentir en nuestra propia cara aquí en América, el País de Esto y el Hogar de lo Otro. Así que no perdemos por completo la esperanza. Los miembros del jurado deben de estar leyendo en estos momentos nuestra solicitud. Y tal vez yo debiera escribirles una carta en mi inglés floreciente: «Queridos señores de la Publishers Clearing House, la primavera ha llegado. Hace calor y llueve. Los pájaros llegan desde el Sur y cantan canciones. Mi madre tiene dedos de pianista y le duelen mucho porque trabaja de mecanógrafa y además solo tiene un traje para ir a trabajar. Por favor, envíen pronto el dinero. Les queremos, familia Shteyngart».
Mientras tanto, Car & Parking y las demás revistas de la Publishers Clearing House empiezan a amontonarse, tentándonos con un montón de desplegables del nuevo Porsche 911, el deportivo cupé que se ha convertido en el símbolo de los excesos de la era Reagan. Y poco a poco vamos anulando todas nuestras suscripciones, excepto la de La revista de ciencia ficción de Isaac Asimov, que es una publicación pequeña y de formato rectangular que trae en la cubierta el dibujo de una increíble criatura del espacio que está cambiando de piel y que está acariciando a un niño con sus garras.
Se han terminado nuestros sueños de hacernos millonarios en un pispás, pero de todas formas nuestra vida está mejorando. Vamos ahorrando cada kopek que nos llega a través del trabajo de ingeniero subalterno de mi padre o del trabajo de mecanógrafa de mi madre. Yo tengo un avión de las Eastern Air Lines, un bolígrafo, un mono estropeado, una colección de sellos nazis, un pene circuncidado, el envoltorio de las chocolatinas Mozart del aeropuerto de Viena, la medalla secreta de la Madonna del Granduca de Rafael (¿me expulsarán de la escuela hebrea si me la descubren?), Todo Roma, Todo Florencia, Todo Venecia, mi atlas soviético y unas cuantas camisetas que provienen de donaciones. Mi madre tiene un traje de chaqueta de la talla dos de Harvé Benard. Y mi padre ha fabricado una caña de pescar con una caña. Tendremos que comer kilos y kilos de asqueroso queso fresco y de kasha rebajados de precio hasta que nos muramos de tristeza, y si no dejo el plato bien limpito de toda esa mierda aceitosa, el trueno de la mano de mi padre se estrellará contra mi sien (mamá: «¡No le des en la cabeza!»), o bien el silencio de mi madre me impulsará a suicidarme aunque eso solo consiga provocar las carcajadas de todo el mundo.
¿Qué somos?
Mis padres: My bedniye. Somos pobres.
¿Por qué no puedo tener un mono con los dos brazos?
Mis padres: No somos americanos.
Pero los dos tenéis trabajo.
Mis padres: Tenemos que comprarnos una casa.
¡Sí, una casa! El primer paso hacia el americanismo. ¿Y a quién le hace falta un mono con dos manos si pronto tendrá su propio hogar en un barrio casi elegante? Además, ya no me importan tanto los muñecos, porque mi bolígrafo y mi avión de las Eastern Air Lines pueden volar a todas las partes del mundo si cierro los ojos y me imagino que es así. «Zhhhhh… Mmmmmmmmm.» ¿Quién necesita más aventuras? Pero durante las comidas, en la escuela SSSQ, los chicos sacan sus muñecos de Luke Skywalker y sus Obi-Wans y sus Yodas, y los colocan sobre la mesa para demostrar cuántas propiedades caben en sus manos. Y hablan con sus voces ya un poco rasposas de judíos: «He tirado a mi antiguo Yoda porque se le caía la pintura de las orejas y me han comprado dos nuevos y una princesa Leia para que Han Solo pueda tirársela».
Yo: ¡Guau!
Pero antes de que puedas exhibir tu Mono y tu Yoda, o incluso antes de que puedas invitar a alguien a verlos, has de tener una casa decente, no un cuchitril para refugiados con catres de campaña y el abuelastro borracho Iliá con un agujero rezumante vendado en el estómago, producto de una insensata operación quirúrgica.
