Va a ser un caso muy fácil
Una azafata me despertó con suaves toques en el hombro. Sentí un ligero dolor de cuello y mi baba cayendo por la comisura de los labios, que limpié con el pulgar. Los indicadores luminosos imponían abrocharse el cinturón ante el inminente aterrizaje en Madrid.
Cuando me disponía a salir del avión con el resto de pasajeros, un auxiliar de vuelo indudablemente nórdico me preguntó si yo era l’ispettore Daniele Prats.
—Yes —contesté—. I am Prats.
Por ser Dani Prats me tuve que volver a sentar y esperar a que vinieran a buscarme los compañeros de la Policía de Madrid. Desde el asiento de delante del que había sido el mío, vi salir de la cabina al comandante y dos pilotos más. Con un par de miembros de la tripulación formaron un corro junto a la puerta abierta, que daba al finger.
—Excuse me —me dijo una voz a mis espaldas.
Era la misma azafata que me había despertado. Me indicó con un gesto que la siguiera. Con mi mochila al hombro crucé todo el avión, vacío de pasajeros, hasta la puerta de atrás. Se hizo a un lado para dejarme pasar y me dijo algo que por sentido común tenía que ser «Gracias por viajar con Swiss Air».
—De nada —contesté en español.
Nada más salir a las escaleras vi al pie de estas a tres tipos que dirigían sus miradas hacia mí. Me subí el cuello del abrigo para protegerme del viento que soplaba.
—¿Ha tenido un buen viaje, inspector Prats? —me preguntó el más gordo, mostrándome su placa.
—Supongo. Lo he dormido casi todo.
Una furgoneta de Iberia llegó hasta los pies del avión. Con la ayuda de una grúa y seis operarios bajaron el féretro de Solsona y lo introdujeron en la furgoneta, a la que también subimos los cuatro polis. Uno de mis colegas desplegó sobre el ataúd las tres copias de un documento redactado a un solo espacio.
—Tiene que firmar las tres, Prats —me dijo—. Dos son para nosotros, la tercera es para usted. Procure no perderla, se la pedirán al aterrizar en Barcelona.
Escribí la fecha y firmé sin detenerme a leer ni una línea. La furgoneta se detuvo junto a las ruedas de un avión de Iberia, al que fui el primer pasajero en subir. El resto de pasajeros iba a tardar unos minutos en embarcar, así que aproveché el tiempo de espera para leer El Periódico. Una azafata me sirvió un cruasán y un café que yo no había pedido.
—Muy amable.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
Cómo negarse a ello tras el detalle del desayuno… Qué pícara la azafata de Iberia. Asentí y me preguntó lo que yo suponía: quién era el muerto del ataúd que yo cargaba como única maleta.
—Es Julio Iglesias. Encontraron su cuerpo en un burdel de Río de Janeiro. —Ante la cara de estupefacción de la azafata, añadí—: Le ruego máxima discreción, señorita. El asesinato del señor Iglesias todavía no ha trascendido a los medios.
Desde la ventana del avión se distinguían los edificios más altos de Barcelona, una ciudad cada vez menos ciudad, cada vez más Corte Inglés. Una azafata me pidió con su acento andaluz que no saliera del avión hasta que alguien de la tripulación me lo indicara. Casi diez minutos después de que el finger engullera al penúltimo pasajero de a bordo, la misma azafata me pidió que la acompañara a la puerta trasera. Era la misma secuencia que había vivido en la nave de Swiss Air pero en versión española.
—Gracias por volar con Iberia.
—De nada.
Como en Madrid, había tres hombres esperándome ver salir por la puerta del avión, solo que esta vez a uno de ellos lo conocía muy bien: el capitán Varona había venido a recibirme. Fue al único al que estreché la mano.
—Prats, te elegí a ti porque pensé que ibas a dar una buena imagen y resulta que no te has dignado a afeitarte ni un día —me recriminó.
—Alitalia me perdió la maleta. Mis utensilios de aseo están dando la vuelta al mundo, capitán.
—Mira la parte buena: no tenemos que esperar a que te la entreguen, con lo que llegaremos antes a comisaría. Ramos y Molinos nos están esperando.
Tal era su obsesión por el trabajo que no le importaba cómo pudiera encontrarme después de tres días en Brasil y muchas horas de avión. Quería a todos sus hombres en comisaría, y solo faltaba yo.
El féretro de Solsona llegó sobre un carro metálico empujado por un operario. Le entregué a Varona los documentos firmados en Río y en Madrid. Utilizando de nuevo el ataúd como mesa, firmé otro documento que él me entregó.
—Ya saben lo que tienen que hacer con este, caballeros —les dijo Varona a los otros dos polis señalando el féretro. Dirigiéndose a mí, añadió—: Vámonos, Prats. Hay mucho trabajo que hacer.
Miré por última vez el ataúd que había custodiado desde Río. Pobre Solsona. Sin que nadie me viera, cuando empecé a caminar di dos suaves golpes con el puño al lateral del féretro. Fue mi peculiar manera de decirle a Álex Solsona que iba a trabajar para averiguar quién le había asesinado.
Ningún compañero demostró mucha originalidad en lo referente a las bromas sobre mi estancia relámpago en Río de Janeiro. O me preguntaban si había bailado samba o a cuántas mulatas me había beneficiado. Siempre contestaba que sí y que diez, respectivamente. Seguí a Varona hasta su despacho. Allí esperaban, sentados a la mesa redonda, Dani Ramos y David Molinos. Ya estábamos todos. Durante no más de tres minutos me preguntaron por cómo me había ido por Río. Al tercer minuto de cháchara, Varona nos pidió que nos centráramos en el trabajo. Molinos empezó a buscar archivos en el ordenador portátil. Cogí un documento que había sobre la mesa. Era un informe forense que había llegado por internet antes que yo. Lo firmaba el doctor Machado.
—Mientras te entretenías en Río —me dijo Varona—, aquí hemos estado trabajando de lo lindo en el caso Solsona. Por el momento, hay dos hombres en Barcelona cuyos movimientos están siendo observados por la policía. Los polis siempre ganamos, Prats.
Absolutamente cierto. La policía siempre gana, y a medida que avanza la tecnología, más invencibles somos. Hay cámaras en todos lados: en cajeros automáticos, en tiendas, en puntos estratégicos de la ciudad, en todas las estaciones de metro… La ciudad es un plató y nosotros podemos ver cualquier película desde todos los planos. Si alguien actúa fuera de cámara, recurrimos al ADN. Todo nos es favorable. Si no damos con alguien, sinceramente, es que no nos interesa. El crimen perfecto no existe. Jack el Destripador no podría destripar la moral de Scotland Yard en el siglo XXI. Con los recursos que la tecnología nos brinda hoy, al bueno de Jack se le iba a acabar pronto el matarile en Whitechapel. De hecho, la mayoría de polis nos decantamos por pensar que es cierta la teoría según la cual se descubrió su identidad pero nadie se atrevió a hacerla pública por ser Jack una persona muy vinculada a la familia real inglesa.
—Va a ser un caso demasiado fácil, Prats —dijo Molinos con la vista fijada en el ordenador.
La informática es un milagro. Quien diga que el hombre es superior a la máquina no merece ninguna credibilidad. Pertenezco a una generación de polis que ha hecho uso de la informática desde sus inicios. No quiero ni imaginar las horas y el personal que antaño se debería de emplear para elaborar los listados que el programa que utilizaba Molinos nos servía en apenas un par de segundos.
—Te voy a contar una historia, Prats —dijo Molinos, encarando el monitor hacia mí—. Había una vez un detective privado con despacho en Barcelona y que era bastante feo —irrumpió en el monitor la fotografía de un cincuentón de pelo oscuro y facciones duras—. Se llamaba Tomás Ariza y un buen día, a finales de octubre de 2004, se fue de Barcelona a Brasilia con Aerolíneas Argentinas. ¿Quieres saber el número de vuelo?
—No —contestó Varona por mí—. Al grano.
—En Brasilia cogió otro avión que le llevó a Río de Janeiro. Tomás Ariza se instaló en un cuatro estrellas en régimen de pensión completa. Un hotel céntrico, si quieres…
—Molinos, al grano —interrumpió Varona.
