Interrogatorios
Nadie en la policía de Barcelona pretende ser Eliot Ness. La discreción es una de nuestras máximas cuando efectuamos una detención. Los cuatro sospechosos estaban siendo vigilados de cerca por polis novatos que redactaban un informe diario sobre sus movimientos. El 9 de diciembre de 2004 tuvieron lugar las detenciones, que fueron coordinadas por Dani Ramos siguiendo la misma norma que los Rangers de Texas: un mínimo de dos hombres por detenido. Cualquier precaución es poca cuando te dispones a ponerte muy cerca de alguien que, presuntamente, ha sido capaz de cometer un asesinato.
Al caer en miércoles, me tomé el día libre y fui con Silvia al cine a ver una comedia mediocre. Al día siguiente, bien temprano, estaría en comisaría para interrogar a los detenidos.
Fiel a la discreción, Dani Ramos entró en El Rincón de Manolo y Loli cuando ya no quedaba ningún cliente. Manuel Ferrer hacía caja, su esposa se disponía a sacar un saco de basura y el ecuatoriano cabezón fregaba el suelo.
—Está cerrado —les advirtió el camarero a mis compañeros, maldiciéndoles para sus adentros por haberle pisado el fregado.
—¿Manuel Ferrer? —preguntó Ramos.
Tal como levantó la mirada, Ferrer dio a entender a los dos policías que sabía quién eran y que habían venido a notificarle que su mala suerte no había tocado fondo todavía, sino que seguía en plena caída libre. Ferrer tardó un par de segundos en hacerse el longuis, lo cual fue concederle demasiada ventaja a Ramos, al que tantos años trabajando en el Departamento de Homicidios habían hecho de él un experto interpretando las caras y los gestos de los detenidos. Cuando Loli salió de la cocina cargando con el saco de basura, las pocas preguntas que realizó y su serenidad mostrada también la delataron: vivía mentalizada con que aquel momento, más tarde o más temprano, iba a llegar.
—Volveré enseguida, cariño —le dijo Ferrer a Loli, quien no escuchaba la palabra «cariño» de los labios de su esposo desde la luna de miel. Eso sí era sorpresa, y no la detención.
Recibí un sms de Silvia tras interrogar a Moisés. Me proponía ir a cenar a su casa una noche después de haber ido al cine. Su tantadora propuesta ponía de manifiesto que estábamos a punto de cometer el error de besarnos y, francamente, a esas alturas de nuestra historia a mí ya no me importaba cometer el dulce error de besarla. Lamentablemente, tuve que declinar equivocarme aquella noche porque el reloj marcaba las ocho menos cuarto de la tarde y todavía teníamos pendiente interrogar a Rocky.
Tras los primeros tres interrogatorios llegamos a la conclusión de que los sospechosos habían pactado la versión de los hechos que nos iban a explicar. Amador, Ferrer y Moisés no negaban haber estado en Río, e incluso admitieron que el motivo de su viaje fue el de reclamarle el dinero del premio a Solsona. Lo que negaron tajantemente fue haberle propinado una paliza mortal en la playa.
—No voy a negar que le di un puñetazo —nos había dicho Moisés—. Qué menos. El tío me acababa de robar más de dos millones de euros. Sí, fui a Río y le partí la cara, pero no le maté.
Ferrer declaró:
—Solsona era un coleccionista de enemigos. Basta con decirles que, cuando le encontramos, alguien se nos acababa de adelantar rompiéndole la cara. Si investigan su vida en Barcelona descubrirán que no era trigo limpio. Le encantaba meterse en líos, hacía del problema su hábitat natural. Su novia había sido puta, y los dos se divertían yéndose sin pagar de los restaurantes o colándose en hoteles para echar un polvo. A Álex Solsona le costaba muy poco granjearse la enemistad de la gente.
Amador:
—Si le hubiéramos querido matar, lo hubiéramos hecho en Barcelona. A Río solo fuimos a advertirle de que el mundo no es tan pequeño como para esconderse de nosotros. Señores, desde hace muchos años me gano la vida como cobrador de morosos y no tengo ningún antecedente por lesiones. Mi trabajo me obliga a amenazar y a infundir miedo, pero jamás he hecho daño a nadie. No soy tan estúpido como para jugarme la libertad. Tengo una familia que depende de mí.
