6. Mi madonnachka

La querida abuela Polia se reúne con su familia en Roma. Ha llevado tres kilos de jabón desde Leningrado. Un noticiario soviético ha informado de una gran carestía de jabón en América.

Este capítulo debería leerse como una novela de espías de la guerra fría. Puestos de control, Berlín Oriental, agentes de aduanas soviéticos.

Este capítulo debería leerse como una novela de espías de la guerra fría, pero el James Bond implicado, es decir, yo, no puede hacer kaka.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Ayyyyyy!

Es la víspera de nuestra partida a Europa Occidental y después a América, y estoy sentado en mi pequeño orinal verde —uno puede escribir una novela de cien páginas sin problema, pero no es capaz de usar el váter de los adultos porque teme caerse dentro—. Y la kakashka no sale.

Staraisya, staraisya, me animan mis padres, uno detrás de otro. Inténtalo, inténtalo. Napryagis’. Aprieta.

Poco después estoy en mi Sofá Cultural, con la tripa todavía llena de col sin digerir, y no puedo dormirme. Las maletas ya están hechas, la salita donde duermo está ocupada por dos enormes macutos de color caqui llenos a reventar de la impedimenta acumulada durante varias décadas de vida, especialmente la gruesa colcha bajo la cual intento mantenerme con vida. De hecho, todo está en las maletas. Las hostilidades entre mis padres han llegado a alguna clase de tenso alto el fuego, así que los habituales «Vete a mamarla» y «Fóllate a tu madre» y «No digas tacos» han sido sustituidos por tristes murmullos indescifrables. Y mientras que el Mal Cohete suelta humo en el patio, yo tiemblo en mi Sofá Cultural. Miro la salida del sol y los rótulos de PRODUCTOS y CÁRNICOS. La escarcha lo cubre todo. Es escarcha rusa, la de verdad. Todos los bancos de nieve se han convertido en fortalezas como las torretas de artillería del Castillo de los Ingenieros, cuando la nieve se queda pálida y exánime en el breve lapso de sol invernal. Cualquiera que haya conocido esa clase de escarcha no podrá tolerar jamás su sensiblero equivalente occidental.

Ni papá ni mamá me han dicho que estamos a punto de abandonar para siempre el País de los Sóviets. Mis padres se han vuelto paranoicos con la idea de que pueda revelárselo a algún adulto cercano al poder, con la lamentable consecuencia de que se nos cancelen los visados de salida. Nadie me lo ha dicho, pero yo lo sé. Y he escenificado mi propia forma de protesta. Me he provocado el peor ataque de asma de toda mi vida, con unos jadeos de desamparo de una magnitud tan obscena que mis padres están planteándose la posibilidad de quedarse.

Mis padres han vendido nuestro apartamento cercano a la Plaza de Moscú al hijo de un alto cargo del partido. Y el hijo del jerarca del partido y su papá están muy interesados en que desalojemos nuestros culos judíos para que puedan tomar posesión de cada metro cuadrado de nuestro antiguo piso, incluido nuestro explosivo televisor Signal en blanco y negro. También se quedarán con el destartalado Sofá Cultural en el que he dormido y soñado mis sueños cultivados, intentado tocar el violín y la balalaica, y con la ayuda de mi abuela Galia, escrito mi obra maestra Lenin y el ganso mágico. También está incluida en el precio del apartamento la escalerilla de madera que llega hasta el techo y que mi padre hizo construir para ayudarme a superar el miedo a las alturas, y de paso para convertirme en un atleta.

El hijo del jerarca pasa a vernos con su distinguido padre, quien resulta poseer un título de médico.

—No sabemos qué hacer —le dice mi madre al dúo comunista—. El niño tiene asma. Quizá deberíamos quedarnos.

El Doktor Aparatchik, que está impaciente por que su hijo se haga con el apartamento, dice:

—Mi opinión como médico es que deben irse. En Occidente seguro que hay mejores tratamientos contra el asma.

Cosa que es muy cierta.

Mi madre decide coger el avión. Como reacción a la noticia, mi ataque de asma empeora. No voy a permitir que me lleven consigo. Por la mañana vuelvo a sentarme en el orinal, pero no consigo hacer nada, se ve que toda la col que llevo dentro sabe a dónde vamos mucho mejor que yo. Y también quiere emigrar como sea a Occidente, donde podrá terminar sus días en un resplandeciente retrete vienés.

De los últimos minutos que pasamos en la calle Tipanov solo guardo un recuerdo borroso. ¿Nos sentamos y nos quedamos un segundo en silencio antes de emprender el viaje, siguiendo la vieja costumbre rusa? ¿Y para qué tendríamos que haberlo hecho? Al fin y al cabo, este viaje no va a terminar nunca.

Taxi al aeropuerto. Y allí por fin me revelan la verdad del asunto: están la tía Tania y también la tía Lyusya, que morirá diez años después de un cáncer que podría haber sido operado casi en cualquier otra parte del mundo, y también está su hija, mi prima Victoria, la bailarina cuya mano toqué a través del panel de vidrio durante mi cuarentena, que le suplica a mi madre: «Quiero irme con vosotros». Todo el mundo está en el aeropuerto, excepto mi abuela Galia, que está en cama. Nas provozhayut. Nos envían «fuera», lo que significa que esto no es un viajecito a Crimea o a la Georgia soviética. Este viaje no es de ida y vuelta. Pero ¿a dónde vamos?

