Dani Prats rumbo a Río
Mi colega y tocayo Dani Ramos frenó su coche a unos metros del portal. Llevaba semanas insistiendo en que quería enseñarme lo que allí se cocía. Frente al edificio, ubicado en el corazón de la Zona Franca, había una pequeña plaza provista de bancos, un par de columpios, tobogán y un pequeño pipí-can del que hacía uso un pequinés. En uno de los bancos orientados hacia el portal había tres chavales jóvenes con el culo en el respaldo y las bambas en el asiento.
—Fíjate en esos tres, Prats —me dijo Ramos—. Fingen estar perdiendo el tiempo en la plaza; son los vigías. Si hay problemas, llaman desde el móvil al piso. Si reciben la orden de no dejar subir a nadie, interceptan disimuladamente al que hacia allí se dirija y, caminando a su lado, le piden que vuelva en otro momento. Ya han reparado en nuestra presencia y no les debe de hacer mucha gracia.
Un Volkswagen negro de matrícula reciente aparcó en doble fila frente al edificio. Había tres ocupantes. Dani Ramos bajó el volumen de la radio por acto reflejo; no íbamos a ver mejor el Volkswagen por haber interrumpido el boletín informativo. El conductor, un tipo que lucía el inconfundible porte pijo que tanto abunda por el paseo de la Bonanova y alrededores, salió del coche y llamó al interfono. Le abrieron la puerta sin preguntarle quién era.
—Este no es un novato, ya ha estado aquí antes —dijo Ramos—. Los que vienen por primera vez dejan los cuatro intermitentes encendidos, pero luego, al salir, esos chavales del banco les piden que la próxima vez nada de intermitentes. No hay que llamar la atención.
El pijo del Volkswagen no tardó más de dos minutos en salir.
—Está todo muy organizado —me informó Ramos—. El piso está en la primera planta. Llamas a la puerta y se abre una pequeña ventanilla a través de la cual un tipo te pregunta cuánto quieres. Le das la pasta y, al acto, él te entrega la coca. Narcóticos controla cerca de treinta y cinco pisos como este en Barcelona. Nos pagan una generosa comisión y hacemos la vista gorda. Pero a estos se les va a acabar pronto el chollo.
—¿Qué ha pasado? —pregunté—. ¿No nos resultan lo suficientemente rentables?
—Todo lo contrario, Prats: tienen más visitas que la Sagrada Familia; solo les falta salir en las guías turísticas.
—Si la visita de turistas a la ciudad sigue aumentando, o me mudo a un pueblo o me suicido.
—Al tío que está al mando del piso, un camello de poca monta, se le han subido los humos y quiere reducirnos la comisión. A los compañeros de Narcóticos que llevan la negociación se les han hinchado las pelotas y en breve se la van a liar; le desmantelarán el negocio y le caerán unos buenos años en la sombra.
—Vienen a vernos —advertí.
Dos de los vigías venían hacia el coche con andares chulescos. El trato entre la policía y los camellos era que ellos nos untaban con buenas comisiones y nosotros hacíamos la vista gorda y no aparecíamos por allí. Pese a que el trato se iba a acabar en breve por decisión unilateral, aquella tarde en la que Ramos me ponía al día del asunto el acuerdo seguía en pie y no procedía que dos polis anduvieran husmeando por la plaza.
—Nada de placas, Prats —me dijo Ramos—. Mostramos pistola antes que placa.
Soy poco dado a la violencia, pese a que tengo un trabajo absolutamente relacionado con ella. Ramos, en cambio, se manejaba muy bien cuando la tensión aumentaba. Se le habían abierto varios expedientes de todo tipo, estaba en el punto de mira de muchos superiores y vivía al borde de la expulsión del Cuerpo. Innumerables las veces que tuve que mentir a jueces y polígrafos para salvarle el pellejo. Al principio costaba más, pero poco a poco, juicio a juicio, aprendí a mentir mejor. El problema era que, por culpa de Ramos, varios compañeros sufríamos un severo marcaje de las comadrejas de Asuntos Internos, deseosas de que alguno de nosotros cayera en la delación. Que los negocios sucios de Ramos me estuvieran causando problemas constantemente me había hecho sopesar, no pocas veces, la posibilidad de solicitarles a mis superiores el traslado a otra comisaría, pero al final siempre acababa echándome atrás porque, a pesar de todo, el concepto que tenía de Dani Ramos era el de un buen tipo con el que me gustaba trabajar.
Uno de los vigías se agachó para ver la cara de Ramos. Mi compañero bajó la luna, mostrándole la cabeza rapada y su cuidada perilla. La cara de Ramos era el reflejo de un alma sin miedo a casi nada.
—¿Algún problema con el coche? —le preguntó el chaval.
El otro vigía se puso delante del vehículo con los brazos cruzados. Venían a intimidarnos, y no se les daba mal. Sabían poner cara de duros. El que estaba junto a la ventanilla tenía una calavera tatuada en el cuello.
—¿Acaso sois mecánicos? —le preguntó Ramos.
—¿Sois de la pasma? —preguntó el chaval, que por la seguridad mostrada por Ramos dedujo enseguida que, o bien éramos policías, o bien todo lo contrario, y cualquiera de las dos opciones le preocupaba.
