Desempolvando el encanto

Pocas horas antes de ser asesinado, Álex Solsona cumplió con el españolísimo ritual de la siesta en el sofá de su apartamento de alto standing. Consultó la hora en su móvil; se hacía tarde. Salió de una ducha revitalizadora y caminó con los pies mojados sobre la moqueta azul hasta el armario de puertas de cristal. Sus manos fueron pasando distintos trajes hasta que eligió el Armani marrón, recién salido de la tintorería. Ideal para salir a cenar con los amigos de Cristina. E ideal para morir.

Sin sacarle siquiera la funda de plástico transparente, dejó el traje sobre la cama y cogió el móvil. Deambuló unos segundos por el apartamento con el teléfono en la mano. Se miró en la puerta del armario, que era a la vez un espejo. Cuarenta y dos tacos. Corpulento, aunque menos fibrado que el día que conoció a Cassandra. Aquellos diez años no habían pasado en balde: Solsona lucía michelines y empezaba a peinar canas. Ojos claros, pero tristes, aunque se le daba bien maquillar la tristeza cuando era conveniente. A ese artista de la seducción y el don de gentes le sobraban tablas. Muchas tablas.

Apoyó la cabeza en el cristal de la ventana y contempló la calle del exclusivo barrio de Río de Janeiro, ciudad en la que llevaba casi seis meses de exilio. Río era solo la parte más fotogénica de la peor pesadilla de Solsona. Él no debería haber estado allí ese miércoles, sino en Barcelona, con su chica, paseando por las estrechas calles del Barrio Gótico o haciendo cola en la acera de la Gran Vía para ver una película en el cine Coliseum.

Demasiadas veces, aunque demasiado tarde, se arrepintió de no haberle hecho caso a su novia cuando le sugirió la opción más fácil y coherente: ir a la comisaría del distrito a presentar una denuncia. Demasiado fácil para un tipo como Álex Solsona. Él no podía rebajarse a acudir a la comisaría, él tenía que arreglar las cosas a lo grande, como si cada momento de su vida fuera un fotograma.

—Mierda, otra vez —espetó Sara cuando le vio entrar en el comedor con la ceja partida y la camisa rota. Le habían vuelto a dar una paliza—. Vamos a la policía, cariño, esto no puede seguir así.

Se arrancó la camisa a lo Hulk y la arrojó con rabia contra la pared. Se llevó el dorso de la mano a su ceja. Sangre. Sara fue al baño a por algodón y una botella de alcohol etílico. Mojó el algodón y se lo aplicó sobre la maltrecha ceja de su novio, que lo sujetó sin importarle que escociera. ¿Cómo iba a molestarle el alcohol después de las hostias que le habían dado?

Los dos se sentaron en el sofá, frente a la película de suspense que hasta ese momento había estado siguiendo Sara. Álex cogió el mando, apuntó a la cara de Bogart y la pantalla oscureció. Encima del televisor había una foto enmarcada del viaje que hicieron juntos a Nueva York en septiembre de 2001. Sara y Álex visitaron las torres gemelas un día antes de que Mohammed Atta y sus amigos se las llevaran por delante.

—No iremos a la policía —replicó él ante la insistencia de su novia—. No serviría de mucho. A grandes problemas, grandes soluciones, cariño: tengo un plan para acabar de una vez con todo esto.

—Cada vez que tienes una idea me echo a temblar, Álex.

—Siempre he pensado que es esto lo que te gusta de mí —dijo el de la ceja abierta.

Desde un rincón del comedor, acomodado en una silla, les observaba un peluche de metro y medio tocado por un sombrero mexicano.

—Llamaré a un taxi —dijo ella.

—No voy a ir a la policía.

—Pero iremos a urgencias; no paras de sangrar. Tendrán que coserte el corte.

Maldita la gracia que le hacía a Álex volver a la calle. Salir de casa se había convertido en un deporte de riesgo. Le habían propinado ya más de diez palizas, y en todas le rompían la camisa o camiseta, además de vaciarle la cartera.

—Con estos veinte euros ya nos debes menos —le decía su excompañero de trabajo mientras mantenía la cara de Álex empotrada contra la persiana metálica de un comercio—. De veinte en veinte tardaremos años en saldar la deuda, pero disfrutaremos más haciéndolo.

—Recuerda que, si llamas a la policía, nos cargamos a tu novia —amenazó otro excompañero.

—Y entonces yo te mato a ti —replicó Álex, que notó cómo la mano que le agarraba la cabeza le tiraba fuertemente del pelo hacia atrás para poder golpearle con fuerza contra la persiana. Fue el golpe que le abrió la ceja.

En un pasillo interminable del Hospital Clínico, con tres puntos de sutura en su ceja y una lata de Coca-Cola en la mano, Álex le contó a Sara cuál era su plan: desaparecer. Largarse de Barcelona para poder pensar.

—Necesito vivir sin miedo —le dijo—. Con miedo no puedo pensar. Quiero irme. Cuando me establezca en alguna ciudad de qué sé yo qué país, podré centrarme, buscar una solución, y cuando la encuentre vendré a buscarte. Estoy cansado de caminar por las noches girándome constantemente por si veo un puño volar hacia mi rostro. Cogeré un avión de madrugada, con destino a cualquier otra ciudad, y de esa ciudad me largaré a otra, y de esa otra a otra hasta quedarme en algún sitio. Buscaré trabajo, me las apañaré para ganar dinero. Sabes bien que volveré… si es que has decidido esperarme. También entendería que no lo hicieras.

—No tienes por qué huir, no has hecho nada, Álex. Tú no fuiste.

Sara intentó disuadirle, pero solo un día más tarde, la madrugada de un miércoles, Álex Solsona besó a su novia por última vez. Ella aguantó el llanto hasta que, a través de la ventana de su habitación, le vio entrar en el taxi. Cuando el coche arrancó, se derrumbó sobre la cama. Por fin podía llorar después de tantos días conteniéndose. Quizá, de haber permanecido unos segundos más en la ventana hubiera visto el coche negro del detective que siguió al taxi hasta el aeropuerto. El mismo detective que vio a Álex comprar un billete de avión a Edimburgo.

Desde su coche, el sabueso llamó a su cliente para decirle que Solsona había tomado un vuelo a Escocia. Había sacado varias fotos de Álex entrando en el aeropuerto, comprando un billete, facturando su equipaje, tomándose un café en la barra de un bar y subiendo por las escaleras mecánicas que llevaban a la zona de embarque.

—Como podéis entender, si la liebre se va de la ciudad y queréis que el zorro la siga, la provisión de fondos y los honorarios del zorro deberán ser renegociados.

Pocos días después de la marcha de Álex, y tal como había acordado con él, Sara cambió de domicilio. Dejó su piso junto al cine ABC y alquiló un pequeño sobreático en la avenida Paralelo, una calle que, por muchos lavados que se empeñaban en realizarle, no dejaba de transmitir decadencia. Álex la llamaba al menos una vez por semana, manteniéndola informada de todos sus movimientos. Ella había decidido esperarle. Deseba que llegara el día en que volvieran a reunirse.

El piso del Paralelo disponía de una pequeña terraza donde Sara estaba tendiendo la ropa cuando su móvil sonó. Volvió a dejar en el cesto de la última colada el tanga que estaba a punto de tender, escupió la pinza que sujetaba en la boca y se apresuró a responder:

—Hola, cariño.

Casi seis meses después de su huida, su reencuentro ya parecía ser solo cuestión de días. Álex había desempolvado su encanto para hacerse con el corazón de una de las hijas del clan Vidal, una de las familias más ricas de Brasil. La suerte parecía haberle cambiado y todo salía a pedir de boca. Desde que Cristina cayó en sus redes, Álex no tenía que trabajar. Ella le pagaba el alquiler de un aparthotel de lujo cuyos armarios llenó de trajes caros y le dejó además un deportivo para que pudiera desplazarse por la caótica Río. Era el deportivo que el señor Vidal le había regalado por su cumpleaños a su pequeña Cristina, sin acordarse de que su hija aún no tenía carné de conducir. Ningún problema: papá contrataría a un profesor para que le enseñara a conducir y compraría un carné para su hija. Hay que ver lo mucho que facilita las cosas ser millonario…

Sara estaba informada de la táctica de Álex, que consistía en venderle amor del falso a Cristina Vidal. Construyó para ella un romance a medida que transcurría entre constantes caricias y frases bonitas. Álex llevaba en la cartera una foto de su inexistente hermano pequeño, que vivía en un hospital de Barcelona. El hermano de Álex padecía una enfermedad que requería un complejo tratamiento. El drama del inexistente hermano enfermo ablandó el corazón de Cristina Vidal, que le daba a Álex, con frecuencia y pasmosa facilidad, altas sumas de dinero para ayudarle a costear el tratamiento. La necesidad había convertido a Álex en un estafador profesional.

—Me está dando mucho dinero —le contó Álex a Sara—. En breve desapareceré de su vida y volveré a la tuya, que es donde yo quiero vivir.

Eso sí lo decía muy en serio. Muchos decimos por decir que nos gustaría irnos al campo y vivir tranquilamente, sin las prisas que conlleva la vida en la ciudad. Álex Solsona lo había decidido. Había sido waterpolista profesional, gamberro vocacional, se había despertado en brazos de mujeres bellísimas y se acabó enamorando de una puta de lujo a tiempo parcial. Huyó de graves problemas en Barcelona para montarse un exilio de lujo en la ciudad más bonita de Brasil. Tras una vida cargada de literatura, Álex ya no quería más. A sus cuarenta y dos años, lo único que deseaba era tranquilidad absoluta, aburrirse con su mujer en algún pueblo perdido de algún rincón del mundo, un pueblo donde bastaran dos sueldos de media jornada para pagar un módico alquiler. Rompió con la necesidad de sentirse a cada instante dentro de una película. Al fin y al cabo, la vida iba en serio, no era ningún plató.

—Una vez encontremos un pueblo tranquilo y precioso, tal vez te pregunte si quieres tener un hijo —le dijo Álex a Sara.

—Suena a final feliz.

—A principio feliz, cariño. Desde luego, nuestro hijo no se aburrirá cuando le contemos nuestras vidas.

—Con las vidas que hemos llevado, mejor no contarle demasiado hasta que sea mayor de edad.

La batería del móvil de Sara se acabó antes que la conversación. Álex estuvo a punto de volver a llamarla para contarle el plan que había trazado para reencontrarse con ella solo unos días más tarde, pero el tiempo apremiaba. Antes de salir repasó su aspecto en la puerta del armario.

Caray, ese traje de Armani era sin duda el más elegante de su ropero.

Bajó en ascensor hasta el garaje. En la plaza 24 esperaba el flamante deportivo amarillo de Cristina. Sus relucientes zapatos italianos pisaban el triste suelo gris del segundo sótano del edificio. A pocos metros del coche pulsó el botón del mando a distancia que llevaba en su bolsillo para desconectar la alarma. Al sentarse al volante, su cara colonia y la tapicería de cuero se enzarzaron en una lucha sin cuartel por impregnar el ambiente. Puso la radio y activó el cierre centralizado; no se debe circular por Río con los pestillos abiertos. Antes de incorporarse a la calzada miró a ambos lados de la avenida, rebosante de coches. Uno de estos era el turismo de alquiler ocupado por los cuatro españoles que, solo unas horas después, iban a poner un trágico punto final a su vida.