Sollozando delante de la aduana, los judíos se despiden de sus familiares con toda la emoción que los ha hecho famosos y se dicen adiós para siempre. Hay tantos judíos embarcando en el vuelo Leningrado-Berlín Oriental que las costas de Brooklyn y los bulevares arbolados de Queens y los valles neblinosos de San Francisco ya se están quejando por anticipado. Cuando los agentes de aduanas nos registran a fondo, todos tenemos los ojos llorosos, ya que todos nos hemos convertido por un día en Mocosos. Un hombretón uniformado me quita el gorro de piel y se pone a hurgar en el forro, buscando los diamantes prohibidos que puedo llevar escondidos allí dentro. En todo el tiempo que he vivido en Rusia nunca he sido maltratado por el sistema. En Rusia, lo mismo que en la China socialista, se trata a los niños con una consideración especial (en ambos países solo suele haber un pequeño emperador por cada familia). Pero yo ya no soy un ciudadano soviético, así que ya no me merezco ningún privilegio especial. Aunque no lo sepa, soy un traidor. Y mis padres también son traidores. Y el deseo de muchas de las personas que se quedan en Rusia sería que se nos tratase como tales.

El agente de aduanas mete sus dedos rollizos en mi gorro de piel, y mi yo asmático tiene tanto miedo que ni siquiera tiene el valor suficiente para negarse a respirar. Y así, engullo el aire cargado de olor a sudor y a amoníaco que impregna la pequeña terminal internacional, construida en tiempos de Stalin, del destartalado aeropuerto de Púlkovo. Mis padres están a mi lado, pero por vez primera en mi vida estoy solo sin ellos y tengo que enfrentarme a la autoridad. El agente de aduanas termina de inspeccionar mi gorro y me lo vuelve a poner con una mezcla de sonrisa y de mueca despectiva. Yo me voy de Rusia, pero él no va a poder hacerlo jamás. Ojalá que el niño que yo soy pudiese mostrar su compasión por un hecho tan trascendental como este.

Y ahora, en la aduana, llega el momento de que nos revisen el equipaje. Nos hacen abrir las maletas y los dos gigantescos macutos de color caqui. Salen flotando las plumas de nuestro preciado edredón rojo mientras un sádico uniformado arranca las páginas de la agenda de cuero beige de mi madre —donde están apuntados los nombres y los números de teléfono de los parientes que tenemos en Queens— sin más razón que su simple capricho, como si fuésemos espías que se llevan información secreta a Occidente. Y lo bueno del caso es que en cierta forma lo somos.

Al cabo de un rato nos dejan pasar la aduana y nos alejamos de nuestros parientes. Al escribir ahora, puedo imaginar la palabra que se forma en la mente de mi madre: tragediya. Es un día trágico para ella. La madre de mi padre irá muy pronto a vivir con nosotros en América, pero mi madre no verá a la suya hasta 1987, poco antes de su muerte, cuando la abuela Galia esté tan enferma que ya no sea capaz de reconocer a su segunda hija. Y esto será así porque hasta que el reformista Gorbachov no llegue al poder, no se permitirá a los traidores a la Unión Soviética regresar a su país para ver a sus padres moribundos. Supongo que puedo sentir la tristeza de mi madre, ya que soy, como a ella le gusta decir, chutkiy, sensible. Pero, la verdad sea dicha, no soy lo bastante chutkiy. Porque ahora solo tengo ojos para el avión de Aeroflot, el Tupolev 154. En una de sus visitas didácticas a la iglesia de Chesme, mi padre me ha explicado que el Tupolev es el avión civil más rápido que existe, ¡más rápido incluso que el Boeing 727 americano! Y por supuesto, mucho más rápido que el helicóptero de juguete que lanzamos hacia la aguja de la iglesia mientras gritamos un aeronáutico «¡HURRA!».

Y ahora ya estamos dentro de este elegante avión mágico, ese que puede volar más deprisa que nuestros enemigos de la guerra fría, y vamos avanzando por el vasto aeródromo, dejando atrás los desnudos árboles invernales y las hectáreas de nieve lo bastante profunda para enterrar a miles de niños. Olvídate del asma. Yo, yo mismo, contengo el aliento ante tamaña maravilla. Por supuesto que tengo miedo a las alturas, pero estar dentro del avión comercial más rápido que existe, es algo muy parecido a ser envuelto en los brazos de mi padre.

Nadie me ha dicho a dónde vamos, pero yo ya me he preparado para ser un buen representante de la raza soviética. Sobre mi pecho, bajo el abrigo monumental y el monumental jersey de lana, llevo una camiseta que solo se vende en la URSS y tal vez en las tiendas más exclusivas de Pyongyang. Es una camiseta verde de cuello redondo con rayas verticales azules y verdes, con una galaxia de lunares amarillos entre las rayas verticales. Las faldas de la camiseta están metidas en unos pantalones negros que me llegan hasta los riñones, se supone que para mantenerlos calientes durante el viaje. Me he puesto en la camiseta un pin con el símbolo de las próximas olimpiadas de Moscú 1980, un Kremlin muy estilizado y coronado por una estrella roja. Las fluidas líneas del Kremlin se yerguen hacia la estrella roja porque mi nación siempre está buscando la excelencia. Debajo del pin olímpico hay otro pin con la imagen de un tigre sonriente. Es una señal de duelo por Tigr, mi tigre de peluche que es demasiado grande para hacer el viaje hacia donde sea que estemos viajando.

Y de nuevo surge la pregunta de adónde vamos. Papá y mamá se mantienen en silencio y con aire preocupado durante todo el vuelo. Mi madre inspecciona las ventanillas mal soldadas del avión en busca de corrientes de aire. Las corrientes de aire, según la vieja tradición rusa de la medicina popular, son las mayores asesinas silenciosas de la historia.