Molinos prosiguió:
—El sabueso realizó tal número de llamadas a España que su compañía de teléfono debería estudiar hacerle un homenaje. —En la pantalla, la foto de Ariza se redujo y pasó a ocupar solo la esquina superior. El resto de la pantalla era un fondo negro sobre el que había varios números de teléfono. Molinos señaló uno con el cursor—. Este de aquí es el teléfono de esta jovencita —Cliqueó sobre el número y apareció la foto de una atractiva mujer de mirada felina. Requería un pequeño esfuerzo dejar de mirarla. Como pie de foto, su nombre completo y la fecha y lugar de nacimiento. Olivia era catalana y tenía treinta años.
—¿Es su hija? —pregunté.
—No —respondió Ramos, demostrando que se sabía la película de memoria—. Ariza está casado en segundas nupcias. De su primer matrimonio tuvo dos hijos. Del segundo, ninguno. Vive con su mujer, que no es esta monada.
La foto de Olivia se redujo y Molinos la colocó justo debajo de la foto de Ariza. Cliqueó luego sobre otro número de teléfono y apareció en el espacio de la pantalla que antes ocupaba el dulce rostro de Olivia la fotografía de una mujer madura. No tenía los ojos de gata de Olivia, a la que casi doblaba la edad, pero era también una mujer muy atractiva.
—Esta es la mujer de Ariza —me dijo Molinos—. Es guapa, o al menos supo elegir una buena foto para su DNI, expedido el 2 de julio…
—Molinos —le recriminó Varona—, ¿es que nunca piensas aprender a diferenciar entre información importante y detalles ridículos?
Bostecé sin taparme la boca. Había confianza como para no tener que disimular el sueño. Los ojos se me humedecieron. Otra vez el jet lag pasando factura.
—Capitán, podemos prácticamente asegurar que Ariza tiene una amante. Las llamadas a su mujer son solo ocho en tres semanas, mientras que a Olivia la llama dos veces cada día…
—Me da igual, Molinos, me da igual —le espetó Varona, haciendo aspavientos—, no somos un programa del corazón, no nos dedicamos a cazar maridos infieles. Elimine esa foto y la de la niña ahora mismo.
Molinos, resignado, cliqueó sobre la foto, que se colocó justo debajo de la de Olivia. A Varona no le pareció suficiente y le ordenó a Molinos que las hiciera desaparecer de la pantalla.
—Lo siento, capitán, pero no puedo. He diseñado esta presentación para que las fotos permanezcan a un lado de la pantalla. Si ahora intento eliminar algo, el programa puede colgarse. Además, puede que no nos interese saber quiénes son, pero el número de llamadas que realiza el sabueso parecen indicar algo. —Molinos empezó a teclear. A su lado, Varona se armaba de paciencia—. Observen, señores.
La lista de los teléfonos desapareció unos segundos. Cuando volvió a aparecer, cada teléfono tenía a su lado un número entre paréntesis que, según explicó Molinos, indicaba el número de veces que Ariza había llamado. El teléfono al que más veces había llamado, cómo no, era el de Olivia. El tercero era el de su despacho. El cuarto, el de su esposa. ¿Y de quién era el segundo?
—De este cabrón de aquí. —Cliqueando sobre el teléfono en cuestión, apareció en pantalla la foto de un tipo de papada prominente y mirada amarga. Cuarenta y siete años. De nombre, Manuel Ferrer Quiles.
—Tiene un bar de menús —dijo Ramos—. Se llama El Rincón de Manolo y Loli. El bar funciona bien, pero recientemente lo hipotecó. Parece ser que necesitaba mucho dinero, aún no sabemos para qué.
—¿Ya sabemos qué relación hay entre Ferrer y Ariza? —pregunté un segundo antes de volver a bostezar.
—Ramos, por favor, tráenos unos cafés bien cargados —ordenó Varona—. Mi inspector favorito se me va a quedar dormido.
—Lo siento, capitán, pero entienda que mientras ustedes dormían plácidamente en sus camas, yo tenía la espalda empotrada en un asiento de avión.
—Yo tampoco he dormido, Prats —dijo Molinos. Señalando el monitor, añadió—: Este puzle no se ha hecho solo.
Ramos tardó casi diez minutos en volver al despacho con cuatro cafés de máquina que traía en una pequeña bandeja. El aroma de ese asqueroso café pateó mis ganas de dormir. Su sabor era horrible, pero su efecto contundente. De haberle echado un poco en la boca a Solsona, tal vez le hubiéramos resucitado y podría habernos contado él mismo quién diablos lo mató.
—A tu pregunta de antes —me dijo Molinos— no podemos contestar a ciencia cierta. En principio, es de suponer que su única relación sea de cliente-detective. Pero hay un detalle que te va a encantar, Prats: Manuel Ferrer también ha estado en Río de Janeiro dos veces, en agosto y en noviembre.
—Lo dicho —dijo Varona—: un caso muy fácil.
—¿Tenemos los movimientos del señor de los menús en Río? —pregunté sorprendido.
Molinos tecleó y la pantalla se fue llenando de palabras hasta formar un texto de tres párrafos. Me acerqué un poco al monitor para leer mejor. Manuel Ferrer Quiles tomó un vuelo la madrugada del 13 de noviembre de 2004 en el aeropuerto de Barcelona. Un vuelo directo a Río de Janeiro. Sin ninguna escala. Qué envidia me dio; yo había hecho escala en Fiumicino. El mismo día que Ferrer aterrizaba en Río de Janeiro, Tomás Ariza la abandonaba. Solo cuatro días después, el miércoles 17, hacia las 23.45 hora brasileña, asesinaron a Álex Solsona.
—¿Sabes cuándo abandonó Río de Janeiro Manuel Ferrer? —me preguntó Molinos, que contestó a su propia pregunta—: Exactamente nueve horas después de la muerte de Solsona, siempre y cuando demos por sentado que el forense de Río acertó al calcular las horas que Solsona llevaba muerto.
—Era un tío preparado —dije en defensa del doctor Machado.
Apareció en el monitor un mapamundi. Un punto rojo se iluminó sobre Río de Janeiro y de él surgió una línea del mismo color que se estiró, se estiró, se estiró y se estiró por encima del Atlántico. En la parte inferior de la pantalla se podía leer el número de vuelo, fecha, hora, compañía aérea, y el asiento que ocupó Manuel Ferrer. Lo fácil era pensar que se dirigía a Barcelona, pero conforme se acercaba a Europa observé que iba bastante más al sur: a Casablanca.
—¿Qué hizo este tío en Marruecos? —pregunté tras un sorbo de café.
Mi móvil recibió un sms. No miré de quién se trataba para evitar la recriminación de Varona, pero supuse que era Silvia.
—Haces la pregunta perfecta, Prats —me dijo Molinos—. Manuel Ferrer estuvo treinta horas en Casablanca y no hizo nada.
—Pues treinta horas dan para algo más —dije.
—Interpol lo ha confirmado hace menos de una hora: en Casablanca solo utilizó la tarjeta de crédito para sacar dinero de un cajero del aeropuerto, donde permaneció treinta horas.
—Es una fuga —sentenció Varona—. Él no iba a Casablanca, solo escapaba de Río. Se subió al primer avión que despegó. Todo lo que tenía que hacer en Casablanca era esperar un avión que le llevara a Barcelona.
—¿Había más españoles en el vuelo de Río a Casablanca? —pregunté.
—Ni uno —respondió Molinos—. Ya hemos pensado en ello. Ni un español, Prats.
—El forense carioca asegura que en el asesinato participaron como mínimo dos personas.
—Los detendremos a todos —dijo Varona—. Estén donde estén.
