15. Coge el tren K

La abuela del escritor nunca emitió un juicio sobre la asombrosa camisa que este luce en la foto. Él siempre le dedicaba sus mejores sonrisas.

Durante los primeros años de mi vida en Queens, América, no tengo ni idea de dónde está Manhattan. Hay dos o tres rascacielos de unos veinte pisos en el punto donde la autopista de Union Turnpike se estrella contra el Queens Boulevard. Tengo la impresión de que eso es Manhattan.

Con el tiempo me llevarán a los almacenes de saldos de Orchard Street, en el Lower East Side, donde me paso casi todo el día revolviendo los bidones llenos de ropa como si fuera un lechoncillo curioso, y sacando ropa interior y cinturones, calcetines y pantalones, o una chaqueta de invierno con capucha diseñada para tapar la cabeza de un Goliat urbano, pero no la de un alfeñique como yo. Hay algo visualmente sucio en un lugar como este. Por oposición a las zonas arboladas del este de Queens, los colores de Manhattan tienen algo que recuerda a los noticiarios soviéticos: el marrón de los tractores, el rojo de la remolacha, los verdes de los repollos. Mamá y yo salimos de Orchard Street y nos metemos en Delancey, donde el caldero de acero del puente de Williamsburg domina el paisaje urbano, cosa que me impulsa a preguntarme, inquieto, adónde van a parar los coches que desaparecen entre sus vigas gigantescas. Y de pronto se oye un ruido muy fuerte. ¡Un disparo! Cojo la mano de mi madre y me escondo bajo su abrigo. ¡Los violentos y desdichados manhattanianos nos están disparando! Oímos gritos de transeúntes, pero enseguida el tenue miedo cede el paso a las carcajadas y a las frases en español. ¿Qué ha pasado? Un tubo de escape ha soltado un petardazo, eso es todo.

Como alumno que soy de una escuela hebrea, sueño con poder mudarme algún día al más residencial de todos los distritos, donde nunca tendré que volver a mirar un rostro desconocido, o mejor dicho, ningún rostro. Me imagino como un próspero republicano que puede hacer lo que le dé la gana, con un patio trasero que se extiende por la falda de una colina, engulle lo que antes era un estanque público y termina en una orgullosa extensión de alambradas decoradas con un letrero que dice: PROPIEDAD PRIVADA. Es una forma muy apropiada de vivir los años ochenta. Joven inmigrante conversa con la ciudad: «Muérete».

Pero resulta que me admiten en el instituto Stuyvesant para matemáticas y ciencias, en la calle 15, entre la Primera y la Segunda avenidas, entre los peligrosos barrios del East Village, Greenwich Village, Union Square, Times Square y Ladies’ Mile.

Septiembre de 1987. Isla de Manhattan. El coche de unos parientes que nos visitan desciende por la Segunda Avenida, conmigo y mi mochila como cargamento. Los parientes, que han llegado de una ciudad americana o canadiense de segundo orden, miran con aprensión la sucia y bulliciosa ciudad.

—Dejadlo aquí —dice mi madre—. Igoryochek [Pequeño Igor], ¿podrás cruzar solo la calle?

—Sí, mamá.

Nos preocupa que, como ha ocurrido en la escuela hebrea, el coche de nuestros parientes, muy poco distinguido, pueda crearme problemas con mis nuevos compañeros de colegio. Por lo visto, no nos damos cuenta de que más de la mitad de los alumnos del instituto Stuyvesant son inmigrantes de clase baja o media-baja que se parecen mucho a nosotros, y que la provincia china de Fujian, el estado indio de Kerala y el distrito de Leningrado se hallan situados en tres rincones distintos de la misma masa terrestre. (El instituto se ha hecho famoso porque exige una nota muy alta en matemáticas para sus exigentes pruebas de ingreso, aunque los estudiantes de los países empollones no tienen ningún problema en aprobarlas).

Tampoco me doy cuenta de que estoy a punto de entrar en lo que va a ser el resto de mi vida.

