16

En un rincón de los depósitos de libros, en un montón de viejas revistas encuadernadas con tapas de cartón y cubiertas de polvo, Jase encontró al fin lo que tanto tiempo llevaba buscando. Las rodillas le cedieron por el alivio y el agotamiento, y se dejó caer sentado con las piernas cruzadas en el suelo nada limpio del depósito.

Había estado viviendo entre los estantes de publicaciones que contuvieran resúmenes de artículos científicos en el campo zoológico y en el biológico. Sólo unos pocos días antes se había decidido a abandonarlos e iniciar el registro de los índices periódicos, tales como la Guía del Lector a la Literatura Periódica durante los cincuenta años últimos. Lo que Kator pensara apenas una semana antes sobre la posibilidad de que la raza humana careciera del concepto del Honor había encendido finalmente una chispa en la mente de Jase. Chispa que, por primera vez, iluminó la respuesta hacia la que había estado avanzando desde la sensación inicial de shock que experimentara al ponerse en contacto con la mente extraterrestre de Kator.

Era un recuerdo semiolvidado de algo que leyera hacía años. Un artículo escrito por alguien con autoridad en el campo zoológico o biológico. Pero le era de todo punto imposible recordar el nombre del autor. Ni siquiera podía recordar el formato y el mensaje del artículo en sí, pero la computadora innata e intrincada de su mente había establecido la relación entre el ruml y aquella pieza literaria escrita mucho antes de que el hombre pudiera llegar a imaginar nada semejante al establecimiento de un contacto con los ruml.

El proceso mental de su cerebro insistía en que en el artículo tenía la clave que buscaba para la comprensión mutua entre los humanos y los ruml. Era como una voz que le torturaba constantemente. Y, como la mayoría de los hombres que han vivido muchos años entre libros y procesos de investigación, él confiaba en esa voz. Si la sentía era porque estaba allí, lo mismo que el recuerdo de una canción que los labios no aciertan a pronunciar se aferra a nosotros y nos persigue desde el fondo de la mente, la cual sabe que la canción está allí pero no puede expresarla.

La antevíspera, y en un impulso repentino, había abandonado los resúmenes de artículos científicos publicados y se había pasado a los índices periódicos. Durante dos días su esfuerzo había sido inútil. Luego, hacía únicamente una hora poco más o menos, una corazonada súbita le había obligado a comprobar los títulos, más que los índices de temas. Siempre había pensado en lo que buscaba como en la clave de la solución, y la palabra clave se le había fijado en la parte principal de su cerebro. Durante algún tiempo no había prestado atención a ello. Había pensado que la preocupación de Kator por las llaves, y su cargo de Hombre–Clave, era lo que introducía constantemente aquella palabra en su investigación.

Luego, cediendo un poco ante el impulso de su investigación, la niebla de su memoria pareció alzarse por un segundo y Jase se sintió dispuesto a jurar que en el artículo que buscaba figuraba la palabra clave como parte de su título.

Se dedicó de nuevo a la investigación de los índices, comenzando con el que tenía en la mano en ese momento y que estaba fechado hacia mediados de la década de los sesenta. Recorrió apresuradamente con el dedo una lista de títulos que comenzaban con la C.

Y uno pareció saltar ante sus ojos.

Dio media vuelta, registró los montones de aquel almacén de revistas antiguas y halló lo que buscaba. En el instante en que vio la cubierta se retiró por completo la niebla de su memoria y recordó dónde había leído la revista. Había sido en la universidad, antes de que se fuera a las Rocosas para observar las reuniones y luchas primaverales de los osos. Levantó la cubierta y buscó rápidamente la página donde hallaría el artículo que buscaba. Ya lo tenía a la vista.

Clave del por qué de la ferocidad de los osos, por Peter Krott. Y estaba en la «Revista de Historia Natural», en el ejemplar de enero de 1962. Ahora que lo había encontrado recordó claramente y sin ninguna dificultad que el ejemplar del 15 de enero de la revista «Newsweek», de aquel año también, se había referido a las ideas de Krott.