Aterrizamos con la sacudida correspondiente y rodamos hasta la terminal. Miro por la ventanilla, y de pronto, yobtiki mat’, que se joda tu madre, veo un rótulo que ya no está ni siquiera en ruso: FLUGHAFEN BERLIN-SCHÖNEFELD. Dentro de la terminal, detrás de los policías con uniformes verdes, se habla un idioma desdichado y con extrañas inflexiones vocálicas, y ahí se produce mi primer descubrimiento de que el mundo no funciona únicamente por medio de la gran y poderosa lengua rusa.

—Papa, ¿qué es esa gente?

—Alemanes.

Pero ¿no teníamos que matar a los alemanes? Eso es lo que hizo el abuelo en la Gran Guerra Patriótica, antes de que lo reventaran en su tanque (todo fue una mentira infantil que alguien contó: como ya he dicho antes, solo era artillero). A pesar de todo, incluso el niño que soy puede captar las diferencias entre esto y el hogar que hemos dejado atrás. Berlín Oriental es el escaparate de todo el Pacto de Varsovia, así que la sala de espera del aeropuerto es un cruce entre Rusia y Occidente. Se ven objetos cromados, si la memoria no me engaña, y exóticos colores no grises, tal vez morado o malva. Los hombres parecen impulsados por una fuerza inexplicable que les permite caminar lúgubremente en línea recta y expresar de forma ordenada sus pensamientos en su propia lengua. Pero la diferencia se debe —cosa que soy demasiado joven para comprender— a que los hombres de aquí no están completa y devastadoramente borrachos.

Que se joda tu madre, pero por favor, ¿adónde vamos?

Un escritor o cualquier ser sufriente que quiera ser artista es un instrumento excesivamente bien sintonizado a la condición humana, y este es el problema de hacer que un niño ya bastante problemático cruce no ya las fronteras de una nación, sino —estamos en 1978— unas fronteras interplanetarias. A lo largo de los últimos veinte años no he vuelto a tener un ataque violento de asma, pero el simple hecho de recordar el Flughafen Berlin-Schönefeld ya me empieza a cortar el aliento mientras escribo esto. Y aquí estamos, rodeados de nuestras posesiones, dos macutos de color caqui y un trío de maletas de color naranja, fabricadas con auténtico cuero polaco que hace que las manos te huelan a vaca. Y aquí estoy, sentado al lado de mamá, que acaba de abandonar a su madre moribunda. Y aquí estoy, frente a la historia de la familia, que es, aunque yo no lo sepa todavía, tan pesada como los dos macutos militares. Y aquí estoy, empujando mi propia historia a través de la aduana alemana, esa historia que aún no tiene siete años pero que ya está dotada de su propia masa y velocidad. En términos prácticos, los macutos militares son demasiado pesados para que los lleve un niño, o incluso su mamá, pero siempre que puedo los empujo a patadas para ayudar a mi familia. Los instintos que me permitirán salir adelante en la vida ya están bullendo por primera vez: adelante, siempre adelante, continúa, sigue empujando con el pie.

Y luego cogemos otro avión soviético, uno con forma de insecto acuático y propulsado por hélice, el Ilyushin 18, que se acerca a la terminal, y me pongo muy nervioso porque es el segundo avión que voy a coger en un solo día, solo que este no lleva el distintivo soviético de Aeroflot, un logo con la hoz y el martillo flanqueadas por dos enormes alas de ganso, porque volamos en un avión comercial de la Alemania Oriental que tiene el feo nombre de Interflug y no luce un escudo de armas comunista. Me abrocho el cinturón y el avión despega en su corto —y ruidoso y molesto— vuelo hacia el sur. Y al poco tiempo aterrizaremos en un mundo que no se parece a ninguno que hayamos imaginado, y que mucha gente nos dirá que es el mundo libre.

Pero no hay nada gratis en el mundo libre.

Viena. Pasar por su bonito aeropuerto internacional sigue siendo una experiencia agridulce. Es la primera parada de un viaje de tres etapas cada vez más habitual para los judíos soviéticos. Primero Viena, luego Roma, finalmente un país de habla inglesa en algún lugar. Y, para los verdaderos creyentes, Israel.

Además del pin de los Juegos Olímpicos de Moscú y el homenaje a mi Tigr, me acompaña a Viena un viejo atlas soviético. Me gustan los mapas. Con sus longitudes que cortan las latitudes en ángulos exactos de noventa grados, con los amarillos topográficos de la sabana africana y los pálidos grises de caviar del mar Caspio, los mapas me ayudarán a entender el mundo que da vueltas sin cesar bajo nuestros pies.

La aduana de Viena es un manicomio lleno de inmigrantes rusos que recogen sus posesiones terrenales. Uno de nuestros macutos militares ha reventado durante el viaje y ha derramado cien kilos de brújulas rojas decoradas con hoces y martillos de color amarillo que, sin que yo supiera nada, vamos a vender a los comunistas italianos. Y mientras mamá y papá se ponen a cuatro patas para intentar recuperar su mercancía, yobtiki mat’, yobtiki mat’, intento controlar mi sudoroso ataque de pánico buscando las desoladas extensiones de Groenlandia en el atlas —frío, frío, frío— a la vez que muevo el cuerpo hacia adelante y hacia atrás como un judío que reza. La primera mujer occidental que veo en mi vida es una mujer austriaca de mediana edad, con un abrigo de piel moteada, que me ve rezando sobre mis mapas. Con suma elegancia, pasa por delante de mis padres y me da una chocolatina de la marca Mozart. Me sonríe con ojos que tienen el color del lago Neusiedl, uno de los más grandes de Austria según mi mapa de Europa Central. Si ahora creo en algo, es en la providencia representada por esta mujer.

Pero también estoy viendo otra cosa: mis padres están de rodillas. Estamos en un país extranjero y mis padres están arrodillados intentando recoger los feos productos que van a permitirnos sobrevivir durante nuestro viaje.