—Mira, niño —le dijo Ramos—, o tú y tu novio marica os alejáis ahora mismo de mi coche, o nos obligaréis a bajar para daros una paliza, y tú, por ser más imbécil, te vendrás con nosotros a dar una vuelta. Solo llevo un cadáver en el maletero, aún hay espacio para ti.
—Solo veníamos a preocuparnos por el coche.
El chico le hizo una señal a su compinche y volvieron sobre sus pasos hasta la plaza. Desde allí, con las miradas puestas en nuestro coche, el que se había quedado en el banco llamó desde el móvil al piso para advertir de nuestra presencia.
—¿Llegaré puntual a mis clases de francés o tienes intención de meterme en una pelea con estos desgraciados? —le pregunté a Ramos.
—Por el tiempo que me llevaría romperles la boca a los tres, te aseguro que llegarías a Francés con bastante antelación.
Por suerte, Ramos no tenía más intención que enseñarme aquel tinglado, y a las cinco en punto, con la carpeta bajo el brazo, subía las escaleras del viejo edificio que albergaba la Escuela Oficial de Idiomas para asistir a una clase más de primero de Francés. Gracias a la flexibilidad horaria de mi trabajo, acudía a casi todas las clases con los deberes hechos. Me había metido muy en serio en el papel de estudiante aplicado y notaba que estaba avanzando. Ya leía sin demasiados problemas novelas para principiantes. El ambiente en clase era muy agradable. Si vuelvo a nacer, sin duda quiero ser profesor de Francés en la Escuela Oficial, porque, a diferencia de lo que ocurre en los institutos, los profesores de la Escuela Oficial tienen ante sí a un grupo de alumnos dispuestos a asimilar lo antes posible todos los conceptos que ellos enseñan.
—Très bien, Prats —me dijo la profesora al entregarme mi última redacción.
Miré las correcciones de la profesora para tomar nota de mis errores a la vez que me preguntaba por qué a todos los alumnos de la clase les llamaba por su nombre de pila y se dirigía a mí por el apellido. Desde luego, he de tener cara de Prats.
Fue casi al final de la clase cuando mi móvil me avisó de la recepción de un sms. Era el inspector jefe Varona, mi jefe, y me quería ver en comisaría lo antes posible. Respondí con un escueto OK y volví a centrarme en la clase. La profesora había organizado un juego en el que cada uno de nosotros escogía una profesión y el resto de la clase tenía que formularle preguntas en francés con la finalidad de averiguar de qué oficio se trataba. Yo había elegido la profesión de bombero, que en francés se dice pompier.
Tras la clase de francés fui directo a comisaría. En el despacho de Varona solo estaba David Molinos, la peculiar señorita Monneypenny de Varona. Molinos era la antítesis de Ramos. Tenía cara de buena persona y, además, resultaba serlo. Rubio, bastante alto, lucía las camisas mejor planchadas de la ciudad, afeitado apurado, peinado con raya perfecta a un lado y gafas redondas que le daban cierto aire a profesor universitario de los años sesenta. No estaba casado ni se le conocía relación alguna. Por comisaría se sospechaba que era maricón, y que si en lugar de trabajar en la poli lo hiciera en cualquier otro sitio ya habría salido del armario, pero en un ambiente como el de la comisaría se la jugaba a ser objeto de todo tipo de bromas y chistes, algunos con más gusto que otros. Ramos y yo habíamos dicho de seguirle alguna noche con el fin de disipar la duda de hacia dónde apuntaba la brújula sexual de David Molinos.
Varona, Molinos, Ramos y yo trabajábamos en equipo. Varona mandaba y decidía. Su rango era el de inspector jefe, pero nos dirigíamos a él como capitán, que era más cómodo. Yo ostentaba el rango de inspector. Era el número dos de a bordo. Me encargaba de que las órdenes de Varona fueran llevadas a cabo y de tomar las decisiones que fueran necesarias si el capitán estaba ausente. Ramos y Molinos eran subinspectores. Nuestro esquema de trabajo era muy simple: ante cualquier investigación, Varona y Molinos trabajaban desde comisaría, y Ramos y yo bajábamos a las aceras para realizar el trabajo sucio. Varona era un jefe exigente, un poli de raza que se encerraba en su trabajo de manera obsesiva como única terapia efectiva para superar la muerte de su mujer, fallecida en un accidente de tráfico causado por un camionero que casi reventó el alcoholímetro de un soplido. Los sanitarios se las tuvieron que ingeniar para desencajar las tres partes del cuerpo de la mujer de Varona de entre la chatarra del vehículo destrozado. Varona no se propuso nunca encontrar a otra mujer que ocupara el irreemplazable lugar de la madre de sus dos hijas, a las que crio con la inestimable ayuda de su cuñada.
—El capitán no está —me dijo Molinos sin apartar los ojos del informe que estaba redactando en su ordenador.
—Me ha citado de urgencia.
—Hace cinco minutos estaba aquí —dijo a la vez que tecleaba—. Está en la cafetería contestando a unas preguntas para una radio local. No tardará en subir.
—¿Sabes de qué se trata? —le pregunté.
—Mejor que te lo cuente él…
—Por el tono en que lo dices se intuye que no es un ascenso. Dime qué sabes —le pedí. Él sabía prácticamente lo mismo que sabía Varona.