Temblándole un poco las manos y bajo el brillo de la bombilla con su pantalla primitiva, pasó rápidamente la vista por el artículo. Y todo iba volviendo a él, como si lo hubiera leído tan sólo un día o dos antes. Krott, acompañado de su esposa y sus dos hijos, había pasado un par de años en los Alpes italianos. Mientras estaban allí habían criado a dos pequeños osos, dedicándose a observarlos. Y había comprobado que los cachorros eran amables, incluso tímidos en sus juegos con sus propios niños, pero que no se dedicaban demasiado a jugar simplemente porque estaban siempre ocupados buscando alimento, actividad que ocupaba la mayor parte de su tiempo, ya que los Krott dejaban que se buscaran la comida por sí mismos.

La única interrupción de aquellas relaciones tan perfectamente amistosas tuvo lugar un día en que la señora Krott llevaba algunos tubos de ensayo con alcohol en el bolsillo de una chaqueta de piel. Uno de los osos la atacó, le clavó las garras en la chaqueta, le desgarró el bolsillo, les quitó el tapón de corcho a los tubos de ensayo y se bebió el alcohol que había en ellos.

Esto inició una investigación por parte de Peter Krott, zoólogo finlandés de gran reputación. Y sus conclusiones, tras la observación prolongada de los dos mismos osos, y relacionándola con relatos anteriores de otras personas que se habían mezclado con osos en condiciones de vida salvaje y sin el menor problema, se resumían hacia el final del artículo. Jase pasó a él rápidamente. Leyó:

… Para resumir: Un herbívoro puede ser alimentado porque su cuerpo no está adaptado en absoluto a los movimientos necesarios para hacer presa. Muchos carnívoros, a su vez, adquieren la capacidad de ser alimentados mediante los cuidados de sus padres…

Jase hizo una pausa registrando en su memoria algo que se entremezclaba con la lectura. ¿Cuál era el libro…? ¡Oh, sí! Nacida libre, acerca de una leona llamada Elsa, educada por una mujer y su marido en condiciones similares en la selva africana… ¿Cómo se llamaba la autora? La mente de Jase, ahora nublada de nuevo, renunció al esfuerzo de hallarlo. De todas formas sólo venía a corroborar lo que tenía aquí… Volvió pues al resumen de Krott:

El oso carece de dicha capacidad, y es evidente que no puede adquirirla. Eso, en mi opinión, es el factor decisivo en el peligro que supone que los osos vivan en contacto con los hombres. El modo de ganarse el corazón del oso no es a través de su estómago; por eso es difícil que lo comprendamos, ya que nosotros sí somos capaces de ser alimentados como otros muchos entre las auténticas bestias de presa…

Agarrando la revista. Jase se puso en pie vacilante y cruzó los depósitos de libros hacia la puerta que daba paso al pequeño despacho de Mele, entre éstos y la biblioteca. Él y Mele no se habían visto apenas desde el día en que Swanson, Coth y los otros se hubieran apoderado del proyecto, pero ahora el éxito —unido a su estado de agotamiento— borró ese hecho de su mente y fue en su busca. Subió tambaleándose las escaleras y entró como un huracán por la puertecita.

Mele estaba sentada a su mesa, pasando a máquina el informe de una grabadora. El sonido de los dedos sobre las teclas se interrumpió al detenerse ella alzando la vista ante su aparición repentina. En el breve silencio que siguió, Jase pudo distinguir, al otro lado de la puerta más lejana, las voces de Swanson y los demás conversando, si bien no podía entender las palabras debido al grosor de la puerta.

—¡Mele! —gritó—. ¡Lo he encontrado!

De pronto descubrió que las rodillas le fallaban. No había lugar para sentarse en aquel pequeño despacho. Cerró la puerta que daba a los depósitos, a sus espaldas, cogió nervioso la papelera del rincón, tras la mesa de Mele, volcó su contenido en el suelo y la colocó boca abajo. Y allí se sentó colocando la revista abierta en la máquina de escribir, ante la muchacha.

—Mira… —comenzó, ansiosamente.

—Jase… —Mele adelantó una mano para apartar la revista—. Tengo mucho que hacer.

