Una pareja demasiado atípica

Sara se desnudó en el comedor mientras escuchaba los cuatro mensajes de su contestador. Los tres primeros eran de hombres que llamaban para informarse sobre los requisitos para acostarse con Cassandra. El cuarto mensaje la cogió ya desnuda, caminando hacia la ducha. Era para ella. Se detuvo bajo el marco de la puerta, con los ojos puestos en su vetusto contestador de cinta, aquellos aparatos que dieron sus últimos coletazos hasta mediados de los noventa, cuando fueron definitivamente reemplazados al desembarcar la era digital.

«Hola, Sara —empezaba el mensaje de Álex—. Acabamos de separarnos. Yo sigo en el coche, delante del ABC, y tú acabas de llegar a casa. Los dos tenemos que ir a trabajar en pocas horas. A media mañana, tú en tu oficina y yo en la mía, nos estaremos muriendo de sueño. El cuerpo te cobra con intereses las noches en vela. Verás borrosa la pantalla del ordenador. Los ruidos que lleguen a tus oídos serán irregulares: subirán y bajarán de tal modo que parecerá que alguien los module por control remoto. Tu respiración se irá haciendo más lenta. Te prometerás entre bostezos que nunca más volverás a estar sin dormir cuando al día siguiente debas ir a la oficina, aunque sabes que lo volverás a hacer. Yo estaré igual que tú, y, ¿sabes cómo voy a combatir el sueño? Pensando en que he conocido a alguien a quien espero volver a ver. Y con bastante café, por supuesto».

Sara andaba por aquel entonces dándole vueltas a su situación de mujer con doble vida: secretaria por las mañanas, de lunes a viernes, y puta de lujo cinco o seis noches al mes. Empezaba a no compensarle el generoso sobresueldo que se levantaba alquilando su cuerpo. Si lo dejaba, sabía a qué atenerse: tendría que desprenderse de su BMW, reduciría sus visitas a las tiendas de ropa cuyos nombres conocemos todos aunque son pocos los que las frecuentan, y sus viajes tendrían destinos más cercanos y estancias más cortas. Iba a ser dura tanta renuncia, pero alentaba el pensar que se acabaron las manos con anillo de casado buscando dentro de sus bragas lo que no hallaban en su cama de matrimonio.

—Álex llegó en el momento justo, inspector —me explicó Sara.

Solsona había despertado seriamente su interés. Le había echado el ojo en la fiesta donde coincidieron, y lo que no fue ninguna coincidencia fue que ella saliera justo dos minutos después de él y se ofreciera a llevarlo a casa. A cualquier otro invitado lo hubiera dejado caminando por el jardín del chalé. Guapos hay muchos, pero para Cassandra, el atractivo físico de Álex solo era la guinda de una manera de entender la vida que era lo que a ella le parecía verdaderamente sexy. Veía en él a un forajido de la convencionalidad, un hombre alejado de cualquier estereotipo. Atraída por ello, la mañana siguiente a la «cena de la cucaracha», Sara, tras varias horas redactando cartas en el ordenador a la vez que librando un pulso constante con sus párpados para que estos no se cerraran, se escapó de la oficina para ir al bar de abajo, donde pidió un café doble que pagó con un billete de mil. Como era 1994 y aún eran muy pocos los que tenían un teléfono en el bolsillo, utilizó unas monedas de la vuelta para llamar a Álex desde una cabina.

A las siete de la tarde de ese mismo día, Solsona llegó a su pequeño ático de Gracia y se dejó caer de espaldas al sofá. Quiso contar las horas que llevaba despierto, pero su mente no estaba para cálculos de tanta envergadura. Sin ni siquiera quitarse los zapatos, se acurrucó en el sofá, cerrándose bien la americana, y durmió de un tirón hasta las once de la noche, hora en que su espalda protestó con vehemencia por la incomodidad del sofá, su piel de gallina por lo poco que abrigaba la americana en aquel ático sin calefacción y sus pies por llevar encajados casi cincuenta horas en unos mocasines comprados en el Sepu durante el mes de las grandes rebajas. La pereza de levantarse le llevó a intentar convencer a su cuerpo de que en el sofá no se estaba tan mal, pero la piel, la espalda y los pies mostraban su desacuerdo con firmeza, sumándose a las quejas el cuello, que reivindicaba el cojín de siempre, infinitamente más cómodo que el fibrado antebrazo de Álex. Rendido a tanta protesta, finalmente se fue a su habitación, la única del piso. Su estómago pidió algo de comer, pero tuvo menos suerte: su petición fue desatendida al acto. Solsona se metió en el sobre en calzoncillos, dejando el resto de prendas encima de un montón de ropa que desbordaba una silla plegable. Durmió hasta que la maldita radio despertador se activó a la hora programada con un tema de esos que todo el mundo ha escuchado y bailado mil veces pero que solo los muy entendidos en la materia conocen el nombre del grupo que lo parió.

Antes de salir de casa, Solsona consultó el contestador.

«Hola, Álex —decía la voz de Sara, que llegaba con el sonido de una sirena de ambulancia de fondo—. Espero que estés soportando el día mejor que yo; estoy muerta de sueño, y tantas horas despierta hacen mella en mi lucidez. Seguramente por ello me parece una buena idea volver a verte. Igual cuando me llames vuelvo a tener la lucidez al máximo y me doy cuenta de que he cometido una estupidez al pedirte que me llames. En todo caso, si quieres volver a verme, tendrás que jugártela. Hasta pronto».

Acabado el mensaje, Solsona salió hacia el trabajo, donde, como siempre, costara lo que costase, llegaría como mínimo diez minutos tarde. Difícilmente iba a dar saltos de alegría por el hecho de que una mujer quisiera volver a verle. Era lo habitual.

Compartían el sueño de atracar un banco, pero nunca pasaron de ser dos gamberros de treinta y tantos que pusieron en práctica la creencia de que la ciudad era un parque de atracciones. Se colaban en bodas, en gimnasios, en conciertos, en habitaciones de hotel, cenaban en restaurantes elegantes de los que se iban sin pagar, se llevaban ropa nueva escondida bajo la ropa que llevaban, se las ingeniaban para desangrar a las compañías de seguros… En resumen: saltarse las reglas por mera diversión.