—¿Por qué cogieron vuelos distintos? —le preguntó Varona.
—Moisés y Rocky tenían que solucionar un par de asuntos urgentes en el trabajo. Por eso volaron más tarde.
—También se hospedaron en hoteles distintos —inquirió Varona.
—Sí. ¿Y qué? Ellos vinieron más tarde y se hospedaron en otros hoteles.
—Habiendo habitaciones libres en el hotel donde se hospedaban el señor Ferrer y usted —apunté—. Parece poco práctico.
—Los hoteles estaban cerca. No somos dos matrimonios, como Abba; los cuatro tenemos autonomía.
—Económicamente, parece que no —dije—. Manuel Ferrer contrató todos los viajes. Pagó los vuelos, pagó los hoteles y pagó el coche de alquiler con el que se desplazaban en Río.
—Él puede hacerlo: tiene un bar. Nosotros somos empleados. La idea de ir era suya, pero no quería ir solo.
—¿Por qué? —preguntó Ramos—. ¿Temía aburrirse?
—Queríamos asustar a Solsona, y para eso era preciso que fuéramos los cuatro, sobre todo Rocky y Moisés, que dan más miedo.
—Podemos, pues, hablar de que ustedes iban contratados por Ferrer —dijo Varona.
—No. Yo le pienso devolver el dinero del viaje, porque Solsona también me había estafado a mí y, por tanto, también era asunto mío. Si Rocky y Moisés piensan hacerlo o no ya no es mi problema.
Todos se enrocaban en la misma versión: viajaron a Brasil, encontraron a Solsona y le rompieron la cara, pero le dejaron vivo a dos manzanas de su aparthotel. Era una versión creíble.
—Si el último sospechoso mantiene esta versión —dijo Varona— deberemos llamar a Río y darles trabajo a nuestros colegas cariocas.
Rocky entró en la sala de interrogatorios y se sentó, como habían hecho antes los otros detenidos, frente a nosotros tres. Cuando reparó en mí, me miró fijamente. Me reconocía del incidente con el móvil de Silvia, ocurrido apenas diez días antes en el bar de Ferrer.
—Usted y yo nos conocemos —me dijo.
Ramos y Varona me miraron. Rocky me estaba poniendo en un aprieto porque mi capítulo en ese bar, identificándome como inspector de policía, había sido un fallo imperdonable que podría, además de manchar mi trayectoria, haber entorpecido la investigación.
—Yo creo que no —le contesté.
Rocky entendió que a mí no me convenía haber estado en ese bar y se alió conmigo, supuse que para tener la sensación de haberse ganado a uno de los tres polis que iban a interrogarle.
—Creo que le estoy confundiendo —me dijo. «Me debes un favor», escondían sus palabras.
La tarde del 15 de noviembre de 2004, Rocky y Moisés aterrizaron en Río de Janeiro con media hora de retraso. Manuel Ferrer les esperaba en la terminal de vuelos internacionales.
—¿Qué tal el vuelo? —les preguntó.
—¿Qué tal por aquí? —preguntó Rocky a modo de respuesta.
—Mejor imposible. Os lo contaré por el camino.
En el aparcamiento del aeropuerto esperaba el Nissan alquilado por Ferrer. Puesto que ni venían a Río de vacaciones ni esperaban estar más de dos o tres días, Rocky y Moisés habían viajado con sendas maletas pequeñas. Mientras conducía hacia Río, Manuel Ferrer les puso al día de todo lo que Amador y él habían visto.
—Se le veía excitado —nos contó Rocky en el interrogatorio—. Incluso diría que feliz. A raíz de la desaparición del boleto nos habíamos acostumbrado a un Manolo de semblante amargado. De camino a la ciudad, vi varias veces su sonrisa reflejada en el retrovisor.
Ferrer les explicó que habían localizado el aparthotel en el que se hospedaba Álex, aunque él no se refería al edificio como aparthotel, sino como «hotel de lujo». Lo hacía para despertar la ira de Moisés y Rocky hacia el hombre que les había estafado. Les dejó en su hotel y quedó con ellos en que pasaría a recogerlos al cabo de cuatro horas.
—Podéis descansar tranquilos. Tenemos al pájaro localizado.