Aquella noche ya estamos «a salvo» en Occidente. Nos hospedamos en una pensión vienesa llamada Pan Bettini, que también sirve de guarida a las prostitutas locales.

—¡Qué prostitutas más elegantes! —exclama mi madre—. Van en bicicleta. Y visten muy bien.

—Ya sé que no puedo tomar chocolate —digo—, pero ¿podría comerme la chocolatina Mozart? Guardaré el envoltorio y así podré jugar con él.

—Escucha, hijito —dice mi padre—, ahora puedo contarte un secreto. Nos vamos a América.

No puedo respirar. Empieza a acariciarme.

O tal vez debiera ser al revés: empieza a acariciarme, no puedo respirar.

Sea como sea, nos pasamos al enemigo.

La Navidad ha llegado a Viena y hay muy pocas ciudades que se tomen esa fiesta tan en serio. Papá y yo vamos por los amplios bulevares de los Habsburgo, absortos en los neones y la decoración de color rojo y el rostro de finos labios de Wolfgang Amadeus Mozart y el pesebre que se aparece de vez en cuando con su silencioso Niño Jesús de madera. En mi mano tupidamente enguantada llevo mi propio Salvador, un inhalador contra el asma. Todavía tengo los pulmones inflamados y la flema retumba en su interior, pero la enfermedad ha sufrido un serio contratiempo a causa de un milagro de la tecnología occidental, cortesía de un anciano médico vienés al que mi padre ha querido homenajear con su alemán chapurreado («¡Asma über alles!»).

Nos estamos pasando al enemigo.

En la mano de mi padre hay otro milagro distinto, un plátano. ¿Quién ha oído hablar de un plátano en invierno? Pero aquí, en la capital de Austria, ese milagro es posible por menos de un schilling. Todos los escaparates están abarrotados de productos: aspiradoras con bocas de manguera tan finas y potentes como el hocico de un oso hormiguero; figuras de cartón de mujeres altas y elegantes que sostienen jarritas de nata, sonriendo de una forma que no parece nada forzada; maniquíes de niños saludables vestidos caprichosamente con gorros de lana, unas chaquetas de invierno asombrosamente cortas (¿no van a resfriarse estos Jungen austriacos?) y brillantes pantalones de pana. Mi padre y yo caminamos boquiabiertos, tanto que «un cuervo se nos puede meter en la boca», como se dice en Rusia. Hemos visto la Ópera y el Wien Museum, pero lo que más nos ha impresionado han sido los aterradoramente rápidos tranvías negros y amarillos que en un pispás nos llevan por la ciudad o nos dejan frente al Danubio.

Nos estamos pasando al enemigo.

Y aquí se nos presenta el primer dilema moral. Los tranvías vieneses se rigen por el sistema del honor. ¿Gastamos los pocos schillings que tenemos para comprar el billete, o nos aprovechamos de la generosidad occidental y nos compramos más plátanos? Es un asunto que discutimos a conciencia, pero al final papá decide que será mejor no molestar a los austriacos. No hace falta que te diga lo que podría ocurrir. Por todas partes vemos pasar Mercedes de último modelo atravesando las calles elegantemente iluminadas, tan iluminadas que casi parece de día. Y esa noche miles de judíos soviéticos deambulamos por la Viena navideña con la boca abierta, intentando que el placer y el horror de haber abandonado nuestro país dejen por fin de afectarnos, y preguntándonos si hemos hecho bien al pagar aquel billete de tranvía. En nuestros hoteles todos nos hemos topado con el armarito del cuarto de baño, en el que hay no solo uno sino dos rollos de papel higiénico de repuesto. Ante estas muestras de magnificencia, nuestra ética colectivista soviética flaquea. Así que cogemos el segundo rollo de papel higiénico y lo metemos en la parte más sagrada de nuestro equipaje, echando a un lado todos esos diplomas en ingeniería mecánica.

Nos estamos pasando al enemigo.

Blandiendo en nuestras respectivas manos el inhalador contra el asma y el plátano, mi padre y yo subimos por las escaleras que nos llevan a nuestra habitación del Hotel de las Prostitutas, donde la casta mamá está esperándonos.

Se agacha para comprobar que he llevado bien anudada la bufanda (si descubre algún fallo, mi padre se va a enterar). «¿Respiras bien?», me pregunta. Sí, mamá, tengo un inhalador nuevo.

Luego se vuelve hacia mi padre. «¿Un plátano? ¿Cómo es posible?» Pues no hay solo uno, le responde mi padre, y suelta un racimo de plátanos sobre la mesa. Luego mete la mano en su macuto. Aquí hay pepinillos marinados en tarros. Y también una sopa en polvo de champiñones de una marca llamada Knorr. Miro el rutilante paquete en el que la corporación Knorr ha estampado la imagen de unos champiñones espolvoreados de hierbas que hierven en un cuenco octogonal, y al lado, una representación artística de todos sus ingredientes naturales: los pequeños y descarados champiñones antes de que los echaran al agua hirviendo y todas las verduras de primera categoría que se mueren de ganas de arrojarse a su lado.

Mis padres se extasían con los tarros de pepinillos marinados.

Yo entro en trance con la sopa Knorr, aunque me digo que no debo entusiasmarme demasiado. Nos estamos pasando al enemigo.

—Come, come, chiquitín —dice mi madre—. Y antes de que se enfríe, para que se vaya la flema.

—Es una buena sopa, pero no como la que hacemos nosotros en casa —dice mi padre—. La de los champiñones blancos de verdad, cogidos en los bosques que rodean Leningrado. Hay que cocerlos con mantequilla y luego haces la sopa con nata agria y un montón de ajo. No hay comida mejor.