Ya teníamos por dónde empezar. Había agentes siguiendo a Manuel Ferrer y al detective Tomás Ariza, al que había que seguir con sumo cuidado porque los buenos sabuesos tienen desarrollado un sexto sentido que les avisa cuando les están dando de su propia medicina. Se había solicitado a los aeropuertos de Barcelona y Río de Janeiro grabaciones de sus instalaciones registradas los días que Manuel Ferrer embarcó y aterrizó en ellos. A Marruecos, por el momento, no se le pedía nada. Las relaciones entre España y Marruecos suelen ser complicadas. Paralelamente a lo que nosotros pudiéramos averiguar en Barcelona, en Río, Bastos y Charly Cavaleiro intentarían seguir el rastro que Manuel Ferrer hubiera dejado. Nada más empezar a investigar, nuestros colegas de Río se sorprendieron de que Ferrer no utilizara su tarjeta de crédito en suelo brasileño, algo inusual en un turista que, a buen seguro, llegó a Río advertido de la inseguridad que gobernaba en las calles de la ciudad. Los únicos documentos que acreditaban su estancia en Río eran el pasaje de avión, una habitación de hotel y el contrato de un vehículo de alquiler cuya fianza depositó en metálico. Bastos hizo recopilar material registrado por las cámaras de varios establecimientos, esperando encontrar alguna imagen reconocible de Ferrer en compañía de alguien. Era un trabajo monótono que Bastos le ordenó llevar a cabo a algún subordinado. Mi apreciado homólogo tenía problemas más serios en el terreno sentimental y un as en la manga: si no se lograba demostrar que Ferrer estaba implicado en la muerte de Solsona, se le colgaba el muerto al negro del burdel.
—Lo que sí que es vital, y lo vais a hacer Ramos y tú —Varona me señaló—, es empezar a remover el entorno de Álex Solsona en Barcelona. ¿Tenía algún problema? ¿Enemigos? ¿Por qué se largó a Brasil? ¿Tenía amigos o familia en Río de Janeiro? Se acabó la tecnología, ahora hay que dar paso a la psicología para llegar hasta el fondo del contenedor, a ver qué encontramos.
—Una vez —contó Ramos—, un viejo, en un bar, me dijo que había dos clases de personas: las que trabajan y las que dan trabajo. Solsona debía de ser de los segundos.
—Desde luego a mí me lo está dando —sentencié.
—Prats —dijo Varona—, vete a casa y duerme un poco. Y quítate esa barba, no quiero a nadie en mi equipo que me recuerde a Robinson Crusoe. Ah, y antes de irte pasa por contabilidad, tienes que justificar lo que te has gastado en Río. Señores, quiero celeridad.
Interpretando libremente la celeridad exigida por mi jefe, quedé con Ramos en que empezaríamos a investigar al día siguiente. Había comprobado que el sms era de Silvia («stas x bcn?») y me apetecía mucho verla. La llamé al trabajo. Silvia trabajaba en el Gabinete de Prensa del presidente de Catalunya, un trabajo algo estresante, sueldo más que aceptable y dos horas para comer. Le propuse comer juntos.
—Me va bien. ¿Dónde quedamos?
Me vino la idea de forma tan repentina que, con el cansancio que arrastraba, no fui capaz de esquivarla: la cité en el bar de Manuel Ferrer, El Rincón de Manolo y Loli, ubicado en la calle Trafalgar, no demasiado lejos del trabajo de Silvia.
Cuando bajaba del taxi que me dejó delante de casa sonó mi móvil. Un número encabezado por un prefijo internacional. Escuchar la voz de Charly Cavaleiro a través del teléfono mientras entraba en el portal de mi casa me parecía surrealismo en estado puro.
—¿Cómo va, Charly?
—Adivine lo que tengo en mis manos…
—Por lo poco que le he tratado, diría que a una mujer.
—Su maleta. Alitalia nos la ha hecho llegar a comisaría.
Me la enviaban a Barcelona, a la comisaría. Entré en el edificio departiendo con Charly. Fui con el móvil pegado a la oreja hasta el buzón, empachado de publicidad. Saludé al conserje con la mano llena de correo comercial y me dirigí al ascensor, que me elevó hasta la tercera planta, donde había ni más ni menos que diez puertas. Mi apartamento era la número siete. Mientras abría las persianas, Charly me explicó que estaban siguiendo los movimientos de Manuel Ferrer. También me informó de que a Julio César, el negro del burdel, la poli le estaba dando de hostias a diario, pero el tío seguía asegurando que a Solsona no lo mató, que solo le había echado de su local.
—Salude a Bastos de mi parte —dije antes de colgar. Dejé el teléfono sobre la mesa del comedor y susurré—: Cómo se enrolla el mulato de los cojones…
La mujer de la limpieza había venido el sábado por la mañana y había eliminado hasta el último rastro de la precipitación con la que había salido hacia el aeropuerto demasiado justo de tiempo. Cogí una cinta métrica y tomé medidas de las cuatro botellas de alcohol que tenía en el mueble bar. Mis sospechas eran ciertas: la mujer de la limpieza se me estaba puliendo el vodka. Decidí pasarlo por alto. Al fin y al cabo, la filipina limpiaba tan a fondo que parecía vocacional, y ordenaba de tal modo que yo siempre encontraba lo que buscaba. No se quejó nunca de la miseria que le pagaba ni de que no me acordara nunca de cumplir mi promesa de hablar con los de Extranjería para que le tramitaran el permiso de residencia. Pese al vodka robado, era una mujer muy rentable.
Bostecé. Me tumbé en el sofá. Me levanté al acto. Había quedado con Silvia para comer y no quería dormirme. Para reactivar mis energías, puse en el equipo musical un CD de canciones robadas en internet a un volumen lo suficientemente alto para poder oírlo desde el baño, donde me quité la barba antes de tomar una ducha de las que hacen época: cuarenta minutos debajo del chorro caliente en unas fechas en las que los pantanos estaban a niveles alarmantes y se hablaba de restricciones. En todo caso, a mí esa ducha me sentó muy bien.
Ya vestido y con las gotas justas de colonia en el cuello y las muñecas, ordené cuatro cosas para hacer tiempo. En ello estaba cuando sonó el teléfono de casa. Con una carpeta en la mano que no había decidido dónde guardar, respondí tras el segundo timbrazo.
—¿Buenos días, es usted el señor Prats? —preguntó una voz de mujer.
—Si pretendes venderme algo, no.
—Soy la secretaria del señor Solano. Le paso con él.
—¿Con quién?
Mi pregunta llegó tarde. La chica ya me había puesto el hilo musical. Con el teléfono pegado a la oreja, me esforcé en recordar a alguien llamado Solano. ¿Solano? ¿Solano? No tenía ni la más remota idea.
—¿Prats? —preguntó un hombre, cortando bruscamente la melodía.
—Soy Prats. ¿Con quién hablo?
—Damián Solano… aunque supongo que este nombre no te dice nada.
Me estaba tuteando, lo que en principio descartaba que ese tipo persiguiera venderme algo, aunque cierto es que algunas técnicas de márketing aconsejan tratar de tú al cliente para establecer un falso vínculo de proximidad. Un rápido e infructuoso rastreo por mi memoria no me ayudó a despejar la incógnita.
—¿Quién dice que es? —le pregunté sin entrar en el tuteo. Prefería mantener la distancia.
—Seguramente me conoces como el marido de tu ex —dijo Solano.
El marido de Elena. Ni sabía qué cara tenía. Nunca habíamos sido presentados. Por su tono de voz entendí que no había pasado nada grave, pero para anotarme el tanto de padre responsable le pregunté si Óscar estaba bien.
—Tu hijo está perfecto, Prats. Un poco tozudo, eso sí… ha salido a su madre.
Me mantuve en silencio, esperando a que él me explicara el motivo de aquella llamada. Sin rodeos ni digresiones, Solano propuso que nos viéramos para hablar con calma sobre la carta que le había escrito a Elena.
—No quiero parecer grosero, pero ese asunto es entre Elena y yo —le dije.
—No te equivoques, Prats. Sé que puede parecer que me esté entrometiendo en asuntos ajenos…
—Y tanto que lo parece —interrumpí.
—Pues todo lo contrario, amigo mío —dijo. Empezaba a incomodarme tanto compadreo—. Lo que intento es unir puentes, yo estoy de tu parte, por rocambolesco que parezca. ¿Te iría bien que nos viéramos esta tarde, hacia las ocho? En mi despacho podemos hablar con calma. Tengo una máquina que hace un café excelente.
—¿Esa máquina hace también margaritas o bloody marys?
—No —dijo en un tono que denotaba sorpresa por mi pregunta.
—Entonces a las ocho. Pero en el Boadas.