Ahora bien, no puede ser una casa entera, porque una casa entera en las zonas exclusivamente blancas de Queens —Little Neck, Douglaston, Bayside— cuesta unos 168 000 dólares (unos 430 000 dólares del año 2013), y esa nuez es demasiado grande para que la abramos con nuestros pequeños dientes de roedor soviético. Pero el bondadoso Zev, el judío de Kew Gardens que se ha convertido en nuestro asesor extraoficial, nos informa de una urbanización cerca de la Long Island Expressway, en Little Neck, que se llama Deepdale Gardens: 24 hectáreas de apartamentos con jardín a precio reducido que se construyeron en los años cincuenta para veteranos de guerra. Y como yo y mamá y papá hemos luchado en la guerra fría desde que nacimos, nos consideramos con derecho a disfrutar de ellos.
Empezamos a ahorrar de verdad. Pero ¿qué estoy diciendo? Mi estirpe empezó a ahorrar de verdad dos mil años antes de Cristo. Un piso de tres habitaciones en Deepdale Gardens cuesta 48 000 dólares, y el veinte por ciento de esa cantidad —9600 dólares— debe ser entregado en metálico. Declaramos la movilización general para que todo el mundo nos ayude a conseguir el dinero. El cartero de nuestro barrio, al que conocemos de la sinagoga de Young Israel, aporta cuatrocientos dólares sin intereses. Los amigos rusos de mis padres también cooperan, mil dólares por aquí, quinientos por allá, por lo general con un interés anual del quince por ciento. Porque así es como funciona el sistema: te prestan a ti, y tú les prestas a ellos, hasta que todo el mundo tiene una casa que no está en un barrio habitado por las minorías étnicas. En la contratapa de una agenda, mis padres van apuntando las cantidades y yo también llevo las cuentas con ellos. 12 de marzo: 6720 dólares. 6720 dividido por 9600 = setenta por ciento. ¡Ya hemos reunido más de dos tercios de la entrada! Cuando mis padres vuelven de ver a sus amigos, les espero con la agenda en la mano y la pregunta: «Odolzhili nam?». ¿Nos han prestado dinero?
Por desgracia, nuestra primera dirección postal —252-267, avenida 63, Little Neck, Queens, 11362— solo tiene números. No hay una «Calle del Puerto de los Robles» ni un «Promontorio del Alcor de los Pinos» ni mucho menos una «Calle de la Revolución». Pero como cada dirección se refiere solo a dos apartamentos, la planta baja y la planta superior, no hace falta que añadamos una indicación de «Apartamento número 2». Y eso significa que, cada vez que tengo que apuntar nuestra dirección en la SSSQ, me aseguro de que los demás niños puedan verla, con la esperanza de que crean que es un edificio completo de nuestra propiedad, como la casa del hijo de los padres progresistas, con su patio delantero y su patio trasero.
Lo bueno del caso es que nuestro piso tiene un altillo, al que se accede por una escalerilla plegable de madera llena de astillas, que me trae recuerdos de la escalerilla especial que mi padre me tuvo que instalar en Leningrado para ayudarme a superar el miedo a las alturas. Cuando subo al altillo selvático y mohoso, cierro los ojos y rezo dando las gracias al intenso republicanismo al que se han convertido todos los judíos soviéticos en los tiempos de Reagan. Este altillo que está encima del lugar donde vivimos, este húmedo trastero con su rechinante entarimado de madera, nos pertenece a nosotros y a nadie más. Cierro los ojos y siento el poder de la propiedad privada.
Nuestro, nuestro, nuestro.
¡Estamos ascendiendo! Hemos dejado atrás a las tías que viven como reinas gracias a los subsidios y a los hispanos que no se separan jamás de sus radiocasetes, hasta llegar a un barrio de blancos católicos de clase obrera que tienen el patio lleno de banderines de los Yankees. Adonai Eloheinu, déjanos alcanzar un día el mismo nivel económico de los judíos de la escuela Solomon Schechter, para que así esos judíos puedan ser nuestros amigos porque todos tenemos un coche familiar y hablamos de las comidas que son kósher y de las que no lo son. Nunca llegamos a ganar los diez millones de dólares de la Publishers Clearing House. Nos mintieron y hasta es posible que los demandemos por ello. Pero hemos conseguido desquitarnos. Nos hemos comprado nuestro piso de renta limitada en una urbanización con jardín, y ahora hasta el tejado a dos aguas que se yergue sobre mi cabeza es nuestro[4].