—Era como un juego, inspector —me contó Sara—. Ver a Álex en acción era todo un espectáculo. Podía embaucar a cualquiera.

Contra todo pronóstico, la relación sentimental de aquellos dos locos de atar fue consolidándose y Solsona se instaló en el piso de Sara, que era más grande que su ático. Ella enterró su segunda vida como puta al empezar a salir con Solsona y, pese a su infantil manera de divertirse, la pareja, como todas las parejas que van cumpliendo años, acabó pasando más horas en el comedor de casa que en los bares de copas.

—Incluso empezamos a hablar de tener un hijo —me dijo Sara.

Solsona mantenía su estable trabajo como administrativo en Avis, un trabajo muy aburrido para alguien con una visión tan cinematográfica de la vida. Durante las dos horas de descanso que tenía para comer, Solsona se iba a restaurantes donde aceptaran los Tickets Restaurant que le daban en Avis. Un buen día de abril de 1999, entró por casualidad en El Rincón de Manolo y Loli, ubicado a solo cuatro manzanas de la oficina en la que trabajaba.

—Es una cabronada que el destino coloque esos anzuelos —lamentaba Sara.

Gracias a su asiduidad y a su empatía natural, se granjeó pronto la simpatía de los dueños, Loli y Manuel Ferrer, el hombre que acabaría dándole matarile en una playa de Río de Janeiro.

La mujer de Ferrer convirtió a Álex Solsona en el primer amor platónico de su vida. Aquel casi cuarentón de ojos azules y sonrisa embriagadora, a la vez de alegrarle la vista le obligaba a preguntarse por qué no esperó a casarse con un tipo como él en lugar de hacerlo con el único novio que había tenido. ¿Por qué diablos tuvo que acabar casándose con un tipo como Manuel Ferrer? ¿Por qué tuvo dos hijos con ese hombre de humor basto que con ella solo era capaz de hablar del restaurante, estuvieran en casa o en el mismo restaurante? «Loli, el de las cervezas aún no ha traído el pedido». «Loli, tenemos que eliminar del menú el arroz con garbanzos, no lo pide nadie». «Loli, mañana nos espera un día duro, tendremos que hacer más tortillas de lo habitual». ¿Por qué se casó con un hombre al lado del cual siempre se sentía sola? Quién sabe si fue por inercia, o tal vez por miedo a la tan injustamente demonizada soledad. Manuel Ferrer era la perfecta personificación de la mediocridad, un cretino que tocaba la bocina del coche cuando no era necesario, un listillo al que cualquier decisión que tomara el gobierno le parecía mal antes de realizar el más mínimo análisis.

Manuel y Loli constituían el ejemplo pluscuamperfecto de hasta dónde puede arrastrar la rutina a dos seres que llevan mucho tiempo aborrecidos el uno del otro. Seguían juntos porque era mucho más sencillo que separarse. Lo único que tenían en común era un pasado, dos hijos, una hipoteca a medio pagar y un negocio que tenía forma de restaurante. Del último beso ninguno de los dos se acordaba. Él el sexo lo alquilaba. Ella lo fantaseaba. Hacía ya muchos años que se acabó lo que daba.

—Me he conformado con muy poco —dijo Loli muchas veces a nadie más que a sí misma.

Los gestos de Solsona calaron hondo en Loli, que se veía sorprendida con gestos que su marido no había tenido ni en los prolegómenos de su relación, cuando se suponía que a la pasión no había quien la parase. Cada vez que Solsona le traía flores, o le hacía ver que se había fijado en que su peinado no era el mismo, o le pedía que le dejase oler el perfume y se inclinaba sobre la barra para acercar la nariz hasta su cuello, Loli no podía evitar sentirse desgraciada por haberse exigido tan poco.

¿Cuándo pasó Solsona de ser solo un cliente más o menos fiel a ser un amigo de los dueños que siempre tenía su mesa reservada? Solsona era un tipo cuyos cambios de actitud o entradas en escena solían perseguir algo. En El Rincón de Manolo y Loli, el objetivo que se le metió entre ceja y ceja era el de conocer a unos clientes con los que Ferrer mantenía un trato muy cercano. Cuando la cocina cerraba, Ferrer solía sentarse con ellos a la mesa. No hacía falta tener desarrollado ningún instinto especial para percatarse de que eran tipos chungos. Bastaba con echarles un vistazo. Eran tres, a los que alguna vez se les sumaba un cuarto o hasta un quinto. Uno de ellos era Rocky, el grandullón al que tuve que pedirle por las malas que me devolviera el móvil de Silvia. Otro era un tipo algo más maduro, con el pelo teñido de negro, bigote canoso y eterna cara de malas pulgas. Su físico no era nada del otro mundo, pero su áspera mirada aconsejaba no buscarle las cosquillas; se llamaba Amador, y era el que daba instrucciones al resto el día que me las tuve con Rocky. El tercero era un veinteañero de casi treinta tacos, alto y fibrado, con el pelo rapado al dos. Se llamaba Moisés. Era el menos hablador de todos y, sin lugar a dudas, el menos inteligente. En su mandíbula prominente y su forma de reír se advertía que algo no funcionaba del todo bien en su mollera. Moisés había moldeado su personalidad a base de imitar a referentes de humor soez y nivel cultural muy por debajo de la media. El día del móvil de Silvia, la mirada que sentía clavada en mi cogote cuando me lancé al ataque era la de Moisés.

El cuadro que formaban aquellos tres tipos atraía la atención de Solsona, quien ponía la antena para escucharles hablar de dinero, amenazas y timbas de póquer. Llevaban una vida mucho más cinematográfica que un empleado de la Avis, y eso para Álex no era fácil de asumir.

Una tarde, cuando salieron del restaurante, Solsona decidió seguirles. La envergadura de Rocky permitía no perderles de vista sin caminar demasiado cerca de ellos. Solsona se fijó en las placas metálicas de la puerta del edificio al que entraron. Descartó que fueran de la agencia literaria; no daban el perfil. También descartó la clínica dental; por las conversaciones escuchadas en El Rincón de Manolo y Loli, Álex intuía que lo único que sabrían hacer esos tres con una dentadura sería destrozarla. La tercera placa que leyó, esa tenía que ser: El Cobrador Amarillo. Cobro de morosos. Quinta planta. Solsona, faltando a su cita con el trabajo, subió al ascensor.