A diferencia de Amador y Ferrer, que se hospedaban en habitaciones individuales, Moisés y Rocky iban a compartir una doble. Para más inri, alguien había cometido el error de reservarles una habitación con cama de matrimonio.
—¿Pedimos que nos cambien de habitación? —le sugirió Rocky a Moisés.
—Mejor que no —contestó Moisés—. Nos han dicho varias veces que cuanto menos llamemos la atención, mucho mejor.
—¿Acaso no llaman la atención dos bestias como nosotros compartiendo cama? —le preguntó Rocky, contrariado por aquella situación—. Debemos de ser la comidilla de todo el personal.
—Esto es Brasil, Rocky, tienen la mentalidad más abierta.
—Muy abierta han de tenerla para creer que estoy enamorado de ti…
No durmieron demasiado en las apenas cuarenta y ocho horas que permanecieron en Río. La mayor parte de esas horas estuvieron dentro del coche siguiendo a Solsona, a la espera de que llegara el momento adecuado para salir a «saludarle».
—Tenemos que intentar no ser vistos —dijo Ferrer—. Por nadie. E intentar no cazarle delante de hoteles, bancos o joyerías, porque son establecimientos que disponen de cámaras que registran las 24 horas lo que sucede en sus aceras.
—Ni que fuéramos del MI6 —dijo Rocky—. Solo se trata de llamarle ladrón y abrirle una ceja, ¿no? En esta ciudad tienen problemas más graves que resolver, lo he leído en internet.
—Pero mejor que no nos vea nadie, Rocky —dijo Amador—. No nos conviene.
Era difícil cazar a Solsona. Se desplazaba siempre en coche e iba siempre de aparcamiento en aparcamiento: el del aparthotel, el de un restaurante, el de un club social… Todos ellos aparcamientos vigilados. La acera, apenas la pisaba.
—Tarde o temprano se pondrá a tiro —dijo Amador—. Entonces le cogeremos.
Durante el seguimiento, los cuatro estuvieron en el punto de mira de los rifles que usaban los vigilantes de los Vidal, a quienes no hizo ninguna gracia ver un utilitario japonés rondando por los alrededores de la casa.
—Fue una manera muy poco ortodoxa de visitar Río de Janeiro —nos explicó Rocky—. Con las mujeres que cuentan que hay, y yo metido en un coche con tres tíos más, con uno de los cuales, además, compartía cama.
Finalmente, tras muchas horas con el culo pegado en los asientos del coche les llegó la oportunidad que buscaban. Habían perdido el coche de Álex en un cruce y, tras dar unas vueltas inciertas por calles cercanas a la avenida en la que Álex parecía haberse desintegrado, creyeron que lo mejor era regresar al aparthotel para asegurarse de que él regresaba.
—Pero fue decidirlo y, acto seguido, ver su coche aparcado a pocos metros de lo que parecía un puticlub —declaró Rocky.
Aparcaron unos metros detrás del coche de Solsona. Después de cinco meses de intentar dar con él, ya solo quedaba esperar a que Álex volviera a por el coche. Poco más de veinte minutos tardó en abrirse la puerta del puticlub. Desde los metros que les separaban, y a través del retrovisor, Amador vislumbró cómo salía despedida del local la figura de un hombre. Otro hombre, negro y corpulento, salió tras el primero, que yacía en el suelo, de donde parecía no poder o no querer levantarse. El negro le increpaba, señalándole, a la vez que le propinaba un par de contundentes puntapiés y un escupitajo.
—Creo que tenemos al amigo Álex detrás de nosotros —anunció Amador.
Los otros tres se giraron. Reconocieron a Álex Solsona: era aquel tipo que se esforzaba por ponerse en pie. Cuando lo consiguió, empezó a cojear hacia su coche… y hacia el Nissan de alquiler.
—Parece que alguien se nos ha adelantado —dijo Rocky.
Amador asió el tirador de la puerta del copiloto. Solsona se acercaba.
—Puedo meterle en el coche yo solo —dijo Moisés, con la mano en el tirador de la puerta derecha trasera.
Ferrer arrancó el motor. Solsona ya estaba muy cerca.
—¿Salimos ya? —preguntó Rocky, también asiendo el tirador de su puerta.