En las semanas previas a mi ingreso en el instituto Stuyvesant me pongo a hablar con mi madre y le digo que voy a necesitar una ropa mucho mejor que la que he llevado en la Solomon Schechter. No le cuento nada de lo que me ha sucedido durante los ocho años en que he sido tratado como un subhumano en la escuela hebrea, porque eso equivaldría a criticar a los judíos, cosa que constituye un delito de alta traición que puede ser castigado con la pena capital. Mis padres lo han sacrificado todo para traerme hasta aquí y hacerme libre y judío, y me he aprendido esa lección de carrerilla. Puede ser que haya escrito mi blasfema Ñorá, de acuerdo, pero tan solo un año antes he obligado a mis padres a emprender una maniática búsqueda de migas de chametz, el pan con levadura que está prohibido durante la Pascua judía, y los he castigado por su falta de vigilancia, hasta el punto de que casi he llegado a arrancar la moqueta mientras buscaba las pecaminosas migas de pan de centeno lituano del mes anterior. Cuando meo sé que no puedo pensar en ninguno de los nombres de D_s, si no quiero que Él me castigue y me corte todo lo que me cuelga, aunque en esos días no puedo reprimirme y suelto una catarata de «Yavé, Yavé, Yavé», a la que siguen varias horas de angustia existencial.

—Mamá, tengo que ir mejor vestido.

En mi búsqueda de fondos para el guardarropa es posible que también le haya mencionado a mi madre que vestirse bien es una condición indispensable para ser admitido en un college que pertenezca a la elitista Ivy League. Y esta (casi) mentira puede haber facilitado la apertura del cierre de su billetero, ya que entrar en un college de élite ha sido la primera, la segunda, la tercera y la última preocupación de todos los alumnos del instituto Stuyvesant y también de sus mamás desde el día en que se fundó ese instituto, en 1904, y lo será hasta el día en que su nuevo campus a la orilla del Hudson se hunda bajo las olas producidas por el cambio climático, allá por el 2104.

O sea que mi primer recuerdo del instituto Stuyvesant tiene lugar en los almacenes Macy’s. Mi madre y yo vamos recorriendo ese laberinto del centro de Manhattan en busca de las marcas de moda, Generra, Union Bay, Aéropostale. Quiero vestirme como las chicas ricas de la escuela hebrea, así que me pruebo camisetas holgadas y jerséis que me queden grandes, y que también puedan ocultarme las tetillas y adaptarse al queloide que se ha hecho con la propiedad inmobiliaria de mi hombro derecho. Nadie sabe comprar como mi madre. Un presupuesto muy reducido le permite comprar una camisa para cada día de la semana y jerséis y pantalones para los días alternos. Salgo del probador y mamá me plancha la camisa con la mano y la estira bien para que no se me hinche a la altura del pecho, y para que, si me pruebo unos pantalones, pueda estar segura de que al menos va a poder verse un atisbo de culo. Esto es lo más cerca que he llegado de poder disfrutar de las atenciones de una mujer, hasta que un día cumpla treinta años y empiece a tener novias que me irán acompañando a los probadores de todo Manhattan y Williamsburg.

Cuando salimos de Macy’s con dos enormes bolsas de ropa bajo el brazo, siento el sacrificio que ha hecho mi madre de una forma mucho más vívida que cuando habla de todo lo que ha tenido que dejar en Rusia. Yo quiero de verdad a mi madre, pero soy un adolescente. Mi madre acaba de visitar a la moribunda abuela Galia en Leningrado, y ha descubierto que su madre era incapaz de hablar o siquiera de reconocerla, mientras que el resto de su familia, hambrienta y hostigada por el frío, tenía que hacer cola durante horas para conseguir una incomible berenjena disecada, pero eso no significa nada para mí.

Lo único que oigo son los zumbidos electrónicos —tttrick— que hacen las camisas Generra (precio: 39,99 dólares) cuando les pasan el lector de códigos, los billetes verdes de dólar que van sumándose en la caja registradora, y la indignidad final del impuesto especial del estado de Nueva York que dispara las cifras hacia un territorio inesperado. «Siento mucho, mamá, que tengamos que gastarnos el dinero en esto».

En la escuela Solomon Schechter los chicos tenían que llevar camisa porque así era como lo había dispuesto Yavé, pero el instituto Stuyvesant es laico y no tiene ningún código indumentario, así que invertimos en una colección de coloreadas camisetas de la marca Op, que significa Ocean Pacific y es una marca californiana de ropa para surfistas. Yo soy, por supuesto, el mejor surfista californiano del mundo («Tío, esa ola es la mejor de la serie. Tamañazo. ¡Qué entubada!»). Y a pesar de que no tengo ni idea de surf, esas camisetas son maravillosas: se extienden sobre la incertidumbre de mi armazón adolescente, y sus brillantes estampados de surfistas cabalgando las olas distraen un poco la visión de la nuez de Adán que se bambolea en mi cuello. En una de las camisetas se ven tres abuelitas con vestidos de lunares al lado de un surfista de pelo largo que lleva su tabla de body board, y me imagino que eso representa el indolente humor californiano, aunque también me recuerda que en el centro de Queens, muy lejos del mundo terrorífico de Manhattan, todavía vive mi abuela, que está muy orgullosa de mí porque he podido entrar en una prestigiosa academia de matemáticas y ciencias.