Ya somos víctimas de la nostalgia. Y ya apuntan los ecos del patriotismo soviético. Pero del pequeño envase de sopa Knorr ha salido suficiente sopa para alimentar a tres refugiados. Y ahora solo falta hacer una cosa: pelar los plátanos y tomarnos un maravilloso postre de fruta en pleno diciembre. Cada uno coge un plátano, se lo mete en su hambrienta boca de refugiado y… ¡puaj!

—Están podridos. ¡Has comprado plátanos podridos!

Nos estamos pasando al enemigo.

Empieza la segunda parte del viaje. Los delegados israelíes de los comités de ayuda a los refugiados les han pedido a mis padres que cambien de planes y se suban a un avión de El Al con destino a Tierra Santa, donde todos podremos ser JUDÍOS COMO ES DEBIDO y luchar en defensa de nuestra causa («¡Nunca jamás!») contra nuestros enemigos tocados con pañuelos a cuadros estilo Arafat, pero mis padres se han resistido con valentía. Las cartas de sus parientes en Nueva York son convincentes, aunque quizá demasiado retóricas: «Esto es Jauja. Podemos vender chaquetas de cuero en los mercadillos». Así que nos subimos a una serie de trenes que nos llevará hasta Roma, y desde allí a uno de los poderosos países angloparlantes que tenga una necesidad urgente de ingenieros soviéticos: América o tal vez Sudáfrica. Cargamos de nuevo con los dos macutos de color caqui y con el trío de maletas de auténtico cuero polaco. Viajamos en un cómodo tren europeo y comemos sándwiches de jamón, muy aburridos mientras vamos cruzando los Alpes, hasta que salimos al otro lado. Y entonces empieza a suceder algo incomprensible. Y me refiero a Italia.

La idea de mi tía Tania de que uno de nuestros antepasados, el sublime Príncipe Maleta, fue representante del zar en Venecia a lo mejor resulta cierta. Porque al llegar a Italia nos convertimos en personas distintas (ahora bien, ¿a quién no le pasa eso?). Y mientras el tren avanza hacia el sur, saco mi atlas y voy siguiendo topográficamente el curso de nuestro viaje, que discurre junto a los pardos contrafuertes de los Alpes Ligúricos, corona el espinazo de los Apeninos y luego se interna en el oscurísimo verde de los campos bien irrigados. ¿Verde? En Leningrado, por supuesto, nos hemos encontrado con ese color cuando el calor veraniego hacía retroceder las nieves del invierno durante un mes o dos, pero ¿quién podría haberse imaginado un verde tan intenso? Y junto al color verde, más allá de los límites del país con forma de bota, el azul marino de… Sredizemnoye More, el Mediterráneo. Y que se joda tu madre, pero estamos en diciembre y brilla el sol con potencia atómica, y eso que es muy temprano en esta radiante mañana invernal cuando nuestro tren entra en la estación Roma Termini, que tiene una gigantesca estructura fascista y que —por decirlo con las palabras de mi futuro amigo del alma Walt Whitman— contiene multitudes: una ruidosa mezcolanza de rusos, italianos y gitanos, cada uno con su propio grito de guerra. Sí, aquí va a haber plátanos. Y mucho mejores. Y tomates criados por la figura maternal del sol italiano. Tomates que explotarán en la boca como si fueran granadas de mano.

Los mejores críticos aconsejan no escribir jamás sobre fotografías. Son un sustituto demasiado facilón de la buena prosa, ofrecen un atajo demasiado manido y, sobre todo, mienten como todas las imágenes. Entonces, ¿qué voy a hacer con la foto de mi pequeña familia —mamá, papá y yo en medio— sobre una alfombra de estambre en un ruinoso apartamento de Ostia, el suburbio costero de Roma? Mi padre tiene cogida a mi madre por el hombro, y mi amor tiene que dividirse entre su rodilla y el pómulo de mi madre. Ella lleva un jersey de cuello vuelto y una falda que le llega hasta las rodillas, y sonríe dejando a la vista sus dientes blancos y asombrosamente naturales (para una emigrada soviética, se entiende). Él, con su nuez prominente, su negra perilla italiana y sus patillas, y sus vaqueros y su camisa blanca, sonríe a la cámara de una forma más contenida, puesto que el labio inferior, que normalmente suele adoptar una mueca de descontento —ya sea por la tristeza o por la ira—, esta vez se ha decantado hacia la felicidad. Y yo, entre ellos dos, tengo las mejillas sonrosadas, palpitante de salud y de alegría. Sigo siendo el propietario de la misma estúpida camisa soviética de lunares, pero queda casi oculta por un nuevo jersey italiano, en cuyos hombros puede verse algo muy parecido a unas hombreras, así que aún puedo alimentar la fantasía de que algún día voy a ingresar en el Ejército Rojo. Mi pelo es tan largo y está tan desordenado como el Estado italiano, y la brecha que tengo entre los dientes torcidos resulta tan épica como una de sus óperas, pero las ojeras que han hecho de mí un joven mapache afortunadamente han desaparecido. Tengo la boca abierta y estoy absorbiendo a grandes bocanadas, a través de mi brecha dental, el cálido y noble aire romano. Esta foto es la primera prueba que tengo de nosotros tres formando una familia unida, armoniosa y feliz. Y si se me permite decir esto, es la primera prueba concluyente de que la alegría es posible y de que una familia puede amarse con todo el desenfreno que cada uno de sus miembros sea capaz de permitirse.

¡Cinco meses en Roma!