—¡Escucha! —dijo brusca, rudamente, cogiéndole la mano—. ¡Tienes que escucharme!

Ella le miró entonces y su rostro se alteró. Agitó un poco la cabeza, los ojos nublados por el sufrimiento.

—Estás cubierto de polvo —dijo—, y a punto de morir de agotamiento. Jase, ¿por qué no te echas un rato? Luego, más tarde, después que hayas descansado, podremos hablar de lo que sea…

—¡Mele! —Se inclinaba hacia ella golpeando la superficie de la página abierta ante sus ojos con un índice muy sucio—. ¡Es esto! ¿Es que no lo entiendes? ¡Ahora podremos conseguir algo más!

Mele continuaba mirándole con los ojos abiertos, muy oscuros.

—¿Sobre qué? —preguntó.

—Sobre los ruml…, ¡los ruml y nosotros! —La miró—. Lo que yo he estado buscando desde el principio. Un puente entre su carácter básico y el nuestro. Y está aquí, en este artículo.

—¿Este artículo? —Lo miró—. Pero si eso se escribió… —volvió la página para comprobar la fecha de publicación de la revista— hace años.

—Y ¿qué importa? —dijo Jase. Sonrió un poco como borracho de fatiga, pero dichoso de tener al fin la oportunidad de explicárselo—. Se trata de una investigación básica y honesta, de la clase que esos tipos de ahí dentro… —e indicó la puerta de la biblioteca, de la que salía el rumor de voces— jamás creyeron útil. «¿A quién le importa la razón de la ferocidad de los osos?» —dijo, imitando furioso la voz de Swanson—. ¿No te parece ya oírselo decir? O bien: «¿Quién quiere ir a la Luna?». «¿Qué importancia tiene que haya algo más pequeño que el átomo… si el átomo es tan pequeño que, de todas formas, no podemos verlo?». Tú les has oído hablar así toda su vida. Y yo también. Bien, por una vez, una pizca de investigación básica va a salvar su vida… ¡La vida de todos!

—Jase… —empezó ella, suplicante.

—No, escucha —continuó—. Déjame decirte lo que descubrió Krott. Siempre ha habido un problema con los osos, los osos salvajes, que a veces atacan a los humanos y en otras ocasiones no les hacen el menor caso. Mira el Parque de Yellowstone. Cada año resultan malheridos turistas de los que dan de comer a los osos, y a otros turistas en cambio no les pasa nada. Bien, Krott halló una explicación.

—Jase.

—No, escucha —continuó a toda prisa—. Mira, apenas unos años antes de la publicación de este artículo, la gente empezaba a interesarse por lo que llamaban esquemas de alimentación. Una barracuda, por ejemplo, atacará un objeto brillante tanto si tiene hambre como si no. Un tiburón, en la locura ciega del hambre, destrozará cualquier cosa e intentará comer aunque sean sus propias entrañas si ha sido atacado por la locura ciega de los demás tiburones. Y seguirá intentando comer incluso cuando se esté muriendo.

Se detuvo para tomar aliento. Las palabras habían salido en un torrente arrollador.

—Krott descubrió parte de un esquema de alimentación en unos osos que crió. Los osos son omnívoros. Están a medio camino entre los herbívoros y los carnívoros. Los herbívoros no son alimentados por sus padres cuando son pequeños. Los carnívoros, sí. Pero los herbívoros no atacan para conseguir comida. Los osos, sí. El oso tiene los reflejos de alimentación del herbívoro y el equipo ofensivo del carnívoro, así que ataca cualquier alimento que se mueva y con el que tropiece. Pero eso no es algo consciente. Es un reflejo. Y ese reflejo tendrá lugar incluso contra un humano que el oso aprecie si aquél agita por ejemplo una tira de carne ante el oso. Si lo hace, el oso atacará. Atacará la carne y, de paso, por coincidencia, al ser humano que la sostiene. Y el hecho del ataque no tendrá nada que ver con los sentimientos o pensamientos del oso acerca del ser humano.

—Bien, y ¿qué, si eso es cierto? —preguntó Mele—. Hablas de osos, no de los ruml o de seres humanos.