Con la camiseta Op de las abuelas, cruzo el parque que hay en la plaza Stuyvesant, muy asustado y con las palmas de las manos sudadas. Sé que ahora ya no puedo ser Gary Ñu, pero entonces, ¿quién voy a ser? Pues sí, un chico republicano, muy serio y trabajador, destinado a estudiar en Harvard, en Yale, o —en el peor de los casos— en Princeton. Ese soy yo. Solo me haré el gracioso cuando sea inevitable. Se acabó hacer el payaso. Mantendré la boca cerrada. Acabo de ver con mi familia la película Wall Street, de Oliver Stone, y las lecciones que he aprendido son muy claras. No te fíes de la gente que no forma parte de tu círculo. Que no te pillen. Céntrate en la creación de riqueza. La avaricia es buena. También sé que tengo un as en la manga: la casa de estilo colonial que mi familia acaba de comprar, por doscientos ochenta mil dólares, en Little Neck. En mi macuto escolar, por si se diera el caso, llevo un informe técnico sobre el valor de nuestra nueva vivienda, con una foto de la casa bajo el sol matinal, con la fachada sur medio oculta por una hilera de jacintos. Todos los pasos del proceso, desde la elección de la casa, en un casting protagonizado por un montón de casas coloniales todas iguales, hasta el cálculo de los gastos de la hipoteca, todo se ha hecho bajo mi supervisión de obsesivo compulsivo. Incluso he llegado a inventar un programa de ordenador para el Commodore 64 que se llama Calculador de las transacciones inmobiliarias familiares, que debe ayudarnos a orientarnos en nuestro descenso a los abismos de la deuda hipotecaria. Y me pregunto en qué piensan los chicos de familia adinerada en su tiempo libre.

La otra cosa que quiero es hacerme amigo de alguien. Jonathan se ha ido a la Ramaz School, una escuela hebrea del Upper East Side, muchos de cuyos alumnos disfrutan de una prosperidad que haría empalidecer a mis antiguos compañeros de la Solomon Schechter. Y como las diferencias entre Stuyvesant y Ramaz son demasiado pronunciadas, y los recuerdos de nuestros recientes padecimientos están aún demasiado frescos, nuestra amistad se deshace muy pronto. Ahora ya no tengo a nadie con quien pueda jugar a Zork o comerme los jugosos kebabs, ni a quien pueda llamar cada día por teléfono, ni que me lleve en coche con un afectuoso padre nacido en América. Y después de haber tenido un verdadero amigo americano, me doy cuenta de que la amistad es algo casi tan importante para mí como la adquisición de propiedades de primera categoría en los distritos de Nueva York que no sean Manhattan. Y como no puedo usar el humor para hacerme valer en Stuyvesant, debo aprender otra forma de conseguir que la gente me quiera y desee estar conmigo.

Y aquí estoy frente al instituto Stuyvesant con la camiseta Ocean Pacific de las abuelas. El edificio es un vigoroso monstruo de estilo Beaux-Arts, con cinco pisos de ladrillo que destaca por su excelencia académica y que aterrorizan al chico de Little Neck. Pero mis compañeros de primer año no tienen mejor aspecto que yo. Casi todos los chicos son de mi altura, o quizá un poco más altos, y están pálidos y demacrados. Huelen a algo que parece rancio y étnico —todo a la vez—, y el mundo que hay a su alrededor se refleja en unas gafas tan grandes que podrían servir como paneles de energía solar. Nuestros enemigos naturales son los chicos verdaderamente urbanos del instituto Washington Irving, que está a unas cuantas manzanas de distancia y que tiene un nivel mucho más bajo que el nuestro, y que se supone que nos van a cascar de lo lindo cuando y como quieran. (En los cuatro años que me pasé en Stuyvesant, no me encontré con ningún alumno así.) La junta de educación nos ha organizado un «tren seguro» en la parada de la línea L que hay en la Primera Avenida. Este tren lleva una escolta policial para evitar que nuestros Einsteins sean atacados por rufianes cuando, por ejemplo, hacen el transbordo al tren número 7 que lleva a Flushing, Queens. Por lo visto he pasado de una tienda de Benetton judía a un corral de confinamiento para engorde de los empollones que acabarán trabajando en una multinacional.