Casi no hacemos nada. Nuestro apartamento pintado de colores pastel se viene abajo, pero es barato y se lo hemos alquilado a un pequeño —aunque floreciente— mafioso de Odesa que muy pronto se irá a Baltimore en busca de mejores perspectivas empresariales. Nos entretenemos con visitas a iglesias y museos, Coliseos y Vaticanos, y los domingos vamos al mercadillo de Porta Portese en el Trastévere, un abigarrado bazar casi balcánico que se alza en una curva del Tíber. Mi padre, que es un ingeniero mecánico del montón y un cantante frustrado («¡Cómo me aplaudían cada vez que cantaba!»), se está preparando para América con la idea de hacerse pequeño empresario. Los judíos americanos, que se sienten culpables por su pasividad durante el Holocausto, se han mostrado extraordinariamente generosos con sus hermanos soviéticos, así que nuestros cinco meses de espera en Roma —mientras se está tramitando en Estados Unidos nuestro visado de refugiados— en gran parte se financian con cargo a sus dadivosos fondos. Pero papá tiene sus propios planes. Cada semana llenamos un macuto caqui de quincalla soviética y nos vamos a Porta Portese. Llevamos montones de partituras germano-orientales de sinfonías de Chaikovski y Rimski-Korsakov. Se me escapa la razón por la cual los italianos puedan querer comprar esos productos, pero es como si mi padre, no del todo convencido del viaje que va a emprender, quisiera decirnos: Soy una persona valiosa que ha vivido cuarenta años en esta tierra llevando una existencia cultivada. No soy uno de esos perdedores de la guerra fría. Un día le vende un samovar a una bondadosa pareja italiana formada por un ingeniero y una profesora de música —una imagen especular de mi padre y mi madre—, y luego nos invitan a comer unas montañas tan grandes de espaguetis que tanta glotonería nos deja estupefactos. ¿Cómo es posible que alguien coma tanto? En América encontraremos la respuesta.

Antes de salir de Leningrado nuestros contactos con los exiliados rusos nos han informado de una interesante extravagancia: del mismo modo que la mitad de los habitantes del Bloque Soviético se iría gustosa a vivir a Misuri si se le diera la oportunidad, así también los italianos están tan locos que querrían hacerse comunistas. A veces incluso se ponen violentos por esta cuestión. En los periódicos todavía se discute mucho sobre las Brigate Rosse, y se habla del hijo de un empresario al que han secuestrado hace muy poco y al que le han cortado media oreja. No obstante, el negocio es el negocio, y ahora cualquier cosa que venga de Rusia tiene un éxito inmediato. Una antigua prostituta de Odesa, muy gorda y tetona, se recorre las playas de Ostia gritando «Prezervatiff! Prezervatiff!», mientras ofrece condones soviéticos a los fogosos lugareños. Dada la calidad de los preservativos, me pregunto cuántos futuros italianos ignoran que deben su existencia a la venta de esos productos. Y por las mismas fechas nuestro vecino, que es un tímido médico de Leningrado, se aventura a recorrer los muelles con un fardo de medicamentos soviéticos para el corazón. «Medicina per il cuore!», susurra con voz seductora. Pero la policía local cree que está vendiendo heroína y le sacan las pistole. El tímido médico, poco más que unas gafas sobre un cráneo pelado, huye corriendo mientras la policía lanza disparos de advertencia. El hombre no quiere desprenderse del enorme paraguas con que ha intentado protegerse de la tibia lluvia italiana. Y ver al médico judío con su paraguas, huyendo de los carabinieri por la costa del Mediterráneo, nos reconforta y nos da motivos para conversar sin parar mientras comemos el baratísimo hígado de pollo que constituye la mayor parte de nuestra dieta (los anhelados tomates y las bolitas de mozzarella solo podemos comerlas una vez a la semana).

Se me adjudica un trabajo más lucrativo, y de paso más legal: la venta de brújulas decoradas con una hoz y un martillo amarillos sobre fondo rojo. En Porta Portese doy vueltas alrededor de la sábana que delimita el perímetro de nuestro puesto, enarbolando una brújula de muestra y gritando a los transeúntes con toda la fuerza de mis pulmones ahora al fin saludables: «Mille lire! Mille lire!». Mil liras, algo menos de un dólar, es lo que cuesta cada brújula, y por suerte los italianos no son animales insensibles. Si ven a un pobre refugiado que lleva una camisa con estampado de rayas verticales y lunares, le dan las mil liras. «Grazie mille! Grazie mille!», contesto mientras recibo el dinero en una mano y una pequeña parte de Rusia sale por la otra.

Se me permite quedarme con algunos de esos billetes de mille lire, en los que el punim barbudo de Giuseppe Verdi me hace guiños desde el papel moneda. Me obsesiono con las guías. Sobre todo las guías baratas inglesas, con el lomo pegado con cola y un poco de hilo de coser, y con títulos que pretenden abarcarlo todo, como Todo Roma, Todo Florencia o Todo Venecia. Voy llenando de libros un pequeño cofre que guardo en la diminuta habitación que todos compartimos en Ostia, e intento leerlos en inglés, con resultados no del todo satisfactorios. Aparece en mi vida el diccionario inglés-ruso, así como el nuevo alfabeto no cirílico. Y luego llegan las palabras raras: «óculo», baldacchino, «ninfeo». «Papá, ¿qué significa esto?» «Mamá, ¿qué significa esto?» Qué duro resulta tener un hijo lleno de curiosidad.

Los judíos americanos nos están enviando dinero con gran liberalidad (¡trescientos dólares al mes!), y las brújulas con la hoz y el martillo se están vendiendo bien, así que gastamos los beneficios en viajes guiados a Florencia y Venecia y a todo lo que queda entre una y otra. Saturado de información proveniente de la guía de Todo Florencia, interrumpo al desganado guía ruso en la Capilla de los Médici. «Perdone, señor guía», retumba mi voz de empollón entre los mármoles, «pero creo que está usted equivocado. Aquella de allí es la Alegoría de la Noche de Miguel Ángel. Y esta de aquí es la Alegoría del Día».

