9

El día en que se dio por terminado el examen del artefacto, Jason estaba de pie en su habitación colocándose el faldellín ceremonial para las funciones oficiales, bajo el arnés de las armas, cuando la puerta le habló:

—Bela Primoprimero desea entrar.

Jase se volvió hacia la puerta.

—Pasa —dijo.

Se abrió la puerta y entró Bela Primoprimero. Miró a Jase con una extraña y nueva combinación de aprecio y respeto.

—Me envían a ti con un mensaje —dijo—. El Brutogas desea verte en su despacho antes de que salgas del castillo.

—¿El Brutogas?

Sus manos vacilaron sobre el faldellín. Ahora comprendía la razón del respeto repentino, del aire de timidez de su primo mayor y compañero ocasional fuera de los muros de la Familia. Le inundó una tristeza amarga y repentina, cargada de superstición. Había apreciado a Aton Tiomaterno, su compañero de exploración…, y se había visto forzado a matarle. Bela había sido su único amigo íntimo en el ambiente familiar, y ahora tendría que separarse de él. «Solitarios son los grandes hombres», decía el proverbio; y era cierto. Se dio cuenta de que Bela le observaba sorprendido.

—¿Por qué te entristeces? —preguntó Bela—. Éste es un gran Honor entre los Honores de la Familia.

—Lo sé. Sólo que de pronto siento el paso del tiempo —dijo Jase. Sus manos acabaron de ajustarse el faldellín.

—Hablas —dijo Bela observándole— como un hombre que hubiese alcanzado ya una edad honorable.

—¿Eso también? —preguntó Jase amargamente—. Ya estoy dispuesto. ¿Vas a llevarme allí?

—Te conduciré al nivel superior del castillo, y te indicaré el camino —dijo Bela—. No puedo pasar de allí contigo, y ninguno de los miembros inmediatos de la Familia puede ser honorablemente el guía de un Primosegundo. Vamos.

Salió con Jase de la habitación y le llevó por unos corredores y unos tramos de escaleras hasta dos pisos más arriba, llegando con él ante una puerta maciza, alta y blanca, con un picaporte dorado. Bela lo cogió, lo hizo girar y, con esfuerzo, impulsó la puerta lo suficiente para admitir el cuerpo de Kator.

—El Brutogas tiene cuatro ayudantes para abrir estas puertas —dijo Bela con una mueca—. Pasa de prisa.

Pero Jase vaciló por un momento. A través de la apertura parcial veía un corredor largo y de techo elevadísimo, de mármol blanco, y en cuyo muro derecho se alzaban unos ventanales. La luz del sol de la mañana que atravesaba sus cristales perdía su blanca dureza al caer sobre el mármol y se hacía suave y brillante.

—¡Aprisa! —repitió Bela, sosteniendo a duras penas el peso de la puerta—. Que el agua, la sombra y la paz estén contigo.

—Gracias, primo —dijo Jase con auténtica gratitud, y penetró en el corredor bañado por el sol. Tras él oyó cerrarse la puerta con un golpetazo solemne, pero no miró atrás. Bela le había indicado la ruta hasta el despacho del Brutogas. Jase la siguió.

Debido a la hora temprana de la mañana, recorrió todo el camino sin encontrar a ninguno de los miembros de la Familia. Cuando llegó al fin a otra puerta blanca más pequeña y con un picaporte de oro, su destino, el recuerdo se despertó en él. No recordaba cómo había llegado allí, pero sí que allí había estado sólo una vez en su vida, la única ocasión que permitía la ley a los que no eran de la Familia inmediata. Había tenido lugar el día en que le dieran un nombre, la tradicional tercera hora después de haber abandonado la bolsa de su madre. Naturalmente, había visto al Brutogas en cierto número de ceremonias y reuniones familiares desde entonces…, pero nunca de cerca. Ahora, sin embargo, al alzar la mano hacia el picaporte dorado de la puerta del despacho, todo lo recordó. Recordó al Jefe de su Familia no como el hombre canoso e inclinado de hombros, de edad honorable, que viera en las ceremonias, sino como una figura alta y misteriosa que le había puesto una mano sobre la cabeza y había murmurado algunos sonidos bajos e incomprensibles que, según más tarde supo, significaban: Kator Primosegundo Brutogas.

El cuello de Jase tembló bajo el recuerdo. Puso la mano en el picaporte, abrió la puerta sin hablar —pues en aquel nivel superior no había Hombre–Clave, ni cerraduras, ni puertas que hablaran— y entró en el despacho.