Y eso me lleva a mi siguiente descubrimiento.

Casi la mitad de los chicos son chinos. Ya me han advertido sobre este interesante giro que podrían tomar los acontecimientos, y se me han inculcado toda clase de estrategias de conducta para que me relacione con los chicos del Extremo Oriente, ya que algún día podrían ser ellos quienes me diesen trabajo. Y así como es un hecho bien sabido que los negros y los hispanos son violentos, los niños chinos destacan por ser educados e inteligentes, aunque tal vez les preocupen cosas un tanto extrañas porque su cultura es muy distinta de la nuestra. Un consejo importante que oigo en las calles de Queens: nunca te refieras a los chicos chinos como «los chinos», ya que muchos de ellos son coreanos.

Dentro del instituto me encuentro un manicomio. El recinto del viejo Stuyvesant —porque ahora el instituto se ha trasladado a un minirrascacielos de lujo en Battery Park City— estaba destinado a acoger a un puñado de chicos de finales del siglo XIX. Pero en 1987 se apiñan en el interior del instituto casi tres mil friquis de ambos sexos. A los nuevos alumnos nos reciben listados y más listados con secuencias de cálculo y precálculo y metacálculo, así como dosis letales de biología, física y química. Un grueso cuadernillo blanco y azul nos da a probar un anticipo de lo que van a ser nuestros siguientes cuatro años: el Gráfico de la Media Rechazada Más Alta y el Gráfico de la Media Aceptada Más Baja, que muy pronto nos aprenderemos de memoria. Los números son devastadores. Sin al menos un 91 de media, es imposible que nos acepten ni siquiera en el college menos selecto de la Ivy League.

Al final del día mi madre y yo nos hemos trazado un plan. Ya que Manhattan es tan peligroso, mamá se esconderá detrás de un árbol, cerca de la entrada principal del instituto, y cuando yo salga me seguirá hasta el metro, y no me perderá de vista hasta que llegue sano y salvo a Little Neck. Cuando huí del hotel Sauerkraut Arms, en Cape Cod, hice yo solito este larguísimo trayecto en metro, pero en aquella ocasión llevaba dos bolsas de basura cargadas de ropa y libros, lo que me daba un aspecto tan miserable que hasta los atracadores potenciales apartaban la vista por compasión.

Por tanto, llegamos a la conclusión de que necesito un compañero para hacer el trayecto en metro. Pero nuestro plan se trunca de la peor forma posible para mamá, porque al final de nuestro primer día en el instituto Stuy, con sus grandes discusiones académicas sobre las diversas facultades de la Universidad Cornell (la Escuela de Relaciones Industriales y Laborales es una buena opción si no puedes entrar en la de Artes y Ciencias, siempre que puedas convencer a los de la junta de admisión de que te gustan las relaciones laborales), he conseguido hacerme amigo de alguien, solo que ese amigo es… negro. Tiene una fina capa de pelo muy corto y lleva un uniforme urbano compuesto de unos pantalones de chándal sin marca y una sudadera sin marca, pero es negro. Y este nuevo amigo me ha pedido que vaya con él a Central Park, donde jugaremos a algo que llaman frisbee definitivo con otros chicos del instituto Stuyvesant, todos negros.

Se me plantea una terrible elección. ¿Debo traicionar a mamá, que se ha escondido detrás de un árbol y está oteando el horizonte, buscándome ansiosa entre oleadas y oleadas de alumnos chinos que se dirigen a nuestro tren especial? ¿O voy con este chico negro a Central Park? Elijo hacer amigos. Y me duele mucho, porque mi madre acaba de comprarme ropa nueva, y al ir de compras juntos nos hemos sentido mucho más unidos que antes. Mamá es mi amiga y mi único confidente, ahora que Jonathan se ha ido al instituto Ramaz, y está esperándome detrás de un árbol. Tres años antes, en el complejo de bungalows de Ann Mason, me la he llevado aparte y la he informado del acontecimiento más importante que ha sucedido hasta entonces en mi vida: «Mamá, estábamos jugando a girar la botella y Natasha ha tenido que besarme».