—Usted dirá —dijo la madura secretaria que le abrió la puerta de El Cobrador Amarillo.

—Tengo un problema. Quisiera informarme de cómo trabajan.

Le pidió que esperara en una pequeña sala en la que, enmarcado en la pared, había un recorte de prensa. El protagonista de la noticia era un empresario que había denunciado el acoso y las amenazas que sufría por parte de unos matones (así los definía el empresario) de El Cobrador Amarillo. «No vienen vestidos de amarillo —decía el empresario—, solo su coche es amarillo, y rotulado con el nombre de la empresa, pero si alguien ve un coche de El Cobrador Amarillo, por favor, fíjense en quién va dentro: no va nadie vestido de amarillo que, se supone, sigue a un presunto moroso. Van matones que amenazan y abofetean. A mí me han abofeteado delante de mis hijos». A renglón seguido, el empresario cargaba contra la existencia de ese tipo de empresas. «Si debo dinero, existe una ley a la que recurrir para demandarme, y un juez dirimirá si lo debo o no, pero lo de estas empresas es absolutamente delictivo. ¿Qué se supone que tengo que hacer para defenderme? ¿Contratar a otros matones para que le rompan las piernas al acreedor que me ha puesto encima a estos mafiosos? ¿Comprarme una pistola?»

—Al final, el tío pagó —dijo una voz ronca detrás de Solsona, que al girarse se topó con Rocky. Este dio dos pasos para situarse junto a Álex y señaló el recorte enmarcado—. El mafioso era él. Tenía dos coches, cinco hijos matriculados en una escuela del Opus, una casa con piscina y un morro que se lo pisaba. Dejó de pagar a un pobre carpintero porque consideraba que el trabajo que le encargó no estaba a la altura. Un pobre carpintero del Raval a punto de jubilarse. El tío sabía que el carpintero no acudiría a la justicia por solo trescientas mil pesetas. Lo que no esperaba era que nos contratara.

—¿Le abofeteasteis? —preguntó Solsona.

—Cobramos la deuda —dijo Rocky en lugar de contestar directamente con un sí.

—Entonces el empresario de los niños del Opus tiene razón: sois matones.

—Eso es pervertir el lenguaje. Nosotros estamos de parte del débil. Somos los nuevos Robin Hood, aunque no caemos tan simpáticos como Errol Flynn. Será porque tenemos más mala uva.

—Es decir, que si quien quiere contrataros es un rico con hijos en un colegio del Opus para que acoséis a un carpintero del Raval…

—A tomar viento —le interrumpió Rocky—. Para oprimir al pobre ya están los bancos, los gobiernos y las multinacionales.

Robin Hood. Menudo referente para Solsona… con lo que él odiaba a los ricos. Si de verdad existía una profesión que permitía cruzarles la cara, Álex tenía que dedicarse a ello.

—¿Qué clase de problema tiene usted? —le preguntó Rocky.

—De tipo laboral. Necesito un trabajo nuevo. Estoy harto de alquilar coches.

Amador y Rocky le hicieron la entrevista en un despacho pequeño y sin ventanas. Para dedicarse a la intimidación física, la presencia juega un papel esencial. Solsona era alto y ancho de espaldas. Era casi perfecto.

—El problema es tu cara —le soltó Amador—. Tienes un rostro demasiado angelical. Los ojos claros no dan miedo.

—Quizá deberías dejarte barba, como yo —le sugirió Rocky.

Admitido a prueba, Álex se incorporó a la Unidad de Cobro número 9, curiosa denominación cuando solo había en realidad tres unidades de cobro: la 1, la 2 y la 9. En la 9 estaban Amador, que era el jefe, Rocky y el zoquete de Moisés. Solsona les hizo caso y se dejó una perilla que a diario se repasaba en el espejo, donde ensayaba miradas de hombre furioso y violento ante la estupefacta mirada de Sara, a la que no le convencía ese nuevo trabajo. Nos lo contó a Ramos y a mí el día que fuimos a hacerle unas preguntas:

—Primero, porque sus ingresos empezaron a ser inferiores e irregulares. Es cierto que nuestra manera de divertirnos no era muy convencional… pero los recibos había que pagarlos. Sin embargo, lo que más me preocupó no fue eso, sino que empezara a pasar más tiempo con sus compañeros de trabajo que conmigo. Sentía fascinación por lo que hacía, se sentía el defensor de los pobres y no un vulgar matón, que es lo que realmente era. Llegué a considerar poner fin a la relación… pero entonces estalló el problema, se vio en un lío tremendo y cerré filas junto a él. Eso volvió a unirnos.

Sus nuevos compañeros creyeron que el ímpetu con el que se entregaba a su cometido se debía a sus ansias por demostrar que era válido para el trabajo. Soltó cada sopapo a tipos de economía boyante que Amador y Rocky tuvieron que recordarle en más de una ocasión que ellos solo se dedicaban a la intimidación. Llamaban a altas horas de la madrugada a la casa del moroso, se presentaban en su despacho sin avisar, rompían a propósito figuras de cristal o porcelana, le rodeaban cuando salía del coche y le alzaban la voz, pero no dejaban más marcas en su cuerpo que la de los dedos tras un buen bofetón. Siendo de naturaleza menos agresiva que las de sus compañeros, Álex montaba en cólera cuando despertaba en su interior el rencor social hacia los que tenían más que él.

—Deberías calmarte —le dijo una vez Amador—. Solo se trata de hacerles imaginar el daño que podríamos causarles.

—Son los ricos —admitió Solsona sin mayor reparo—. No puedo con ellos. Deberíamos ser todos iguales.

—Esa teoría solo la defienden los pobres —dijo Rocky.