Y ahora permítanme que les cuente qué otras cosas también son nuestras. Hay un cuarto de estar con el techo pintado con texturas de palomitas de maíz y un pequeño armario con una estantería pegada a la misma puerta. ¡Puedes guardar los aparejos de pesca de papá dentro del armario y poner libros en la parte de fuera! Y ahí colocamos las horribles novelitas americanas que nos encontramos en las aceras, con cubiertas en las que se ve a hombres y mujeres que se besan mientras montan a caballo, y además una edición de tapa dura del Éxodo de Leon Uris. Nuestro mobiliario lo forma el conjunto rumano que nos hemos traído de Rusia: la mesa de comedor a la que ya me he referido, que tiene un ala extensible para cuando vienen a comer el amable Zev y los demás americanos que nos ayudan a pagar el piso. También hay un aparador, igualmente bruñido y de color naranja, y cuando tenemos visitas colocamos sobre él, uno delante del otro, dos candelabros judíos —uno de ellos normalmente está sobre el piano de la marca Octubre Rojo de mi madre—, como si quisiéramos dar a entender que aquí la Hannukah, la Fiesta de las Luces, dura todo el año. Bajo nuestros pies hay una alfombra de lana roja sobre la que me gusta jugar con mi bolígrafo. El problema es que la alfombra está muy vieja y hay muchos clavos que sobresalen del parqué. A menudo, cuando juego, me hago un corte en el brazo, así que empiezo a hacer un mapa mental del suelo del cuarto de estar para evitar accidentes más graves. ¿Y qué es lo que nos falta en el mobiliario del cuarto de estar?
La televisión. Aparte de Leon Uris y sus historias sobre las proezas de los israelíes, nuestra casa es rusa de arriba abajo, hasta el último grano de alforfón para la kasha. El inglés es el idioma del trabajo y del comercio, pero el ruso es el idioma del alma, sea eso lo que sea. Y resulta evidente, a juzgar por los niños chillones, malcriados y ruidosos que vemos a nuestro alrededor, que la televisión significa la muerte. Tras nuestra llegada a Estados Unidos, la mayoría de los inmigrantes que llegaron con nosotros se muestran mucho más adaptables y abandonan su lengua materna, así que todos empiezan a cantar la sintonía de un programa de televisión en el que sale un negro con un extraño corte de pelo, llamado mister T. Y la razón por la que todavía hablo, pienso, sueño y tiemblo de miedo en ruso se debe al mandato de mis padres de que en casa solo se puede hablar ruso. Es un trato compensatorio: a cambio de que yo conserve el ruso, mis padres se esforzarán por aprender pronto el nuevo idioma, y en este sentido nada les podrá resultar más instructivo que un niño que parlotea en inglés durante las comidas.
Pero tampoco hay que olvidar que, después de haber pedido prestados 9600 dólares para pagar la entrada de un piso en el número 252-267 de la avenida 63, no podemos permitirnos una televisión, así que en vez de ver El sheriff chiflado, tengo que concentrarme en las obras completas de Antón Chéjov, ocho descabalados volúmenes que todavía siguen en mis estantes. Sin televisión es imposible hablar de nada con los compañeros del colegio. Resulta que esos niños rollizos tienen muy poco interés en Las grosellas o en La dama del perrito, y a comienzos de los años ochenta es imposible oír una frase infantil que no contenga una referencia a un programa televisivo.
«¡EMPOLLÓN!», gritan los niños cuando intento abrirles un hueco en mi vida interior.
Y así, el Empollón Rojo se encuentra en una doble desventaja, ya que vive en un mundo en el que no habla el idioma de todos, el inglés, ni tampoco el segundo lenguaje que habla todo el mundo —y que es casi tan importante como el primero—, el de la televisión. Y durante casi toda su infancia americana tendrá la desdichada sensación de que la Yalta de fines del XIX, con sus lánguidas y hermosas mujeres y sus hombres lascivos y contradictorios, se halla en algún lugar detrás de la tienda de Toys“R”Us y los multicines.