Era una habitación más pequeña de lo que Jase podía recordar. Ante el alto ventanal y tras una mesa colocada sobre un pedestal bajo, se hallaba sentado en cuclillas —más que enroscado— el Brutogas. Ahora, en persona, le vio tal y como le recordaba de las ocasiones y ceremonias familiares: un ruml canoso y encorvado, de edad honorable. Kator se aproximó a la mesa e inclinó la cabeza.

—Soy Kator Primosegundo, señor —dijo.

El Brutogas le examinó reflexivamente.

—Sí —dijo el Jefe de la Familia al fin—, eras un jovencito muy enérgico. Apenas podían mantenerte quieto aquí el día en que recibiste el nombre. Bien —apartó a un lado los papeles que cubrían la mesa—, se nos ha dicho que tienes la ambición de dirigir la expedición que pronto se enviará al Mundo de las Gentes Embozadas.

—¿Cómo dice, señor? —preguntó Jase sin comprender.

—¿No lo sabes? Ése es el nombre que les han dado a los extraños que crearon el artefacto que tú encontraste y trajiste, porque es evidente que se envuelven en ropas. Pero no has contestado a mi pregunta sobre tu deseo de dirigir la expedición.

—Señor —dijo Jase cuidadosamente—, no tengo idea de lo que el Centro de Examen ha descubierto y deducido sobre el artefacto…

—Muy bien —asintió con aprobación el Jefe de la Familia—, no deseas comprometerte hasta saber en lo que te metes. Da la casualidad de que tengo aquí una copia del informe. ¿Te gustaría saber lo que descubrió el Centro?

—Sí, señor —dijo Jase de pie y tan rígido como se lo permitía la unión de su espina dorsal con la pelvis—. Me gustaría mucho.

—Bien —dijo el Brutogas pasando la página superior de un montón de papeles que se hallaban ante él, sobre la mesa—. Han llegado a la conclusión de que esos extraños son poco más o menos de nuestro tamaño, bípedos, con un nivel comparable de civilización…

Un sonido de excitación se escapó de labios de Jase a pesar de sí mismo.

—Es cierto —dijo el Brutogas alzando la vista y repitiéndolo lentamente—: un nivel comparable de civilización. El desafío que supone una raza así será el mayor que se ha encontrado en la historia del hombre. Pero sigamos… —y continuó leyendo—: Un nivel comparable de civilización, pero dominada probablemente por tabúes de una etapa más primitiva y anterior que ocuparían el lugar de un sistema de Honor. Ellos… ¿Tienes alguna pregunta que hacer?

—Señor —dijo Jase—, ¿es que acaso unos seres inteligentes podrían alcanzar un nivel de civilización sin desarrollar un concepto y un sistema del Honor?

El Brutogas asintió con aprobación.

—El informe ha estudiado esa cuestión y la conclusión es: No —contestó—. Por supuesto, no pueden evitar el concepto del Honor. El desarrollo de una civilización exige una autocomprensión racial, una autocomprensión que significa que han de sentirse conscientes del deber de la supervivencia racial como cuestión intelectual; y la evolución del concepto del Honor a fin de asegurar esa supervivencia resulta ineludible.

Miró a Jase pensativamente.

—Por otra parte —continuó—, es casi seguro que nuestro sistema del Honor les resultaría a ellos totalmente incomprensible. Las posibilidades de que surja espontáneamente en una raza extraña son demasiado mínimas para que se cuente con ellas. Lo que el Centro de Examen considera más probable, como ya te dije, es que esa raza tenga un sistema de tabúes primitivos y elaborados a fin de adaptarse a las complejidades de una civilización tecnológica. De modo que, aunque operen efectivamente con arreglo a una especie de sistema del Honor por el bien de la supervivencia, tal vez no lo comprendan.

—Pero, señor —dijo Jase—, ¡eso significa que cualquier expedición enviada contra ellos tiene grandes oportunidades de éxito!

—Primosegundo, Primosegundo —dijo el Brutogas agitando la cabeza—, ¿crees que una ventaja asegura el éxito? Tal vez cuenten con grandes ventajas propias, personales o tecnológicas sobre nosotros.

—Pero, con seguridad —dijo Jase—, ninguna ventaja material o característica puede compararse con la ventaja que el sistema del Honor tiene sobre todos los demás.