Mi compañero dejó de redactar, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Molinos se pasaba muchas horas delante del ordenador. Tener como sombra a un jefe tan exigente y perfeccionista como Varona debía de ser extenuante, aunque el bueno de Molinos aparentaba llevarlo muy bien.
—Te vas a Río de Janeiro, Prats.
—¿A Río? —pregunté con la más absoluta estupefacción.
—La policía de Río ha encontrado un muerto español y Varona quiere que vueles a Río. Creo que sales mañana. De madrugada.
—¿Qué pasa aquí? En los catorce años que llevo en el Cuerpo no he trabajado en ningún caso a más de cien kilómetros de Barcelona y ahora quieren que vaya a Brasil… No entiendo nada.
—Me gusta que seas puntual, Prats —dijo Varona, entrando en el despacho—. Siéntate.
No era un tipo muy alto, pero estaba cuadrado, consecuencia de aplicar en el gimnasio la misma disciplina que en el trabajo. Pelo corto peinado hacia atrás, bigote grueso a lo Stalin y ojos marrones capaces de penetrar pupilas ajenas cuando miraban fijamente. Poco dado a sonreír. Hablaba lo justo. Su voz grave recordaba a las de los dobladores de galanes en blanco y negro.
—¿Todo bien, Prats? —me preguntó, mirándome fijamente.
Antes de que me explicara nada, comprendí que no me iba a quedar otro remedio que viajar a Brasil.
Nunca entenderé el encanto que tanta gente ve en esa estampa tan cinematográfica del policía bebiendo solo en una barra de bar. La madrugada del 26 de noviembre de 2004 yo era el protagonista de esa escena. La barra era la de un bar situado en la terminal de vuelos internacionales del Aeropuerto de Barcelona. Había llegado al aeropuerto con la antelación suficiente para emborracharme y poder pasarme la mayor parte de las horas que iba a permanecer encerrado en un avión durmiendo la mona. Mi viaje corría a cuenta del Ministerio del Interior, y los muy cerdos habían tirado de oferta: en lugar de buscarme un avión que me llevara directamente de Barcelona a Río de Janeiro, me embarcaron en una nave de Alitalia que me llevaría hasta Roma, donde embarcaría en otro avión de la misma compañía con destino a Río.
No me apetecía nada hacer ese viaje. Silvia me había propuesto que fuera a su casa el sábado por la noche a ver un clásico del cine de terror y me parecía un plan mucho mejor que el de volar hacia Brasil cual recadero a buscar un muerto español, que era toda la misión que se me había encomendado. Me sentía como un correveidile por aceptar ese encargo, aunque era lógico que me lo hubieran pedido a mí. Mi manera de ir subiendo peldaños en el Cuerpo había consistido en decir que sí a todo. Nunca me quejé de nada. Acaté sistemáticamente la mayor injusticia con la mejor sonrisa. Mis superiores me lo valoraron y, confundiendo mi miedo al enfrentamiento con lealtad al Cuerpo, me premiaron con ascensos y continuas muestras de confianza. A cambio, pagaba el precio de ser quien se comía los marrones que nadie se quería comer.
—Llamad a Prats, él nunca dice que no —debía de ser la frase más usada en los despachos de las altas instancias.
«Último aviso para los pasajeros del vuelo Alitalia AZ70 con destino a Roma. Por favor, embarquen por la puerta cuarenta y seis».
La voz de la megafonía soltó el discurso luego en inglés y, finalmente, en italiano. Apuré mi cuarto whisky, cogí mi mochila, me cagué en todo y fui hasta la puerta cuarenta y seis. Llevaba un buen pedal.
—Buona sera —le dije a la azafata primero y luego a todos los pasajeros que estaban sentados junto al pasillo.
Me dormí mientras la azafata explicaba qué hacer en caso de aterrizaje forzoso. Esas explicaciones no servían de nada. De perder los pilotos el control del avión, ya fuera por un error mecánico o porque se lo arrebataran cuatro majaras en nombre de una religión, lo único que haríamos los pasajeros sería gritar mucho todos juntos hasta que la muerte nos callara.
Me despertó una mano posada en mi hombro. Era la azafata italiana, que con un dominio del español que muchos españoles quisieran para sí, me informó de que habíamos llegado a Roma. Con una resaca de tres pares de huevos pasé por el detector de metales, caminé como un zombi siguiendo los letreros del Aeropuerto de Fiumicino hasta dar con la puerta B1, por la que embarqué sin más tiempo que para tomar un café.
Había intentado que delegaran la misión en otro compañero, pero el capitán Varona no me dio alternativa:
—Eres el más apropiado para llevar a cabo este trabajo, Prats —me dijo—. Tienes don de gentes y un nivel cultural por encima de la media del Cuerpo. Hay pocos polis que pasen por la facultad. Nos darás buena imagen ante la poli de Río. Lo que allí te espera es muy fácil: han encontrado un muerto español, un tipo que es de Barcelona. Hay indicios de que el asesino o los asesinos sean españoles y estén ahora en España. Tú no tienes que preocuparte de mucho, solo de no perder ningún avión. La poli de Río te irá a buscar al aeropuerto, dicen que te encontrarán y también que, bajo ningún concepto, abandones el aeropuerto sin ellos. En Río de Janeiro, un turista blanco perdido en según qué barrios puede acabar muy mal. Ya sabes que allí solo eres observador, no puedes llevar arma. ¿Un café?