—Míralo. Qué bien se vive con el dinero de los demás —se comentó en el coche.

—Síguelo. No vayamos a perderlo. Con lo que nos ha costado encontrarle.

El conductor desaparcó para incorporarse al denso tráfico. Tres coches le separaban del deportivo amarillo dentro del cual Álex Solsona tarareaba una canción de Simply Red.

—Ha girado a la derecha, Manolo —le dijeron al conductor.

—Lo he visto.

Solo cinco meses antes, Álex Solsona dormía en una pensión muy cercana a una favela que pudo pagar las primeras semanas con el poco dinero con el que aterrizó en Río y, posteriormente, con el salario de camarero en una empresa de catering.

—Servimos en las fiestas de los más ricos, Álex —le dijo el jefe de personal el día de la entrevista—. Tal vez, si eres muy simpático, una viuda decide adoptarte y te retira —bromeó.

—Haré lo imposible por conseguirlo —dijo Álex, estampando su rúbrica en el contrato.

A los dos meses de firmar le tocó servir en una fiesta celebrada en el chalé de un millonario. Acudió a esa fiesta la plana mayor del gobierno brasileño, con Lula a la cabeza. Entre los cerca de mil invitados que deambulaban por los jardines del chalé con trajes a medida y copa de cristal en mano destacaban otros brasileños ilustres como Paulo Coelho, Xuxa, Milton Nascimento, Ronaldo, varias top models o Pelé. También había personalidades de otros países. De España acudieron las dos infantas con sendos esposos. Berlusconi viajó desde Italia sin su mujer. Carlos Menem sí estuvo acompañado por su despampanante esposa, que llevaba un collar de diamantes no muy a juego con la prosperidad del país que su marido tan mal gobernó; desde California viajaron unos cuantos productores judíos y jóvenes viejas glorias cuyas carreras hacía años que habían entrado en barrena. Desde oriente habían volado unos cuantos jeques muy salidos que invitaban a todas las top models a pasar unos días en sus majestuosos palacios, y desde Japón, algunos ministros y un grupo de empresarios cuyas sonrisas escondían el amable lema japonés «los negocios son la guerra».

Entre el nutrido ejército de camareros, uniformados con camisa y americana de color blanco impoluto, se encontraba un tipo nacido en Vallcarca y huido a Brasil por problemas personales muy graves. Atendía detrás de una mesa sobre la que había un gran recipiente de cristal lleno de ponche. Los invitados se acercaban y él hundía un cucharón en el ponche para llenarles la copa. Fiel a su modus operandi, Álex Solsona se saltó las dos normas principales de la empresa: no dirigirse a los invitados si no eran ellos quienes le hablaban primero y no beber ni comer nada. Respecto a lo de comer no pudo saltarse la regla porque en su mesa solo había ponche. Lo de beber sí se lo saltó, y a buen ritmo. Según nos dijo Cristina Vidal en el interrogatorio, el ponche entraba muy bien.

—Y Álex estaba guapísimo —añadió—. Y bastante borracho.

Borracho o no, departía con cualquiera que se acercara a su mesa a por una copa, soliendo además caer en gracia. Entrada ya la madrugada, se acercó a su mesa una niña bien aburrida de tanto hijo pijo de amigos de papá. Iba a pedirle un ponche al camarero cuando este, mirándola, empezó a cantar Garota de Ipanema.

—Tu acento no es portugués —dijo Cristina—. ¿De dónde eres?

—De Vallcarca.

—¿Y dónde está eso?

—¿Ves esa estrella de ahí? —dijo Álex, señalando el cielo—. La que más brilla.

—Esa es Venus.

—Exacto. Venus. Nuestros vecinos y rivales. Vallcarca es la estrella que hay a la derecha de Venus. No somos tan conocidos, pero vivimos mejor.

En las conversaciones mantenidas en fiestas, el cómo se empiece es lo de menos. Se puede empezar con un desfasado «estudias o trabajas» o con una parida de padre y muy señor mío como la de Álex con el planeta Vallcarca. A los cinco minutos de charla, lo que importa ya no es cómo ha empezado, sino que la conversación ha alcanzado los cinco minutos de vida, lo que denota interés por ambas partes de seguir conversando.

—Él decía tonterías y yo me reía —recordaba Cristina.

—En esos momentos —me contaría después Sara— él no se planteó sacarle ni un céntimo a esa niña bien, inspector. Estaba borracho, tenía problemas y su trabajo como camarero le repateaba el ego. Lo único que pensó esa noche fue en mandarlo todo a la mierda, seguir emborrachándose y, si además echaba un polvo con una pija monísima, pues tanto mejor. La historia del hermano enfermo y el amor postizo vino después.

—Estoy muy a gusto hablando contigo —le dijo Álex a Cristina llenando dos copas más de ponche, una para cada uno—. Eres lo mejor que me ha ocurrido desde que he llegado a Río.

—Quizás es que llevas poco tiempo.

—Detecto problemas de autoestima.

Y siguieron charlando. Ella con la copa de ponche en la mano. Él la tenía escondida detrás de una cubitera. En lugar de seguir atendiendo a otros invitados, como le sugerían sus compañeros que hiciese para evitarse problemas, Álex siguió bebiendo a escondidas y diciendo tonterías que hacían reír a Cristina.

—Es una pena que tengas que trabajar esta noche —le soltó ella—. La orquesta contratada lo está haciendo muy bien.

—Tienes razón, es una pena… pero podemos arreglarlo. ¿Por qué no me esperas junto a la piscina? Iré a buscarte en unos minutos y me enseñarás a bailar.

—No te creo. Además, si lo hicieras perderías tu empleo.

—Algo me dice que tengo más a perder si te pierdo la pista.

Cristina esperó sentada en el trampolín de la piscina iluminada por focos acuáticos, desde donde veía el tumulto de invitados que bailaba al son de una animada orquesta compuesta por varios mulatos ataviados con camisas rosas y pantalones blancos. Arropaban al cantante siete músicos y un par de mulatas ligeras de ropa que salían de vez en cuando al escenario a mover las nalgas a toda leche. Políticos, jeques, infantas y japoneses no bailaban. Los que perdían el control a los pies del escenario eran gente de la moda, del deporte, del cine o millonarios anónimos muy bien relacionados. Cristina Vidal no salía de su asombro cuando vio al simpático camarero del planeta Vallcarca arriesgando su puesto de trabajo para estar con ella. Álex se había sacado la camisa por fuera del pantalón y sustrajo un jersey que se anudó al cuello para que las mangas taparan el bolsillo de la camisa, donde estaba impreso el logotipo de la empresa de catering.

—Tendrás que ir tú a por las copas —le dijo Álex—. A mí pueden reconocerme.

Bailaron tres canciones y a la cuarta se besaron. Los años pasaban sin hacer mella en la capacidad de seducir de aquel pájaro cuarentón.

—Vamos a tu casa —propuso Álex.

—Vivo con mis padres. Vayamos a la tuya.

—Vivo en un barrio muy inseguro. Te matarían por quedarse con tus zapatos.

—Vayamos a un hotel —dijo ella, besándole apasionadamente.

—No puedo pagar un hotel.

—Yo sí.

Se alejaron del baile y cruzaron el jardín repleto de personalidades. Más de uno reparó en el rostro de Álex; ¿dónde le habían visto antes?, se preguntaban con un vaso de ponche en la mano. Cristina, que había llegado a la fiesta en el coche de una amiga, tuvo que conseguir un chófer, lo que en aquel ambiente tan selecto era tan fácil de conseguir como un vaso de agua. Solo tuvo que pedírselo a una componente del equipo de organización, una mujer joven vestida con traje negro, pinganillo en la oreja y micro en el ojal. Cinco minutos después, un guardaespaldas armado salía de la puerta del copiloto de un Volvo blindado y les abría la puerta de detrás a Cristina y Álex.

Álex Solsona seguía siendo el rey. Llegó a la fiesta en un autocar lleno de camareros y la abandonaba en un Volvo con chófer, guardaespaldas y una chica guapísima de facciones armoniosas que, además, resultaba ser la hija de uno de los tipos más ricos de Brasil. Por si todo esto no fuera suficiente, la niña bien empezó a masturbar a Álex en el mismo Volvo tras indicarle al chófer que iban a un cinco estrellas.

A la mañana siguiente, Álex se levantó con una resaca como hacía años que no tenía. Abrió los ojos, se incorporó y echó un vistazo a lo que había a su alrededor. Estaba en la suite principal de uno de los mejores hoteles de Río. A su lado, desnuda y boca arriba, dormía la mona una brasileña diecinueve años más joven que él. Álex se levantó de la cama y, al segundo paso, tropezó con la cubitera. La botella de champán, vacía, rodó por la moqueta hasta topar con la pata de un escritorio. El agua en que se habían transformado los cubitos derretidos dibujó una extraña forma en la moqueta. Solsona levantó la cubitera y comprobó que la chica seguía profundamente dormida sobre la cama. Observó que había una copa de cristal demasiado cerca de uno de los pies de Cristina y se apresuró a sacarla de la cama para evitar un posible corte. La dejó sobre la mesilla, junto a la otra copa. Luego abrió la puerta de la terraza y caminó desnudo por un pequeño e inesperado jardín, provisto de jacuzzi y piscina de ocho metros, alrededor de la cual habían dispuestas dos tumbonas y un balancín de cojines amarillos con capacidad para tres personas. Se tiró de cabeza a la piscina y buceó los ocho metros. Ya en el otro extremo, se impulsó con los brazos para salir del agua y seguir caminando hasta la barandilla que marcaba el final de la terraza. Desde allí vio cómo el sol se recogía en el horizonte. La luna pedía paso. El atardecer ofrece la mejor luz para contemplar cualquier paisaje. Solsona contempló el Pan de Azúcar y el Corcovado, con el Cristo Redentor encaramado a su cima. Fijó después su atención en las aguas del atlántico, al otro lado del cual empezaba la vieja Europa. La carne se le puso de gallina, no por la belleza de un bucólico paisaje que invitaba a la nostalgia, sino porque estaba mojado en lo más alto de un edificio y a cada segundo que permanecía allí el frío pegaba más fuerte.

Volvió a entrar en la suite, donde Cristina seguía durmiendo a pierna suelta. El alcohol ingerido la noche anterior había causado un cortocircuito en su memoria y apenas era capaz de recordar algunas imágenes: la llegada al hotel, Cristina paseándose desnuda por la habitación con una copa de champán en la mano, sus manos arrancándole el tanga naranja, ella comiéndole los pezones dentro de la bañera rebosante de espuma…

Un ruido al otro lado de la puerta llamó su atención. Le pareció oír unas voces. Cristina cambió de postura, pero siguió durmiendo. Álex oyó un ruido que procedía claramente de la cerradura. En un hotel de tan alta categoría el servicio de habitaciones no entraría sin llamar antes. El pomo empezó a girar lentamente y Álex corrió hacia la puerta, que alguien ya estaba abriendo muy lentamente. Álex tiró del pomo y, de pronto, una mano grande le cayó encima, apretándole la cara. Intentó zafarse en vano: en un santiamén tenía la nariz pegada en la moqueta, una mano sujetándolo por la nuca, otra mano torciéndole el brazo a su espalda y una rodilla presionándole una nalga. Quien le estaba inmovilizando no era la primera vez que hacía esa llave. Oyó pasos y voces. Gritó para alertar a Cristina.