—Hablando en abstracto, naturalmente que no —dijo el Brutogas—. Pero hablando prácticamente pueden surgir gravísimos obstáculos aunque sólo sea por el número de esos extraños, o su capacidad de armamento. Es una empresa honorable el morir por una buena causa, pero no es honorable el arriesgar la muerte de toda la raza. Si los padres mueren, ¿quién engendrará los hijos?

Jase guardó silencio comprendiendo la reprimenda.

—Queda también la posibilidad de que ellos no tengan el mismo sistema de Honor que nosotros —siguió el Brutogas tras una pausa—, pero sí uno comparable que todavía no hemos podido identificar. Probablemente incluso uno superior.

—¿Superior? —Jase miró atónito al Jefe de su Familia.

—Teóricamente es posible —dijo el Brutogas—. Recuerda que se dijo: «El Honor no tiene límites; el esfuerzo no tiene límites. Sólo el hombre tiene límites».

Jase inclinó la cabeza:

—Y ahora —dijo el Brutogas—, ¿quieres responderme si deseas dirigir la expedición a ese Mundo de las Gentes Embozadas?

—Señor —contestó Jase—. Lo deseo ardientemente.

—Sí. Estaba seguro de ello. —El Brutogas respiró suavemente por la nariz y se acarició los bigotes largos y grises en torno a la boca y la nariz, el doble de largos que los de Kator Primosegundo—. Y, naturalmente, para la reputación de la Familia no sería malo contar con un miembro de nuestro nombre como Hombre–Clave de tal expedición.

—Gracias, señor.

—No, no, es lo justo. Sin embargo —dijo lentamente el Brutogas—, hay algo que debes comprender. Y es la razón que me movió a hacerte venir hoy. El clima político en la actualidad me impide arriesgar con Honor el prestigio de la Familia a fin de ayudarte a conseguir el puesto de Hombre–Clave en esta expedición… ni siquiera el puesto de Capitán.

—Señor… —empezó Jase.

—Lo sé, lo sé. —El Brutogas, con un gesto de la mano, redujo sus protestas incipientes al silencio—. Siendo un Primosegundo no esperabas la ayuda de la Familia en este caso. Sin embargo, quiero que sepas que yo estaría dispuesto a dártela aunque sólo fuera por esa chispa vital de ambición que veo en ti, de no hallarnos en esta situación política. Algo que quizás ignores es que el Consejo de Selección estará formado por siete hombres, y estoy prácticamente seguro de que los Rods tendrán cuatro hombres por sólo tres de nuestros Hooks.

Jase sintió que se le contraía el estómago. Pero mantuvo rígido el cuello y erecta la postura.

—Eso hará que yo tenga muy pocas oportunidades de resultar elegido, señor —dijo.

—Sí —dijo el Brutogas—, así lo diría yo, ¿no crees?

—Sí, señor.

—Pero ¿estás decidido a intentarlo, de todas formas?

—No veo razón alguna —dijo Jase apoyándose en su dignidad como en una armadura a fin de mantenerse erguido en vista de las noticias tan desastrosas— para cambiar de opinión sobre la situación, señor.

—Eso supuse. —El Brutogas volvió a sentarse en cuclillas sobre la plataforma, mirándole—. Cada generación o dos surge uno como tú en una Familia. El noventa y nueve por ciento de ellos terminan en el desastre. Sólo uno —añadió suavemente—, uno entre un millón, es… recordado por sus éxitos.

—Señor… —dijo Jase, mientras sentía que la cabeza le daba vueltas. Jamás había soñado que su ambición llegaría a ser conocida por el Jefe de su Familia.

—Los Brutogasi no pueden participar oficialmente en esa ambición tuya —dijo el viejo—, ni les interesa apoyarte oficialmente para el puesto de Hombre–Clave en esta expedición en proyecto. Pero, si por algún milagro tuvieras éxito, supongo que puedo confiar en que, como hombre de Honor, darás todo el mérito a la Familia por sus consejos y demás ayuda.

—Señor…, ¿cómo podría pensar de otro modo? —exclamó Jase casi a gritos.

—Realmente no lo pensé, pero era mi deber mencionarlo. —El Brutogas dejó escapar el aliento por la nariz en un profundo suspiro—. También es mi deber mencionar ahora que, si tu empeño terminara, por la razón que fuere, en un escándalo o una situación deshonrosa, se te exigirá el pago inmediato de ese dinero que tomaste a préstamo sobre tus derechos, a los cofres de la Familia.