Silencio. El guía consulta su libro. «Me temo que el niño tiene razón».

Se produce un revuelo entre los refugiados rusos, entre los que hay una docena de médicos y físicos y genios del piano. «¡Este niño se lo sabe todo!» Y luego llega lo más importante, cuando se vuelven hacia mi madre:

—Qué niño más maravilloso. ¿Cuántos años tiene?

Yo ya no quepo en los pantalones.

—Seis, casi siete.

—¡Es extraordinario!

Mi madre me abraza. Mi madre me quiere.

Pero saber tantas cosas no basta. Ni tampoco el amor de mi madre. En el tenderete de souvenirs de una iglesia compro una pequeña medalla dorada con una reproducción de la Madonna del Granduca de Rafael. El Niño Jesús está muy gordo y parece muy contento con su capa adicional de grasa, y la mirada de soslayo de la Virgen María rebosa fervor y dolor y comprensión. Qué niño tan afortunado es el Niño Jesús. Cuando volvemos a Ostia me entrego a un horrible vicio secreto. Mientras mis padres están vendiendo partituras de Chaikovski o conversando con el médico criminal de Leningrado y su joven esposa que no ha podido tener hijos, me escondo en el baño o en un rincón de nuestra habitación. Y entonces saco la Madonna del Granduca y me echo a llorar. Llorar está prohibido porque 1) no es cosa de hombres y 2) puede provocar el asma con tanto moco. Pero cuando estoy a solas, me abandono y me pongo a llorar mientras beso una y otra vez la medalla de la Virgen santísima, a la vez que susurro: «Santa María, Santa María, Santa María».

Los judíos americanos nos mantienen con sus envíos de fondos, pero los cristianos no se conforman con dejar pasar sin más los grandes rebaños de perplejos judíos poscomunistas. Cerca de donde vivimos hay un centro cristiano, que llamamos la Amerikanka, en honor de los baptistas americanos que lo dirigen. Nos engatusan con fiambre de carne y fideos, y entonces nos proyectan una película en color sobre su Dios. Un motociclista hippie intrépido y sabelotodo se pierde en el desierto del Sáhara. Cuando se queda sin agua y está a punto de morir, Jesús se aparece para proporcionarle una botella de agua y orientación profesional. La producción de la película es muy buena. En el baño de nuestro apartamento me pongo a mecer en mis brazos a la Madonna del Granduca. «Acabo de ver a tu hijo en una película, Santa María. Estaba sangrando mucho. Ah, mi pobre Madonnachka».

A la semana siguiente, los empleados de la organización judía local deciden subir la apuesta. Proyectan El violinista en el tejado.

Mi querida abuela Polia llega de Leningrado y con su escasa cabellera y su sonrisa de campesina me acompaña a visitar Roma. Me lleva a pasear por las orillas del Tíber con mi elegantísima nueva chaqueta italiana, o bien contemplamos las filigranas que hace el sol en la cúpula de la basílica de San Pedro o nos preguntamos qué hace la Pirámide Cestia destacándose sobre el paisaje ocre de la ciudad. «Abuela, ¿las pirámides no estaban en Egipto?» Mi mapa de Roma está tan desgastado que ya no se pueden ver los lugares donde deberían estar el Coliseo y la Piazza del Popolo, y además he destrozado por completo la Villa Borghese. La abuela, que está sudando con el nuevo calor italiano, mira a su alrededor con aprensión. Cincuenta y pico años antes nació en un opresivo pueblo de Ucrania y ahora se halla en el Caput Mundi.

—Abuela, ¿es verdad que los romanos vomitaban en las Termas de Caracalla?

—A lo mejor sí, pequeño Igor, a lo mejor sí.

La abuela tiene otras cosas en que pensar. Su marido Iliá, el padrastro de mi padre, es un adusto obrero al que sus mejores amigos de Leningrado llaman Goebbels. Por lo que se estila en Rusia no se lo puede considerar alcohólico, es decir, no está borracho desde las ocho de la mañana hasta la hora de quedarse inconsciente por la noche. Pero a pesar de todo eso, la abuela Polia ha tenido que bajarlo más de una vez del tranvía, y más de dos veces el hombre se ha cagado en los pantalones en público. Y desde que ha llegado con la abuela, nuestras pequeñas habitaciones de Ostia retumban con los gritos del conflicto. Un día me encuentro un tesoro en las escaleras del edificio de la abuela, un reloj de oro incrustado de posibles diamantes. Mi padre se lo devuelve a la familia italiana que vive en el piso de arriba de la abuela y de Iliá, y ellos se lo agradecen con una recompensa de cincuenta dólares. Henchido de orgullo, mi padre rehúsa generosamente esa cifra astronómica. Los italianos contraatacan con una recompensa de cinco dólares y una invitación al café del barrio para tomar un capuchino y paninis.

—¡Idiota! —le grita Iliá a mi padre, mientras tiembla su pequeña cabeza de ardilla y sale de su boca su perpetua explosión de saliva—. ¡Inútil! ¡Podríamos habernos hecho ricos! ¡Un reloj de diamantes!

—Dios ha visto mi acción y me bendice por ella —replica magnánimo papá.

—Dios ha visto lo idiota que eres y nunca más se va a acordar de ti.

—¡Cierra tu apestosa boca!

—¡Vete a mamarla!

—No digáis tacos. Os puede oír el niño.

Estoy en el baño con mi Madonna de Rafael mientras el mundo adulto tiembla a mi alrededor. «Santa María, Santa María, Santa María.» Y enseguida empiezo a recitar mi lista de ruinas romanas: «Templo de Saturno, Templo de Vespasiano, Templo de Cástor y Pólux, Templo de Vesta, Templo de César».