—No, gracias.
Varona prosiguió:
—La policía de Río te pondrá al día de la investigación. Tú estarás en Río solo los días necesarios, que serán tres o cuatro, no más. Mientras estés allí, el Consulado de España contactará contigo. Se tiene que repatriar el cadáver, y nuestro hombre en Brasil, o sea tú, se encargará de ello. ¿Alguna pregunta, Prats?
Negué con la cabeza.
David Molinos me entregó un sobre cerrado de tamaño DIN A4 con el membrete del Cuerpo en la esquina inferior derecha. Lo sopesé. Molinos me detalló lo que contenía:
—Aquí tienes una copia del expediente: la identidad del cadáver, edad, domicilio en Barcelona, trabajos realizados, su fotografía… También están los billetes de avión y una Visa con dinero suficiente. Pide factura de todo cuanto gastes, Interior nos las pedirá. Firma aquí.
La copia del expediente de investigación la vi por primera vez mientras sobrevolaba el Pacífico en mi asiento de clase turista. Bajé la bandeja del asiento delantero para poder colocar los papeles. Estaba sentado junto al pasillo y le había caído en gracia a la azafata italiana, Claudia, que me trajo tantos cafés como le pedí. A mi lado tenía a unos recién casados que no se soltaron la mano en todo el vuelo.
—Grazie, Claudia.
—Prego —contestó ella, dejando el vasito de mi cuarto café sobre la bandeja, junto al expediente de aquel tipo que sonreía en la foto y que en la vida real ya estaba caput.
Álex Solsona Turón. Nacido en Barcelona el 4 de abril de 1962. Tenía mi edad, pero a él le habían dado matarile a los cuarenta y dos. El nombre del padre y de la madre me los salté. El nombre de las empresas donde había trabajado tampoco me interesaba. Al menos, de momento. Lo que sí me llamó la atención era que duraba bastante poco en una misma empresa. Donde más duró estuvo dos años. No tenía antecedentes de ningún tipo y, según el padrón, llevaba toda la vida viviendo en la misma casa. Nunca hay que fiarse demasiado del padrón; la gente se cambia a menudo de barrio y sigue empadronada en otro. Carné de conducir. Ex waterpolista federado. Ninguna posesión a su nombre. Voló a Brasil cinco meses antes de su muerte.
¿Un pequeño bache en mitad del cielo? Turbulencias. El comandante, por megafonía, se dirigió a los pasajeros en italiano. Se encendieron las luces que imponían abrocharse el cinturón. Todo el mundo obedeció. Claudia, educadamente, me pidió que plegara la bandeja. Puse los papeles sobre mis rodillas, me acabé el café de un sorbo y le entregué a Claudia el vaso vacío. Grazie. Prego.
La nave sobrevivió a las turbulencias y aterrizó en Río de Janeiro a la hora prevista. Conecté el móvil nada más cruzar el finger. Tenía un sms de mi operadora telefónica deseándome una feliz estancia en Brasil, recordándome además el prefijo que tenía que marcar para llamar a España. Bueno… al menos alguien ya sabía que había llegado a Brasil.
Le tocaba mover ficha a la policía de Río. Según dijo el capitán Varona, ellos me encontrarían en el aeropuerto. Mientras supuse que alguien me andaba buscando, hice lo mismo que el resto de pasajeros: presenté mi pasaporte, hice cola con el resto de los pasajeros en el arco de seguridad y, finalmente, me dirigí a la cinta mecánica por donde debía aparecer el equipaje del avión. Todas las maletas transportadas por la cinta tenían una característica en común: ninguna era la mía. Me dirigía furioso hacia el mostrador de Alitalia cuando, a pocos metros de la cinta junto a la cual me habían entrado ganas de matar a alguien, me fijé en un tipo mulato. Vestía con traje de verano, llevaba gafas de montura negra y se reflejaba en su cara que no había dormido las ocho horas que los talibanes de la salud suelen aconsejar. Llevaba un cartel en la mano: «Mr. Prats». Estaba en una zona de paso restringido a la que solo podían acceder los pasajeros que acabábamos de aterrizar y personal autorizado.
—Buenos días —le dije—. Me llamo Prats.
—¿De la policía de Barcelona? —me preguntó.
Saqué mi placa como respuesta. Él me enseñó la suya. Nos estrechamos las manos y se presentó: era Charly Cavaleiro, el chico para todo de la comisaría, chico de más de cincuenta años, y aunque oficialmente era solo fotógrafo, también ayudaba a su amigo y valedor, el inspector Lucas Bastos, encargándose de cualquier trabajito que surgiera, como el de ir a buscar a un policía español al aeropuerto un sábado por la mañana con una resaca considerable a cuestas. Como más tarde me enteraría, la joven detective de Narcóticos había caído rendida a los encantos de aquel donjuán mulato.
—¿Lleva toda su ropa en esa mochila, Prats? —me preguntó Cavaleiro.
—Me temo que Alitalia ha perdido mi maleta.
Cavaleiro me acompañó hasta el mostrador de Alitalia, donde una brasileña recién salida de la facultad consultaba mis datos en el ordenador.