Aparqué delante de El Rincón de Manolo y Loli con algunos minutos de antelación. Hacía un día muy agradable, así que decidí esperar sentado en la moto. El rótulo del bar estaba financiado por Coca-Cola; los bares con publicidad en su rótulo suelen carecer de encanto. Mesas de formica, sillas acolchadas, la tele a un volumen tan bajo que solo la podías escuchar si estabas muy cerca, ambiente a currante y olor a aceite recalentado. En la calle, junto a la puerta, una pizarra de tres pies informaba con caligrafía poco esmerada de los platos a elegir de un menú que incluía pan, bebida y café o postre por 8,80 euros. El único gancho de aquel bar de menús residía en que, muy probablemente, el mismo tipo que te servía las lentejas estaba implicado en un asesinato, peculiaridad que los clientes desconocían.
Silvia se apeó de un taxi con un cuarto de hora de retraso. Nos dimos los dos besos de rigor, como siempre, muy despacio y muy cerca de las comisuras. Acababa de perfumarse. Al mirarla a los ojos despertó en mí un repentino y ridículo sentimiento de culpabilidad por haber pasado una noche en casa de Rosana, la negociadora.
—¿Adónde me llevas, Prats? —me preguntó Silvia, mirando la puerta del restaurante con gesto de desaprobación—. Estás perdiendo estilo…
—Me lo ha aconsejado un compañero de Narcóticos. La decoración no es gran cosa, pero se come bien.
No iba a confesarle a Silvia que había escogido ese bar guiado por la curiosidad que sentía por ver a Manuel Ferrer al mando de su negocio; bastaba con pedirle que no se fijara en él para que no le quitara el ojo de encima. Aún ocultándoselo, Silvia demostró poseer un admirable don de la inoportunidad cuando, tan solo cruzar la puerta del bar, mientras yo buscaba con la mirada una mesa libre, elevó su tono de voz por encima de la onda expansiva de las conversaciones ajenas para preguntarme junto a la barra:
—¿Cómo ha ido por Río, Prats?
Manuel Ferrer manipulaba a escasos metros de nosotros la caja registradora. Probablemente, Silvia no lo había dicho tan alto como a mí me pareció, porque, a pesar del vuelco que me dio el corazón, observé a Ferrer con el rabillo del ojo y ni se inmutó. De haber oído la palabra Río, tal vez su corazón hubiera dado un vuelco aún más grande.
—Allí hay una mesa libre —le dije a Silvia, señalando una mesa para cuatro comensales pegada a la pared.
Teníamos como vecinos de mesa a cuatro currantes con mono azul. Uno de ellos, el que se sacaba los restos de comida de entre los dientes con un palillo, fijó su mirada en el culo de Silvia hasta que ella se sentó. Luego levantó la mirada y se topó con la mía, donde pudo leer algo muy parecido a «¿por qué no vas a mirarle el culo a tu padre?». Me aguantó la mirada unos pocos segundos durante los cuales yo no pestañeé y él sí. Finalmente, arqueó las cejas, gesto que no supe interpretar, y centró de nuevo su atención en la discusión que mantenían sus compañeros sobre por dónde tenían que empezar a montar un cuadro eléctrico si querían ganar tiempo.
Un joven camarero ecuatoriano nos preguntó si solo éramos dos. Tras el sí que Silvia y yo respondimos al unísono, el camarero, bajito, cabezón y con una buena mata de pelo negro como el carbón en la cabeza, nos recitó de memoria un menú con tres opciones por plato a la par que retiraba los dos manteles de papel, los vasos y los cubiertos que no íbamos a necesitar.
—Comeré lo mismo que él —dijo Silvia, que, con toda su ironía, me dijo—: Tú debes de saber qué platos son los mejores…
—¿Tú qué comerías? —le pregunté al camarero, trasladándole la responsabilidad.
Nos recomendó el melón con jamón y el arroz negro, probablemente porque era lo que menos clientes habían pedido y sobraba mucho en la cocina. En todo caso, Silvia y yo aceptamos la sugerencia. Cuando el camarero nos dejó de nuevo a solas, Silvia me preguntó si me daban alguna comisión por llevarla allí.
—Esto es cutre de narices, Prats…
Le hice un brevísimo resumen de mi estancia en Río; no me interesaba hablar del caso Solsona en la posible guarida del asesino, por lo que desvié enseguida la ruta de la conversación preguntándole por su trabajo.
El melón estaba bueno, las lonchas de jamón eran tan finas que apenas tenían sabor y el arroz negro tenía demasiado sabor a microondas. Silvia no se lo acabó; yo, en cambio, hasta mojé pan. Me interesaba tener la boca llena el máximo tiempo posible para que fuera ella la que hablara. Mientras fingía escucharla, pude observar cómo Ferrer entraba y salía de la cocina, cobraba en caja o mantenía alguna conversación breve y diplomática con algún cliente que debía de ser fijo.
—¿Ves al tipo que juega a las tragaperras? —le pregunté a Silvia.
El tipo al que me refería estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, y solo le faltaba llevar un cartel que anunciara: «Soy un tío chungo». Su aspecto le delataba, aunque tal vez, de no ser policía, yo tampoco hubiera reparado en él. Americana a cuadros, rizos canosos, mofletudo. Ya estaba echándole monedas a la máquina cuando Silvia y yo entramos en el bar. Jugaba a la vez que conversaba animadamente por teléfono, a veces incluso dándole la espalda a la máquina, como si el juego no fuera con él.
—La está vaciando —le dije a Silvia mientras caía una nueva lluvia de monedas en la bandeja de la tragaperras.
Era un trabajo que al principio lo hacían directamente los chinos. Iban con su móvil a un bar, echaban monedas a la máquina y dictaban la combinación que aparecía cuando los carretes dejaban de rodar. Al otro lado del aparato tenían a alguien que conocía el negocio de las tragaperras y que, según la combinación que le indicaban, sabía si la máquina estaba a punto de descargar. Cuando la noticia llegó a la prensa, los propietarios de los bares no permitían a ningún tío con rasgos orientales echar monedas a sus tragaperras. ¿Cuál fue la reacción de los chinos? Pues contratar a españoles para que hicieran el trabajo sucio.
—En algún piso de la pequeña China —le conté a Silvia—, hay ahora mismo un par de amarillos muy contentos oyendo a través del manos libres cómo su socio español vacía la máquina de este bar.
—Espero que no estés pensando en detenerle —me dijo Silvia, temiendo que montara el número de la placa que tantas veces había visto en el cine.
—Tranquila, soy un funcionario de lo más clásico.
Pagamos en caja después del café.
—Serán diecisiete con sesenta —me dijo Manuel Ferrer, entregándome un pequeño plato de plástico con la cuenta encima.
No le miré a los ojos. Si miras a alguien directamente a los ojos es muy probable que, de volveros a cruzar, recuerde haberte visto alguna vez, incluso cuándo y dónde, según memoria. Si tenía que volver a El Rincón de Manolo y Loli para detenerle, era preferible que Ferrer no me recordara.
Acompañé a Silvia en moto hasta su trabajo, intentando ir lo más despacio posible para caer en la trampa de cuantos más semáforos mejor. Manejaba los frenos con maestría para notar sus pechos aplastándose contra mi espalda. Paré justo delante del edificio en cuya sexta planta trabajaba. Se apeó de la moto y nos volvimos a mirar como nos mirábamos siempre en las despedidas: en silencio, fijamente, dibujando una media sonrisa. Sin atrevernos a más.
—Te llamaré —dijimos a la vez.
La vi entrar en el edificio. Arranqué la moto y me puse el casco. Estaba a punto de incorporarme al tráfico cuando, por encima del ruido del motor de mi scooter, oí una voz gritar mi nombre y me giré. Silvia venía corriendo hacia mí. ¿Se habría desbordado la pasión en su interior y corría hacia mí para besarme?
—Prats, necesito que me hagas un favor: me he dejado el móvil en el restaurante. ¿Puedes ir a por él?
Volví a aparcar la moto por segunda vez delante de donde hubiera sido mejor no haber puesto los pies. La primera vez lo hice guiado por mi estupidez; la segunda por un despiste de Silvia, pero sin mi estupidez, su despiste no se hubiera dado, o se hubiera dado en otro lugar, así que me tocaba cargar con toda la culpa. Caminé hacia la entrada en el preciso instante en que salía, muy sonriente, el listo que había estado vaciando la tragaperras. Desbloqueé el teclado de mi móvil, busqué en el directorio el número de Silvia y entré en el restaurante con el teléfono en la mano y esta en el bolsillo de mi abrigo.
