AMAPOLAS EN EL CAMINO DE TOLEDO

La palabra Toledo sabe a piedra,

a memoria milenaria,

a judío tenaz,

a fantasma.

Vista la ciudad

se comprende que no existe,

que no ha existido nunca,

que todo es el sueño de un profeta loco,

de un emisario del otro mundo

que olvidó el camino de regreso.

En las torres de Toledo

descansan los guerreros del año mil doscientos,

los que fueron a buscar el Santo Grial,

y quedaron inmóviles ante las murallas de Jerusalén

hasta que el Río los trajo a las almenas de Toledo.

Dentro de estos muros

hay viejos peces de piedra, y hay enigmas

que nadie quiere escuchar,

y antiquísimo llanto petrificado, y plegarías

que en lugar de ir al cielo

caen como imprecaciones en las rodillas del diablo.

En el silencio de la noche

Toledo sirve de reposo a aquellos muertos

que no pueden dormir,

a los ángeles arrojados incesantemente del Paraíso,

a los seres que no han sido perdonados por Dios,

y vivirán invisibles para siempre

en las callejuelas más tristes de Toledo.

Yo he visto todo eso: yo, ciego, he visto más:

la alondra saboreando el amargor del incienso,

la borla caída de un sepulcro gótico,

el cirio rojo en la tumba del cardenal,

la mariposa comunicando un secreto a San Cristóbal,

la osamenta de un rabino escondida bajo la armadura del Conde de Orgaz.

Yo, ciego, he visto; pero debo callar,

porque, la muerte me hace señas de guardar silencio,

y dentro de mí tiemblan mis huesos,

y de pronto comprendo por qué allí,

en las afueras de Toledo,

ofrecen su signo a la inocencia de los hombres

las rojas amapolas.