—¿Estás bien? —oyó que preguntaba una voz.

—Claro, ¿qué está pasando? —oyó decir a Cristina, que un segundo después gritó—: ¡Dejadle, es amigo mío!

La nuca, el brazo y el culo dejaron de sentir presión alguna. Levantó un poco la vista y vio varias botas negras pisando la moqueta. Se levantó y vio a cuatro hombres. Tres de ellos iban vestidos con pantalón y camiseta negra: eran del equipo de seguridad de la familia Vidal. Dos de ellos se estaban guardando sendos revólveres en la pistolera, colocándose la camiseta por encima del pantalón para ocultar el arma. El cuarto hombre, que fue quien habló con Cristina, vestía un traje beige hecho a medida, corbata amarilla sobre camisa roja. Era el relamido de Fernando Linda, a quien la madre de Cristina había ordenado ir en busca de la niña, que no había vuelto a casa después de la fiesta.

—Tus padres están preocupados por ti —le decía Linda a Cristina, que tapaba su desnudez con la sábana de seda blanca.

—Diles que estoy bien; y ahora vete y llévatelos —en referencia a los tres vigilantes, que tenían la vista puesta en la desnudez de Álex porque sabían que mirar a la hija de su amo estando esta desnuda sobre la cama podía acarrearles problemas.

Los tres tipos salieron de la habitación con la mirada pegada al suelo. Linda miró unos segundos a los ojos de Álex, que le aguantó la mirada.

—Ve con cuidado —le advirtió Linda.

—Vete, Fernando —ordenó Cristina.

De nuevo solos, Cristina le explicó a Álex quién era Linda y quiénes esos tres tíos armados. Luego, durante la cena que se hicieron subir a la habitación, le explicó que su padre era un magnate de los medios de comunicación, un hombre perfectamente conectado con el poder.

Tras la cena volvieron a entregarse al sexo. Era miércoles, pero ninguno de los dos tenía que trabajar al día siguiente. Él, porque no tenía trabajo. Ella, porque no lo había tenido jamás. Cristina se estaba sacando la carrera de Física sin demasiados agobios, a un ritmo de dos asignaturas por año. No obstante, había que decir a su favor que los aprobados eran trabajados, no comprados como casi todo su entorno sospechaba.

—Tengo veintitrés años, inspector Prats —me dijo Cristina—, y puedo decir que sé lo que es el amor gracias a Álex.

Cavaleiro y yo nos miramos. Se hizo un silencio. En la mesa del extraordinario salón de los Vidal, sentados a la mesa rectangular de cristal, a un lado estábamos los tres polis, yo en medio, y frente a nosotros Linda y Cristina, quien nos narraba al detalle su breve pero intensa relación con Álex Solsona. El servicio nos había preparado café y un surtido de pastas exquisitas que solo probamos los polis. Después de haberme apuntado a la cabeza con un rifle, he de admitir que me trataron muy bien. Linda se limitó a tomar un café tras otro y Cristina nada de nada. Llevaba días durmiendo poco y llorando mucho.

—¿Y qué es el amor? —le pregunté, identificado con ese tipo de pensamientos a causa de mi fracasada vida sentimental.

—Esa pregunta no es adecuada, Prats —protestó Linda, atento a todo.

—Solo intentamos convertir un interrogatorio en una charla distendida —dijo Bastos, acudiendo en mi defensa—. La señorita Vidal es muy buena explicando lo sucedido.

—Sé lo que es el amor, inspector Prats —me dijo Cristina, fijando sus bonitos ojos claros en el vulgar marrón de mi iris—, lo que no sabría es definirlo. Sé que lo que me hizo sentir Álex la primera vez que hablamos, los tres días en que no salimos de la suite y los días que siguieron a esos tres, no lo había sentido antes por ningún hombre, y se me hace difícil creer que encontraré a otro que me lo haga sentir.

—Los poetas que han intentado hablar del amor han fracasado —dijo Cavaleiro, sorprendiendo a Bastos—, por eso casi todos optan por hablar del desamor.

—Si tú lo dices, Charly… —soltó Bastos, deseoso de poner punto final de una vez a esa digresión.

Tres días encerrados en el hotel. Cenando en la habitación, comiendo en la habitación, follando en la habitación. Álex percibió que estaba encandilando a Cristina sin apenas proponérselo. Abrazados en el jacuzzi de la terraza, ella no paraba de repetirle que se estaba enamorando, que quería perderse por el mundo con él y otras sandeces típicas de una mujer joven convencida de haber encontrado de una maldita vez a su príncipe azul. Una mujer en ese estado podía ser insultantemente fácil de embaucar, y un tipo con mayúsculos problemas como los que arrastraba Solsona estaba obligado a intentar sacarle el máximo jugo a esa circunstancia. Decidido a aprovecharse, jugó la carta de la compasión y se inventó la historia del hermano enfermo. Muy enfermo.

—Tengo que ganar dinero para enviárselo.

Dando rienda suelta a la imaginación, le explicó que tuvo que abandonar Barcelona porque la policía había detenido a dos colegas con los que se dedicaba a atracar bancos.

—Tras su detención, mi libertad tenía las horas contadas. Por eso me subí en el primer avión a Río de Janeiro. Quiero crear una nueva banda para atracar bancos en tu ciudad y poder enviarle dinero a mi hermano.

—Quería atracar un banco para poder pagarle a su hermano una operación en una clínica de Oslo —nos contó Cristina—. La figura del atracador de bancos siempre me ha parecido cargada de poesía y significado. Sé que les parecerá una contradicción que lo diga yo, hija de un multimillonario…

Fernando Linda me lanzó una mirada acusatoria con la que parecía proponerse hacerme sentir responsable del farol de Álex Solsona, porque todos en aquel salón —excepto Cristina, claro— entendimos que Solsona era un farsante.

—Cariño —le dijo Solsona a Cristina, apuntando a su nuevo talón de Aquiles—, no creo que nos podamos volver a ver.

—¿Cómo? —preguntó ella, disconforme con esa posibilidad—. Con todo lo que me haces sentir estando a tu lado, ¿pretendes que dejemos de vernos? No puedes hacerme esto.

—Cariño, la vida está llena de historias que mueren justo antes de empezar. He estado tres días contigo en el cielo. Si alguien me pregunta cómo es el cielo, me basta con describir esta suite. Si alguien me pregunta cómo es el infierno, me basta con describir todo lo demás. Pero he de ganar dinero, mi hermano necesita dinero, y no lo ganaré si no salgo de este hotel. Tenemos que dejar de vernos.

¡Olé! Se la jugó a cara o cruz y ganó. La chica lo quería para sí. Deseaba pasar con él el mayor tiempo posible. Estaba tan estúpidamente cegada de amor que ni siquiera se detuvo a pensar ni un segundo que Álex podría haberse propuesto estafarla. Cristina Vidal se olvidó de desconfiar, que era lo primero que debería de haber hecho alguien perteneciente a una familia tan bien posicionada como la suya.

—Si la única barrera entre tú y yo va a ser el dinero, yo pondré el dinero —le dijo—. Yo pagaré el tratamiento y la operación de tu hermano.

—Es mucho dinero.

—Mi padre tiene más dinero del que puedas imaginar. Las cosas que tienen precio nunca han sido un problema para mi familia. Son las que no se compran las que se nos suelen atragantar.

Lo compró. Él se puso en venta y Cristina lo compró. La manera de actuar de Cristina no distaba mucho de la del gallego macarra que se va unos días a Cuba y, para gozar de la compañía de una bella cubana, se lo paga absolutamente todo. Luego se la lleva a vivir a España y ella, a la que el gallego se despista, se busca la vida y lo deja con tres palmos de narices y el nabo entre las piernas. Fuera o no consciente de ello, Cristina lo estaba comprando. Le puso un coche, un aparthotel, le llenó el armario, le dio dinero para el hermano que no existía y también dinero para sus gastos. A cambio, él estaría siempre dispuesto a verla y a hacerla soñar con viajes a mundos lejanos. Cristina se había hecho con un hermoso ejemplar de caballero español con el que presumir ante sus amigas. Español y atracador de bancos. ¿Alguien da más?

—Me prometió que se tatuaría mi nombre en la espalda —recordó Cristina—, como el de las dos mujeres a las que había amado antes. Me dijo que sería el último tatuaje que iba a hacerse.

Dimos por acabado el interrogatorio.

Cavaleiro conducía. Bastos usó el móvil para pedir que se comunicara a todas las unidades la orden de búsqueda del coche que conducía Álex Solsona la noche que lo asesinaron. Dictó modelo, color, matrícula y nombre del titular: el padre de Cristina.

—Ahora vamos al aparthotel en el que se hospedaba —me dijo Bastos—. Puede que encontremos allí alguna pista que nos conduzca al asesino.

—¿No necesitaremos una orden de registro para entrar? —pregunté.

—Iremos más rápidos si nos saltamos ese trámite, Prats —me aclaró Cavaleiro.

Al mando de la recepción del aparthotel había un chico de no más de veinte años rellenando un impreso. Llevaba camisa, corbata y un distintivo con su nombre en la pechera de la americana. Se llamaba Nelson. Levantó la mirada al oír nuestros pasos, topándose con tres tipos con cara de cansados a las ocho de la tarde de un sábado. Dedujo al acto que no veníamos a alquilar ninguna habitación, hecho que confirmó Bastos al mostrarle la placa.

—Necesitamos entrar en el apartamento de Álex Solsona. Es el 633 —añadió Bastos, señalando el casillero donde se guardaban las llaves.

Nelson pensó en algo que alegar para no darnos la llave. Llevaba poco tiempo trabajando allí y le habían dado la instrucción de no darle la llave a nadie que no fuera el cliente. Como supe más tarde, en aquel aparthotel vivían mantenidas muchas amantes de hombres casados y se sabía de la presencia de sabuesos merodeando por sus alrededores.

—¿No tienen una orden de registro? —preguntó Nelson—. A mí nadie me ha dicho nada.

—No tenemos ni orden ni más tiempo que perder. Puedes llamar tú mismo a la policía y preguntar si es cierto que el inspector Lucas Bastos, del Departamento de Homicidios, necesita entrar con cierta urgencia en el apartamento 633.

Los tres le mirábamos fijamente. Menuda situación para Nelson, a quien los repentinos nervios empezaron a hacerle sudar. La encrucijada no era para menos. Si nos dejaba entrar, podía perder el trabajo, lo que en Brasil era cosa seria. Si se decantaba por no dejarnos entrar, le iba a tocar plantarle cara a tres policías con cara de malas pulgas, lo cual no era el plan ideal para la tarde de un sábado. Finalmente, se giró hacia el casillero esperando que la suerte se aliara con él. Y así fue: Álex Solsona se había llevado la llave.