—Tú espera en el coche —le dijo Moisés—. Yo solo me basto para salir y meterlo en el coche.
—Yo también saldré —avisó Amador.
—¿Y adónde lo llevamos? —preguntó Rocky.
—Improvisaremos —dijo Amador—. Ya está aquí. Parece hecho una mierda.
Moisés y Amador abrieron las puertas a la vez. Solsona, que caminaba con la mirada al suelo, oyó las puertas y, antes de poder levantar la mirada para poder ver quién, de repente, le cortaba el paso, recibió un puñetazo en el pómulo. Amador le había alcanzado de lleno. Álex no se desplomó de espaldas al suelo porque la mano de Moisés le agarró violentamente del pelo y, tirando con fuerza de él, lo introdujo en el coche. Álex se dio de bruces contra el asiento trasero. Moisés entró tras él, propinándole un fuerte rodillazo en el costado.
—Arranca, Manolo —dijo Amador, cerrando la puerta.
Solsona reconoció la voz. Dolorido por los golpes, levantó la cabeza y se topó con la sádica sonrisa de Rocky, que abrió su manaza para darle a Solsona un bofetón que le causó un corte en el labio.
—Ese manotazo fue todo lo que yo le hice —nos dijo Rocky en la sala de interrogatorios—. De todo lo que pueden acusarme es de un corte en el labio.
Ferrer conducía por el centro de Río sin saber adónde ir. A través del retrovisor del coche veía la cara magullada de Solsona. La sangre que goteaba de su labio le manchaba la camisa de seda. Moisés le agarraba con fuerza por la nuca, clavándole el pulgar en el cuello para producirle dolor, aunque Álex no tenía ni siquiera fuerzas para quejarse. Estaba grogui.
—No te esperabas esta visita, ¿verdad, hijoputa? —le preguntaba a Álex un excitadísimo Ferrer, que conducía sin rumbo.
Solsona se percató de que tenía un problema muy grave. Sintió que debía salir inmediatamente de aquel ataúd con ruedas. Empujado por el pánico, sacó fuerzas de váyase a saber dónde para conectar un codazo perfecto en la cara de Moisés, liberando su cuello de la manaza del matón. Álex se impulsó hacia delante con los brazos estirados para tratar de llegar al volante. Quería provocar un accidente que requiriera la presencia de las autoridades. En su desesperado intento, golpeó con su brazo la cabeza de Ferrer. La inercia del golpe hizo que este se inclinara hacia la izquierda, haciendo girar un volante que Solsona llegó a rozar con los dedos. El Nissan ocupó el carril contrario de una avenida durante un larguísimo segundo, que fue lo que tardó Ferrer en dar un volantazo con el que corrigió bruscamente la trayectoria del coche, poniéndolo de nuevo en su carril. Rocky y Moisés reaccionaron al contraataque de Solsona tirando de él hacia atrás. Rocky lo sujetó por el cuello, apretándole la nuez, a la vez que Moisés vengaba el codazo anterior golpeándole repetidamente el torso con los puños.
Salieron del centro de la ciudad y detuvieron el coche en una calle solitaria situada junto a una playa. Ni se les ocurrió pensar si estaban en una zona segura o en un barrio peligroso; aquel rincón de Río estaba desértico y eso les parecía perfecto. Al fin y al cabo, si alguien era peligroso aquella noche en Río de Janeiro eran cuatro españoles que habían cruzado el charco sedientos de venganza.
Rocky sacó a Solsona del coche y lo sujetó con fuerza del brazo para que no pudiera escaparse. Cruzaron la calle en dirección a la playa. En cuanto Solsona notó que sus zapatos pisaban la arena, su instinto le advirtió de que algo muy grave podía estar a punto de pasarle. Hizo un último esfuerzo para soltarse del brazo de Rocky, pero fue en vano. Como represalia a su intento, le cayó una somanta de golpes.