A Jase todavía se le contrajo más el estómago.

—Lo comprendo, señor.

—Bien —dijo el Brutogas—, esto es todo. Pero mis deseos personales van contigo. Que la sombra sea contigo, que el agua sea contigo, que la paz sea contigo.

—Honro al Jefe de mi familia, ahora y siempre —repuso Jase.

Retrocedió lentamente hacia la puerta y salió. La última ojeada que echó al despacho le permitió ver la cabeza gris del Brutogas inclinada de nuevo sobre los papeles de su mesa.

Apenas supo cómo halló el camino de regreso por los corredores de mármol bañados por la luz del sol. Pero, una vez fuera de ellos, fuera también del palacio, tomó el tren rápido hacia el Centro de Examen e hizo un esfuerzo manifiesto por dominar las emociones de su entrevista con el Jefe de su Familia. Tales emociones eran honorables, pero necesitaba de todas sus facultades para enfrentarse a lo que le esperaba.

Se habían enviado doce invitaciones para el puesto de Hombre–Clave en respuesta a los cientos de solicitudes (lo que era de prever) para una entrevista. Sólo aquellos con cierto derecho a exigir consideración llegarían a verse ante el Consejo de Selección. Los derechos que Jase aducía se referían al hecho de haber hallado el artefacto, con lo que podía afirmar que el Factor Suerte le favorecía más que a todos los candidatos. Para el que no estuviera relacionado con la política y los Consejos de Selección, estos derechos le habrían parecido sin duda tan importantes como para convertir a dicha selección en una simple formalidad.

Pero la realidad era que Jase había recibido la undécima de las doce invitaciones distribuidas por el consejo. Podía haber sido peor, se dijo Jase en el tren. Podía haber sido la duodécima.

Cuando se halló al fin ante el Edificio del Cuartel General del Centro de Examen y se le llamó a la presencia del consejo de siete hombres —en la sala de la que él viera salir a los diez candidatos previos—, descubrió que los rostros tras la mesa tenían precisamente la mirada tan helada y los bigotes tan grises como él había temido.

Sólo un miembro le miró con algo semejante a la aprobación. Y eso porque este miembro era por casualidad un Brutogasi también: Ardolf Hermanastro. Los otros seis miembros del Consejo eran —contando a partir de Ardolf, al extremo derecho tras la mesa— un Cheles, un Worna (ambos políticamente Hook y que posiblemente votarían por Jase) y cuatro Rods; un Gulbano, un Ferth, un Achobka y el Nelkosan en persona. No podía ser peor. No era sólo que el Nelkosan, como Jefe de Familia, sobrepasaba en rango a todos los del consejo, sino que a su familia había pertenecido Aton Tiomaterno, el compañero de exploración de Kator, muerto ahora. La Cámara de Investigación, al regreso de Jase, le había hallado inocente de la muerte de Aton. Pero el Jefe de la Familia de Aton no podía con honor aceptar graciosamente ese veredicto. Como hombre honorable, su deber sería hacer el mayor daño posible a Jase.

Éste inspiró profundamente por la nariz al detenerse ante la mesa, tras la cual se hallaban los siete en fila, y saludar con la mano derecha sobre el corazón, sobresaliendo las garras de sus dedos.

—Soy Kator Primosegundo Brutogas, señores —dijo—, en respuesta a su amable invitación para que me presentara aquí hoy. Confío en que estoy entre amigos.

—Primosegundo —dijo el Nelkosan respondiendo como el miembro más antiguo del consejo con la garantía tradicional—: Estás entre amigos.

Jase respiró con mayor facilidad. La garantía era honorable, pero no requerida. Evidentemente, el Nelkosan era hombre de costumbres estrictas. Sin embargo, si estricto en la justicia, también lo era en el deber. Sin detenerse a tomar aliento, se lanzó de lleno al proceso.

—El candidato podría empezar por explicarnos qué razones puede aducir, aparte de la declarada en su solicitud, para justificar que concedamos el puesto de Hombre–Clave en esta importante expedición a un hombre tan joven —dijo.

—Honorables miembros del Consejo —respondió Jase con voz clara y precisa—. Mi expediente se encuentra ante ustedes y unido a mi solicitud. Podría referirme sin embargo a mi adiestramiento como explorador, lo que supone una labor tanto a nivel científico como de navegación, así como la asociación íntima con el compañero de exploración.