Pasaban muchas horas en el coche de la Unidad de Cobro número 9 con destino a la casa de algún moroso al que meterle el miedo en el cuerpo. Tanto tiempo metidos en un Citroën de segunda mano les obligaba a buscar constantemente temas de conversación que solían desembocar en animados debates. Moisés apenas abría la boca, solo muy de vez en cuando y para soltar una sandez. Fuera del Citroën, los momentos que más disfrutaba Álex eran las noches que Manuel Ferrer bajaba la persiana del bar y se quedaban dentro jugando al póquer y bebiendo whisky hasta bien entrada la madrugada. Al bobo de Moisés lo pulían siempre en un pispás y se quedaba lo que durara la timba viendo jugar a los demás sin dejar de darle al JB. Solsona era un muy buen jugador, experto en sacar petróleo cuando las cartas salían malas, un auténtico maestro del farol. Ferrer, Amador y Rocky no eran malos jugadores, pero dependían más de las cartas que había repartido la suerte.

—Si algún día me entero de que haces trampas te arrancaré la cabeza —le dijo Rocky a Solsona una de las noches, que este los pulió a todos.

Moisés se había acostumbrado a perder. Rocky y Amador, en cambio, lo llevaban muy mal. Aquellas timbas suponían para los cobradores amarillos la posibilidad de sacarse un pequeño sobresueldo y, desde que Álex entró en juego, el balance de sus números era negativo. A Manuel Ferrer la derrota no le afectaba tanto porque su esclavo negocio le proporcionaba unos ingresos suficientes como para no preocuparse si una noche Solsona le levantaba ciento cuarenta euros. Además, a diferencia del resto de perdedores, al finalizar la timba, en vez de ir directamente a casa, Ferrer se bajaba a las Ramblas y le pagaba veinte euros a una africana de edad difícil de adivinar (tal vez quince, tal vez veintiuno) que le bajaba el cabreo a mamadas.

—Ya podrías proyectar tu buena suerte en el boleto de lotería —le dijo Amador a Solsona mientras este contaba los billetes al final de una timba—. Así rascaríamos todos…

Rivales acérrimos sobre el tapete y asociados en el sorteo de La Primitiva. Amador, Rocky, Moisés, Solsona y Ferrer compartían una combinación muy fácil de recordar: los cinco números acabados en siete y el uno. Ferrer era el encargado de ir a sellar el boleto, que guardaba dentro del maletín de las fichas de póquer. Cada semana lo pagaba uno de ellos, excepto Ferrer, que por poner mesa, fichas y whisky quedaba exento de pagar el boleto.

Las administraciones de lotería son tiendas de sueños. La diferencia entre el tipo que lleva un boleto sellado en la cartera y el que no es que el primero, por solo un euro, está comprando la posibilidad, por pírrica que sea, de poder cambiar la vida que arrastra por otra hecha a medida. Cuando uno mira su boleto antes del sorteo, se imagina lo que hará si trinca un premio de muchos millones de euros. Ese es el auténtico valor del boleto, y la explicación de por qué se venden tantos si cualquiera entiende que la posibilidad de acertar es tan mínima que, si se analiza bien, se llega a la conclusión de que un euro por tan poca esperanza es demasiado dinero.

Todos habían explicado alguna noche lo que harían si los seis números que expulsaba el bombo eran los mismos que los marcados en su boleto.

Manuel Ferrer traspasaría El Rincón de Manolo y Loli y se abonaría a Canal Plus. Ni viajes, ni proyectos ni una sola meta más. Con no volver a trabajar y un par de putas a la semana ya tenía suficiente.

Moisés, como cualquier otro tonto, vinculaba la felicidad a los objetos materiales, todos ellos de lo más vulgares: una tele de plasma, un DVD que había sacado la Sony, un móvil de última generación que había visto detrás de un escaparate, muchos coches y muchas motos, un avión privado, yates, pisos y casas por todas partes, un reloj de oro, unas gafas de sol que valían muchos euros… Comería siempre en restaurantes, pero, eso sí: solo dejaría buenas propinas a los que se esforzaran en atenderle, al camarero que no le bailara el agua no iba a dejarle nada. ¡Ah!, y cuando quisiera ir al cine compraría todas las entradas de la sala para estar solo con su refresco y sus palomitas. También alquilaría para él solo los parques de atracciones, el Zoo, el Aquarium y el Museo de Cera, donde solo reconocería las figuras de sus tres personajes de ficción favoritos: Hitler, C3PO e Indiana Jones.

Amador hablaba de invertir. Aferrándose al principio capitalista «Dinero llama a dinero», compraría pisos para especular, sobre todo en países del este que aún no pertenecían a la Unión Europea, así, cuando fueran por fin aceptados, los precios de los pisos se revalorizarían y él se forraría. También contrataría varios fondos de inversiones en bancos que le ofrecieran altos tipos de interés y pondría su capital en manos de tiburones de la bolsa para que se lo multiplicaran. No sabía (o esquivaba) contestar para qué quería generar tanto dinero. Su obsesión era hacer dinero y más dinero, como los banqueros y otros paletos.

Solsona era el que menos se definía. Su mente era tan retorcida a la hora de idear planes que daba miedo imaginar en qué fregados se podía llegar a meter. Cuando le preguntaban en qué invertiría el dinero, se desmarcaba de la pregunta con el clásico año sabático dando la vuelta al mundo en compañía de su novia.

Rocky era el más complejo del grupo. Había varios Rockys dentro de Rocky. La misma naturaleza que se había lucido con Solsona se mostró rácana con Rocky, cuyos compañeros de instituto se dirigían a él como Gordo. Podría haberse rebelado contra ello, pero le pareció más cómodo aceptar que le llamaran Gordo, y lo hizo con tal normalidad que acabó saliendo de casa sin su nombre real; él mismo se presentaba como Gordo. «No hace falta que me humilléis, ya lo hago yo por vosotros». Gordo era el último en ser elegido por uno de los dos capitanes que formaban los obligados equipos de lo que fuera en las clases de gimnasia. Nadie quería al Gordo.