—Pues danos una copia o la llave maestra, la que abre todas las habitaciones y que sabes dónde está —dijo Bastos.

Nelson nos pidió que aguardáramos un segundo y entró en un despacho que había al final de la recepción. Bastos pasó al otro lado del mostrador para comprobar si el joven nos había mentido con lo de la llave. Introdujo la mano en la casilla de la 633; la llave no estaba. Cuando volvió a nuestro lado, Nelson salió del despacho con una sonrisa que invitaba a pensar en una solución feliz. Había llamado al jefe de recepción, que se personaría en unos minutos. Nos sentamos en un sofá del vestíbulo y esperamos. Los pocos clientes que vimos entrar o salir tenían en común la belleza y la juventud. Mantenidos, como lo era Solsona. Cuando la paciencia de Bastos empezaba a agotarse, la puerta automática se abrió para dejar pasar a un tipo blanco, calvo, delgado y con gafas. Nelson, al verle entrar, le señaló el sofá en el que los tres polis esperábamos muertos de asco. El tipo se acercó y, mostrando maneras de relaciones públicas, se presentó, nos estrechó la mano a los tres y se ofreció a ayudarnos en todo lo posible. Nos explicó también las cosas que no podía hacer por nosotros, como por ejemplo dejarnos entrar en el apartamento de Solsona. Bastos intentó convencerle por la vía diplomática de lo importante que era para la policía acceder al apartamento 633, pero el tío no estaba dispuesto a ceder y a Lucas Bastos no le quedó otro remedio que recurrir a la amenaza:

—Escuche —le dijo—, vamos a entrar con o sin su consentimiento. Nos abre la puerta —se abrió la americana para mostrar su revólver— o nos la cargamos a tiros. Llame si quiere a la policía y verá cómo los que vienen a detenernos salen riendo con nosotros por la puerta principal, preguntándonos por nuestras mujeres y proponiéndonos tomar un daiquiri.

El tono amenazador empleado por Bastos achantó al jefe de recepción, que no quería oír tiros en su hotel. Tras unos segundos en los que buscó sin éxito algún argumento adecuado que esgrimirle a un poli rudo, se resignó a abrirnos la puerta con la única condición de que él entraría con nosotros, a lo que Bastos no puso reparo.

Subimos en un ascensor con paredes de espejo hasta la sexta planta, por la que caminamos a través de un largo pasillo flanqueado por puertas idénticas hasta llegar a la 633. El tipo abrió con la maestra y se hizo a un lado para dejarnos entrar. Permaneció pegado a la puerta abierta mientras nosotros encendíamos las luces y corríamos las cortinas. Todo muy limpio y ordenado; gran trabajo del servicio de limpieza. Olía a ambientador de menta. Me acerqué a la ventana, que ofrecía una bella panorámica del Pan de Azúcar. Eso eran vistas, y no las del hotel donde me había alojado el Ministerio del Interior. Abrimos cajones y armarios. Cavaleiro registró todos los bolsillos de camisas, pantalones y americanas, sin descuidar el interior de los zapatos de Solsona. Bastos se sentó en la cama perfectamente hecha y extrajo todo lo que encontró en los cajones de la mesilla de noche. Yo miré en el baño primero y en la cocina después. Abrí la nevera, el microondas, el cubo de la basura, la despensa, todos los cajones y armarios de la cocina… Quedé muy profesional, pero no encontré nada ni en el baño ni en la cocina.

—Solo ropa —dijo Cavaleiro, cerrando el armario.

—Nada en la cocina ni en el baño —dije yo.

Bastos amontonaba papeles y documentos sobre la colcha ante la incómoda mirada del jefe de recepción. Fui a mirar los cajones del escritorio mientras Cavaleiro entraba en el baño. Primero pensé que no se fiaba de mí y que prefería registrarlo él también. Poco después oí la cadena y entendí que había entrado exclusivamente por asuntos personales.

Encontramos un sobre con su pasaporte y otros documentos españoles, un par de tarjetas de crédito expedidas por bancos españoles y tres libretas de cuentas bancarias, dos de ellas de bancos españoles, bastante secas, y la tercera de un banco brasileño, con una nada desdeñable suma de dinero. La había abierto una semana después de haber conocido a Cristina, y todas las operaciones reflejadas eran idénticas: ingresos. Esos ingresos probablemente los hubiera realizado directamente Cristina, por internet o en ventanilla, o tal vez los realizó el propio Álex después de que ella le hubiera dado el dinero en efectivo.

—Qué cabrón… —dijo Bastos, con la libreta de ahorros en la mano—. Se ha sacado más dinero este Solsona engatusando a una hija de papá durante tres meses que yo en dos años en el Cuerpo. Nos hemos equivocado de bando, señores.

Por mi parte, yo iba hojeando revistas de viajes que, a juzgar por las diferentes marcas de bolígrafo, Solsona consultó minuciosamente. Había subrayados destinos varios, precios, teléfonos de consulados y de agencias de viajes. Muchas marcas y anotaciones en muchas revistas. En la esquina de un anuncio de una agencia de viajes, donde una pareja corría por la playa cogida de la mano, entre la arena dorada y el eslogan «Nosotros nos encargamos de su felicidad», vi escrito un nombre: Cassandra. Rápidamente acudió a mi memoria la espalda tatuada del cadáver.

—¿Van a tardar mucho, caballeros? —preguntó el jefe de recepción, cuya precaución le llevaba a no separarse de la puerta.

Nadie le contestó. Seguí pasando páginas de revistas. Ofertas de vuelos sospechosamente baratos. Más marcas de bolígrafo. Redondeles. Cayeron varios folios sueltos de entre las páginas de una revista a mis pies. Eran papeles impresos de una página web. Solsona había estado buscando información de distintas islas griegas, y no precisamente turística, sino de ámbito político y social. Observé más detenidamente todas las portadas de las revistas; en todas se anunciaban viajes a las islas griegas. Seguí pasando páginas; el nombre de Cassandra aparecía varias veces. Si albergaba alguna duda de que se tratara del nombre de una mujer, esta quedó disipada al verlo escrito sobre la foto de unas ruinas griegas, dentro de un corazón dibujado sin demasiada traza y con una frase corta pero contundente: «Te querré siempre».

—Bastos, deberíamos llevarnos estas revistas —dije.

—¿Es absolutamente necesario? —preguntó el jefe de recepción—. ¿Y si el cliente pregunta por ellas?

—Si eso ocurriera, contrate a un buen médium y comuníquenle al señor Solsona que nosotros nos las hemos llevado —le dijo Bastos.

Tras levantar el colchón y asegurarnos de que no hubiera nada debajo de la cama, abandonamos el aparthotel con todos los documentos de Solsona y las revistas de turismo. Les expliqué que había visto el nombre de Cassandra escrito varias veces y una posible intención de viajar a Grecia.

Me dejaron en el hotel, llevándose a comisaría el material requisado en el apartamento de Solsona.

Ya en mi habitación, lo primero que hice fue tomar una larga ducha de agua templada. Estaba muy cansado, pero aún era demasiado temprano para irse a dormir. Me tumbé en pelotas sobre la cama y cogí el mando a distancia. Fui pasando canales hasta llegar a un canal porno. Porno duro a juzgar por lo que estaba viendo: una africana se estaba dejando encular por el dálmata más feliz del mundo. Curioso lo era, pero excitante no. Si quería hacerme una buena paja, que es lo que hacemos la mayoría de hombres a los diez minutos de estar solos en una cama si no tenemos sueño ni ganas de leer, o bien esperaba a que empezara otra película o bien apagaba la tele y escogía a alguna amiga o compañera de trabajo con la que hacer el amor con la imaginación. Por cuestión de proximidad, elegí a Hortensia Alegría y me empecé a masturbar imaginando que se desnudaba muy lentamente delante de mí. Sonó el móvil cuando el tema ya estaba muy avanzado y tuve que frenar en seco. Abrí los ojos y cogí mi Nokia de la mesilla. Era el capitán Varona, que llamaba para preguntarme cómo iban las cosas por Río. Se interesó por la colaboración con los cariocas y por si había contactado conmigo alguien del Consulado para tratar el asunto de la repatriación del cadáver de Solsona. Le conté que había quedado con el tal Cervantes el lunes a las nueve de la mañana en el hotel.

—A la familia de Solsona todavía no le hemos dicho nada —me informó—. Cuando el cadáver llegue a Barcelona tendrán que identificarlo. Hemos estado analizando la relación de españoles que estuvieron en Río la semana que asesinaron a Solsona; no hay nadie con antecedentes, pero hay un caso que nos llama la atención: se trata de un detective privado con despacho en Barcelona que estuvo varias semanas en Río y regresó un día antes de que a Solsona le dieran matarile.

—Curioso —dije.

—Le hemos pedido por fax a la Policía de Río que investiguen dónde estuvo alojado el sabueso, por dónde se movió y cualquier dato que sea útil de cara a establecer una conexión entre el sabueso y el cadáver, si es que la hay. Quería que lo supieras. Si estás en primera línea no puedes saber menos que nadie.

—Se lo agradezco, capitán.

—Este va a ser un caso fácil, Prats, y me encargaré personalmente de que salgas en las fotos. A mi derecha, obviamente. En el centro de las fotos, como siempre, saldré yo.

Tras la conversación con Varona volví a cerrar los ojos. Se me amontonaban los pensamientos. Traté de poner orden, y en eso estaba cuando caí rendido al sueño. Apenas diez minutos después de haber empezado a soñar, la melodía del móvil me despertó. Era un número no identificado.

—Soy Bastos.

—¿Alguna novedad? —pregunté.

—Hemos localizado el coche que conducía Solsona. Charly y yo estamos yendo hacia allí, donde un cerrajero nos lo abrirá. Creo que sería bueno que nos acompañara, Prats.

—Claro. ¿Pueden pasar a buscarme?

—Estamos aparcados frente al hotel.

Estrené una camisa negra que me había comprado horas antes en el centro comercial y que, la verdad sea dicha, no me quedaba nada mal.

De nuevo en el asiento trasero del coche de Cavaleiro, contemplaba las calles de Río a través de la ventanilla. El tráfico era caótico en Río, y los cariocas parecían sentir devoción por el claxon.

—La próxima a la derecha —indicó Bastos a Charly.

La noche empezaba a caer. Mi estómago reclamaba manduca y las muchas horas que llevaba sin dormir empezaban a pasarme factura. La cabezadita echada en el avión me sirvió para que el viaje se hiciera más corto, pero las pilas no se cargan por igual en un asiento reclinable que sobre un buen colchón.

Charly aparcó en doble fila, detrás del coche patrulla de los dos agentes que habían localizado el coche de Solsona, un hombre y una mujer, ambos muy jóvenes. El deportivo amarillo de Álex era uno de los coches que, aparcados en batería, formaban una hilera que iba de esquina a esquina.