—¡Pero los seres humanos también tienen reflejos! —exclamó Jase, desesperado—. No reflejos de alimentación comparables a los de los osos. Pero un niño humano, capaz de caminar pero incapaz aún de defenderse, correrá y tratará de subirse al adulto más próximo en caso de peligro patente. En grandes grupos o multitudes, el instinto del rebaño por escapar, como de un edificio en llamas, o de atacar, como en el caso de un linchamiento, vencerá a los procesos intelectuales que, en otras circunstancias, controlarían tal conducta.

—¡Oh, Jase! —Mele abrió un cajón de la mesa y sacó una caja de servilletitas de papel. Sacó varias de la caja y empezó con suavidad a secar la frente de Jase del sudor del cansancio al que se mezclaba el polvo de los depósitos—. Jase, estás agotado. ¿Por qué no dejas todo eso para los hombres de ahí dentro? —indicaba la habitación inmediata—. Ellos son los expertos. Déjales que se encarguen de ello…

—¡Pero es que lo están haciendo todo al revés! —dijo Jase—. Nuestra confrontación con los ruml no es una situación política, ni siquiera sociológica. ¡A efectos prácticos hemos retrocedido a hace cien millones de años, y vamos a enfrentarnos como dos animales primitivos y diferentes en la ladera de una colina! Te digo que, en un caso como éste, el proceso intelectual de la civilización queda barrido a un lado. Y sólo pervive el carácter básico de una raza, el carácter animal de una raza, frente a frente con el carácter animal de la otra. Y estos caracteres animales anulan las decisiones de nuestro cerebro superior. Ya no actuamos como individuos que piensan. Actuamos como representantes primitivos de nuestro propio y particular tipo de ser. Estos reflejos básicos están ligados directamente al instinto de supervivencia, el instinto de supervivencia racial, y te digo que ésos vencen a las decisiones intelectuales e individuales.

—Bien, pues no vencen a la mía —dijo Mele, con firmeza, echando al montón de papeles que Jase tirara de la papelera las servilletitas de papel que había ensuciado—. Ahora, Jase, tratarás de dormir un poco.

—Lo harán —insistió él interrumpiéndola—. Ya lo verás. Un día.

—No, no lo veré —dijo Mele con decisión—. No soy una campesina inculta del siglo diecinueve, gracias. Yo me controlo perfectamente a mí misma como cualquier mujer moderna, y continuaré haciéndolo…

—Eso no tiene nada que ver con el hecho de ser moderna…

La voz desesperada de Jase se cortó bruscamente cuando la puerta de la biblioteca se abrió de golpe y Swanson apareció en el umbral, las gafas colgándole de la mano.

—Mele… —dijo—, ¿ha visto a Jase por alguna parte…? ¡Oh, está aquí, Jase! Entre. ¡Entren los dos, por favor!

Jase se levantó, las piernas temblándole de cansancio, cogiéndose a un ángulo de la mesa de Mele. Entró en la biblioteca tropezando con el marco de la puerta. La muchacha le cogió por el codo y le ayudó a enderezarse.

—Siéntate —le dijo. Por encima del hombro, al dejarle en un sillón, habló furiosa a Swanson—: Necesita dormir. ¿Es que no lo ve? ¿No pueden hablar con él más tarde?

—No —dijo Swanson brevemente, sin énfasis. Desde el sillón. Jase alzó la mirada hacia él viendo tras Swanson el rostro de Bill Coth, que hoy no llevaba el uniforme de las Fuerzas Aéreas, y de los otros hombres que jamás hablaban cuando Jase estaba en la habitación.

—¿Qué ocurre? —inquirió Jase.

Swanson le miró por un segundo como dudando si debía hablar, y cuánto.

—Han encontrado algo —dijo al fin—. El grupo de Kator. Con sus colectores. Han penetrado en un área donde nosotros no queríamos que se introdujeran.

—¿Cuándo? —preguntó Jase.

—Hace veinte minutos…, media hora —dijo Swanson—. Uno de sus colectores en forma de rata llegó a cruzar el umbral de una instalación secreta. Los ruml lo hicieron estallar antes de que pudiéramos capturarlo.