Dos apuestos americanos de la CIA vienen a entrevistar a papá. Quieren averiguar cosas de su antiguo trabajo en la fábrica del LOMO (Centro de Ensamblaje Óptico y Mecánico de Leningrado), que actualmente fabrica las modernísimas cámaras que se usan en las lomografías, pero que en 1978 solo fabricaba telescopios y material militar secreto. Por descontado, mi padre nunca ha trabajado en los centros donde se fabrica el material secreto. En 1967, durante la Guerra de los Seis Días en Israel —quizá el periodo más glorioso de su vida—, se supo que mantenía «conversaciones de contenido pro sionista y antisoviético que perturbaban el orden», y un buen día recibió la orden de presentarse en el despacho de su jefe. «Que se joda tu madre, Shteyngart, ¿es que no sabes hacer nada bien? ¡Vete ahora mismo de aquí!» Fue una suerte tener un padre bocazas, porque si hubiera tenido un trabajo relacionado con la tecnología militar de la fábrica, nunca nos habrían dado el permiso para salir de la Unión Soviética.

Los espías del enemigo se van con las manos vacías, pero un día mi padre me pide que me siente con él porque quiere hablar conmigo. Mis juguetes de ese periodo, además del envoltorio de la chocolatina de la marca Mozart y mi Madonna, son dos pinzas de las que usamos para tender la ropa bajo el calor mediterráneo. Una es un Tupolev rojo y la otra un Boeing azul. Cuando no se me cae la baba con la Capilla Sixtina, me dedico a jugar con mis cosas de niño. Hago volar los dos aviones por las tranquilas calles de Ostia y por la fría arena de la playa, y siempre dejo que el Tupolev gane la carrera al avión enemigo.

Los cielos están despejados y corre un fresco aire de mayo: es el escenario perfecto para una carrera de aviones entre EE. UU. y la URSS.

Mi padre y yo estamos sentados sobre la fea colcha de nuestro apartamento. Preparo mis pinzas: el Tupolev y el Boeing. Y mientras tanto él me cuenta todo lo que sabe. Todo era mentira. El comunismo, el Lenin latino, la liga juvenil del Komsomol, los bolcheviques, el jamón con demasiada grasa, el Canal Uno, el Ejército Rojo, el eléctrico olor a caucho en el metro, la contaminada neblina soviética que flotaba sobre los perfiles estalinistas de la Plaza de Moscú, todo lo que nos dijimos, todo lo que fuimos.

Nos estamos pasando al enemigo.

—Pero, papá, el Tupolev 154 sigue siendo más rápido que el Boeing 727, ¿no?

En tono tajante:

—El avión más rápido del mundo es el Concorde SST.

—¿Es uno de nuestros aviones?

—No. Pertenece a British Airways y Air France.

—Entonces… Eso significa… Quieres decir…

Ya somos el enemigo.

Voy andando por el paseo marítimo de Ostia con mi abuela. A lo lejos se ve la triste noria del parque de atracciones en la que aún no me atrevo a subir. Despegan el Tupolev y el Boeing, y voy traqueteando por la pasarela de madera, dando vueltas alrededor de mi abuela Polia y sosteniendo las dos pinzas por encima de la cabeza. La abuela está absorta en sus pensamientos y sonríe de vez en cuando porque su nieto tiene buena salud y está corriendo con dos pinzas en las manos. El avión rojo, el Tupolev, sale disparado hacia el cielo y quiere dejar muy atrás al Boeing azul, por la misma razón por la que las estilizadas líneas del Kremlin quieren elevarse hasta la estrella roja, puesto que nosotros somos una nación de trabajadores y luchadores. Nosotros.

La finalidad de la política es convertirnos a todos en niños. Y cuanto más odioso es el sistema, más cierto es eso. El sistema soviético alcanzó su mejor nivel de funcionamiento cuando logró que sus adultos —sus varones, en particular— se acomodaran al nivel medio de unos adolescentes no demasiado espabilados. Y con frecuencia, en el comedor, un homo sovieticus del género masculino suele soltar un comentario maleducado, doloroso, repugnante, ya que eso es lo que le permite su condición y su prerrogativa de adolescente, y eso es lo que el sistema le ha enseñado a ser. Y entonces su mujer dice da tishe! (¡cállate!) y mira cohibida en todas direcciones. Y mientras tanto el hombre suelta una carcajada amarga y ensimismada y dice nu ladno, no es nada, moviendo las manos como si quisiera diluir el veneno que ha arrojado sobre la mesa.

La pinza azul está adelantando a la roja, ya que el Boeing es demasiado rápido y tiene un diseño demasiado bueno para perder la carrera. No quiero ser un niño. No quiero estar equivocado. No quiero ser una mentira.

Cruzamos el Atlántico en un vuelo de Alitalia que va de Roma al aeropuerto Kennedy de Nueva York. La azafata, que es tan cariñosa y tan guapa como la Madonna que llevo en el bolsillo —el pin de las Olimpiadas de Moscú está nadando en el Mediterráneo—, me trae un regalo especial, un bonito mapa del mundo y una colección de pegatinas con los diversos modelos de Boeing que tiene Alitalia. Luego me anima a que vaya pegando los Boeings sobre el mapa. A un lado está la vasta terra incognita roja de la Unión Soviética, y al otro la masa azul y mucho más pequeña de los Estados Unidos, con la extraña excrecencia de Florida que le sale por un lado. Entre esos dos imperios está el resto del mundo.

Nuestro avión va descendiendo a medida que nos aproximamos y ya podemos ver un amasijo de altos edificios grises que llenan la ventanilla como si fuesen el futuro. Nos estamos acercando a los últimos veinte años del Siglo Americano.