¿Y ahora qué hago?

El chico y yo salimos por la puerta trasera mientras voy buscando excusas para mi madre: ya hemos hablado de la dinámica de grupos y sabemos que a veces uno tiene que dejarse llevar por razones estratégicas; mi nuevo compañero no es negro, sino chino; fuimos al parque a hacer ejercicio y a charlar sobre la Media Rechazada Más Alta y la Media Aceptada Más Baja; este chico, Wong, será mi compañero fiel en la escuela de negocios Wharton, y con suerte estaremos procesando cifras en la misma agencia de bolsa cuando Dan Quayle inicie su primer mandato presidencial en 1996.

Mi nuevo amigo va caminando entre los vagones del metro, y digo bien, va entre los vagones. Los letreros en las puertas advierten de que eso no se puede hacer y que los pasajeros deben permanecer en el interior del vagón por su propia seguridad, pero este chico de ciudad va de un extremo al otro del tren, bailando entre los vagones, y me lleva a mí detrás. Basta un paso en falso para que se caiga al vacío entre las plataformas con forma de media luna, pero al chico no le importa en absoluto. En realidad silba cuando salta entre los vagones y me sujeta la puerta abierta con una sonrisa y una cortés inclinación de cabeza (yo, aterrorizado, mascullo entre dientes: «Gracias, tío»). Nuestro tren es un antiguo monstruo plateado que pertenece a una línea de metro de la que nunca he oído hablar, no a la relativamente nueva y limpia línea F, que lleva a un lugar cercano a la casa de Jonathan y al restaurante Hapsigah donde tomamos los kósher kebab, sino a la línea B o T o P, que cruza como una flecha la delgada isla de Manhattan y no llega en modo alguno a Queens.

¿Me estoy portando mal? ¿Me estoy poniendo a tiro para que me atraquen? Me he olvidado de coger una «cartera para ladrones» en la que solo debería haber un billete de cinco dólares, porque llevaría el resto del dinero escondido en un calcetín o en mis calzoncillos ajustados de color blanco (incluso mi ropa interior es una declaración racial).

En cualquier caso, no tengo la sensación de estar portándome mal.

Nos bajamos del metro en la calle 77 y respiramos hondo cuando salimos al sol. Me pregunto qué puede ver en mí mi nuevo compañero y por qué me ha pedido que vaya al parque con él. Debe de ser por mi camiseta Ocean Pacific y mi relajada actitud de surfista. El chico camina muy seguro por Central Park hacia un espacio verde que se extiende como una alfombra a los pies de los rascacielos. Doscientos días después, cuando llegue la siguiente primavera, conoceré muy bien ese lugar, que se llama Sheep Meadow. Pero ahora lo miro con recelo. ¿Cómo es posible que exista esto, este lugar maravilloso justo en medio de la segunda ciudad más peligrosa del mundo después de Beirut? Todo este verdor, toda esta gente que acaba de salir del trabajo, toda esta gente tranquila y feliz tumbada boca abajo, bajo el viento del final del verano que les acaricia la zona dorsal de las camisetas.

—Mierda —dice mi nuevo amigo, en señal de aprobación.

Mi padre se pasa la vida soltando tacos en inglés. Todo encuentro con un electrodoméstico o con un vehículo a motor culmina en una cascada de «Mierdas» y «Joder», que a veces desembocan en un operístico crescendo «Mierda, joder, joder, mierda, joder». Antes de que dejara de pegarme, ese torrente de tacos hacía que la parte superior de mi cuerpo se pusiera en alerta máxima. Pero en la escuela hebrea los tacos se solían decir en hebreo y eran patrimonio de los chicos israelíes. Y eso me lleva a mi siguiente pregunta: ¿cómo se le habla a un gentil?

—Mierda —digo, relajado e informal.

Mi nuevo compañero hace visera con la mano y otea el horizonte.

—Joder —dice.

—Sí —digo—, joder. —Y me siento bien, me siento fuerte y poderoso, y aunque no esté del todo familiarizado con la palabra, ya he captado la idea que transmite: te hace sentir enrollado. Mi compañero divisa a los chicos con los que vamos a jugar al frisbee, y diablos, todos son gentiles, y además de una especie que no he visto nunca. Son de China y la India y Haití, y también del Bronx y Brooklyn y Staten Island. Pero a pesar de que no son judíos, resulta evidente desde el primer momento que no van a atracarme ni a inyectarme heroína. Lo único que quieren es lanzar un puto frisbee.