—Aquí aparcó la noche que lo asesinaron —dijo Bastos mirando en derredor.

Tuvimos que esperar al cerrajero. A pocos metros de donde había aparcado Solsona había un club de alterne, ubicado entre un supermercado regentado por chinos y un restaurante libanés. Cavaleiro me explicó que estábamos en una zona donde por la noche había bastante ambiente.

—Y bastante alejada de la playa donde le mataron —añadió Bastos—. Es bastante improbable que Solsona decidiera pasear hasta allí. Son muchos kilómetros.

Parecía bastante claro: la noche que lo asesinaron, Solsona aparcó en esa calle y no volvió a utilizar su coche. O bien a la fuerza o bien engañado, Álex Solsona se subió a un coche que iba a conducirle a la muerte.

El cerrajero de la policía llegó en una Vespa de color rojo. Era un mulato bajito y gordo, muy sonriente. Llevaba consigo una caja de herramientas. Departió animadamente con Cavaleiro y Bastos, a quienes ya conocía. Luego se puso manos a la obra, y de qué manera: abrió la puerta del coche en menos de medio minuto, haciendo disparar la alarma. El claxon sonaba de forma intermitente, al compás de los warning. El ruido llamó la atención de transeúntes y vecinos; varias cabezas se asomaron a las ventanas más cercanas. El cerrajero se sentó al volante, estudió los mandos del coche y detuvo la alarma. Era un tío competente al que la policía había reclutado del bando enemigo. Los buenos ladrones siempre tienen trabajo en la policía.

No encontramos nada en el maletero ni debajo de los asientos. En la guantera estaba la documentación del vehículo, que iba a nombre del padre de Cristina Vidal. El seguro a todo riesgo, el permiso de circulación en regla… y, entre tanto documento, dos billetes de avión, uno a nombre de Álex Solsona.

—¿Apostáis algo a que el otro billete no va a nombre de Cristina Vidal? —preguntó Charly.

Bastos comprobó el nombre del titular del segundo billete: Sara Mir. Fuera quien fuese esa tal Sara Mir, iba a volar en el mismo avión que Álex Solsona el uno de enero de 2005 en un vuelo de Air France, un vuelo directo de París a Atenas. La información recabada por Solsona sobre las islas griegas parecía haberle convencido.

—Este tipo triunfaba más que tú con las mujeres, Charly —le dijo Bastos a su amigo.

Sara Mir era el tercer nombre de mujer que salía a la luz después de los de Cassandra —tatuado en la espalda de Solsona y escrito en una página de la revista de turismo («Cassandra, te querré siempre»)— y el de Cristina Vidal.

—Este coche no da para más —dijo Cavaleiro, cerrando la puerta del deportivo.

Bastos ordenó a los agentes municipales que se encargaran de que el coche de Solsona llegara a un garaje de la policía para que los de la científica husmearan en él. Se guardó los billetes de avión en el bolsillo interior de su americana. Tras el buen trabajo hecho, el cerrajero se subió a la moto, colocando la caja de herramientas en el reposapiés, y regresó con su familia para seguir disfrutando del fin de semana. Mi sueño y mi hambre iban a más. De haberme dado a elegir en ese momento entre una cama o un filete con patatas, la duda hubiera sido considerable.

—¿Un vodka, señores? —nos preguntó Bastos en un tono que evidenciaba que no era una copa a por lo que quería ir.

Bastos quería respuestas, y pensó que tal vez las encontraría en el puticlub que había a pocos metros del deportivo amarillo. Tal vez solo fuera casualidad que el coche de Solsona estuviera aparcado tan cerca de un puticlub, pero debíamos cubrir la posibilidad de que no lo fuera. Cruzamos la puerta negra del local, adentrándonos en un muy particular microuniverso. Era como si, en lugar de solo una puerta, hubiéramos cruzado una galaxia. Local oscuro. Música electrónica, esa que se compone dándole al intro. Una barra circular en el centro, alrededor de la cual había varias mesas y sofás. Debido a la acentuada oscuridad, tenías que acercarte mucho para poder hacer una descripción física de clientes y trabajadoras. Las pocas sombras silueteadas que acerté a distinguir eran de hombres, la mayoría mayores, bebiendo una copa en compañía de chicas ligerísimas de ropa que se mostraban absolutamente receptivas a conversaciones y manoseos.

—Es un local muy concurrido por turistas europeos y norteamericanos —me dijo Cavaleiro—. Vienen a por garotas jóvenes, si pueden ser menores, mejor. Es una pequeña aportación de Río al turismo sexual. Todavía no somos Cuba, pero estamos en ello.

No habíamos dado dos pasos cuando nos cruzamos con un par de chicas muy jóvenes con vestuario mínimo, que nos lanzaron estudiadas miradas lascivas, y un viejo barrigudo inglés, visiblemente borracho, ataviado con la camiseta del Manchester United. Nos sentamos en la barra y, al momento, fuimos abordados por chicas jóvenes que salían a manadas de los claroscuros. Nos daban dos besos, nos cogían de las manos y nos invitaban a sentarnos con ellas en los sofás, propuesta que declinamos. Tras la barra nos observaba un negro musculoso que, a juzgar por sus bíceps y pectorales, debía de pasar muchas horas en el gimnasio. Llevaba una camiseta de tirantes, pañuelo en la cabeza y una cadena con dos placas identificativas en el cuello, como las que lucen los soldados de algunos ejércitos.

—En este local no se admiten maricones —nos espetó, esbozando una mueca de asco al comprobar que desestimábamos la compañía de sus chicas.

—No somos maricones —dijo Bastos—. Pero nos gustan más mayores. Como tu madre.

Buenoooo… El negro clavó la mirada en las pupilas de Bastos. Antes de que cometiera una estupidez, Bastos sacó su placa como escudo ante la posible leche que el negro estuviera pensando soltarle. Si en lugar de la placa le hubiera mostrado la pistola, a saber lo que podría haber sacado el chaval. Estando en Río, todo era posible.

—Puedes contestarnos a unas preguntas o podemos encender las luces y llenar esto de pasma —le dijo Bastos.

—Este local es legal.

—Hay menores prostituyéndose —replicó Bastos.

—¿Y eso es ilegal? —preguntó el negro con sorna.

Un tipo solitario se sentó a nuestro lado. Pidió una copa. Una vez servido, se acercaron a él varias chicas que, entre risas y carantoñas, se lo llevaron a un sofá. Actuaban como hienas. En otro rincón del local, dos chicas y un joven turista, cogidos de la mano, subían por unas escaleras que llevaban a las habitaciones. Un negro gordo con el que se cruzaron se hizo a un lado para dejarles pasar.

—¿En qué puedo ayudar a la pasma? —preguntó el camarero, de nuevo con cierto retintín.

Cavaleiro sacó del bolsillo interior de su americana una foto de Álex Solsona. El negro cogió la foto, le echó un vistazo y sonrió. La personalidad de Solsona jugaba a nuestro favor: si había estado en algún lugar, solía recordársele, incluso en sitios como un club de putas, donde la memoria debería estar siempre fuera de servicio.

—Es el filósofo —dijo el negro, devolviéndole la foto a Charly.

—¿El filósofo? —preguntó Bastos, pidiendo una aclaración.

Pocas horas antes de ser asesinado, Solsona celebró la que fue su última cena en el restaurante de un exclusivo club de tenis en compañía de Cristina Vidal y un grupo de amigos de esta, todos ellos hijos de banqueros, jueces o empresarios acaudalados. Ocupaban mesa en una amplia terraza con maravillosas vistas de la bahía de Guanabara. Solsona sabía amoldar su personalidad a cualquier ambiente, y tenía un extraño don para ganarse a cualquiera. Manejaba como nadie los tempos de una velada; sabía cuándo tenía que hablar y cuándo escuchar, cuándo soltar una ocurrencia divertida o cuándo fingir que le habían hecho reír. Siempre en su sitio. Solsona sabía que seducir a los amigos de Cristina era en realidad seducirla a ella un poco más, y el ego de Cristina amenazaba con explotar cuando, en el lavabo, mientras se retocaba el maquillaje, sus amigas le hacían saber lo simpático, guapo y encantador que les resultaba Álex. «Es mío —pensaba Cristina Vidal—, es mío porque lo estoy pagando yo».

En el coche, de camino a la mansión de los Vidal, Cristina sacó de su bolso un sobre marrón repleto de billetes grandes para seguir pagando cual alquiler el falso amor que le profesaba su adquirido galán español.

—No puedo aceptarlo, cariño, ya me has dado suficiente dinero —le dijo Álex, girando el volante a la derecha.

—Es para tu hermano. Y para ti.

—Son mis problemas, no tienes por qué hacerte cargo.

—Ya lo sé. Lo hago porque quiero. Y porque te quiero.

Cristina abrió la guantera para guardar el sobre. Al querer cerrarla, no pudo. De reojo, Solsona miraba cómo las manos de Cristina empujaban la puerta de la guantera, que se resistía.

—Tranquila, déjalo sobre el asiento trasero.

Haciendo oídos sordos, Cristina Vidal empezó a sacar todo tipo de papeles de la guantera. Solsona se puso nervioso, pero disimuló. En aquella guantera había, escondidos entre la documentación del coche, dos billetes de avión que, aquella misma tarde, antes de pasar a buscarla para ir a cenar al club de tenis, Álex compró en una agencia de viajes. Uno a su nombre; el otro a nombre de una mujer que no era Cristina. 1 de enero de 2005. Air France. París-Atenas.

—Si lo ordeno bien, podré cerrarla —dijo Cristina.

Varios papeles se le cayeron al suelo, entre ellos el seguro del coche. Entre los papeles del seguro estaban los dos billetes de avión. Álex conducía más pendiente de los papeles que había entre los pies descalzos de Cristina, liberados de unos zapatos carísimos que le hacían roce en el empeine, que de las señales de tráfico. Distinguió el borde de uno de los billetes y se temió lo peor. Empezó a tejer a toda máquina con su inagotable imaginación una mentira que sonara lo más verdadera posible. Cristina se agachó para recoger lo que se le había caído. Tal vez de no haber centrado la mayor parte de su atención en lo que Cristina pudiera o no encontrar, Solsona podría haber visto en el retrovisor los faros de un Nissan en el que cuatro españoles le llevaban siguiendo desde que salió del garaje del aparthotel. Le seguían a bastantes metros de distancia, ya que por el exclusivo barrio donde vivía la familia Vidal, repleto de mansiones a cual más lujosa, apenas circulaban coches. Álex le daba conversación a Cristina, que alineaba los papeles de forma que ninguno sobresaliera. Los billetes de avión volvieron a camuflarse entre la relación de coberturas de una póliza a todo riesgo. Cristina lo introdujo todo de nuevo en la guantera e intentó cerrar, lo que no logró en un primer intento; la maldita guantera seguía resistiéndose. Finalmente, Cristina presionó con más fuerza y el ruido del cerrojo al encajar tranquilizó por fin a Álex.

—No los vayas a olvidar —le dijo Cristina, refiriéndose al dinero.