—Usted ha viajado de Barcelona a Roma y de Roma a Río.
—Gracias, eso lo tengo claro —le dije, irónico—. Lo que necesito saber es dónde está mi maleta.
Mientras ella hacía gestiones telefónicas y consultaba su ordenador, tuve que rellenar un impreso. Mis datos personales, la descripción y el contenido de mi maleta y la dirección del hotel en el que iba a hospedarme. Las palabras con las que la chica intentó relativizar la gravedad de la situación, en lugar de tranquilizarme, me crisparon:
—Su maleta no se ha perdido, señor Prats, está en el vientre de algún avión o en algún aeropuerto del mundo. Lleva un código de barras que contiene su identidad. Daremos con ella.
Charly apuntó un número de teléfono en un pedazo de papel y se lo entregó a la chica, pidiéndole que llamara a ese número en cuanto se supiera algo de mi equipaje. Si se daba el caso, la policía carioca se encargaría de que llegara a mis manos.
—¿No lleva nada para cambiarse en esa mochila? —me preguntó Cavaleiro mientras caminábamos por el inmenso aparcamiento del aeropuerto.
—Sí: unas gafas de sol.
—En Carnaval serían más que suficiente…
Me pidió que no bajara la ventanilla. El coche tenía aire acondicionado y los cristales eran antibalas. Íbamos a pasar cerca de algunas favelas donde campaban a sus anchas niños de doce años que a tan pronta edad ya eran auténticos tiradores de élite. En ciertas zonas de Río de Janeiro, un policía no entra si no es en compañía de los militares.
—Bienvenido a una de las ciudades más violentas del mundo, Prats.
Muere más gente en Río por armas de fuego en un año de los que murieron en las guerras de Irak o en el cada vez más lejano conflicto de los Balcanes. Las bandas de narcotraficantes dominan varios barrios. Es muy hipócrita lamentar su existencia cuando hemos sido nosotros, todos los que formamos el llamado primer mundo, quienes les hemos creado. Los pobres nos importan una mierda, para qué vamos a engañarnos. En Río hay pobres que se resignan y otros que aprenden a disparar para ganarse la vida. Crúzate en su camino y estás muerto. Es el elevado impuesto que pagas por tu indiferencia.
Charly me habló vagamente de algunos aspectos de la vida en Río. Solo me dio un consejo: no perderme.
—Esta ciudad no es ninguna broma, inspector.
Me dejó en el hotel para que pudiera descansar tras tantas horas de vuelo. El hotel no era gran cosa, un tres estrellas al que le sobraban dos. La 302, mi habitación, tenía vistas a un andamio que ocultaba hasta tres plantas del edificio en obras que se levantaba en la acera de enfrente. Pequeños pormenores; yo me adapto a cualquier cama, la habitación olía a limpio y había televisor, con lo que me pareció todo más que perfecto.
Quedé con Charly en que pasaría a buscarme a las cinco de la tarde. Me tumbé sobre la cama y cerré los ojos. A los pocos minutos vi claro que no iba a poder dormir y, en lugar de quedarme a dar más vueltas en la cama, bajé al bar del hotel, que era francamente sencillo. Me tomé un café y le pregunté al camarero dónde podía comprar un cepillo de dientes, pasta de dientes, un par de calzoncillos, unos cuantos calcetines y un par de camisas a buen precio. Con la Visa de Interior en la cartera, me fui de compras por la ciudad más violenta del mundo a unos grandes almacenes situados a solo tres manzanas del hotel.
Al regresar al hotel con la compra, el conserje me informó de que me había llamado un tal Cervantes. Me dio un papel con el número de teléfono que aquel tipo le había dado. Adiviné de quién se trataba antes de llamar: el burócrata del Consulado que se encargaría de tramitar la repatriación del cadáver de Álex Solsona. Al subir a mi habitación le llamé y, en una breve charla, quedamos en vernos dos días después, o sea lunes, a las nueve de la mañana en el vestíbulo del hotel.
Tras hablar con Cervantes consideré llamar a Silvia, pero reparé en que en Barcelona eran las cuatro de la tarde y, muy probablemente, Silvia estaría durmiendo en el sofá, tapada con una manta y con la tele encendida, así que decliné hacerlo. De nuevo intenté dormir, y de nuevo me quedé en el intento. Puse la MTV. Tardé tres videoclips en apagar la tele y decidí salir a dar una vuelta por las calles cercanas al hotel. Entré en un fast food y me comí una hamburguesa que no sació toda mi hambre, así que pedí otra, que sí me dejó lleno, y tras la segunda hamburguesa, dos cafés. Llevaba muchos años sin salir de Barcelona, y al pasear por calles desconocidas me invadía una sensación extraña: sentía que todo lo hacía de forma más lenta; más lento al hablar, al escuchar, al caminar, al decidir.
A las cinco y diez, Cavaleiro entró en el vestíbulo del hotel. Me encontró sentado en un sofá al lado de un turista alemán entrado en años y en kilos que tenía todo el aspecto de haber venido a Río en busca de carne mulata.