Las olas del mar eran al oído de Solsona el sonido de la muerte. Y hacia allí le estaban llevando. Rogó que le soltaran, que le escucharan. Rompió a llorar. En la orilla de la playa, Moisés le empujó y cayó al suelo. Encarado hacia al mar, el exwaterpolista vio en el agua su última esperanza. Estaba muy cerca. En solo dos zancadas podía llegar hasta el agua, y una vez dentro, ni los cobradores amarillos ni Ferrer iban a poder darle caza. Aún magullado y con dos costillas rotas, Solsona nadaría infinitamente mejor que ellos. Álex se levantó, pero una pierna atenta le puso la zancadilla, haciéndole caer de rodillas en la arena. Intentó seguir a rastras, hasta que una patada en el costado derecho puso fin a su último intento. Rendido, se retorció de dolor en la orilla, donde una ola más larga que las anteriores le dejó el traje empapado. Manuel Ferrer le agarró del pelo y, con toda su fuerza, le hundió la cabeza en la arena mojada.
—¡Bonito coche, Álex! —le gritó—. Y bonita casa, y bonita novia, y bonito traje. Qué bien se vive con el dinero de los demás, ¿verdad, cabrón?
Álex movía los brazos. Intentaba zafarse de Ferrer para poder tomar aire. Durante la lucha, fue alcanzado por una nueva ola que le hizo tragar agua y arena a mansalva.
—Cuidado, Manolo —le advirtió Rocky—. Vas a ahogarle.
—Ya ves la pena que siento —dijo Ferrer, manteniendo la cabeza de Solsona hundida en la arena mojada.
Rocky buscó en la mirada de Amador un poco de compasión hacia Álex, pero no halló más que indiferencia. Amador se había convertido en el observador pasivo de la ira de su amigo Manuel Ferrer, y no iba a hacer nada para calmarle. Moisés disfrutaba viendo sufrir a Solsona. Le fascinaba la violencia en cualquiera de sus formas. Además, el tipo que la estaba sufriendo le había robado más de dos millones de euros y acababa de soltarle un codazo en el careto, con lo que hubiera resultado inútil que Rocky se esforzara en hacerle entender que matar a Solsona no solucionaba nada; solo podía empeorar sus vidas.
—¡Cerdo! —gritó Moisés, propinando una patada en la pierna a Solsona.
Ferrer seguía hundiéndole la cabeza en la arena. Las fuerzas de Álex empezaban a agotarse. Moisés se agachó para extraer la cartera de Solsona del bolsillo trasero del pantalón.
—Vas a matarle —repitió Rocky.
Ferrer soltó finalmente a Solsona, que, al acto, levantó la cabeza para respirar. Se retorció de dolor sobre los restos de una ola. Ferrer le miraba con asco. Álex se puso a cuatro patas. Escupió babas. Levantó la mirada y vio a Moisés registrando su cartera. Atisbó hasta donde su vista llegaba en busca de algo que no fuera oscuridad, pero bajo el cielo estrellado, aquella noche, en aquella playa, la suerte no daba señal alguna. Álex rompió a vomitar el agua y la arena que había tragado. Ferrer le propinó un fuerte puntapié que dejó a Álex boca arriba y con tres costillas fracturadas. Solsona ladeó la cabeza para no morir ahogado con su propio vómito.
—Mirad esto —dijo Moisés, mostrando el fajo de billetes que había encontrado en la cartera de Solsona.
—Ya tenemos una pequeña parte de lo que hemos venido a buscar —dijo Amador—. Seguro que Álex prefiere darnos el resto y que desaparezcamos de su vida para siempre. Admítelo, Álex: en Río se está mejor sin nosotros.
—Desde que nos ha visto no sonríe demasiado —apostilló Moisés.
—Y eso que era el rey de las sonrisas —dijo Ferrer, dándole ahora a Álex una patada en la cabeza.
Amador se agachó, agarró a Álex del pelo y tiró hacia arriba con fuerza para poder gritarle al oído:
—¡¡¡Danos el dinero!!!
—No lo tengo.
«No lo tengo» fueron las últimas palabras que Álex Solsona pronunció antes de morir. Moisés se guardó los billetes de Solsona en el bolsillo y arrojó su cartera al mar, donde probablemente se la agenciara el Rey Neptuno, porque la policía de Río jamás la encontró.