Continuó hablando. Como los demás candidatos, Jase había preparado y ensayado cuidadosamente de antemano el discurso que pronunciaría ante el Consejo. Los miembros escuchaban ahora con el leve aburrimiento de unos hombres que ya habían oído diez discursos. La única excepción a ese aire de aburrimiento general era el Nelkosan, que se sentaba formidablemente alerta.

Cuando Jase hubo concluido, los miembros se volvieron unos a otros y se miraron.

—Bien —dijo el Nelkosan secamente—. ¿Votamos sobre este candidato?

Se inclinaron las cabezas a lo largo de la mesa. Las manos buscaron las bolas de votación negro para la aceptación, rojo para el rechazo. Los cuatro miembros Rod cogieron automáticamente la roja; los Hooks la negra. Jase se lamió los bigotes furtivamente con una lengua seca y abrió la boca antes de que las bolas se reunieran.

—¡Apelo! —gritó.

Las manos se detuvieron en el aire. El consejo pareció despertarse de pronto como un solo hombre. Siete pares de ojos negros se centraron súbitamente en él. Cualquier candidato podía apelar, sí…, pero eso era declarar al consejo equivocado o injusto en uno de sus actos, lo cual significaba que el Honor de alguno se había puesto en duda.

Para un candidato sin apoyo familiar el actuar de ese modo con un consejo de ancianos como éste suponía el dejar todo su futuro pendiente del resultado de la apelación. El Consejo volvió pues a retreparse en la plataforma y examinó a Jase.

—¿En qué se basa la apelación, si es que el candidato desea explicarlo? —preguntó el Nelkosan con un tono de voz demasiado satisfecha.

—Señor, me baso en que tengo otra razón más, aparte toda mi experiencia, para recomendar que se me elija —respondió Jase.

—Muy interesante —murmuró el Nelkosan. Miró a lo largo de la mesa a los demás miembros—. ¿No lo creéis así, señores?

—Señor, yo sí lo encuentro interesante —dijo Ardolf Hermanastro, el Brutogas, con un tono tan sereno que era imposible deducir si copiaba la burla simulada del Nelkosan o si se mofaba también.

—En ese caso, candidato —el Nelkosan se volvió a Jase—, adelante, no faltaba más. ¿Qué otra razón tienes para esa recomendación? Debo decir —y de nuevo miró significativamente a toda la mesa— que espero justifiques tu apelación.

—Señor, así lo espero. —Jase se metió la mano en la bolsa de su arnés, sacó un objeto pequeño y, adelantándose, lo colocó sobre la mesa ante todos ellos. Al retirar la mano se reveló un cubo de plástico transparente, en cuyo interior podía verse una pequeña figura flotando.

—¿Un gusano? —El Nelkosan alzó los bigotes.

—No, señor —dijo Jase—. El cuerpo de una forma de vida primitiva del planeta de las Gentes Embozadas.

¿Qué? —Repentinamente la sala se vio dominada por el estruendo y no hubo un solo miembro del Consejo que no se pusiera en pie. Por un instante todos parecieron hablar a la vez, y luego todas las voces se apagaron de pronto y todos los ojos se clavaron en Jase que seguía de pie y erguido ante ellos.

—¿De dónde sacaste esto?

Era el Nelkosan. Y como la pregunta no podía por menos de ser puramente retórica, su voz era como una roca helada.

—Señores —dijo Jase ardiendo de gozo en su interior al comprender que, bajo el cuello peludo, ni siquiera sudaba. Ahora que había llegado el momento final se sentía relajado, elevado y arrastrado por el gran empeño al que se había consagrado. Su voz era serena—. Señores, lo saqué del artefacto que traje a nuestro Mundo.

—¿Y no lo entregaste a las autoridades adecuadas, en el Centro de Examen? ¿No informaste del hecho de que lo poseías?

—No, señor.

Hubo un instante de silencio mortal en la sala.

—¿Comprendes lo que significa eso? —Las palabras salían espaciadas y claras de labios del Nelkosan. El rostro del Jefe de Familia era tan rígido como una máscara. Aunque antes había intentado con todas sus fuerzas, pero honorablemente, frustrar o desacreditar a Kator Primosegundo, lo que sucedía ahora iba más allá de una venganza honorable. Era una cuestión del Honor más delicado, y el Nelkosan deseaba mostrarse tan impersonal como un juez.