Y ahora llega el momento de presentar mis aposentos. El piso tiene tres dormitorios, lo que significa tres dormitorios más que los que teníamos cuando nos bajamos del avión de Alitalia en el aeropuerto Kennedy, solo dos años antes. O sea que ya debo empezar a gritar ¡USA! ¡USA!, supongo. La mayor parte de los rusos no parecen reproducirse bien en cautividad, y además mis padres no parecen llevarse muy bien, así que no tengo hermanos. Eso a mí me viene bien. Cito aquí una redacción escolar titulada Vale la pena escribir sobre mí: «Me gusta mi posición en mi familia. Si tuviera un hermano mayor me estaría vigilando todo el tiempo me insultaría y me daría golpes y patadas y palizas».
Mis padres se han quedado con el dormitorio más grande, en el que los fines de semana nos tumbamos todos en su enorme cama de caoba resplandeciente, y donde me intentan agarrar mi pene circuncidado para ver cómo ha evolucionado y si ha crecido de acuerdo con lo que establece la Guía soviética del crecimiento infantil. «Dai posmotret’!», gritan. Vamos a verlo. ¿De qué te avergüenzas? Yo me escabullo y me tapo mis partes, acobardado por esa estúpida y nueva palabra americana: intimidad. Pero al mismo tiempo debo decir que me emociona y me alegra saber que se toman tanto interés en mí, aunque yo sepa por mis clases en la SSSQ que nadie me debería tocar mi zain. Nos lo han explicado en clase en algún momento entre el Levítico y los libros de los profetas.
Pero también consigo mi intimidad. Como hay tres dormitorios, y mis padres están encantados con tener siquiera uno, me ceden los otros dos. Eso también significa una declaración de principios: me quieren tanto que todo lo que les sobra en sus mínimas posesiones va a ser automáticamente mío. Y puedo calcular todo el presupuesto que se han gastado en ocio y entretenimiento, entre los años 1979 y 1985, en unos veinte dólares anuales, casi todos destinados a comprar anzuelos para la caña de pescar de mi padre.
Mi primer dormitorio, que antiguamente había sido el comedor del piso y está revestido de paneles de madera barata, sirve para inaugurar mi nuevo sofá cama, tapizado en terciopelo de rayas verdes y amarillas y que resulta muy agradable al tacto. Cuando sirve de sofá, tiene el aspecto solemne del mobiliario de un despacho corporativo en la sede de la famosa IBM, y cuando se abre, parece un lujo inimaginable para mí. Pero ahora me doy cuenta de que, aunque le faltan los lunares, el sofá cama tiene las mismas rayas a colores que la singular camisa que me he traído de Leningrado. Al lado del sofá hay una mesita de formica, y sobre la mesita hay una máquina de escribir Selectric de la marca IBM que mi madre ha conseguido traerse de su oficina. Al principio no sé muy bien qué hacer con ella, pero sé que coger la bola de tipos en la que se lee COURIER 72 tiene su importancia, así que la tengo un buen rato cogida con las dos manos. Entre mi bola de tipos y La guía soviética del crecimiento infantil se abre un abismo terrible que me llevará media vida superar.
Al otro lado del sofá cama se halla la librería de caoba con puertas de cristal que representa el centro focal de todos los hogares rusos. La librería suele encontrarse en la sala de estar, donde las visitas pueden apreciar los gustos de los anfitriones e ir anotando sus deficiencias culturales. No es que mis padres me estén animando a hacerme escritor —todo el mundo sabe que los hijos de padres inmigrantes deben estudiar medicina, derecho o esa extraña disciplina nueva que se llama «informática»—, sino que al colocar la estantería en mi dormitorio están enviándome el mensaje inconfundible de que yo soy el futuro de la familia y he de ser el mejor de los mejores. «Y lo seré, mamá y papá, os lo juro».