Estaba casi vacío. En la barra había un tipo muy corpulento tomándose un JB. La esposa de Ferrer contaba los billetes de la caja. El ecuatoriano cabezón pasaba un trapo por una mesa. En la tele daban un culebrón, y gracias a que solo había tres mesas ocupadas se podían seguir los diálogos, aunque a nadie parecían interesarle. En la mesa más cercana a la cristalera, una pareja de estudiantes con carpetas de la Universidad de Barcelona conversaba cogida de las manos, ignorando por completo los apuntes esparcidos a los pies de dos tazas ya vacías. En otra mesa había un tipo de unos treinta concentrado en la lectura del periódico. Se estaba tomando un café y un cruasán. Una estampa de desayuno a las cuatro y media de la tarde. Ese tipo trabajaba de noche. Los que trabajan en horario nocturno suelen desayunar e informarse cuando los demás ya estamos digiriendo el postre. En la última mesa ocupada, una mujer que vestía un elegante traje chaqueta de color marrón consultaba el reloj con gesto impaciente; alguien se estaba retrasando.
Sobre la mesa que habíamos ocupado Silvia y yo solo había un servilletero. Me acerqué lo suficiente como para comprobar que el móvil no yaciera al pie de una pata. Tampoco estaba en el suelo.
Si llegas a un bar donde has perdido el móvil no puedes entrar anunciándolo, no en los tiempos que corren. Puede que a quien se lo preguntes no le interese dártelo, y si descubre que andas tras él, le estás otorgando toda la ventaja. Lo que hay que hacer si no lo ves donde crees que debiera estar, es observar, escuchar y, si se trata de un bar, tómate algo. Me senté en la barra, a solo dos taburetes del mastodonte del JB, y pedí un café. Siguiendo un comportamiento claramente policial, puse al máximo mi capacidad de observación.
La mujer de Manuel Ferrer me sirvió un café hirviendo. Era gorda y no se teñía las canas. Esa mujer podía sacarse mucho más partido, pero ya estaba casada, tenía hijos y un bar. ¿Para qué esmerarse, entonces? Loli estaba convencida de que lo mejor de su vida había pasado hacía ya años, y el recuerdo de sus mejores días, a decir verdad, tampoco invitaba a tirar cohetes.
Me percaté de que el ecuatoriano cabezón me estaba mirando. Al reconocerme, bajó la mirada y siguió pasando el trapo por la mesa vecina de la que ocupaba el chico del periódico. Mis primeras sospechas apuntaron a él. En primer lugar, porque era el que recogía las mesas. En segundo lugar, porque era un camarero muy mal pagado al que lo poco que le diera un Ñeta por el Nokia de Silvia le iba a ir muy bien. Y por último, porque era un inmigrante, y en ciertas situaciones se me activan prejuicios racistas. Me gustaría no tenerlos, pero es algo que no puedo dominar.
Giré con el culo el asiento del taburete para encararme hacia la barra. Constaté que en las estanterías se exponían bebidas alcohólicas de marcas muy publicitadas, todas ellas aptas para el bolsillo del alcohólico de barrio. Entre dos estanterías, fijado en la pared, había un espejo redondo a través del cual escudriñé el aspecto del tipo del JB. Pelo rubio y desaliñada barba también rubia. Descansaban sobre su frente unas gafas de sol de cristales efecto espejo. Su peso estaba por encima de los ciento diez kilos y, como todos los tipos grandes, su grasa le aislaba del frío: estábamos a principios de diciembre y él solo llevaba una camisa que parecía a punto de estallar. Tejanos negros y mocasines baratos. Su cara no me gustaba. Mi instinto policial me decía que si ese tipo no tenía antecedentes debía de ser por mera cuestión de suerte. Sus manos eran enormes… y sujetaban un móvil. No leía o enviaba ningún sms. Parecía más bien estar repasando el directorio o indagar si el teléfono tenía más prestaciones de las que él ya conocía. De su cinturón de cuero negro colgaba una funda para móvil con cierre de velcro, y había un teléfono dentro. El tío tenía dos móviles. Ya había encontrado el móvil de Silvia.
Casi todos los móviles se parecen, o a mí me parecen muy semejantes porque no soy nada devoto de este aparato que hemos convertido en vital. Yo lo llevo por una cuestión práctica, pero nunca me fijo en los móviles de los demás. No sabría, por tanto, describir el móvil de Silvia, pero sí reconocer la melodía que sonaba cuando la llamaban. No era una melodía que viniera de serie. La había descargado ella: ni más ni menos que el Supercalifragilísticoespialidoso de Mary Poppins. Sin sacar el móvil de mi bolsillo, pulsé el botón de llamar. Solo unos segundos después, a aquel tipo le sorprendió que al móvil que tenía en sus manos se le iluminara la pantalla y empezara a vibrar al ritmo de todo un clásico de Disney. Tras un pequeño susto inicial, el tipo leyó en el visualizador el nombre de quien estaba llamando. Luego se rio, primero de forma más o menos tímida, para dar paso a una carcajada visiblemente exagerada.
—Indeciso —le dijo a la esposa de Ferrer—. Está llamando un tipo que se llama Indeciso. Hay cada nombre que parece más bien una venganza. Y mi hermano se quejaba de que mis padres le llamaron Gumersindo…
La mujer de Ferrer esbozó una sonrisa breve sin levantar la mirada de la pequeña libreta de espiral donde sumaba números de tres y cuatro cifras.
In-de-ci-so. O Silvia conocía a alguien que se llamaba Indeciso que estaba llamándola a la vez que yo realizaba una comprobación, o me tenía registrado en su móvil con ese alias. No por Prats, ni por Dani, sino por Indeciso. Colgué. Esperé unos segundos y volví a llamar. Sonó de nuevo la pegadiza melodía popularizada por Julie Andrews y tras esta, también de nuevo, el grandullón soltó una carcajada.
—A este tal Indeciso deberían llamarle Insistente —dijo el grandullón.
Colgué. Confirmado: Silvia me había inscrito en su agenda como Indeciso. Qué injusticia; los dos éramos indecisos. Me pareció un poco machista por su parte que cargara sobre mí la responsabilidad de dar el paso. En fin…, ya pensaría en eso más tarde, lo que tocaba hacer en aquel momento era pedirle al grandullón que me devolviera el móvil, y sabía que no me lo iba a entregar de buenas a primeras.
—Disculpe —le dije, encarando mi taburete hacia él—. Ese móvil es mío. ¿Le importaría devolvérmelo?
El grandullón giró su ancho cuello y me miró con una mueca que situaría más cerca del desconcierto que del desprecio, aunque algo de desprecio había. Me miró fijamente y le aguanté la mirada sin pestañear, alargando mi brazo con la palma de la mano extendida hacia arriba para que dejara sobre ella el móvil de Silvia. En actitud desafiante, miró de nuevo al frente y le dio un trago a su JB. La mujer de Ferrer reparó en la escena y dejó por un momento de hacer números para centrar su atención en el grandullón y en mí, igual que el ecuatoriano cabezón, que me miró y, al momento, volvió a bajar la mirada. Leí en ese gesto que el camarero sabía que el móvil era mío y que, probablemente, lo había encontrado él.
—¿Me lo entrega, por favor? —dije, moviendo los dedos para apremiarle.
Giró el taburete con su culo enorme, encarándose hacia mí. Con aire teatral, colocó el móvil de Silvia junto a su vaso de whisky, en un gesto que convenía leer como algo parecido a «te lo daré si me sale de las narices y si se te ocurre intentar cogerlo te parto el brazo en dos». Se supone que sé defenderme, pero apenas piso el gimnasio y he olvidado casi todas las llaves que me enseñaron cuando me preparaba para ingresar en el Cuerpo. Además, no creo que ninguna llave de las que he olvidado sirviera para que un peso mosca como yo derrumbara a una bestia como aquella, que a buen seguro sabía pelear. Mi única baza consistía en mantener la frialdad e intentar que por ningún rincón de mi actitud asomara el más mínimo indicio de sentirme intimidado.
—El móvil, por favor —insistí.
—¿Puedes demostrar que es tuyo? —me preguntó.
—Acabo de hacerlo; las dos llamadas que acaba de recibir las he hecho desde mi móvil.
—Pensaba que tu móvil era este —dijo, señalando el de Silvia.
—Es el de mi mujer. Hemos comido aquí y se lo ha olvidado.