Y aunque no sé jugar bien al frisbee definitivo, que combina el lanzamiento de disco con el fútbol americano (sin la paraplejia que este ocasiona de vez en cuando), consigo hacerlo lo bastante bien como para que nadie se ría de mí. Y mientras corro sobre la hierba de Sheep Meadow con los brazos en alto, intentando atrapar el disco para lanzarlo a la «zona de anotación», deseo que llegue el momento en que dejemos de correr, para poder asimilar lo que está ocurriendo.

¿Dónde estoy? Estoy en Manhattan, el principal distrito de Nueva York, la mayor ciudad de América. ¿Y dónde no estoy? No estoy en Little Neck; ni con mi padre y mi madre.

El parque ofrece un respiro en medio de la severa cuadrícula urbana. Más allá me rodean unos edificios de proporciones épicas, edificios que me empequeñecen, edificios que me dicen que soy insignificante, pero yo no les tengo miedo. ¿Y si…? Eso se me ocurre de repente: ¿y si un día llegase a vivir en uno de esos edificios?

Estoy rodeado de mujeres hermosas. Pero su hermosura no es como la belleza que me han enseñado a apreciar (las idílicas proporciones de las doncellas de las novelas de espadas y brujería, o las pechugonas plusmarquistas reproductoras que nos ensalzaban en la yeshivá), sino chicas bonitas y de cuerpo esbelto que están tumbadas sobre una manta, con un poquito de pecho que les asoma por el sostén, una franja blanca por aquí, una franja bronceada por allá, no mires tanto, aparta la vista.

En Llámalo sueño, la novela de Henry Roth sobre un inmigrante de finales del siglo XIX, el joven protagonista judío, David Schearl, sale de los contornos familiares del gueto de Brownsville con un chico polaco, y piensa sobre su nuevo amigo: «¡No tenía miedo! ¡Leo no tenía miedo!». Y aquí estoy yo, a unas pocas horas de distancia del regazo protector de mi madre, en medio de la terrorífica gran ciudad, pero no tengo miedo.

—¡Tiempo muerto! —grito, y consigo hacer con las manos la señal perpendicular que anuncia a mis compañeros de juego que necesito un respiro. Me siento en la hierba y al instante se manchan mis vaqueros de la marca Guess que yo debería proteger de cualquier mancha, porque le han costado a mi madre cuarenta y cinco dólares (aunque se vendan en Macy’s). Respiro hondo con gran voluptuosidad. La hierba del final del verano. El olor a crema bronceadora que surge de la espalda de las chicas. Perritos calientes de setenta y cinco centavos hirviendo en agua sucia.

Reflexiono con calma.

Si lo pienso bien, los lanzadores de disco que me rodean no van a ser jamás mis amigos. En el instituto Stuyvesant no hay una élite de gente enrollada, porque en el fondo todo el mundo es un empollón. Y estos chicos con los que hoy me junto en Sheep Meadow serán nuestros alumnos más atléticos y más «populares», si es que se puede usar la palabra. Algunos de ellos llevarán chaquetas de esquí con el pase de acceso a la pista. Y mientras los veo correr por el parque en pos de su codiciado disco, no lamento lo que ya sé que va a ocurrir: que nunca van a ser personas cercanas a mí.

En los meses siguientes tendré que pasar un montón de pruebas horribles, de matemáticas y de ciencias, claro está, pero en mi primer día he superado la prueba más importante de todas. Me he fundido con los demás. Me he ido con ellos. Les he gritado y ellos me han gritado a mí. He atrapado el disco. Lo he soltado en el último momento mientras gritaba «¡Joder!». He tropezado y me he caído sobre un chico, y otro chico se ha caído encima de mí, y he olido el sudor que nos empapaba a todos y he descubierto que ningún sudor era distinto de otro. Hoy no he sido ruso, sino un chico de quince años en un atardecer que declinaba. Tan solo un chico de quince años hasta que los chicos asiáticos han tenido que largarse a Flushing y hemos gritado «Fin del partido». Y luego he vuelto a meterme en el metro, y una vez más me he metido en la tripa del tren B o P o T, y lo he recorrido de punta a punta, dando portazos con las puertas de los vagones, y la gente, los neoyorquinos, me veían pasar, me miraban sin amor, sin odio, sin criticarme. Y esta es mi nueva felicidad: su absoluta indiferencia.