En plena adolescencia, a la misma edad que los guapos como Solsona se besaban hasta con tres chicas por tarde en el Studio 54 de la avenida Paralelo, al Gordo le tocaba tirar de inspiración para imaginar el sabor y la textura de un beso adolescente. En fin, que aquello era solo una etapa, ya vendrían otras… que no iban a ser mejores. Su aspecto le cerró las puertas en todas aquellas oficinas en las que se presentó con su brillante diploma de Comercio que se había sacado en un centro de segunda. Nociones de contabilidad, saber hacer una nómina y la declaración de la renta, mecanografía, un poco de inglés… Aunque no se matizara en los anuncios de los diarios, para cubrir aquellas vacantes había que ser mujer, joven, delgada y dócil, un perfil muy alejado del Gordo.

Sin ningún beso en su haber y sintiéndose estafado por una vida que le había negado toda gracia y talento, Rocky acabó buscando trabajos físicos. Cargó con muebles de otros en una empresa de mudanzas y descargó mercancías en el puerto. Tanto madrugar para tan poco salario le acabó agriando el carácter. Le empezó a costar muy poco mandar a la mierda a quien fuese y detectó entonces que, por primera vez, el aspecto físico jugaba a su favor. Durante los nefastos años ochenta, los cachas de cuerpos deformados se convirtieron en los nuevos prototipos de hombres sexys, robándoles el puesto a los hasta entonces clásicos galanes hollywoodienses. Ser corpulento y potencialmente peligroso cotizaba al alza. Gordo empezó a trabajar con pesas antes de que desembarcaran las cadenas de gimnasios para oficinistas que hacen fitness los martes y los jueves.

También a mediados de los ochenta (y otra muestra más de que esta década es de lo peor que nos ha pasado), empezaron a funcionar en España las empresas de cobro de morosos, que si bien al principio fueron vistas como una excentricidad de mal gusto, tardarían pocos años en ser aceptadas con absoluta normalidad por los españoles, seres con una habilidad superlativa para habituarse a todo aquello que sea esperpéntico y grotesco. Gracias a que Spain is Different, en 1994 el Gordo encontró trabajo en El Cobrador Amarillo. Amador fue quien le entrevistó y quien le bautizó como Rocky, nombre que en España, antes de la película de Stallone, era solo para pastores alemanes. Como ocurre con los modelos, que han de parecer tontos lo sean o no, a Rocky se le pedía que pareciera peligroso, algo que se le daba muy bien, como a mí me demostraría años más tarde, con el móvil de Silvia en las manos, siendo ya un veterano en su oficio. Lo cierto es que a Rocky jamás le gustó ese trabajo, pero como miembro de El Cobrador Amarillo sintió desde el principio el aprecio y el respeto de sus compañeros, sensación que en las aulas, en el barrio o en anteriores trabajos no había saboreado.

—¿Y tú qué harás si trincamos La Primitiva? —le preguntaron a Rocky durante una timba.

—Irme a vivir a Alaska, que es lo más parecido a desaparecer. No me relacionaría con nadie y viviría tranquilo los años que me quedaran de vida.

El destino lo dispuso todo para que desaparecer en Alaska dejara de ser solo un sueño para Rocky.

Desgraciadamente, todo se torció al instante.

Demasiadas semanas sin ningún acertante habían acumulado un bote que se anunciaba a bombo y platillo en todas las administraciones de lotería. Un solo acertante se levantaba doce millones de euros, cantidad con la que podría acabar con el hambre en el mundo y aún le sobraría para comprarse un DVD. Claro que, seamos realistas: si a alguien le caen doce millones de euros, empieza por comprarse un DVD y al resto del mundo, pase hambre o coma mucho, que le den.

A las cinco de la mañana sonaba el despertador de Manuel Ferrer. Notó la fría planta del pie de su mujer aplastada contra su pantorrilla y retiró la pierna al acto. A Manuel Ferrer su mujer le daba asco. La vida le parecía injusta: la ciudad estaba llena de universitarias con culos perfectos, peluqueras que olían a fijador y ejecutivas que iban al gimnasio con una mochila colgando del hombro. Todas ellas mujeres de mirar y no tocar; él tenía que conformarse con Loli. Una mañana más se desanimó viendo cómo su esposa se levantaba, se ponía la bata de boatiné y salía de la habitación arrastrando las suelas de unas chanclas desgastadas que dejaban al descubierto callos y juanetes.

—Dame fuerzas, Señor —se dijo Ferrer, que era en realidad, y como casi todos, agnóstico—. Dame fuerzas para levantarme un día más.

Manuel Ferrer era un claro ejemplo de la capacidad de aguante que tiene una persona que arrastra una vida de plena infelicidad. Montar un bar es la solución fácil de quienes no saben hacer casi nada pero disponen de los ahorros suficientes como para que algún banco les adelante el dinero. No hace falta ser un portento de la observación para detectar si un bar está ideado con la ilusión de quien siente verdadera vocación de servir al cliente o si solo es un recurso para pagar la hipoteca.

En cuanto a su condición de padre, Ferrer no merecía otra nota que un rotundo suspenso. En algún momento de su adolescencia, sus hijos dejaron de ser dos niños más o menos simpáticos para convertirse en dos claros ejemplos de fracaso escolar. Manuel y Loli pensaron que matriculándolos en una escuela privada —un bar de menús será un trabajo esclavo, pero dinero se hace— iba a ser suficiente. Erraron al dar por entendido que, pagando las mensualidades que pagaban, los profesores del centro iban a hacer además de padres. Paradójicamente, ante el más pequeño conflicto, Manuel Ferrer se ponía de parte de sus hijos y acusaba a los profesores de no saberlos motivar.

El mayor, que también se llamaba Manuel, vestía con indumentaria skin y hablaba a bastantes palabrotas por minuto. La pequeña era adicta a internet y se pasaba el día chateando en foros ordinarios donde la gente se insultaba con faltas de hortografía. Vivía encerrada en su ordenador, por lo que solo tenía cyberamigos, aunque eso sí, por todo el mundo. Los tutores, ante el nulo interés de los padres en intervenir, se cansaron de llamar a Manuel y Loli para advertirles de que sus hijos nunca asistían a clase. En el futuro, llegaría el día en que los mismos hijos con los que ellos se mostraron tan estúpidamente protectores iban a señalarles como los culpables de sus pocas oportunidades laborales y su paupérrima cultura general.