—¿Qué instalación? —exigió Jase—; ¿y qué hay en ella que sea tan secreto?

Swanson vaciló.

—No estoy autorizado para decírselo. Lo siento.

Jase le miró por un segundo, incapaz de hablar.

—¡Vaya, ustedes… son increíbles! —estalló cuando al fin halló la voz—. ¿Ahora van a jugar al escondite conmigo? Soy la única persona que puede salvarles el cuello. En realidad, acabo de descubrir algo…

—Lo siento —repitió Swanson, tercamente—. Simplemente no estoy autorizado para decírselo.

Jase sintió que la furia le aclaraba el agotado cerebro por un instante y le daba fuerzas, por lo que se sintió agradecido.

—¡No autorizado! —repitió—. Probablemente puedo adivinar… ¿Qué otra cosa podía ser sino algo capaz de utilizarse contra los ruml? ¿Qué son…, proyectiles tierra–aire? ¿Algo que tiene que ver con la observación telescópica del área del espacio ruml? ¿Naves de guerra espaciales de alguna…?

Los párpados de Swanson se agitaron involuntariamente. Su rostro, como el de Jase, estaba marcado por las arrugas del cansancio.

—¡Naves de guerra espaciales! —volvió a decir Jase mirando al hombre que ahora trataba de colocarse de nuevo las gafas—. ¡Así que tienen tales cosas! Y yo que lo lancé como un tiro al azar…

—Se trata de una instalación subterránea. Bajo lo que parece una fábrica abandonada —dijo Swanson duramente—. No entiendo cómo lo encontraron.

—Sabían lo que buscaban…, probablemente —dijo Jase—. ¿Cuándo vio la filmadora del colector?

—No llegó a entrar en el área subterránea de aparcamiento de naves, sólo al hueco del ascensor que llevaba allí. Entonces estalló antes de que nuestros oficiales pudieran llegar al colector y detenerlo. Eso es lo que nos hace creer que los ruml sabían lo que habían encontrado. De otro modo no tenían razón alguna para destruir al colector. No querían correr el riesgo de que nosotros descubriéramos que ellos lo sabían.

—Sí… —dijo Jase. Se levantó del sillón. Los pensamientos se atropellaban en su cerebro—. Eso es lo que él haría.

—¿Él?

—Kator —Jase reflexionaba. Su mente trabajaba con furia, con inteligencia, como la mente de un hombre dominado por la fiebre justo antes del colapso del delirio. Jase era consciente de aquella claridad extraordinaria de visión, como el estallido final de luz que precede al segundo en que una bombilla se funde. Y sentíase agradecido por ello—. Ha sucedido en el mejor momento.

—¿Un momento mejor? —dijo Coth. Jase podía ver cómo le miraban todos. Mele, a sus espaldas, sin duda estaría mirándole también.

—Se lo dije, acabo de encontrar lo que he estado buscando desde el principio de mi contacto con Kator… —Jase bajó la mirada hacia sus manos, al ejemplar de la revista que contenía el artículo de Krott, y luego recordó que la había dejado sobre la máquina de escribir de Mele—. Tengo la clave para el carácter básico del ruml. Ahora debo encontrarme con uno de ellos.

—Eso nada importa —le interrumpió Swanson—. Volvamos al problema importante. ¿Cómo impedir que otros colectores penetren hasta la misma área del aparcamiento de las naves de guerra? Debe haber algún colector que los mismos ruml conozcan y que nos avise cuando uno de esos malditos transmisores se acerquen…

—¿Por qué no desean ustedes que sus colectores vean que la raza humana tiene armamento espacial también? —preguntó Jase—. Ellos ya saben por el artefacto que la etapa de nuestro desarrollo espacial es… Comprendo. —Se interrumpió de pronto, pues aquella claridad brillante y definitiva de su mente le había dado la respuesta—. Ustedes han sacado las naves de allí…, y eso es lo que no quieren que ellos vean, ¿no es cierto? Ustedes creen que ellos, al ver sólo unas cuantas naves estropeadas en lo que es indudablemente el lugar donde debían hallarse nuestras naves de guerra espaciales, comprenderán que estamos al tanto de sus movimientos.