La librería contiene las obras completas de Antón Chéjov en ocho volúmenes de color azul marino, con la firma del autor, que parece una gaviota, estampada en la cubierta de cada ejemplar. También tiene la mayoría de las obras de Tolstói, Dostoievski y Pushkin. Frente a los grandes clásicos rusos, dentro de un estuche de plástico decorado con alpaca y falsas esmeraldas, se puede ver un siddur, el libro judío de las oraciones diarias. El libro está escrito en una lengua que ninguno de nosotros entiende, pero es un objeto tan sagrado que tapa el volumen de Pushkin que mis padres casi se saben de memoria. Bajo el siddur, en los estantes inferiores, se encuentra mi pequeña aunque creciente colección de libros infantiles americanos que ahora ya soy capaz de leer. Ahí está el libro que cuenta cómo Harriet Moses Tubman liberó a los negros de Maryland. Y también hay un relato corto sobre George Washington (¡y qué guapo está montando su yegua blanca como un auténtico amerikanets!), y un libro titulado El niño del Platillo Volante. Barney, un niño blanco e infeliz que vive con sus padres adoptivos, se encuentra en el patio trasero de su casa a un niño alienígena y acepta regresar con él a su planeta de origen. Cuando descubre que ya no volverá a ver más a sus padres adoptivos, de pronto aprende a amarlos. En la cubierta se ve a Barney, también muy guapo y muy americano con su bonito pijama, de pie en el tejado de su casa, que es propiedad privada de sus padres adoptivos (del mismo modo que ahora nosotros somos los dueños de nuestro tejado), mientras un vehículo esférico de metal, el platillo volante, flota seductoramente frente a él. No sé por qué, pero cuando leo este libro siempre me pongo a llorar por la noche.
Delante de la cama está el armario donde el Hombre Luz —el que solo tiene la esclerótica blanca en los ojos— comparte alojamiento con mi camisa, mi jersey de cuello vuelto y unos pantalones de pana amarillenta que forman parte de mi indumentaria de Apestoso Oso Ruso en la SSSQ, donde marcan a fuego un estilo propio que volverá a imponerse de forma desconcertante, algo menos de una década más tarde, cuando me matricule en el Oberlin College.
Para que el lector no se lleve una impresión equivocada, debo decir que estoy entusiasmado con la Habitación número Uno. Todo el dormitorio está repleto de felicidad. Este es mi primer intento de conservar mi propio espacio vital, aunque de vez en cuando se cuele mi padre sin avisar para coger de la estantería el ejemplar de Dostoievski de Humillados y ofendidos, o mi madre venga regularmente para acariciarme y asegurarse de que todavía estoy vivo.
Y por si fuera poco, mi nuevo reino comprende la Habitación número Dos. No tenemos el dinero suficiente para amueblar esa habitación, pero aquí es donde la portentosa acera americana —la tierra de los milagros— nos provee de otro sofá, de áspera tela escocesa, sobre el que colocaremos una alfombra roja mucho más áspera aún, del estilo de la que colgaba sobre el Sofá Cultural en Leningrado. Más tarde encontraremos un pequeño televisor Zenith en blanco y negro en el cubo de basura de nuestro edificio, y ese televisor también encontrará un sitial en nuestra casa. Y cuando yo haya crecido un poco más y ya tenga un radiocasete estéreo AM/FM de la marca Sanyo con auriculares y mecanismo antideslizante, me sentaré sobre la áspera alfombra rusa que cubre el áspero sofá americano, y mientras escucho a Annie Lennox quejándose del mal tiempo en Here Comes the Rain Again, me pondré a meditar sobre los extraños olores que se van apoderando de los niños en los primeros años de la adolescencia.
Al otro lado de nuestras contraventanas también hay un mundo nuevo. Deepdale Gardens debió de ser alguna vez una maraña de edificios de dos plantas, de ladrillo rojo, con espacios intermedios para las plazas de aparcamiento, pero en 1981 todo eso se había desvanecido y solo quedaba un deslucido color pardusco. Y lo que para mí define Queens —ese lugar tranquilo y melancólico y vagamente británico en su diseño, y que parece vegetar en una fase muy posterior a cualquier clase de éxito— es ese rojo que se va destiñendo hasta quedarse en un desvaído tono marrón. Pero en esa época lo único que sé es que hay senderos y rotondas por las que puedo ir en mi asquerosa bici vieja, ya que todo ese territorio pertenece a la urbanización, y por tanto, en parte también me pertenece a mí. De hecho, hay letreros por todas partes que proclaman la naturaleza privada de Deepdale Gardens, con lo cual se viene a decir: «Es nuestra urbanización, así que fuera de aquí, tío». ESTA ZONA VIGILADA POR PATRULLAS DE GUARDIAS UNIFORMADOS Y POR CÁMARAS debería disuadir a la gente que no se parece a nosotros de robarnos nuestro siddur incrustado de joyas falsas.