—Llegaremos tarde —dijo Ferrer, arrancando el Mercedes.

Loli encendió la radio y, al ritmo de las noticias frescas disparadas a discreción por los locutores, fueron dejando atrás los tristes grises del extrarradio en el que vivían para ir adentrándose en una Barcelona sobre la que la progresiva puesta en escena del sol teñía el cielo de color naranja. Se dirigían hacia el bar por la ruta de siempre. Doblaron las esquinas de siempre, encontraron en rojo los semáforos de siempre, todo estaba siendo como siempre… hasta que la becaria de la cadena SER informó de cuál era la combinación ganadora del sorteo realizado el 8 de abril de 2004.

—¡La madre que me parió! —gritó un incrédulo Ferrer, subiendo el volumen de la radio.

«Ha habido un único acertante de seis que se llevará los doce millones de euros que había de bote», remachó la becaria.

La Unidad de Cobro número 9 de El Cobrador Amarillo estaba humillando a un moroso a domicilio cuando sonó el móvil de Amador. Rocky le gritaba al moroso a medio palmo de su cara. A su lado, Moisés iba arrancando las páginas de una valiosa enciclopedia, dejándolas caer sobre el parquet. Solsona contemplaba el acoso al millonario sentado en una cómoda butaca de cuero. Al empezar aquella mañana le comunicó a Amador su intención de bajarse del barco al finalizar el mes de abril. Adujo la simple necesidad de un cambio de rutina.

—No era cierto, inspector Prats —me dijo Sara—. Lo hizo por mí. Le di a elegir entre El Cobrador Amarillo o yo.

Y Álex la eligió a ella. Iba a echar en falta un trabajo que le gustaba, las timbas en el bar de Ferrer, el liderazgo de Amador y las charlas con aquel arquitecto de buenas conversaciones que era Rocky, el perdedor que anhelaba morir solo en Alaska. No halló en Moisés ni un ápice para alimentar la nostalgia.

—Es Manolo —le dijo Amador al resto, colgando la llamada—. Me pregunta si podemos ir ahora al bar. Dice que es urgente.

Moisés rompió una página más del tomo que tenía en las manos.

De camino al bar trataron de adivinar cuál era el motivo que había llevado a Ferrer a citarles de tan precipitada manera. Rocky y Solsona coincidieron en apuntar hacia la misma dirección: alguien no pagaba a Ferrer o a algún amigo de este y se precisaban sus servicios.

—Puede que haya alguien causando molestias en el bar y nos pida que le echemos a patadas —dijo Moisés.

—Conozco a Manolo desde hace años —dijo Amador—. Debajo de la barra tiene una cachiporra que no ha dudado en usar cuando las circunstancias lo han requerido. Su problema es de otro tipo.

Llegaron al bar pocos minutos después de las doce. A primera vista no percibieron nada que no fuera la normalidad más absoluta. Apenas había clientes a esa hora. El ecuatoriano cabezón empezaba a poner manteles de papel, vasos y cubiertos sobre las mesas libres. En una de las mesas del fondo, Ferrer, con su uniforme de camarero, esperaba con gesto circunspecto. El primer síntoma de que algo iba muy mal lo detectó Solsona cuando, a modo de saludo, le guiñó un ojo a Loli y esta, en lugar de corresponder al gesto como solía hacer siempre —con una sonrisa impregnada de estudiada timidez—, esbozó una mueca de desprecio que desconcertó a Álex.

Tampoco Ferrer les devolvió el saludo cuando se sentaron a la mesa. Amador y Rocky repararon en la mirada cargada de odio con la que les fulminaba Loli desde detrás de la barra. Todos, excepto Moisés, habían ya adivinado que ellos no estaban allí en condición de solucionadores de fuera cual fuese el problema, sino como causantes del mismo.

—¿Qué es lo que va mal? —preguntó Rocky sin dilación.

—Todo va mal —contestó Ferrer con semblante muy serio.

—Mira la parte buena —dijo Moisés en un vano intento por rebajar la tensión—: Sea lo que sea lo que va mal, hoy es viernes.

—Hay otra parte mejor —dijo Ferrer—: Podría tener tu cerebro y no el mío.

—No creo que para confeccionar el menú del día se precise un cerebro privilegiado —replicó Moisés.

—No, para eso no, por eso delego la confección del menú en mi mujer. Pero yo tengo un negocio y tú eres un empleado, yo conduzco un Mercedes y tú vas en autobús, mis hijos van a una escuela privada y a ti no te llega ni para apadrinar a una niña india, yo tengo la hipoteca medio pagada y tú vives de alquiler, y en las timbas de póquer eres siempre el primero al que desplumamos. Acepto que yo no tengo un cerebro privilegiado, Moisés, pero he demostrado con creces ser bastante más listo que tú.

—¿Nos has llamado para bajarnos la autoestima a todos o solo a Moisés? —preguntó Rocky con ironía.

—Si tenías pensado en que yo fuera el siguiente, no hace falta que te molestes —dijo Álex, tirando también de ironía para acudir en defensa de Moisés—. Excepto en lo del póquer, soy un calco de Moisés: un empleado sin Mercedes que no puede apadrinar a una niña india.

—Pero tú ganas casi siempre al póquer, Álex —dijo Ferrer en un tono que apestaba a acusación—. Una noche es un farol, una noche una buena mano, una noche… no sé… ¿Algún as bajo la manga?

—Sería difícil; juego con la camisa arremangada. —Como no era un tipo acostumbrado a aguantar, Solsona pasó al ataque—: Manolo, puede que yo sí sea más listo que tú. Yo no tengo un negocio, pero para nada querría uno que pusiera mi humor en manos de la puntualidad del repartidor de Coca-Cola. Tampoco pago una hipoteca, lo cual no me convierte en una marioneta de mi banco. Tampoco tengo hijos, lo cual me ahorra la posibilidad de que me salgan como los tuyos, y no tengo un Mercedes al que no sacaría demasiado partido porque no vivo en el extrarradio como tú, sino a diez minutos del Paseo de Gracia, en un piso que comparto con una mujer cuya belleza y encanto me ahorra todo el dinero que tú derrochas en putas y que, créeme, entiendo perfectamente cada vez que veo a la foca de tu mujer.