Le preguntó a la mujer de Ferrer si recordaba haberme visto. Dijo que no, lo cual era probable, porque no nos había ni atendido ni cobrado. Cuando realmente me sentí en campo contrario fue cuando el ecuatoriano cabezón negó recordarme. Era tan evidente que mentía que no pude contener una sonrisa irónica. La incomodidad de mi situación se acentuó con la entrada en el bar de cuatro tipos que venían a buscar al grandullón. Al igual que este, aquellos cuatro tenían aspecto de tener antecedentes, o de deber tenerlos. Se pusieron a bromear con él, saludaron a la dueña del restaurante y dos de ellos pidieron un café. Por encima del hombro del que me daba la espalda, el grandullón me miró con sonrisa ganadora mientras se guardaba el móvil de Silvia en el bolsillo de la camisa. Sus cuatro amigos vestían traje sin corbata, y uno de ellos, el que parecía más mayor —casi cincuenta, pelo teñido de negro y bigote canoso— le indicaba al resto cuál era la agenda de la tarde:
—Hay que volver a visitar a ese arquitecto de Sarrià. Calculo unos veinte minutos. Luego nos vamos a Badalona, a un bar libanés.
Era más bien bajo, pero no enclenque. Su mirada y sus gestos transmitían cierta agresividad. Intuía que aquellos cuatro sabían pelear, y que lo habían aprendido por cuenta propia en sus ratos libres, lo que les hacía más peligrosos que los que aprendimos a defendernos sujetos a un código de normas éticas. Un cinturón negro jamás te tirará del pelo, jamás te arañará la cara, no atacará por la espalda y no intentará reventarte el globo ocular con su pulgar. Los que aprenden a pelearse en bares o reformatorios carecen absolutamente de la mínima ética. En la misma situación, mi compañero Dani Ramos se aplicaría de forma contundente. No perdería el tiempo pidiéndole el móvil al grandullón; lo agarraría de la cabeza, lo tiraría de espaldas al suelo y lo inmovilizaría clavándole la rodilla en el cuello. Pero yo soy Dani Prats, y en ese tipo de situaciones tengo que cargar con ello. No llevaba encima la pistola, aunque tampoco se me ocurriría encañonar a nadie en un lugar público por mucho que me vacilara, cosa de la que Ramos sí sería capaz.
Por suerte, llevaba la placa. Cuando la muestras experimentas una sensación de poder muy agradable. Es la señal de que deben respetarte. Si, por el contrario, la muestras a alguien que te toma en broma, mejor tengas a mano la pistola porque entonces el problema que tienes es grande de narices. En un bar de menús, a las cuatro de la tarde y con esa chusma, estaba convencido de que mi placa iba a producir el efecto que yo esperaba. Me levanté del taburete y me puse junto a ellos, con semblante muy serio y la mirada fija en el grandullón. El del pelo teñido dejó de hablar. Todos me miraron. El grandullón me volvió a dedicar una cínica sonrisa. Di un paso al frente, colocándome dentro del círculo que formaban.
—¿Ocurre algo? —preguntó el tipo alto y rapado al tres que tenía a mi espalda, desconcertado, como el resto, por mi irrupción en escena.
—El móvil. Ahora mismo. Es la última vez que te lo pido.
La esposa de Ferrer me instó a salir del bar y no buscar problemas. El ecuatoriano cabezón seguía la escena desde un extremo de la barra, con una caja de latas de cerveza en la mano. Del resto de clientes, solo el trabajador nocturno se percató de lo tensa que se ponía la situación en la barra.
—Ya has oído a la jefa —me dijo el del pelo teñido—, lárgate ahora que puedes salir por tu propio pie.
Realmente, sonó muy profesional. El tono, las palabras elegidas, la mirada de perdonavidas con la que me dio el consejo. Me gustó.
Notaba la mirada del que tenía detrás clavada en mi cogote. Estaba rodeado, y como tenía todas las de perder saqué el as que guardaba en el bolsillo interior de mi abrigo. El brillo de la placa borró ipso facto la sonrisa del grandullón. La situación acababa de dar un vuelco radical.
—Ahora, tú tienes un problema —le dije al grandullón—. Además de mi móvil. En un cuarto de hora, este bar de menús de mierda, porque el arroz negro no se puede comer, señora —le dije a la señora Ferrer, que miraba la placa sin parpadear— se va a llenar de policías muy cabreados porque resulta que yo gozo de cierto carisma y no les gustará saber que cinco paletos han intentado intimidarme.
—Rocky —dijo la señora—. Dale el móvil.
—¿Qué ocurre? —preguntó Manuel Ferrer, que acababa de llegar de un par de recados. Llevaba el abrigo encima de su camisa de camarero y una bolsa de plástico en la mano por la que sobresalía el cuello de una botella de aceite de oliva.
Compartiendo espacio, acción y tiempo estaban los cuatro hombres que acabaron con la vida de Álex Solsona, un policía que debía investigar el caso, una mujer que conocía los hechos y un camarero ecuatoriano que sabía mucho más de lo que callaba. Todos allí reunidos porque Silvia se había olvidado el móvil. Era realmente una mujer especial.
—Es de la policía —le dijo Loli a su marido.
Manuel Ferrer debió de sentir algo muy parecido a un ataque al corazón o a una pérdida de orina, porque lo primero que pensó al ver a un policía entre sus distinguidos amigos era que venía a interrogarle.
—¿Qué ocurre, agente? —me preguntó, haciendo acopio de fuerzas para aparentar normalidad.
—Inspector —le corregí.
—Tenga, inspector —me dijo el grandullón, entregándome el móvil de Silvia.
Lo guardé en el bolsillo de mi abrigo. Luego le pedí su móvil. Estaba crecido y me apetecía abusar un poco de mi autoridad. Me preguntó para qué lo quería y le repetí que me lo diera, sin darle ninguna explicación. Manuel Ferrer seguía la escena de pie, con el abrigo puesto, con la bolsa de plástico en la mano, con el corazón en un puño. Qué mal disimulaba el miedo aquel hombre.
El grandullón, al que llamaban Rocky, me entregó su móvil con gesto resignado. Le di la vuelta y abrí la tapa. Extraje la batería y me la guardé en el bolsillo, dejando el móvil y la tapa encima de la barra, junto a la botella de JB. ¿Que por qué lo hice? Únicamente para tocar los huevos.
—¿No cree que se está excediendo, inspector? —me preguntó uno de los que no tenía nada que ver con la muerte de Álex.
—Sí —contesté—. ¿Algún problema?
El grandullón le hizo un gesto a su compañero para que no dijera nada más. Cuánta prisa había en aquel restaurante para que mi placa, mi chulería y yo ahuecáramos el ala. Antes de salir del bar me dirigí al fondo de la barra y clavé mi dedo índice en el pecho del ecuatoriano cabezón, acusándole de haberle dado el móvil al grandullón y de habernos recomendado un arroz negro incomible. El tío apenas llegó a balbucear medias palabras ininteligibles.
Aparqué la moto delante del despacho de Silvia. Sentado encima de mi scooter, cogí su móvil y tuve la mala idea de curiosear. Luego pensé que no era correcto… y, finalmente, sucumbí a la tentación. Fui al directorio. Caray con la relación de nombres, parecía no tener fin. La mayoría eran nombres de pila, otros parecían apellidos, el apodo «Indeciso» era para mí, y otros números estaban dedicados a lugares, como Trabajo, Peluquería o el nombre de alguno de sus restaurantes predilectos. Fui después al archivo de los mensajes. Una sensación muy agradable me recorrió por dentro cuando comprobé que la mayoría de los mensajes almacenados en su buzón de entrada eran míos. Leí algunos. Guardaba los más arriesgados, los que escritos en broma decían algo absolutamente serio. Por ejemplo: «Procuraré no enamorarme de ti, aunque cada día me lo pones más difícil». La satisfacción dio paso a los celos cuando descubrí que había un tal Mateu cuyos sms Silvia tampoco eliminaba. Conté cuántos guardaba de Mateu y cuántos de Indeciso. De Indeciso guardaba siete y de Mateu solo tres. Aparentemente, yo me imponía con claridad en el Top Ten, pero un dato que me cabreó fue comprobar que los tres mensajes de Mateu eran más recientes que el más reciente de los míos. Leí los tres mensajes de Mateu. Eran largos, el tío le daba bien al verbo. Algunas metáforas no las capté, seguramente porque eran guiños codificados que solo Silvia podía descifrar.