—No los olvidaré —dijo él, refiriéndose al dinero, sí, y a los billetes también.

Al llegar a la mansión de los Vidal, dos vigilantes armados se pusieron frente al coche; un tercer vigilante se situó rápidamente detrás del vehículo, apuntando al cristal trasero con el rifle. Al reconocer a Cristina, la saludaron. La verja se abrió automáticamente.

El vigilante que estaba detrás del coche bajó su rifle y acto seguido se giró hacia la calzada. Le llamó la atención un coche japonés de gama simple que circulaba a velocidad muy reducida. El vigilante mantuvo bien visible el rifle en su mano, sin apuntar al turismo japonés pero con el dedo en el gatillo. Los cuatro ocupantes del vehículo dirigieron la mirada a la puerta de la mansión ignorando que estaban en el punto de mira de dos francotiradores de élite ocultos entre las copas de dos árboles del jardín muy próximos a la entrada. Sin aumentar la velocidad, el coche siguió su camino y se alejó de la mansión bajo la atenta mirada del vigilante, que permanecía detrás del coche de Solsona. Cogió el transmisor de su cinto e informó a sus compañeros de que acababa de ver un vehículo sospechoso merodeando por la casa.

—Lo hemos visto —le contestaron.

El jefe de seguridad dio la orden: si el vehículo sospechoso volvía a pasar por delante de la mansión de los Vidal, se le abordaba sin contemplaciones.

Ajeno a ello, el conductor del Nissan la emprendió a puñetazos con el volante. Solo un kilómetro atrás todo parecía ponerse de cara: la calle desierta, Solsona solo en compañía de una mujer joven… Habían planeado esperar a que se detuviera, bajar todos menos el conductor, agarrar a Álex de donde hiciera falta y meterle en el coche, pero la inesperada puesta en escena de los vigilantes armados arruinó por completo el plan.

—Tranquilo, Manolo —le dijo otro de los ocupantes, tratando de calmarle—. Ya le cazaremos.

Cristina y Solsona, todavía dentro del coche, se daban los últimos besos de despedida al amparo de la intimidad que los vigilantes les habían concedido.

—Espero que seas el hombre de mi vida —le dijo ella.

—Yo también lo espero —mintió él de forma vil.

Carantoñas, caricias, besos y hasta mañana si algún Dios quiere, que no iba a ser el caso. Bajo el sonido del motor encendido, Cristina salió del coche con los zapatos en la mano. Se giró para mandarle un beso, soplando para asegurarse de que el beso atravesara el parabrisas y se estampara en la mejilla de Álex. Él respondió haciéndole luces. La verja automática se empezó a cerrar. Álex sacó del cajón que había en la puerta del coche una petaca y bebió un sorbo largo de vodka que le provocó una sacudida de cabeza. Vio cómo, al otro lado de la verja, Cristina subía al coche eléctrico con el que, junto a dos vigilantes, cruzaría el jardín. Solsona imitó el gesto de Cristina: se besó los dedos, estiró la mano y sopló.

—Gracias por la pasta, niña pija —dijo—. Y hasta nunca.

Sintonizó una samba en la radio y circuló calle abajo en dirección al centro de la ciudad. Puso la petaca entre sus piernas para poder seguir bebiendo vodka durante el trayecto. Sin dejar de conducir, alargó la mano derecha para extraer de la guantera el sobre que había depositado Cristina. Conducía, silbaba, se emborrachaba y contaba el dinero. Demasiadas cosas a la vez como para percatarse además de que un turismo japonés le seguía de nuevo, esta vez con los faros apagados, por la zona residencial.

—Acelera —le decían a Manolo—, córtale el paso, salimos y nos lo llevamos. Esto es un desierto.

Manolo dudó. Creía que era mejor esperar a que Álex Solsona se detuviera. Amador y Rocky eran partidarios de cortarle el paso antes de que llegara a una zona más transitada para evitar ver aumentadas las posibilidades de perderle o de que entrara en algún aparcamiento privado donde ellos no pudieran acceder. Moisés se alineó con Manolo, esgrimiendo que cortarle el paso podía provocar una colisión que dañara los dos coches, dejándolos tirados en aquel barrio más bien inhóspito para todo aquel que no fuera propietario de uno de los tantos chalés con piscina.

Ajena a sus perseguidores, la liebre celebraba que en el último sobre que le daba Cristina hubiera más de ocho mil dólares en billetes grandes y pequeños. Los números eran escandalosamente evidentes: tomarle el pelo a la hija de los Vidal le había salido a Solsona mucho más rentable que haberse quedado en la empresa de catering sirviendo ponche o canapés. Y sin tener que madrugar ni un solo día. Daba vértigo calcular lo que podría sacarse si alargaba aquella farsa uno o dos años. Pero no; necesitaba borrarse del mapa. Primero, porque el corazón le pedía reunirse con la mujer a la que de verdad amaba; y segundo, porque sería muy peligroso que algún día Cristina descubriera las intenciones de Álex y se las explicara a su papá, quien tasaría la cabeza de Álex a un precio bajo pero suficientemente interesante para que sicarios en oferta o principiantes del mundo criminal se interesaran por el trabajo.

A Álex Solsona solo le quedaba una cosa por hacer en Brasil: huir. Tenía que pasar por su apartamento, coger el pasaporte, hacerse una maleta con lo estrictamente necesario, ir al aeropuerto y subir al primer avión que le llevara a París, donde, gracias al dinero que le había dado Cristina, podría alquilar un apartamento en Montparnasse, en el que se instalaría las últimas seis semanas de 2004. Sara se reuniría con Álex en París y celebrarían el año nuevo en algún restaurante cercano al Sena. El día 1 de enero volarían hasta Grecia para empezar una nueva vida juntos en algún pueblo tranquilo situado en una de sus islas.

Borracho y excitado, pisó el acelerador más de lo conveniente por las calles de Río de Janeiro, esquivando a coches cuyos conductores le recriminaban con el claxon su conducción temeraria. En el coche japonés, los perseguidores españoles se liaban a gritos en una discusión sobre si había sido o no buena idea no haberle abordado en la zona residencial.

—Creo que nos ha descubierto —dijo Rocky—. Corre así para perdernos de vista.

—Es imposible —replicaba Moisés—, siempre hemos mantenido una distancia prudente.

Manolo apenas gritaba: tenía los cinco sentidos puestos en no perder de vista al flamante deportivo, que avanzaba en constante zigzag. El color amarillo ayudaba a distinguirle de entre los demás coches. Manolo le vio girar por una avenida a dos calles de donde se encontraban ellos.

—¡Ha girado a la derecha! —gritó Rocky.

—Ya lo sé, coño —dijo Manolo.

Manolo aceleró y cambió bruscamente de carril, cortándole el paso a una furgoneta que frenó bruscamente para no embestirles. Doblaron la misma esquina que segundos antes había doblado Solsona, pero ellos la doblaron saltándose una luz roja.

—¿Dónde está? —preguntó Moisés.

—Le hemos perdido —dijo Rocky.

—Sigue recto, Manolo —propuso Amador.

Los cuatro miraban hacia todos lados esperando encontrar el coche amarillo. Manolo aceleraba en pos de divisar el coche de Solsona en el horizonte de aquella calle bien iluminada y bastante transitada.

—¡Ahí está! —gritó Moisés—. ¡Frena, Manolo!

Manolo frenó en medio de la calzada, obligando a frenar bruscamente a la misma furgoneta que unos metros antes casi se los llevó por delante. Los neumáticos de la furgoneta chirriaron sobre el asfalto llamando la atención de Solsona.

—La gente no sabe conducir —dijo Álex.

Acababa de aparcar el coche. Desde la acera, usó el mando a distancia para cerrar las puertas del coche y activar la alarma. Caminó unos metros y cruzó la puerta negra de un puticlub. Había pensado en despedirse de Brasil montándose una fiesta a lo grande. Después iría al apartamento. Y luego, a Europa.

El fornido conductor de la furgoneta, cansado de que el conductor del japonés que había hecho dos maniobras peligrosas seguidas no hiciera caso de los cláxones de toda la cola que estaba formando al mantenerse parado en medio del carril, se apeó y se puso frente a la ventanilla del coche. Golpeó el techo con el puño, increpando a su conductor. Moisés, en condiciones normales, hubiera salido del coche y le hubiera abierto la cabeza a puñetazos. El conductor de la furgoneta era corpulento, pero Moisés más, y Rocky, sentado a su lado en el asiento trasero, daba miedo. Los dos sabían hacer daño, pero no estaban por la labor de salir a pegarse en plena calle de Río. Habían venido de España únicamente a por Solsona, y llamar la atención era lo que menos les convenía. Los cuatro habían visto entrar a Álex en el puticlub. El tipo de la furgoneta seguía gritando al otro lado de la ventanilla, el concierto de cláxones persistía y los cuatro que lo habían provocado, como si la cosa no fuera con ellos, debatían si era mejor entrar en el puticlub o esperar a que Álex saliera.

El camarero negro vestía con la que era su indumentaria habitual detrás de la barra: una camiseta de tirantes y un pañuelo en la cabeza. Sonaba música desalmada de sintetizador. Una manada de chicas ligeras de ropa y de muy corta edad salió de entre la oscuridad del local y rodeó a Álex. Tiraron suavemente de su traje beige de Armani para llevárselo a los sofás, donde tratarían de ponerle cachondo para que le entraran ganas de follar. La que Álex eligiera se quedaba con el 30% del servicio. El 70% era para el camarero cachas.

—¡Un momento! —dijo Álex, levantando el brazo.

Las chicas, haciendo caso omiso a sus palabras, siguieron tirando del traje de Solsona, que iba apartando suavemente todas las manos que se agarraban a lo largo y ancho de su americana. No daba abasto. Contó con la mirada a cuantas le rodeaban; eran ocho.

—Me iré a la cama con las ocho —les dijo.

Al segundo de espetar lo que parecía una fanfarronada, las chicas dejaron de agobiarle y se miraron entre sí, desconcertadas, preguntándose si aquel gallego era solo un chulo o estaba realmente loco.

—No pida cosas que no podrá pagar —dijo el negro a sus espaldas—. Puede causarle mucha frustración.

Álex se giró. El vodka de la petaca había invocado al gamberro que habitaba en algún rincón de su alma.

—¿Cuánto vale cada una? —le preguntó al negro—. En dólares —matizó Álex—. Solo llevo dólares.

—Si te llevas ocho te las dejo todas a mil dólares la hora.

Sin pensárselo dos veces, Álex sacó de su bolsillo un fajo de billetes que hizo babear al negro y puso sobre la barra, billete a billete, los mil dólares. El camarero se dispuso a cogerlos, pero Álex colocó las manos sobre los billetes. Se miraron fijamente.

—Antes, tres condiciones —dijo Álex—. Primero, cambia de música. Segundo, quítate la camiseta. Tercero, dime cómo te llamas. —Ante la mirada desafiante del negro, Álex añadió—: O el mejor cliente de la polvorienta historia de este antro se va a gastar sus dólares a la competencia.

Mil dólares en una hora era demasiado buen negocio como para permitir que el orgullo lo estropeara, así que Julio César le siguió el juego a Solsona.