—Ese episodio fue la chispa que hizo arder la mecha en dirección al triste final de Solsona —nos diría el detective Tomás Ariza a Dani Ramos y a mí—. Se enzarzaron en lo personal. Lo cierto es que si hubiéramos encontrado el dinero en manos de alguien que no fuera Solsona, hubiera quedado en Ferrer un poso de frustración por no haber podido ir a por Solsona de la manera en que lo hizo.

Solsona esquivó de milagro el servilletero metálico que le arrojó Ferrer a la cara y que, tras la demostración de reflejos de Álex, siguió su trayectoria hasta la mesa de al lado, donde impactó contra otro servilletero idéntico, cayendo ambos al suelo. Rocky, Amador y Moisés se emplearon a fondo para sujetar a un enfurecido Ferrer, que, con la cara enrojecida por la rabia y la yugular a punto de salírsele del cuello, pedía a gritos que le soltaran para poder dejar marcados sus nudillos en la cara de Solsona.

—¡Sal a la calle, si tienes cojones! —le desafiaba Solsona, enfureciendo aún más a Ferrer y, por ende, obligando a sus compañeros de trabajo a esforzarse más para placarle.

Al final, Ferrer, la mesa y dos sillas cayeron al suelo, y sobre el jefe del bar cayeron Rocky y Moisés, que lograron inmovilizarle. Amador se fue hacia Álex, lo cogió del brazo y lo llevó hacia la salida sin que Solsona opusiera la más mínima resistencia. Al pasar junto a la barra, Loli le gritó:

—¡Ladrón!

Solsona se giró hacia ella, pero Amador no permitió que se quedara dentro del bar ni un segundo más. Ya en la calle, bañada por la cálida luz del sol primaveral, Amador le soltó el brazo ante la curiosa mirada de algunos ciudadanos que no llegaron a detenerse, no les fuera a caer una hostia, pero sí aminoraron el paso y aguzaron el oído para llevarse los máximos detalles posibles a casa o a la oficina.

—Vete a casa, Álex. Se acabó tu trabajo. Pásate a final de mes por el despacho y te daré lo que se te deba.

—¿Por qué me ha llamado ladrón?

—Yo no he oído nada. La gente de este bar son mis amigos y parece que tienen un problema gordo. No hace falta que nos ayudes, ya lo arreglaremos nosotros. Ahora, lárgate.

Amador volvió a entrar a El Rincón de Manolo y Loli. Solsona echó un último vistazo a través de la cristalera. El ecuatoriano cabezón recogía la mesa, las sillas y los servilleteros. Ferrer se sentó en una silla, todavía con la cara enrojecida pero ya en vías de volver a su estado normal. Apoyaba el dorso de su mano sobre el ojo derecho; cuando la apartó, dejó al descubierto un corte en la ceja del que brotaba mucha sangre. Amador, Rocky y Moisés permanecían a su lado. Solsona ya no vio más. Emprendió el camino hacia casa. Estaba cruzando un semáforo cuando su móvil empezó a vibrar en el bolsillo de su pantalón. Era su novia.

—Te invito a comer —le dijo—. Tenemos algo que celebrar.

—Si estás embarazada, dímelo ahora; seguro que todavía quedan asientos libres en algún vuelo con destino a Río de Janeiro para esta misma tarde.

—¿Dijo Río de Janeiro? —le pregunté a Sara Mir el día que Ramos y yo charlamos con ella.

—Eso dijo, inspector Prats —contestó.

Finalmente, sus lagrimales cedieron a la tristeza y soltaron las primeras lágrimas. Los polis estamos acostumbrados a ver llorar a gente y, aunque la costumbre hace que las lágrimas no nos inmuten lo más mínimo, tenemos que forzar algún gesto para que el que llora nos sienta más cercano a él. El gesto de Ramos fue negar con la cabeza, bajar la mirada al suelo y resoplar. El mío fue algo más teatral: me palpé los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones esperando encontrar un pañuelo que bien sabía que no llevaba. La generación de mis padres fue la última que salía de casa con un pañuelo en el bolsillo.

—Vaya, no llevo ningún pañuelo. ¿Tienes algún pañuelo, Ramos?

Ramos empezó a palparse para acabar diciendo que no tenía ninguno, como bien sabíamos los dos.

—No se preocupen —dijo Sara. Luego sacó de uno de los cajones de su mesa de trabajo un paquete de Kleenex por estrenar.

Solsona dijo Río de Janeiro, convirtiendo en toda una premonición lo que no debiera haber sido más que una salida ingeniosa. Su novia le citó en una marisquería muy conocida a la que oficinistas y currantes solo acuden cuando les ocurre algo que vale mucho la pena celebrar.

—¿Ya podremos pagar esto? —preguntó Solsona, consultando la carta—. Porque no tengo ninguna cucaracha en el bolsillo…

—Conozco bien el local. Me invitaba a cenar a menudo un cliente fijo de mis tiempos de puta. Al lado de la puerta del lavabo de caballeros hay otra en la que un cartel advierte que solo puede entrar el personal. Es un almacén. Al fondo de este almacén, a la derecha, hay una puerta metálica, un poco pequeña, metro ochenta, tal vez; da a la calle de detrás. Solo se puede abrir por dentro. La suelen tener abierta porque el pinche sale varias veces a tirar los sacos de basura a los contenedores.

—En ese caso, quiero el vino blanco gran reserva, el de 160 euros —dijo Álex, cerrando la carta.

—¿Se fueron sin pagar de la marisquería? —le preguntó Ramos a Sara Mir.

En un primer momento, la pregunta la desconcertó, pero solo un instante después sus labios dibujaron una tímida sonrisa. Cogió entonces el portarretratos que tenía sobre la mesa y se lo tendió a Ramos. Mi compañero y yo pensamos que nos iba a enseñar una foto de Álex. Erramos. Lo que se mostraba tras el cristal de aquel marco era demasiado para nuestras intuiciones: la cuenta de la marisquería, con fecha 9 de abril de 2004. El importe a pagar, impuestos incluidos, era de 430 euros. Habían pedido el gran reserva sugerido por Álex.