Seguí a Cavaleiro por la comisaría de Río con la pertinente acreditación colgando del cuello. Era sábado y había poca gente en la inmensa sala diáfana llena de mesas, monitores e impresoras. Los polis no tenemos horarios; ese es el argumento que esgrimimos cuando alguien nos recrimina que trabajamos poco. Cruzamos la sala y nos adentramos en un pasillo flanqueado por puertas de cristal rugoso, del que permite como mucho distinguir la silueta deformada de alguien al otro lado. A una de esas puertas Cavaleiro llamó con el puño y abrió sin esperar respuesta. Se hizo a un lado para dejarme pasar.
El inspector Lucas Bastos, mi homólogo en Río, estaba trabajando en su ordenador. Su impresora estaba funcionando. El bronceado de uva del inspector me hizo sentir como si estuviera en un capítulo de Corrupción en Miami. Se levantó, nos presentamos y me ofreció un café que rechacé. Cavaleiro y yo tomamos asiento.
—¿No ha conquistado a ninguna mujer desde el aeropuerto a aquí? —me preguntó Bastos, señalando a su amigo Charly.
—No que yo sepa.
—El amigo Charly es todo un mito en la noche de Río. Y, últimamente, por el día también.
—Solo quiero vivir la vida —me dijo Cavaleiro, encogiéndose de hombros.
—Al lado de chicas veinte años más jóvenes que tú —le dijo Bastos.
—Siempre me han gustado las de treinta. Me gustaban cuando tenía doce y me gustan ahora que tengo cincuenta y cuatro.
Fue un primer contacto simpático. Mantuvimos una charla informal a lo largo de casi media hora. Hablamos sobre la comida de los aviones, de mi maleta en paradero desconocido, de la noche anterior de Charly en casa de una joven detective de Narcóticos llamada Nancy, de mi hotel, del calor y de otros temas intrascendentes.
La vibración del móvil de Bastos puso fin a la conversación. Le llamaba Hortensia Alegría, ayudante del doctor Machado. El partido de fútbol que había estado viendo entre el São Paulo y el Flamengo había acabado sin goles, todo un suceso en Brasil, y el doctor se dirigía a la clínica para reunirse con nosotros.
Nos desplazamos en el coche de Cavaleiro. En el corto trayecto hasta la clínica forense, durante el cual no vi a través de la ventanilla ninguna de las imágenes que a uno le vienen a la cabeza cuando piensa en Río —Ipanema, el Pan de Azúcar, el teleférico en el que casi la palma James Bond en Moonraker—, Bastos me pidió que le contara lo que sabía del caso. Saqué de mi mochila el expediente para adornar con fechas exactas todo lo que sabíamos en Barcelona.
—Veo que ha hecho los deberes —dijo Bastos—. Se agradece. Nos va a ahorrar mucho tiempo, Prats.
Coincidimos con el doctor Machado en la escalinata de la entrada principal. Quedé impresionado con la presencia de aquel pedazo de negro de casi dos metros y anchas espaldas. Llevaba una camiseta blanca muy ceñida a su corpulencia y pantalones de pinzas color verde oscuro. El doctor y yo fuimos presentados en el vestíbulo. Le pidió al guardia de la recepción que no nos hiciera acreditar. Este no puso reparo alguno; al fin y al cabo quien se lo pedía era el director de la clínica. Antes de entrar en su despacho, Machado me preguntó si me gustaba el fútbol.
—Sigo los mundiales —dije—. Soy seguidor de la selección italiana. Me gusta el catennaccio.
—Los italianos tienen suerte. Suerte y grandes porteros.
—Y por si fuera poco, Florencia —dije.
El doctor Machado fue a su despacho a ponerse su bata blanca de doctor, que llevaba con los botones desabrochados. Caminé a su lado por los pasillos de aquel vetusto edificio mientras Machado me seguía hablando de fútbol. A nuestras espaldas, Cavaleiro y Bastos se miraban, compadeciéndome en silencio por el rollo que Machado me estaba largando sobre la crisis sempiterna de los guardametas brasileños.
Bajamos en fila por las estrechas escaleras. Machado empujó la puerta metálica que daba a la sala de autopsias y esperó a que entráramos los tres para cerrarla. La doctora Alegría —menudo contraste entre apellido y profesión— buscaba algo en un armario. En el centro de la sala, una vez más bajo los focos, el cadáver de Álex Solsona, cubierto por una sábana.
Machado se colocó a la izquierda de su ayudante, quedando los polis a un lado de la mesa y los galenos al otro. Los pies de Solsona sobresalían por debajo de la sábana con los dedos señalando al suelo. Lo habían colocado boca abajo. Del pulgar de su pie derecho colgaba cual ahorcado la etiqueta identificativa.
Bastos, como siempre que entraba en la sala de autopsias, se flagelaba pensando que su vida hubiera sido mejor de no haber abandonado la carrera y poder haberse dedicado a la medicina forense, como su admirado Marcelo Machado. Cavaleiro pensaba en su nueva conquista. Yo trataba de imaginar por qué el cadáver de Solsona estaba boca abajo. La respuesta la obtuve tan pronto como Machado retiró la sábana del cadáver. Querían mostrarme los tatuajes de su espalda.