Ahora advirtió que sus ojos llameaban al mirar a Swanson y a los otros.

—¡Qué torpes…! —Se interrumpió—. ¿Dónde están entonces las naves?

—Lo siento —repitió Swanson—. No estoy en situación de discutirlo con usted.

—¿Quiere que lo adivine? —se burló Jase—. Las han enviado a volar por el espacio, a la mayor distancia posible del Mundo Ruml. Sí, esa manera de actuar sería muy propia de ustedes. Ahí es donde están, ¿no es cierto? ¿No es cierto?

—No puedo… —empezó Swanson.

—Tanto da —le interrumpió Jase—. No tiene por qué admitirlo. Eso es exactamente lo que el esquema humano básico le obligaría a hacer a usted, así como los esquemas de ellos. Pero insisto, tanto da. —Su mente corría tan aprisa que la lengua apenas podía seguirle—. No importa. Él mismo vendrá. Sí, eso es lo que habrá de hacer él.

—¿De qué está hablando? —exigió Coth, detrás de Swanson.

—Kator. Vendrá en persona —murmuró Jase—. Sí, todo encaja ahora… Está bien. Sé que puedo manejarlo. Pero es preciso que yo me reúna con él.

—¿Reunirse con quién? —exigió a su vez Swanson.

—Con Kator. Sé que vendrá en persona a investigar en ese su aparcamiento espacial subterráneo. Quiero encontrarme con Kator cuando él venga. Ustedes deben disponerlo todo para que yo esté allí. —Miró a Swanson—. Puede hacerlo, ¿no? Le aseguro que ahora tengo la solución. Acabo de encontrarla en los depósitos de libros. Podremos habérnoslas con ambos.

—Habérnoslas…, ¿con qué?

—Con ambos esquemas de conducta, el humano y el ruml. De lo contrario se atacarían a muerte. Bien… —miró a Swanson—, no me ha contestado. Le pregunté si lo dispondrá todo para que yo esté allí.

Swanson le miró y agitó la cabeza lentamente:

—No —dijo con toda calma—. Ya debía saber para este momento que quedan muy pocas personas, tal vez ninguna, convencidas de que aún no le haya contagiado e influido en usted esa mente extraterrestre con la que ha estado trabajando. Me temo que ya no confiamos en usted. Me temo que no se le permitirá acercarse al lugar… y sobre todo si va a venir su amigo Kator.

Jase le miró. La habitación pareció girar repentinamente en torno á él, pero luchó por no dejarse arrastrar por ese mareo. «Tengo que aguantar un minuto más», pensó.

—Haré un trato con usted —dijo Jase—. Le gustaría actuar sin mí, ¿verdad? A todos ustedes les gustaría seguir la pista de Kator, y los demás ruml, sin acudir a mí, ¿no es cierto?

Swanson le miró a los ojos con toda franqueza.

—Sí —admitió brevemente.

—Pues asegúrese de que yo esté allí cuando llegue Kator —dijo Jase—. Asegúrese de que yo tenga la oportunidad de verme con él cara a cara y hablar con él a su llegada… y, cuando salga de allí, le ayudaré a capturarle. Le garantizo que podrá capturarle vivo y llenarle de instrumentos sin que él lo sepa. Podrá colocar en él sus propios transmisores y prescindir así de mí. Incluso podrá adaptarle un control remoto, a fin de hacerle explotar más tarde si así lo desea.

Swanson se quedó inmóvil un segundo sin contestar.

—No tengo autoridad para hacer esa clase de trato con usted —dijo al fin—. No está en mi mano…

—Acabará por estar de acuerdo —dijo Jase—. Todos ustedes lo estarán porque eso forma parte de su esquema de conducta y, como los ruml, los humanos reaccionan según su esquema básico cuando llega el momento de…

La habitación giró de nuevo en torno a él. Sólo que esta vez no se detuvo. Dio la vuelta. Jase tuvo consciencia de los rostros de Swanson y los demás girando, de la habitación girando en círculos ante él. Y luego, la nada.