Apunté en mi móvil el teléfono de ese tal Mateu que, todo parecía indicar, cortejaba a mi novia tácita. Luego pensé que debía borrarlo y luego lo guardé en mi directorio. Desconecté el móvil de Silvia y entré en el edificio, propiedad de la Generalitat de Catalunya. En el vestíbulo, junto a un arco de seguridad, había un mosso sentado a una mesa.
—Necesito hablar con Silvia Roma, del Gabinete de Prensa. Es importante.
El mosso hizo una llamada tras la que me anunció que Silvia bajaba enseguida, un enseguida que tardó quince minutos en materializarse. Silvia llevaba puestas las gafas de leer que le resaltaban ese par de ojos marrones que a mí tanto me gustaba mirar. Bajo la disimulada mirada del mosso, le di el móvil e intercambiamos cuatro palabras y unas sonrisas.
—Te llamaré —me susurró.
Me quedé viéndola caminar hacia las anchas escaleras blancas que había al final del vestíbulo, hasta perderla de vista.
Salí a la calle algo mosca. Mateu de las narices.
El cansancio causado por el jet lag hizo que el día se me hiciera muy largo. Los minutos pasaban muy despacio aquel martes, pero pasaban, y el reloj marcaba las ocho menos cinco cuando cruzaba la plaza Catalunya en dirección a las Ramblas para encontrarme con el marido de mi exmujer. Teníamos que hablar de mi hijo, un asunto muy delicado. Entré en el Boadas, un clásico de la ciudad en el que el tiempo decidió pararse hace años para evitar ser arrastrado a tendencias y modas de dudoso gusto. Había llegado a la hora convenida. Barrí con la mirada la elegante coctelería. A esas horas predominaba el currante trajeado que se premiaba con el cóctel del día tras un largo y duro día en la oficina. Caras relajadas. Corbatas con nudos aflojados. Conversaciones animadas. La voz de Dinah Washington a juego con la decoración de una coctelería unforggetable para cualquiera que la haya visitado.
Al fondo de la barra, un tipo me saludó alzando la mano. Fui hacia allí. Se bajó del taburete para recibirme. No era muy alto. Sus índices de colesterol se intuían bajos por lo bien que le quedaba el traje; o hacía deporte o su metabolismo era de los que lo quemaban todo. La alopecia se había cebado en la parte delantera de la cabeza. Sus facciones eran aniñadas; seguro que era de aquellas personas cuyas caras no cambian por más que el tiempo pase. Traje y corbata aflojada. Zapatos de ante. De todos los clientes que había en el Boadas, yo era el único que parecía haber tenido el día libre.
—Encantado de conocerte, Prats —me estrechó la mano.
Su vestuario y sus modales delataban que era un tipo de buena familia, exalumno de escuela privada al que no le iban mal los negocios.
—No has dudado ni un segundo al verme entrar. ¿Acaso es tan detallada la descripción que de mí te han hecho?
—Te he visto en fotos. He de decirte que estás mejor ahora que el día de tu boda. Ese peinado hacia atrás… —dijo, negando con la cabeza.
—Las bodas están pensadas para que luzcan ellas, no nosotros. El novio es solo atrezo.
Nos sentamos y le pedí al camarero un cóctel de vodka. Muy seco.
Damián comía a buen ritmo cacahuetes que cogía a pares de uno de los cuencos dispuestos en la barra. Su copa estaba casi llena; no había llegado mucho antes que yo. Para romper el hielo, elogió la elección del Boadas para vernos. Me contó que lo había frecuentado mucho años atrás y que le traía muy buenos recuerdos, casi todos relacionados con mujeres. Damián se esforzaba en caerme bien. Ah, y me aconsejó una coctelería de Budapest en la que, según él, hacían los mejores daiquiris que había probado en su vida.
—Tomo nota —le dije, dando el primer sorbo de mi cóctel de vodka. El camarero había acertado—. Uno puede despertarse en Budapest el día menos pensado.
Por fin abordamos el tema por el que nos habíamos reunido. Me empezó a hablar de Óscar, diciéndome que era un niño muy feliz. Su rendimiento escolar era más que bueno y todo el profesorado, sin excepción, hablaba maravillas de él. Como actividad extraescolar, practicaba el judo y me contó Damián que mi hijo había ganado un par de torneos menores.
—Su sensei también habla maravillas de él —me dijo.
Me estaba emocionando, y no estaba seguro de que el alcohol me ayudara a regular mis sentimientos. Me imaginé a mi hijo inmovilizando a otro niño en el tatami y se me puso la piel de gallina.
—¿Has traído una foto de él? —pregunté esperanzado.
—No. Tengo una foto de Elena y el niño en la mesa del despacho. En la cartera no llevo ninguna.
Bebí un sorbo del cóctel para intentar disimular mi mueca de decepción.
—Elena no quiere que conozcas a tu hijo —me soltó Damián.
Dejé la copa sobre la mesa y suspiré con la mirada perdida. Las buenas formas habían terminado. Parecía llegado el momento de las hostilidades.
—¿Y Elena cree que voy a hacer lo que ella diga? —pregunté elevando un poco mi tono de voz.
—Calma, Prats —pidió Damián, mirando en derredor para comprobar si alguien se había girado hacia nosotros—. Te recuerdo que estoy aquí para unir puentes. A mí, la postura de Elena no me parece acertada, intento convencerla de que reflexione, pero juego en su equipo y tengo que actuar con tacto. Elena te odia, Prats. Le hiciste mucho daño y te guarda un rencor patológico. De ti solo guarda las fotos de vuestra boda, de los viajes que hicisteis juntos solo conserva las fotos en las que tú no apareces. A veces ha usado las tijeras para recortarte. Elena es una mujer muy dulce, pero cuando le hablan de ti o de algo que tiene que ver contigo se transforma. Casi no hay día en que no le recuerde a vuestro hijo que cuando tenga la mayoría de edad podrá cambiar el orden de sus apellidos para que Prats quede arrinconado.
—¿Cambiar un apellido monosílabo por uno de cuatro sílabas precedido por una preposición? —Esbocé una mueca de desaprobación—. Espero que mi hijo vaya bien de criterio cuando cumpla la mayoría de edad…
—¿Otro de vodka? —preguntó Damián señalando mi copa vacía.
—Muy seco.
Pidió dos. Mientras nos bebíamos las segundas copas, Damián me explicó que al niño las cosas le iban muy bien, sacaba buenas notas y derribaba a todos sus rivales en el tatami. Su carácter era alegre, no tenía problemas de sociabilidad, ni fobias, ni traumas. Una personalidad sin mácula. Elena y Damián, a quien Óscar llamaba por su nombre de pila, jamás le intentaron vender que Damián era su padre, con lo que Óscar entendía perfectamente que su apellido fuera Prats y no Solano. No obstante, el niño parecía haber adoptado a Damián como figura paterna y mantenía con él una relación propia de padre e hijo. Me dolió saber que Óscar jamás había preguntado por mí.
—Elena cree que hay que esperar a dar este paso —me dijo Damián—. Por el bien del niño. Óscar es un árbol que está creciendo alto y firme. Si ahora le metemos en un embrollo en el que él no pide entrar, podemos causarle un trauma o alterar su personalidad, dando al traste con el buen niño, el buen alumno y el buen judoca.
Me imaginé entonces a mi hijo de espaldas al tatami, intentando zafarse de un adversario que no lo soltaba. No me gustó. Bebí otro sorbo.
—Dame un poco más de tiempo y convenceré a Elena de que lo correcto es que Óscar y tú os conozcáis. Tarde o temprano entrará en razón y conocerás a tu hijo.
—Más temprano que tarde, espero. Dile a Elena de mi parte que le doy, de momento, un tiempo más. No sé cuánto, pero un tiempo. Dile que lo vaya preparando todo para que Óscar y yo nos conozcamos. Si no tengo noticias vuestras, cualquier día me presentaré a la salida de la escuela y, si florece un trauma, ya recurriremos a un buen especialista.
Con la promesa de tenerme informado y de encontrar una pronta solución al problema, Damián se fue a casa a contarle a Elena cómo había ido nuestra charla. Yo me quedé en el Boadas y me pedí el tercer cóctel. Entre el vodka y el jet lag iba a coger la cama a gusto. Era el único cliente que bebía a solas. Había pasado una hora desde mi llegada y la clientela se había, por lo menos, triplicado.