El doctor Machado, experto en fútbol, sí, pero mucho más experto en medicina forense, me contó lo que se había deducido tras practicarle la autopsia al cadáver de Solsona: fue golpeado por varias personas que pegaban fuerte y sabían hacer daño. Le hicieron tragar dieciséis monedas, una de las cuales era española, concretamente una de dos euros, lo que parecía indicar que quienes le mataron no eran delincuentes comunes de la ciudad, sino residentes en España que habían viajado hasta Río para ajustar cuentas pendientes.
Una melodía de móvil interrumpió la explicación del doctor. Era el mío. Pedí disculpas y cogí el teléfono para leer en el visualizador el nombre de quien me estaba llamando en tan inoportuno momento. Era Silvia.
—¿Les importa que conteste? Es una llamada importante.
No pusieron ningún reparo. La doctora Alegría me acompañó a un despacho contiguo para que pudiera hablar con intimidad. Cerró la puerta al salir.
—Hola —contesté, mientras leía el nombre de Hortensia Alegría en un diploma de la Facultad de Medicina de Brasilia que había colgado en la pared.
—¿Cómo va todo, Prats? —me preguntó Silvia.
—Regular. Acabo de ver un muerto y tengo seis pares de calzoncillos dando la vuelta al mundo, pero los polis de aquí son muy simpáticos, el hotel está limpio y aún no me han disparado, que en Río de Janeiro ya es tener suerte.
—¿Qué tal es la ciudad?
—Solo he visto el aeropuerto, el hotel, un restaurante de comida rápida, unos grandes almacenes, la comisaría y una clínica forense, que es donde estoy ahora.
Entendió que estaba ocupado y me propuso que habláramos en otro momento. Me hizo ilusión aquella llamada de Silvia. La echaría de menos ese sábado por la noche viendo la tele en mi solitaria 302. Su piso de Barcelona, sin fotos de familia enmarcadas ni niños correteando en pijama, era mucho más acogedor. Pensé por un segundo que igual valdría la pena hacer el esfuerzo de enamorarme de ella. Sin duda, una reflexión achacable a los devastadores efectos del jet lag. Qué disparate… enamorarme a los cuarenta y dos tras mis borrascosas experiencias en los dominios del corazón. En fin, que ese no era momento ni lugar para pensar en ello; estaba en el despacho de Hortensia Alegría y había dos polis, dos médicos y un muerto esperándome en la sala de autopsias.
—Disculpen la espera —dije al volver a la sala con el móvil desconectado para evitar más interrupciones.
Cuatro tatuajes en la espalda del cadáver. En la clavícula izquierda, un nombre de mujer: «Lola». Un poco más abajo, sobre el omoplato, el escudo y el nombre de una entidad deportiva: «Club Natació Catalunya». En el centro de su ancha espalda lucía el tatuaje más grande, que era otro nombre de mujer, «Cassandra», escrito con grandes minúsculas de color negro. Un poco más arriba de la primera letra de «Cassandra» se leía lo que parecía una declaración de raíces: «Vallcarca Power». Señalando la palabra «Catalunya», Machado me dijo que dedujeron la nacionalidad del cadáver al ver ese tatuaje.
—¿Qué es Catalunya? —preguntó Bastos.
—Buena pregunta —respondí—. Hay respuestas para todos los gustos.
Les expliqué lo que yo creía leer en esa espalda. Dos nombres de mujer, uno de ellos bastante habitual, Lola, un diminutivo que favorecía mucho más que el nombre del que procedía. Cassandra no era un nombre habitual en España, pero no se me ocurría que fuera otra cosa que un nombre de mujer. El Club Natació Catalunya, un club de natación, lo que cuadraba perfectamente con su condición de exfederado de la española de natación. Y aquella ocurrencia de Vallcarca Power parecía indicar el orgullo de ser de barrio, del barrio de Vallcarca, bastante cercano a las instalaciones del Catalunya.
Sonó otro móvil. Era el de Cavaleiro.
—¿Alguna veinteañera con el corazón roto, Charly? —preguntó Machado.
Tras una breve conversación en la que Cavaleiro asintió a todo lo que le dijeron, colgó el móvil y se dirigió a mí:
—Buenas noticias, Prats: Alitalia ha localizado su maleta. Está en Singapur. La enviarán a Río de Janeiro y nos avisarán en cuanto llegue.
—¿Y dónde están las buenas noticias en eso? —pregunté.
Tras no más de tres segundos de silencio, Machado dejó de contenerse y rompió a reír. El negro les contagió la risa a Bastos, Charly y Hortensia. Yo fui el último en reír, y mi risa era forzada. O no tenía el mismo sentido del humor que ellos o el jet lag hacía estragos en mí y yo sin enterarme.
—Estamos en un edificio lleno de gente asesinada, Prats —me dijo Machado mientras se secaba las lágrimas provocadas por la risa—. Lo que en el aeropuerto le habrá parecido una tragedia, comparado con esto de aquí —señaló a Solsona— no llega ni a la categoría de anécdota.
—Visto así… —dije.
—Me parece que este fiambre ya no tiene nada más que contarnos —dijo Bastos—. ¿Qué os parece si lo guardamos de nuevo en la nevera y nos tomamos una copa? Invito yo.