Ferrer explotó. Se puso las manos en los bolsillos y sacó un puñado de monedas. Apoyando una rodilla en el pecho de Solsona y la otra en la arena, se las introdujo en la boca una a una, empujándolas con los dedos para asegurarse de que se las tragaba. Una moneda por haberle robado, otra por tener un bar, otra por tener una mujer infollable, otra por tener dos hijos inútiles, otra por vivir en un barrio de mierda, otra por las mujeres que Álex se había follado y él no, otra porque una ola acababa de empaparle zapatos y pantalones, otra por el dinero que había invertido en su búsqueda… Con un montón de monedas obstruyendo la faringe y la laringe de Solsona, Ferrer le soltó tres certeros puñetazos en el rostro. Luego se levantó.
—Vámonos.
Ferrer, sudoroso y con los zapatos empapados, regresó sobre sus pasos hacia el coche, dejando a sus espaldas el mar, tres matones y un hombre ya sin fuerzas suficientes para luchar contra la asfixia que le estaba matando.
—Adiós, Álex —dijo Moisés, riendo, antes de emprender el mismo camino que Ferrer.
Amador y Rocky se quedaron mirando a Solsona, que agonizaba a sus pies. Rocky miró a Amador sin decirle nada; esperaba que fuera su jefe quien le explicara por qué Solsona estaba a punto de morir.
—No te preocupes, Rocky —le dijo—. Esto es Río de Janeiro. La muerte de un español no va a importarles demasiado.
Solsona ladeó la cabeza y dejó de moverse. Álex Solsona acababa de morir. Una nueva ola impactó contra su cadáver.
—Podemos pagarlo muy caro —dijo Rocky.
—Cuando encuentren el cadáver estaremos volando hacia España. Vámonos.
Rocky y Amador empezaron a caminar hacia el coche en silencio. Rocky miró hacia atrás y vio el cuerpo de Solsona por última vez, tendido boca arriba sobre la arena, bajo un cielo gobernado por una media luna perfecta. Con el ruido de las olas de fondo, a Rocky le vino a la cabeza la imagen de un pequeño pueblo de Alaska cuyas aceras estaban cubiertas de nieve. El grandullón temía que, dijera lo que dijese Amador, el crimen que acababan de cometer le alejara de su sueño de retirarse en Alaska.
De regreso al centro de Río, los cuatro permanecieron en silencio. Ferrer conducía y los otros tres miraban por la ventanilla con semblantes reflexivos. Solo cuando estaban a punto de llegar al hotel en el que se hospedaban Rocky y Moisés, Ferrer rompió el silencio para dar una instrucción:
—Volaremos en aviones distintos y hacia destinos diferentes.
—Entonces lo entendí todo —dijo Rocky en el interrogatorio—: Lo de alojarnos en hoteles distintos había sido una estrategia elaborada por Ferrer para que nadie nos relacionara. Al reencontrarnos en Barcelona me enteré de que Amador y Ferrer se habían alojado en hoteles distintos. No me cabe ninguna duda: Ferrer voló hasta Río con la idea de matar a Álex. Y Amador, como mínimo, debía de sospechar que el asunto podía acabar como acabó.
Varona y yo nos miramos. Siempre supimos que el caso Solsona iba a ser fácil, pero que el último de los detenidos acabara confesando lo sucedido superaba con creces nuestras más optimistas expectativas.
—¿Se declara por tanto culpable del asesinato de Álex Solsona? —le dije a Rocky.
—No. Quien le mató fue Manuel Ferrer.
—Pero usted no hizo nada para socorrerle —apuntó Ramos.
—Pueden castigarme por lesiones, no por asesinato.
—Pero sí por omisión del deber de socorro —dijo Varona—. Pudo haberle defendido, o llamar a una ambulancia.
—Tenía miedo —alegó Rocky.
—¿Miedo de qué? —le preguntó Ramos.
—La situación me superó. Estaba en una playa desierta viendo cómo un tipo desquiciado por el odio daba muerte a un hombre al que yo conocía.
—Es usted más fuerte que Ferrer —le dije—. No me creo que tuviera miedo.
—Los hombres grandes también tenemos miedo. Si hubieran visto los ojos encolerizados de Ferrer les aseguro que me entenderían.
Ferrer les entregó a Rocky y Moisés un sobre con dinero suficiente para pagar el hotel y dos billetes de avión a cualquier punto del mundo. Cada uno debía volar a una ciudad distinta en la que permanecería un mínimo de dos días antes de subirse a un avión que les llevara a Barcelona.