—Me llamo Julio César. ¿Qué música quieres? ¿Y por qué quieres que me quite la camiseta?

—Cualquier música que suene a música. Y quiero que te la quites porque lo puedo pagar. Quítatela.

El negro con nombre de emperador se quitó la camiseta, dejando al aire dos perfectos pectorales sobre los que descansaba la cadena con las dos placas de plata.

—¿He de meterme el dedo en el culo, o algo por el estilo? —preguntó Julio César.

—De momento no, pero cuidado con las ideas que des, podrían gustarme.

—Ahora suelta la pasta.

Álex cogió la mitad de los dólares y se los guardó en el bolsillo de la americana, dejando sobre la barra los otros quinientos.

—El resto te lo daré cuando me vaya.

—Los servicios de las niñas se pagan por adelantado.

—No al mejor cliente que has tenido jamás, Julio César. Ahora pon música de verdad, y luego súbenos a la habitación dos botellas de champán y nueve copas de cristal. Y sin camiseta, lógicamente. ¿Vamos, nenas?

La habitación parecía el camarote de los Marx. No estaba pensada para una orgía; si acaso, para un trío. Se acomodaron como pudieron sobre la cama. Las niñas, casi todas menores, empezaron a desnudarse, pero Álex les pidió que no lo hicieran.

—Pero, lo ha pagado, señor —dijo una, sin entender nada.

—He pagado para estar con vosotras, no para follar. No me apetece; estoy enamorado.

Las chicas rieron lo que pensaron que había sido solo un chiste.

El camarero entró con la bandeja redonda repleta de copas a los pies de dos botellas de champán. Vestía con pantalones militares de camuflaje, calzaba botas negras y, atendiendo a las peticiones de Álex, llevaba el torso desnudo. Álex y las chicas cogieron una copa. Julio César descorchó una botella y fue sirviendo.

—Eres un camarero ejemplar, Julio César —dijo Solsona—. Voy a pagarte el doble.

—Gracias —dijo Julio César con desgana.

El camarero negro iba a abandonar la habitación cuando oyó a Solsona decir:

—No he acabado. Te pagaré el doble si te bajas los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos y te paseas por esta habitación imitando a un pingüino.

Las chicas rieron la ocurrencia, aunque, por precaución, sofocaron la risa lo más rápido que pudieron. Reírse de Julio César podía acarrear desagradables represalias. El negro, con la bandeja plateada en la mano, fijó su mirada en la de Solsona, que entendió que se había metido en un problema cuando el negro les pidió a sus trabajadoras que salieran de la habitación. Estas salieron al acto, sin decir ni mu, dejando a Álex Solsona entre un negro cachas cabreado y la pared. Los dos de pie, cara a cara, en la habitación de un burdel sofisticado hasta donde llegaban los jadeos fingidos de una puta menor que se trabajaba a un turista en la habitación de al lado y el jazz del CD que Julio César había puesto para complacer al cliente de los mil dólares.

—No quiero problemas —dijo Solsona, mostrando las palmas de sus manos.

—Pues disimulas muy bien.

—Solo quería darles a las nenas una lección de filosofía. Pagándote a ti para que hicieras cosas por dinero, que es lo que hacen ellas. Para animarlas, para que no se sientan tan mal haciendo el trabajo que hacen. Para que sepan que todos somos unos putas, porque lo que te hace puta no es alquilar tu cuerpo, sino la necesidad de dinero.

—Muy bonito —dijo el negro en un tono en el que le dejaba claro a Solsona que esa vez su labia no le iba a salvar—. Yo voy a darte otra lección de filosofía. El tema se titula La ira de Julio César.

—Por lo pronto, acojona.

—Resulta que viene un blanco de mierda como tú con un traje carísimo y un fajo de billetes en el bolsillo. Dinero. Poder. El poder de comprarlo todo. Los billetes te dan poder y lo ejerces contra el pobre negrito brasileño disparando arrogancia. Y la sigues disparando hasta que al negrito se le hinchan las pelotas y decide que el dinero no significa nada. He follado, me he drogado y he bebido mucho más que tú. He sobrevivido en un barrio muy hostil, ganándome el respeto de todos. Soy mucho más hombre que tú, y por eso, a partir de este momento y en esta habitación, la situación da un giro y pasará lo que yo diga.

—Mejor me largo…

—No he acabado. Quiero dos cosas: primero, que me des los quinientos dólares que me debes.

—No me he acostado con nadie…

—Has subido a la habitación con ocho garotas… además, no tengo por qué darte explicación alguna. Hemos pasado de la dictadura de tu dinero a la del miedo que te doy. —Estirando el brazo, con la palma arriba, añadió—: Los quinientos dólares.

Solsona tenía siete mil quinientos dólares en el bolsillo. Con la rapidez que imponía el momento, pensó que era mejor darle los quinientos a que él le vaciara los bolsillos por la fuerza y se lo quitara todo. Maldiciendo la impotencia que sentía, le dio cinco billetes de cien dólares.

—Me está saliendo cara la lección de filosofía…

—La segunda cosa que quiero es que te desnudes. Eres un tipo muy atractivo y yo un negrazo de casi dos metros, pero soy muy maricón. Soy el más maricón de Brasil. Quiero romperte el culo, nena.

Qué duda cabe de que la noche se le estaba torciendo al amigo Solsona. Y de qué manera.

—No voy a hacerlo. Mátame si quieres, pero no voy a hacerlo —dijo, tirando de la poca dignidad que aún le quedaba.

Un flash. Sí, es muy parecido a un flash el efecto que produce un buen puñetazo en medio del rostro. Julio César tumbó de un certero derechazo a Álex Solsona, quien, en el suelo, con el poco conocimiento que no había perdido, se temió que el negro se abalanzara sobre él, le arrancara el Armani y le violara. Notó unas manos poderosas cogiéndole por los hombros del traje para elevarlo como si fuera un pelele. El negro le empotró de espaldas a la pared y le cruzó la cara con dos terribles manotazos; uno con la palma de la mano; el segundo, en la otra mejilla, con el dorso.

—Ni sueñes que quiero tu culo —le soltó Julio César, hablándole a un palmo de la cara—. Si te follo puedo volverme blanco. Menuda enfermedad ser un hombre blanco. Sois los autores de las peores atrocidades de la historia de la humanidad.

No se puede asegurar que Álex oyera el discurso racista de Julio César, porque, tras los mamporros que le dio, a buen seguro que un zumbido persistente se instaló en su aparato auditivo. El negro le agarró de las solapas y lo sacó de la habitación a mamporros. Por los pasillos del primer piso, donde estaban las habitaciones, un japonés y tres putas menores pegaron sus culos a la pared para dejar pasar a Julio César, que con empujones y patadas acompañaba hasta la salida a un tipo vestido de Armani que apenas podía sostenerse en pie. Solsona se iba apoyando en la pared y se arrastraba por el suelo al ritmo que marcaban los golpes propinados por Julio César. Rodó por las escaleras y aterrizó en el piso de abajo. Una puta de confianza ocupaba el puesto de Julio César en la barra redonda. Clientes y trabajadoras, todos atónitos, observaron cómo Julio César agarraba a Solsona del cuello de la americana y lo arrastraba hasta la salida.

Solsona se sintió por fin a salvo al notar la fría acera bajo su mejilla y oír el ruido de los coches amortiguado por el pitido de sus oídos.

—Esto es lo que les pasa a los que vienen a vacilarme —le dijo Julio César a Bastos a modo de advertencia.

—Una buena paliza —dijo Bastos, primero mirando a Julio César y luego a Charly y a mí—. Podrías haberle matado.

—Debería haberle matado.

—¿Sabes lo que le pasó a ese pobre diablo la noche que estuvo aquí? —preguntó Bastos—. Fue asesinado en la playa.

—¿Y les extraña? —preguntó Julio César—. Si vas por la vida provocando, ¿qué puedes esperar?

—Su coche sigue aparcado ahí fuera, delante de tu local.

Julio César torció el gesto. Empezaba a vislumbrar que le iba a caer el muerto de Solsona encima. Balbuceó y, levantando las manos, nos pidió que fuéramos a buscar al asesino a otra parte. Buscó en mi mirada y en la de Charly una mínima complicidad imposible de atisbar en la de Bastos. Tampoco la halló en las nuestras. Los polis podemos discutir de todo en los pasillos de la comisaría, pero fuera, como los mosqueteros.

—Tendrás que acompañarnos —le dijo Bastos—. El coche de la víctima está delante de tu local, reconoces que deberías haberle matado y que le diste una paliza tremenda. Amigo mío, tendrás que venir a comisaría; eres sospechoso de asesinato del ciudadano español Alejandro Solsona y deberás contestar a unas preguntas.

—Soy inocente. Tengo testigos que saben que yo…

—Ponle las esposas, Charly —le interrumpió Bastos.

Cavaleiro cruzó al otro lado de la barra con las esposas colgando de su dedo corazón. Le pidió a Julio César que se diera la vuelta. Para convencerle de que era mejor no resistirse, se abrió la americana para mostrarle la pistola descansando en la sobaquera. Todas las miradas del local se centraron en la barra. El camarero no quería darse la vuelta. Repetía una y otra vez que no había hecho nada.

—¡Date la vuelta! —gritó Cavaleiro.

—¿Quieres que llene esto de polis? —amenazó Bastos.

Finalmente, e insistiendo en decir que era inocente, cedió a la orden de Bastos. Charly le esposó. Mientras salíamos del local bajo los ritmos de la música eléctrica, Julio César le pidió a una de sus chicas que se encargara de la barra, asegurándole, precipitadamente, que él no tardaría en volver.

Solemos hacerlo así; en Río, en Barcelona, en Boston o en Moscú. Cuando no sabemos por dónde empezar una investigación vamos colocando muertos. Hay que justificar el trabajo a través de los medios de comunicación. El Gabinete de Prensa de la Policía de Río emitió una circular a todos los diarios del país para hablar del caso Solsona, del que aún no se había dicho ni mu. Se hicieron públicos el nombre y los apellidos de la víctima, su nacionalidad y, por supuesto, se silenció que fuera el novio de una hija de los Vidal. La medalla se la colgaron explicando que se había detenido al propietario de un club de putas, un tipo con antecedentes por robos con violencia y posesión de drogas que había reconocido haber agredido al fallecido pocas horas antes de que este fuera encontrado sobre la arena de una playa por una brigada del servicio de limpieza.

En cuanto los medios de Brasil publicaran la noticia, el Gabinete de Prensa de la Policía de Barcelona enviaría una circular a los medios españoles para decirles que se estaba colaborando con la Policía de Río y que se habían enviado algunos efectivos —o sea yo— a Brasil. Cuando los medios de Barcelona difundieran la noticia, alguien se iba a poner muy nervioso, sobre todo cuando leyera aquella línea en la que se informaba de que, pese a haber ya un detenido, aún no podía descartarse la participación de alguien que hubiera volado a España tras el asesinato. Si el asesino estaba en Barcelona y formaba parte del entorno de Solsona, los nervios podrían llevarle a hacer algún movimiento que le delatara como, por ejemplo, venderse el piso, cambiar de trabajo o alterar su vida social. En cuanto yo regresara a Barcelona me iba a encargar de remover toda la mierda que fuera necesaria en el entorno de aquel pelagatos. Si no hallábamos nada, el muerto se cargaba a la cuenta de Julio César, que aquella noche de sábado la pasó en una celda de la comisaría porque no hubo ningún policía dispuesto a perderse la noche de Río para interrogarle.