Me llevaron al bar de César Ferreira, que abría todos los días del año. Nos sentamos en la barra, formando un semicírculo con los taburetes. Lo que me apetecía era un café, pero todos se arrancaron por el whisky con hielo y yo no iba a ser menos. Departí con la doctora Alegría, que me contó que algunos años atrás había estado en la Universidad de Barcelona no recuerdo bien por qué. César Ferreira comentaba el partido del Flamengo con el Doctor Machado mientras en la conversación de al lado Lucas Bastos le preguntaba a su amigo y compañero Charly Cavaleiro sobre la detective de Narcóticos que siguió durmiendo en su cama mientras él se levantaba maldiciendo el encargo de irme a buscar al aeropuerto un sábado por la mañana. El móvil de Bastos vibró sobre la barra. Miró extrañado la pantalla: no conocía el número desde el que le llamaban. Se apartó unos metros del grupo para oír mejor a su interlocutor. Consultó su reloj durante la breve conversación mantenida. Luego colgó y no volvió a tomar asiento.
—Charly, nos tenemos que ir —dijo Bastos—. Es Fernando Linda: Cristina Vidal quiere hablar con nosotros.
Me explicó de quién se trataba y me propuso que les acompañara. Bastos creyó que mi presencia en el interrogatorio podría ser de ayuda si la que decía ser novia de Solsona mencionaba algún aspecto de la vida de este en Barcelona. Lógicamente, acepté acompañarles.
Circulábamos con el coche de Charly por una zona residencial donde se levantaban mansiones y chalés al alcance de muy pocos bolsillos en el mundo. Bastos me puso al día sobre el primer contacto con Cristina Vidal, la niña bien que había identificado el cadáver de Álex Solsona.
—Aquel día estaba destrozada. Se desmayó —me contó Bastos—. Quien hablaba por ella era el pedante de su abogado, Linda, a quien ahora va a conocer.
—Será un placer —dije.
—No será ningún placer, Prats —repuso Bastos—. Es un imbécil integral.
Antes de que se abriera la gran verja de hierro, apareció al otro lado de esta un utilitario negro del que salieron cuatro vigilantes de uniforme armados con rifles. Su uniforme consistía en un polo negro de manga corta bajo chaleco antibalas, pantalones negros y botas militares. Eran muy corpulentos. Esos tíos habían dejado de servir al ejército, donde ostentaban el rango de soldados de élite, para ponerse al servicio de una de las fortunas más grandes del país. Dos de ellos se acercaron al coche con sus rifles apuntando a Bastos y a Charly. Detrás del coche se había colocado otro, que a saber de dónde había salido. Tenía mi nuca en su punto de mira. Otro vigilante se acercó a la ventanilla del conductor. Charly le explicó quiénes éramos y a qué veníamos.
—Pasad y dejad el coche al lado del nuestro.
Charly, siendo apuntado en todo momento, siguió las instrucciones. Puso la primera y avanzó lentamente hasta detener el vehículo junto al utilitario negro de los vigilantes. Detrás del coche caminaba el vigilante que no dejaba de apuntarme. La verja se cerró detrás de él. Nos hicieron salir del coche y poner las manos sobre el capó. Nos cachearon sin dejar de apuntarnos ni un solo segundo. Era la primera vez en mi vida que alguien me encañonaba tras catorce años de carrera en la policía. A Bastos le sacaron el arma. A Charly Cavaleiro también. Charly, legalmente, no podía llevar arma, pero si vives en Río una pistolita nunca está de más. El cacheo incluyó un par de palmeos en la bolsa de los huevos. Eran minuciosos los muy maricones.
—Dame la mochila —me ordenó un vigilante.
Me giré hacia él y hasta cuatro cañones viraron hacia mí. Le entregué la mochila y me pidió que volviera a girarme y a poner las manos en el capó.
—No voy armado —repliqué.
—No te lo repetiré —dijo, señalándome a la cara con el dedo.
Dada la hostilidad de tan desmesurado recibimiento, hice gala de buen criterio y puse de nuevo las manos sobre el capó, entre las de mis dos colegas brasileños.
—Es mejor no cabrearles, Prats —me susurró Bastos—. Aquí nos pueden coser a tiros y ni siquiera se abre una investigación. Los dueños del país son los millonarios, no el gobierno.
Después de que el que parecía que estaba al mando realizara una llamada a la casa, se nos permitió sacar las manos del capó y darnos la vuelta. Me devolvieron mi mochila y la abrí para comprobar que no faltara nada. Estaba todo.
—No se espera a ningún policía español —dijo el jefe de los vigilantes.
—Colaboramos con la policía de Barcelona —informó Bastos.
El coche de Charly y las dos pistolas se quedaban allí. Nosotros subimos en un coche eléctrico de esos que se usan en los campos de golf, un coche que circuló entre las altas palmeras de aquel frondoso y extenso jardín sin hacer más ruido del que haría una avispa. Al volante iba un vigilante con un revólver en la pistolera. Seguía a otro coche con otros vigilantes armados con rifles que no perdían de vista cuanto pasara en nuestro coche, al que a su vez seguía otro coche con más vigilantes armados. Les debían de pagar mucho, porque su esmero era máximo.
—Me pregunto si vale la pena tener tanto dinero si el impuesto que pagas por ello es vivir con el miedo permanente de que alguien pueda venir a tu casa a matarte.
Bastos soltó esa reflexión esbozando una mueca de asco, sentimiento que suelen despertar los millonarios ostentosos.