—Si decidís ir a Cincinnati o a Marrakech me parecerá muy bien, pero el hotel allí os lo pagáis vosotros. Yo os recomiendo que paséis tres días en un aeropuerto. En los aeropuertos tenéis bancos para dormir, prensa, restaurantes, aseos, perfumerías, farmacias…
Desde el asiento trasero del Nissan, con el sobre repleto de dinero en la mano, Rocky lanzó una acusación:
—Acabas de convertirnos en fugitivos.
—Más bien en vengadores —dijo Amador, siempre dispuesto a echarle un cable a su amigo Ferrer—. Suena mejor, ¿no?
—Si algún día alguien se entera de lo que hemos hecho, ¿qué diremos? —preguntó Rocky.
Ferrer tenía preparada la respuesta a esa cuestión:
—Si llegase el remoto día en el que un policía nos preguntara sobre lo que hicimos alguno de nosotros estos días en Brasil, diremos casi toda la verdad. Diremos que vinimos a Río a buscar algo que era nuestro: el dinero. Contaremos que Solsona nos había robado el boleto premiado y que le cruzamos la cara. Pero nosotros le dejamos con vida.
—De hecho, puede que Álex esté vivo —dijo Amador para darle esperanzas a Rocky—. Igual ahora se está levantando y se dirige a algún hospital.
—Podríamos volver a la playa y acompañarle nosotros —propuso Rocky.
—Si tuviera la certeza de que está vivo, créeme que lo haría —dijo Ferrer, dando a entender al resto que empezaba a arrepentirse demasiado pronto de lo que había hecho—, pero como seguramente estará muerto, lo mejor que podemos hacer es largarnos de Brasil y no volver nunca más.
—Podríamos volver —insistió Rocky.
Amador se giró hacia el asiento trasero y miró fijamente a Rocky:
—Rocky, lo has visto igual que yo: ha dejado de moverse. Ni siquiera respiraba. Álex está muerto. Lo último que debemos hacer es volver a la escena del crimen a no ser que quieras arriesgarte a pasar la noche en un calabozo e ingresar mañana en una cárcel brasileña.
Rocky pasó esa noche en vela. Deseaba que Solsona estuviera vivo, aunque sabía bien que las posibilidades eran pocas. Pensó en la repercusión que podía tener su muerte. Maldita sea, qué difícil era pensar en positivo tan cerca (en lo geográfico y en lo temporal) del cadáver. Desde Barcelona, y transcurridas unas semanas, seguramente todo le iba a parecer menos grave.
—Me voy al aeropuerto.
Moisés llevaba un par de horas durmiendo a pierna suelta cuando la voz de Rocky le despertó. Abrió los ojos y se encontró a su compañero recién duchado, vestido y maleta en mano. Aún no había amanecido en Río cuando Rocky salió del hotel y paró un taxi que le llevó al aeropuerto. Compró un vuelo a Londres. La espera en la sala de embarque se le hizo larguísima, aunque mucho peor fueron los interminables minutos de cola que hizo antes de pasar por el arco de seguridad, donde un policía le pidió el pasaporte. Pasado el mal rato, comió algo en una cafetería desde la que se divisaban aviones que repostaban. Ansioso por despegar, permaneció en la cafetería hasta que una voz celestial anunció por megafonía que los pasajeros de su vuelo ya podían embarcar. Rocky se levantó y pasó junto a la mesa que ocupaba Amador, que había entrado en la cafetería casi media hora después de él y se sentó en otra mesa para evitar ser vistos juntos.
—Suerte —susurró Amador sin mirarle cuando pasó junto a él.
Rocky no dijo nada.
Accedió al avión a través del finger. Ocupó su asiento junto a la ventanilla y cuando la nave ganaba velocidad para despegar, Rocky empezó a relajarse. En su último vistazo a Río distinguió el Corcovado.
—Espero que no hayas visto nada, tío —le susurró Rocky al Cristo Redentor.
Mientras el avión seguía ganando altura, Ferrer subía al taxi que le llevaría al aeropuerto, Moisés seguía durmiendo a pierna suelta en la habitación del hotel y una brigada de limpieza encontraba un cadáver en la playa.
Lo que vino después, ya lo he contado.