—Comprendo lo que significaría en circunstancias ordinarias… —respondió Jase.

—¿Ordinarias?

—Sí, señor. Ordinarias. Sin embargo, mi caso es extraordinario. No saqué este organismo del artefacto por el simple deseo de poseerlo.

El Nelkosan se dejó caer en cuclillas sobre la plataforma y los otros miembros del Consejo, como si hubiera dado una señal, siguieron su ejemplo.

—¿No fue por eso? —preguntó el Nelkosan.

—No, señor.

—Y ¿por qué te lo guardaste entonces…, si es que podemos saberlo?

—Señor —dijo Jase—, me lo guardé tras meditarlo profundamente con el propósito específico de exhibirlo ante el Consejo de Selección para lograr el puesto de Hombre–Clave en la Expedición al planeta de las Gentes Embozadas.

Sus palabras parecían caer como losas entre el silencio general de los miembros que le observaban. La pausa se hizo eterna en sus oídos mientras aguardaba.

—¿Por qué decidiste eso? —preguntó la voz del Nelkosan.

Jase contestó:

—Señor y miembros del Consejo cuya responsabilidad honorable consiste en seleccionar a un Hombre–Clave, el hombre con autoridad suprema en la nave y en la expedición, y que saben mejor que nadie cuan importante es esta expedición. Es un rasgo honorable y común el sentirnos seguros de nosotros mismos ante una gran empresa. Pero la confianza sólo es parte de lo que se necesita para el mando de esta expedición. El Hombre–Clave que la dirija no sólo ha de sentirse confiado…, sino seguro de su capacidad de triunfar en ese primer contacto con una raza que tal vez resulte ser casi igual a la nuestra.

Se detuvo y los miró, buscando alguna prueba de su reacción. Pero todos eran hombres de edad honorable. Su expresión resultaba inescrutable. Jase continuó.

—Registré mi mente para hallar prueba definitiva de la seguridad que siento en mi interior, la seguridad de que yo era el hombre que tendría éxito en esa importante tarea. Comprendí que me era necesario realizar algún acto simbólico de esa seguridad, de modo que, cuando llegara el momento de la selección, ustedes, señores del consejo, se sintieran justificados al elegirme como Hombre–Clave.

Se detuvo de nuevo.

—Adelante —dijo el Nelkosan con una voz perfectamente equilibrada, pero observándole con unos ojos tan entrecerrados que apenas eran dos ranuras.

—Por tanto cogí y me guardé el organismo extraño y muerto —dijo Jase—. Y ahora se lo ofrezco como prueba de mi propia dedicación a la tarea de la expedición. En tan alta consideración tengo ese nombramiento, que he puesto todo mi peculio, mis lazos familiares y, finalmente, mi Honor personal en peligro, con objeto de que este rasgo les convenciera de que en mí tendrían al Hombre–Clave superior a todos los demás y capaz de traer de regreso, y con éxito, a esta expedición. Estoy en sus manos, señores del consejo. Si me rechazan para el puesto que aquí se selecciona, asegúrense bien de elegir a quien tenga una dedicación a propósito de la expedición superior a la mía.

Dejó de hablar. Todos le miraron desde la mesa sin comentarios. Luego habló el Nelkosan:

—Te guardas una propiedad que debería estar en poder del Centro de Examen —dijo— y, no contento con eso, te atreves a dar instrucciones a este consejo sobre quién debe resultar elegido Hombre–Clave de una expedición vital y única. La cuestión es… —se inclinó hacia Jase—, ¿serán tus palabras una simple osadía, un bluff? ¿O realmente lo pones todo en la balanza por este nombramiento?

El tono de voz con que hablaba era grave, sinceramente inquisidor. El estómago de Jase se tranquilizó al fin. Por lo menos había podido arrastrar al Nelkosan más allá del área de una venganza mezquina en cuestiones de Honor. Ahora era el momento. La suerte estaba echada.

—Tan nobles considero mis actos —dijo— de apoderarme del organismo extraño como prueba correcta y honorable de mi derecho y no sólo al puesto de Hombre–Clave en virtud del Factor Suerte que puso al artefacto a mi alcance en primer lugar, que —hubo de detenerse para inspirar profundamente, a pesar de su dominio propio— ¡…que desafío el derecho de ustedes a quitarme ahora el organismo!

Y, de pronto, ante los ojos de Jase, la escena empezó a girar, se tornó confusa y luego desapareció.