—Cenaron bien… —dije.

—El vino no estaba mal. La compañía era inmejorable. ¿Piensan detenerme por no haber pagado esta cuenta? —preguntó en broma Sara Mir.

El motivo por el que Sara Mir citó a Solsona en la marisquería era que, tras muchos años jugando al ascenso en la multinacional donde trabajaba, aquel abril de 2004 pasó de ser una administrativa más a responsable de un departamento en el que tenía a veinte empleados a su cargo.

—¡Caray! —exclamó Solsona tras brindar por el ascenso—. Y traducido en dinero, ¿este ascenso cómo se pronuncia?

—Cinco veces mi sueldo de hasta ahora, Álex.

—Entonces no hará falta salir corriendo del restaurante.

—Pero será más divertido si lo hacemos.

—Yo ya le he comunicado a mi jefe que dejo el trabajo —le dijo Álex.

—Esto sí merece un brindis —dijo Sara, alzando la copa.

Ramos y yo salimos del rascacielos, que albergaba cientos de despachos, muchos de ellos de compañías multinacionales, como en la que trabajaba Sara Mir, que fue quien nos aclaró que ella y Cassandra habían sido la misma persona, y que Álex Solsona solía llamarla Cassandra.

—Está buenísima —me comentó Ramos—. Ese Solsona tenía que ser un picha de oro. ¿La novia de Río estaba igual de buena?

—Era mona —le dije—, pero muy pija, no es nuestro estilo. Sara Mir es más atractiva. Me pregunto si la mirada triste es de nacimiento o a raíz del asesinato en Río.

—¿Un café?

Mi tocayo Dani Ramos me invitó a un café y a un trozo de tarta en una cafetería-pastelería (desde que las pizzerías parecen empresas de mensajería se llevan los híbridos). Nos sentamos junto a la cristalera. Un cielo gris amenazaba con descargar en cualquier momento. Llevábamos varios días con el cielo manchado de nubes grises, pero el nivel de los pantanos seguía bajando y, en la tele, los anuncios del gobierno catalán nos aconsejaban no tirar de la cadena del váter más veces de las que fueran estrictamente necesarias. Cuando Ramos volvió precisamente del lavabo, me vio observando con cierta atención la hilera de alumnos que descendía de un autobús escolar con las mochilas a su espalda.

—¿No estarás preguntándote si alguno de estos puede ser tu hijo? —me preguntó Ramos.

—Pudiera serlo. Deben de tener su edad…

Mi compañero y yo observamos en silencio cómo los niños, de dos en dos, iban formando una fila en la acera. Una joven profesora se puso a la cabeza de la fila. Tras una señal con la mano, los niños empezaron a caminar detrás de ella. Cerraba la fila otra maestra, ya no tan joven.

—Espero que tu hijo no sea ninguno de estos, Prats. Salvo el pelirrojo de la tercera fila, son todos muy poco agraciados.

Dani Ramos tomó un sorbo de café con la mirada puesta en los niños del autocar. Era la única persona que estaba al día de la carta escrita a Elena y la conversación mantenida con Damián en el Boadas. Él no veía tan claro que Damián mereciera el crédito que yo le estaba dando, además de considerar antinatural que se estuviera anteponiendo el buen rendimiento escolar de mi hijo a que conociera a su padre.

—¿A qué me dijiste que se dedicaba el marido de tu ex? —me preguntó Ramos con la boca llena de tarta.

—Asesor financiero. Viste muy bien.

Esbozó una mueca de asco que nada tenía que ver con la tarta, sino con la imagen de yuppie que se estaba haciendo mentalmente de Damián.

—A los ojos de un niño —dijo, tras engullir—, ser policía es mucho más atractivo que ser asesor financiero. Los niños no saben de nóminas ni de rentas, lo suyo es la imaginación. Óscar alucinará cuando sepa que su padre es poli. Serás su héroe, inspector Prats, y nos lo llevaremos a trabajar con nosotros algún día. Le enseñaremos la comisaría, las placas, las pistolas, y verá cómo tratamos a un sospechoso que intenta marearnos mintiendo en un interrogatorio.

—No creo que sea buena idea mostrarle cómo su padre es capaz de vulnerar los derechos humanos.

Ramos se inclinó hacia mí y, bajando el tono de voz, acertó de lleno al decir:

—Este papel de la película no lo llevas bien. Te conozco más de lo que crees, Prats, son ya algunos años trabajando juntos, muchas horas conversando, y a mí no me engañas, sé bien que no lo estás pasando bien con este tema. Eres su padre, no un ángel de la guarda con un teléfono de emergencia al que llamarte si, de pronto, tu hijo se tuerce en los estudios o se junta con malas compañías. Debes solucionarlo.

Ramos parecía tener más ganas que yo de conocer a mi hijo. Costó, pero logré cambiar de tema hablándole de una idea que me corría por la cabeza: pedirme un año de excedencia.

—¿Para hacer qué? —preguntó Ramos.

—Para no hacer lo mismo de siempre, simplemente. Para parar. Para pensar.

Tras consumir unos minutos preciosos charlando de banalidades varias, volvimos al caso Solsona. Ya sabíamos que Ferrer, Rocky, Amador y Moisés habían estado en Río la noche que Solsona fue asesinado. Sus movimientos estaban siendo vigilados por agentes noveles. En cuanto yo diera la orden, serían detenidos para proceder a los interrogatorios. Estaba a punto de dar esa orden, pero todavía quedaban cabos por atar. Salvo sorpresa de última hora, podíamos afirmar que esos cuatro habían participado, de manera directa o indirecta, en el asesinato de Solsona. Habíamos hablado con la novia de Solsona en Brasil, con la novia de Solsona en Barcelona y con el negro que le pegó una paliza la misma noche que le mataron. Aquel pobre proxeneta seguía en una cárcel de Río por algo que no había hecho y sin el sosiego de saber que Ramos y yo estábamos trabajando a miles de kilómetros de su celda compartida para esclarecer el caso.

Antes de detener a nadie, Ramos y yo teníamos que hablar con el tipo más siniestro de toda aquella historia: Tomás Ariza, el detective de las elevadas provisiones de fondos.