Le estuve dando vueltas a mi conversación con Damián. Me alegró saber que mi hijo era un niño feliz, tan aplicado en las aulas como sobre el tatami. Lo que me entristecía era que Elena, una mujer con la que compartí doce años de mi vida y a la que llevaría para siempre en mi corazón, fuera capaz de odiarme tanto. Después de todos los secretos y momentos compartidos, los viajes, dos mudanzas, una boda y un hijo, Elena solo me evaluaba por mi comportamiento tras el nacimiento del niño.
Óscar llegó en 1996, seguramente el año de mi vida en que más a ras de suelo estaba mi moral. Llevaba solo seis años en el Cuerpo, donde ingresé tras suspender dos veces las oposiciones a profesor. Había hecho algunas sustituciones en escuelas privadas, pero no conseguía plaza fija, por lo que acabé opositando. Tras el fallido segundo intento, me olvidé de la docencia y me lancé a la búsqueda de un trabajo estable. Así fue como, con la frustración a cuestas de no poder seguir los pasos de mi padre, ingresé en la policía en 1990. Qué mal me sentaba el uniforme azul oscuro. Mis primeros años fueron muy difíciles. Me angustiaba pensar que estaría toda la vida metido en un coche patrulla esperando a que por la radio se me comunicara que fuera hacia una joyería donde se había disparado la alarma o hacia un bar en el que algún borracho estaba montando el numerito. Elena lo puso todo de su parte para animarme.
—¿Por qué no intentas ascender? —me arengaba—. En la policía puedes hacer muchas más cosas que patrullar.
—No quiero ser policía —le decía yo.
Mi carácter se agrió. Elena y yo cada vez reíamos menos y discutíamos más. Si la convivencia en sí ya era difícil, que uno de los dos fuera un frustrado de uniforme lo complicaba todo un poco más. Aun así, fuimos remando juntos contra corriente y en 1995 el ginecólogo me alegró la tarde: Elena estaba embarazada. Los nueve meses de embarazo fueron tiempo de relativa tregua entre nosotros. Le dedicábamos tantas horas a hablar del niño que apenas nos quedaban horas para discutir. Con el nacimiento de Óscar en mayo del 96, todo volvió a torcerse. Me sentí infeliz a más no poder. Infeliz en casa e infeliz en el trabajo… hasta que, a raíz de unos cambios, me adjudicaron como compañera de trabajo a Rocío, a quien los pantalones del uniforme le quedaban muy bien; encontraba en ella todo el morbo que echaba de menos en mi mujer. Rocío era una falsa rubia con la que compartía la nula vocación para trabajar en la Policía. Más adelante compartimos también cama y ducha en los muebles más distinguidos de la ciudad. Ambos estábamos casados con nuestras parejas de siempre y aquellas infidelidades llevadas a cabo en habitaciones sin ventanas nos suponían unos subidones de adrenalina que eran, francamente, de agradecer. Fantaseábamos con romper nuestros monótonos matrimonios para poder vernos cuando quisiéramos en nuestras propias casas. Un mediodía, en la bañera de un mueblé, hicimos un pacto: los dos romperíamos a la vez con nuestro pasado. Sellamos el pacto alzando nuestras copas de vino.
—Chinchín —dijo ella.
—Por nosotros.
A Rocío le costaba muy poco beber y a mí menos acompañarla. Lo cierto es que bebíamos mucho, incluso mientras patrullábamos.
La felicidad a escondidas con Rocío contrastaba con lo mal que iban las cosas con Elena. Me inventaba constantemente los horarios de trabajo para poder reunirme con Rocío. Elena desconfiaba. A mis espaldas, olía el cuello de mis camisas en busca de rastros de perfume ajeno. Aquello acabó desencadenando gritos, portazos y lágrimas.
Mi última escena en esa casa fue lamentable. Dos maletas abiertas de par en par sobre la cama de nuestra habitación que yo iba llenando con mi ropa a toda prisa, temeroso de que mi coraje repentino se diluyera con el paso de los minutos y me acabara echando atrás. Rocío me esperaba en su coche, aparcada en zona prohibida, amenizando la espera con música y el poco vodka que yo había dejado en la petaca. Esa noche, aprovechando que su marido estaba fuera de la ciudad, íbamos a dormir en su casa, en un dormitorio con ventanas, toda una novedad para nosotros. Óscar, en brazos de su madre, me miraba atónito. Por suerte, ni entendía nada ni su memoria iba a registrar la escena. Recuerdo que miró a su madre y, con su pequeño dedo índice, cerró el paso de la primera lágrima que Elena no pudo contener.
—¿Y qué pasa con tu hijo, Prats? —me preguntó Elena.
Por respuesta escupí unas palabras que no debería haber pronunciado jamás:
—Nunca quise ser padre. Paso del niño. Quiero otra vida y voy a por ella.
Miraba el fondo de mi copa casi vacía. El Boadas ya estaba a rebosar de clientes. «Paso del niño». No hay un solo día de mi vida que no desee poder viajar en el tiempo hasta esa triste noche de junio del 97 con el único fin de evitar decir «paso del niño». Ojalá Óscar no sepa nunca que solté aquellas malditas palabras.
Rocío no cumplió con su parte del pacto. Pocos días después de largarme de casa me instalé en el apartamento, en el que ella pasó más tardes que noches. Música, risas, alcohol, sexo y un tremendo vacío cuando se iba para regresar a su vida de casada. Ese era el diario de ruta de las tardes con Rocío, a quien le insistía cada vez que se vestía que dejara a su marido.
—¿Crees que tenemos futuro como pareja, Prats?
—Me conformo con el presente. Si no nos casamos, ni compartimos piso ni tenemos hijos, podemos ser muy felices.
Mi insistencia terminó por asustarla. Los síntomas de una inminente ruptura se hicieron evidentes en forma de excusas. Finalmente, un festivo de otoño en el que nos tocó patrullar, me confesó su intención de cambiar de vida: se largaba con su marido a un pueblecito de montaña, donde abrirían una casa rural. Aquella tarde en el coche patrulla le pedí por última vez que dejara a su marido, lo que no sirvió de nada.
—Siento no haber cumplido con mi parte del pacto —dijo Rocío—. Espero que no me guardes rencor por ello. Lo he pasado muy bien contigo, Prats, en todos los aspectos, pero ni te quiero tanto como tú a mí, ni te quiero tanto como sigo queriendo a mi marido. Lo nuestro ha terminado. Como policías y como amantes.
Desde la central se nos pedía que nos dirigiéramos a un bar donde un grupo de veinteañeros disfrazados de zombis se habían enzarzado en una pelea para celebrar Halloween a lo grande. Rocío iba al volante. Cogí el micrófono del equipo de radio para confirmarle a la central que nos dirigíamos hacia allí y activé la sirena.
—Te aseguro que no voy a echar en falta este trabajo, agente Prats —dijo Rocío mientras se saltaba el primer semáforo en rojo del trayecto.
Y colorín colorado, ella se largó y yo me quedé en la policía. La eché mucho de menos. Sin Rocío, la vida se hizo de pronto mucho más aburrida, aunque también más saludable. Dejé de beber tan a menudo e hice caso, con varios años de retraso, al consejo de Elena sobre intentar ascender en el Cuerpo. Sin ganas de relaciones de ningún tipo, me centré en el trabajo para ir ascendiendo hasta el rango de inspector.
Pagué la cuenta y me fui del Boadas. Había sido un acierto dejar la moto en casa porque, tras las tres bombas ingeridas, todas las líneas del pavimento me hubieran parecido discontinuas, las rectas curvas y los semáforos, árboles de navidad. En el taxi que me llevó a casa pensé en que valía la pena darle crédito a Damián y esperar a que consiguiera hacer entrar en razón a Elena. Era más cómodo pensar en positivo que hacerse mala sangre.
Caí rendido sobre la cama, la misma cama en la que, siete años atrás, Rocío y yo habíamos compartido tardes clandestinas. Por suerte, a mi cerebro no le quedaban ya más energías para seguir pensando, porque el despertador no iba a perdonar: al día siguiente, a las ocho en punto, me esperaban mis compañeros en la comisaría para seguir trabajando en el caso Solsona.