Mientras cae la tarde sobre Deepdale Gardens, mi padre y yo damos un paseo por las zonas verdes —rebosantes de hortensias y pensamientos y lirios y margaritas— como si fuésemos dos recién nombrados pares del reino. Mi padre se porta muy bien conmigo mientras paseamos, aunque a veces, para gastarme una broma, le gusta escabullirse y darme una podzhopnik, una patadita lateral en el trasero. «¡Ay, para ya!», grito, pero me gusta porque es una patadita dada con amor y mi padre no está enfadado, sino que simplemente tiene ganas de jugar. Cuando sí está enfadado, sacude la cabeza y murmura: «Ne v soldaty, ne v matrosy, ne podmazivat’kolyosa» —más o menos algo así como «No llegarás a soldado ni a marino ni a abrillantador de neumáticos»—, que es lo que su padrastro Iliá, Goebbels para sus amigos, solía decirle cuando papá era un adolescente que se criaba en un pueblo próximo a Leningrado. Creo que lo que papá quiere decirme es que soy muy malo para las actividades físicas, como llevar más de un paquete de verduras a la vez desde el supermercado Grand Union hasta nuestra Chevrolet Malibu Classic, pero la frase rusa es tan arcaica y tan enrevesada que casi no acierta a expresar bien la idea. Por supuesto no seré soldado o marino o empleado de gasolinera. Como mínimo seré abogado en un buen bufete, papá.
Pero también vivimos buenos momentos, como cuando mi padre abre la vasta alacena de su imaginación y me cuenta una historia perteneciente a una serie que lleva mucho tiempo contándome y que ha titulado El planeta de los judíos (Planeta Zhidov).
—Por favor, papá —salmodio—. El planeta de los judíos, El planeta de los judíos. Cuéntame.
En la historia de papá, el planeta de los judíos es un astuto rincón hebraico de la galaxia de Andrómeda, siempre asediado por cosmonautas gentiles que lo atacan con torpedos espaciales atiborrados de inmunda comida no kósher, como el delicioso plato ruso llamado salo, consistente en una especie de panceta de cerdo en salazón, una prima hermana del sebo francés, aunque más basta. El planeta está gobernado por Natan Sharanski, el famoso disidente judío de la Unión Soviética. Pero el KGB no quiere dejarlo en paz, aunque se encuentre a muchos años luz de distancia, así que se empeña en sabotear el planeta. Y siempre, cuando parece que se va a producir la aniquilación completa de los judíos —«los gentiles han atravesado el escudo Sputnik y han llegado a la ionosfera»—, los circuncisos, a las órdenes del intrépido capitán Igor, consiguen engañar a sus enemigos, tal como se hacía en la Biblia, tal como se hacía en Éxodo de Leon Uris y tal como hacemos nosotros. Porque esta historia, por supuesto, es nuestra propia historia, y me muero de ganas de oírla, como me muero de ganas de comer el salo prohibido, que de todos modos no se vende en los supermercados, y como me muero por disfrutar del amor de mi padre.
Hemos paseado hasta el final de Deepdale Gardens. Hemos dejado atrás el centro de control aéreo que hay al final de la calle, con sus cinco antenas del tamaño de un rascacielos; hemos dejado atrás las pistas deportivas donde papá me ha dejado encestar una canasta más que él para dejarme ganar otro partido «muy disputado»; hemos dejado atrás las hortensias de nuestro Edén de renta limitada y hemos subido por las escaleras alfombradas del número 252-267 de la avenida 63. Desde que hemos probado el fruto prohibido de la Publishers Clearing House, nuestro buzón rebosa de ofertas llegadas de todo el país a nombre de S. SHITGART y familia, aparte del último número de la Revista de ciencia ficción de Isaac Asimov. No vamos a morder otra vez el anzuelo, pero todos esos sobres satinados y opulentos también cuentan nuestra historia.
Vivimos en el Planeta de los Judíos.
Pero ya hemos ganado.