EL VIENTO EN TRIESTE DECIA
El viento en Trieste decía tan extrañas canciones al amanecer,
que a nada temíamos tanto como al anuncio de que el alba llegaba,
Allí fuimos por una vez hijos felices de las tinieblas,
allí aprendimos a amar como si fuera la más hermosa luz
el rostro entero de la noche.
El viento en Trieste decía tales sufrimientos y horrores en lo alto,
que aprendíamos a desconfiar de las candorosas nubes,
y tomábamos por verdaderos centinelas de oscuras ceremonias
la antes cristalina bandada de aves blancas.
El viento,
el viento en Trieste abatía premeditadamente cuanto fuera hermoso,
y metidos en el último rincón de nuestros refugios sentíamos que el viento,
el viento bramador, el de la enajenada y espectral sinfonía,
hería, y estrujaba, y arrastraba gozosamente entre la inmundicia,
las vestiduras blanquísimas de los ángeles, los velos de la futura desposada,
los últimos depósitos de la sangre conservada como reliquia en el secreto del sagrario.
El viento en Trieste decía la pena de las estrellas,
la guerra incesante que hay allá, en las regiones donde nosotros
queríamos ver astros límpidos, armonía pautada en persona por Santa Cecilia,
paz del cielo.
El viento,
el viento en Trieste nos hacía desear como refugio la vida de la tierra,
la propia vida que nos habíamos empeñado en repudiar. El viento en Trieste decía
cuántos infiernos moran allá entre las estrellas, y nos hacía buena la tierra,
y del pecho se escapaban bendiciones cuando el viento rugía contra el sueño,
y nos daba sin tregua y sin consuelo
a inesperada enemistad del alba.