Todo apuntaba a que mi primera y última noche de sábado en Río de Janeiro iba a pasarla solo en el hotel, haciendo zapping y metiéndole mano a la nevera de la habitación, provista de latas de cerveza, chocolatinas varias y snacks. A mi edad y con el déficit de sueño que arrastraba, ese era sin duda el plan perfecto, pero Charly y Bastos tenían otro.

—Prats, es sábado —dijo Charly—, y hay una fiesta a la que está usted invitado. No puede negarse…

Charly y Bastos me cayeron muy bien, pero ya estaba un poco saturado de su compañía. Me apetecía más el ambiente a purgatorio de mi habitación de hotel.

—Aquí no tenemos Fontana de Trevi, Prats —dijo Bastos—. Nada puede garantizarle que vuelva a Río otra vez.

Como muestra de agradecimiento al trato dispensado durante mi corta estancia por mis dos colegas cariocas, opté por no hacerme de rogar y me fui a cenar con Charly a un restaurante del que salí muy borracho. Bastos se fue a cenar con su segunda esposa, cuya relación atravesaba serias turbulencias y, por lo que me contó Charly durante la cena, la separación de la pareja no iba a demorarse mucho.

Nos reencontramos con Bastos y señora en el pub alquilado por la policía carioca para celebrar la jubilación del poli más veterano. Barra libre y coca requisada que podías consumir cómodamente en la barra. Éramos poco más de cien personas, la mayoría policías armados ebrios y drogados. Charly me presentó a mucha gente. Antes de presentarme a una mujer me ponía en antecedentes: casada, soltera, divorciada, casada pero factible, soltera pero poco conveniente, imposible, ni se te ocurra, fácil, no besa antes de la tercera cita, lesbiana radical, lesbiana con frecuentes paréntesis heterosexuales… Para no ser menos que el doctor Machado, que acudió a la fiesta con una amiga, me metí una raya a la que siguió otra y unas cuantas más. Debieron de quedarse con la imagen de un Dani Prats medio drogadicto, cuando lo cierto es que podría contar con los dedos de una mano las noches que le he dado a la farlopa. Tengo vagos recuerdos de aquella noche. Sé que estuve mucho tiempo fingiendo escuchar a quienes me hablaban mientras pensaba en mis cosas, y que me marqué una lambada con Hortensia Alegría, que era, de largo, la mujer más atractiva de la fiesta. Cogerla de la cintura era tocar el cielo. Recuerdo que intenté besarla en la boca y me topé con la mejilla que ella usó de escudo.

—Es usted un encanto, inspector Prats —me dijo Hortensia—. No lo estropee.

Estaba excitadísimo y necesitaba besar, lamer, tocar, penetrar y ser lamido. No recordaba la última noche que me había sentido así. Era una sensación que me resultaba agradable. Tras el rechazo de Hortensia lo intenté sin éxito con una administrativa y una antidisturbios. Finalmente salí del local con Rosana, negociadora de la policía que no era precisamente la más guapa de la fiesta, pero fue la primera que me dijo que sí.

Algunas horas más tarde, la melodía de mi móvil me arrancaba de un sueño que no debía de ser muy distinto de un coma profundo. La poca luz que se filtraba a través de la persiana me bastó para distinguir a mi lado la espalda desnuda de Rosana, que dormía boca abajo y con el culo al aire. El móvil dejó de sonar. Me incorporé lentamente y sentí un dolor de cabeza tremendo. Resaca importante.

—Hace horas que alguien intenta hablar contigo, Prat —oí que me decía Rosana con voz somnolienta.

—Prats. Con «s» final.

Salí de la cama y busqué mi móvil en el bolsillo de mis pantalones. Quince llamadas perdidas, todas realizadas desde el mismo número: el del capitán Varona. La gravedad del asunto me ayudó a combatir la resaca mucho más de lo que lo hubieran hecho un par de aspirinas. El reloj del móvil marcaba las diez de la mañana, hora brasileña. Yo había salido de la fiesta con Rosana hacia las cuatro de la noche; solo seis horas…

—¡La virgen santa! —grité.

—Prat, por favor —dijo Rosana con la boca pegada al cojín—. Tengo sueño.

—¡Es lunes! —grité—. Llevo en tu casa más de veinticuatro horas y mi jefe me está buscando. La madre que…

Encendí la luz de la habitación. Rosana reaccionó escondiendo la cabeza bajo la almohada. Busqué mi ropa y me vestí apresuradamente. Me iban las pulsaciones a mil. Salí de la habitación sin despedirme de Rosana. Al llegar a la calle me di por acabado; no sabía dónde estaba. Jamás había visto aquella calle, ni aquel bar, ni aquel quiosco, ni aquella zapatería. A un chico joven, negro y espigado que pasaba por ahí le pregunté si esa calle pertenecía a Río de Janeiro. Me miró extrañado. Por suerte, contestó que sí. No tuve tiempo de alegrarme porque la melodía de mi móvil volvió a sonar. Era Varona. Contesté.

—¿Estás bien, Prats? —preguntó en un tono aparentemente preocupado.

—Perfectamente, capitán.

—Te hemos perdido la pista. El tío del Consulado lleva más de una hora esperándote en tu hotel. Yo he hecho casi cien llamadas —exageró— a tu teléfono y no has contestado hasta ahora. Ni tan siquiera la Policía de Río sabe dónde estás.

—Va todo bien, capitán. Hay un detenido por la muerte de Solsona. Es el propietario de un burdel que admite haberle propinado una paliza la noche que fue asesinado.

—No me cuentes nada que no pueda leer en el fax que tengo sobre mi mesa. No me importa dónde estés mientras estés bien, pero voy a decirles a los del Consulado que en menos de treinta minutos estarás en el hotel, y espero que así sea, Prats, o mañana, en cuanto aterrices, tendrás que darme una explicación.

Un taxi me dejó en la puerta del hotel. Al pedir la llave al recepcionista se me informó de que en el hall me esperaba Ricardo Cervantes, del Consulado de España en Río de Janeiro. Cervantes rondaba los cincuenta, llevaba gafas y su pelo cano hacía juego con el traje gris. Le había dado casi dos horas de plantón y, seguramente por eso, o simplemente porque era un tipo antipático, no se mostró nada encantado de conocerme. Me recriminó mi poca formalidad al segundo de estrecharme la mano.

—He estado con la Policía de Río investigando el caso de la muerte de Álex Solsona.

—Usted no puede investigar fuera de España, inspector Prats.

—He actuado solo de mero observador.

Fuimos a la cafetería del hotel, donde me pasé una hora y media rellenando impresos y redactando un pequeño informe de mi estancia en Río de Janeiro bajo la atenta mirada de Ricardo Cervantes, que solo se dirigía a mí para darme instrucciones sobre qué espacios de los malditos impresos tenía que rellenar. Cuando no era necesaria su intervención, me miraba en silencio, con los brazos cruzados y un vaso de Coca-Cola sobre la mesa. Ese tipo me odiaba porque mientras cumplía con su cometido de ocuparse de un policía de aspecto desaliñado y con una indisimulable resaca a cuestas, el trabajo se iba acumulando sobre la mesa de su despacho. Lo cierto es que no me esmeré demasiado en redactar el informe. Sabía bien que donde fuera que lo enviasen nadie iba a leerlo, solo lo sellarían y lo graparían a otros documentos para, finalmente, guardarlo todo en un archivador.

—Ya estoy —dije, entregándole todos los papeles a Cervantes, quien, sin ni siquiera echarles un vistazo, los guardó en su maletín.

—Tendrá que hacer la maleta con rapidez, inspector Prats —me dijo.

—Alitalia la ha perdido, no tengo maleta que hacer.

—Perfecto —dijo, pareció que alegrándose por mi desdicha—, porque en menos de tres horas debe estar usted en el aeropuerto. En el Consulado hemos estado haciendo gestiones mientras usted, a juzgar por el olor a tabaco de su ropa, bailaba la samba por ahí.

—También he bailado el mambo.

—El cadáver de Solsona ya está en el aeropuerto. Solsona y usted despegarán a las 21.10 con destino a Madrid. Ahí les estarán esperando. En Barajas tomarán un avión con destino a Barcelona. Ahí vendrán a recoger el ataúd. Usted firme donde le indiquen y su trabajo habrá terminado.

—Nada de eso, amigo mío: mi verdadero trabajo empezará cuando llegue a Barcelona.

Empezaba a oscurecer cuando subí a la furgoneta. Circulamos por las instalaciones del aeropuerto de Río, entre grandes aviones que repostaban y otros que avanzaban muy lentamente. La furgoneta se detuvo junto a la escalera del avión que iba a llevarme a Madrid. Celebré que no fuera de Alitalia; no quería ni imaginar que los restos de Solsona corrieran la misma suerte que mis calzoncillos. El motor del avión hacía un ruido ensordecedor. Cervantes y yo nos apeamos de la furgoneta. El conductor salió para abrir la puerta trasera. Entre seis operarios del aeropuerto cargaron con el ataúd y lo colocaron sobre el pequeño elevador que utilizaron para subirlo a la bodega.

—¡No pierda los papeles, inspector Prats! —me dijo Cervantes, estrechándome la mano por mero protocolo. Gritaba para evitar que su voz fuera interceptada por el ruido del avión antes de llegar a mis oídos—. ¡Se los pedirán en Madrid y en Barcelona!

Alcé el pulgar. Cervantes subió de nuevo a la furgoneta. Yo enfilé la escalera, al final de la cual me esperaba una azafata suiza de pelo rubio. Los del Consulado Español tuvieron el detalle de reservarme un asiento en first class que ocupé bajo la punzante mirada de un par de pasajeros que, al parecer, sabían que ese avión salía con cuarenta minutos de retraso porque el comandante había recibido la orden de esperarme.

Le eché un último vistazo a Río a través de la ventanilla mientras la nave ganaba altura. Había sido un fin de semana muy intenso. Me acaricié la mejilla con el dorso de la mano: no me había afeitado en suelo brasileño y llevaba una barba de casi cuatro días. Había tomado una ducha reconfortante antes de abandonar el hotel, tras la cual estrené otra de las camisas que había comprado de emergencia en los grandes almacenes. Me iba un poco grande pero, al menos, no apestaba a humo. Incliné ligeramente el asiento hacia atrás y cerré los ojos. Me acordé de Rosana, de Bastos y Charly, de Hortensia y Machado, de mi habitación de hotel. Me acordé de Cristina Vidal y de Julio César. De la mansión de los Vidal y de sus vigilantes.

Pensé en Álex Solsona. En el capitán Varona.

Pensé en Silvia.

Me dormí.