Personalidad forjada en Súper 8
La vida, en realidad, es muy fácil. Se trata únicamente de hacer lo que te dicen tus padres. Estudia, pórtate bien, aprende inglés, matricúlate a carreras con salida profesional, ese no te conviene, toma ejemplo del otro, el alquiler es tirar el dinero, no te metas en líos, drogas no, si bebes no conduzcas, tener hijos es maravilloso, hay que leer más y la violencia no es el camino. Te han dado todas las directrices para encaminarte hacia el éxito o, yendo muy mal, hacia el empate. Cualquier decisión que tomes fuera de estos parámetros puede acarrearte fatales consecuencias, a no ser que seas muy afortunado o tengas un talento desmesurado para aquello que intentes.
Los padres de Álex Solsona no hallaron la fórmula de hacer entrar en vereda al menor de sus hijos, quien desde muy joven les dejó clara su devoción por la ruleta rusa.
—No tiene término medio —solía decir su madre—: o triunfará en Hollywood o cumplirá una condena.
Hasta los trece años, Álex Solsona había sido un niño ejemplar. Sacaba buenas notas y no daba problemas. Era especialmente rápido en matemáticas, que es donde uno pone verdaderamente a prueba su coeficiente intelectual. Cualquier mentecato puede llegar a ser juez (ejemplos los hay a mansalva) si invierte las horas necesarias. Prueba de leer quinientas veces el texto más complejo y acabarás siendo capaz de soltarlo casi con absoluta literalidad. Para sacar adelante una ecuación de quinto grado, o tienes muy bien engrasadas todas las neuronas, o estás abocado al fracaso.
Si se preguntaba por Álex Solsona a sus maestros de básica, todo eran elogios. Educado, guapo, con unos ojos azules impresionantes, niño encantador, muy listo, carismático, deportista excepcional, poseedor de un cerebro que carburaba bien, personalidad suficiente para debatir con cualquiera sobre todo aquello con lo que no estuviera conforme, solidario con los compañeros…
Las opiniones que se recabarían sobre Álex Solsona en el instituto en el que dejó inconcluso el bachillerato estarían en las antípodas de las hasta ahora leídas: chulo, engreído, respondón, habitual de salones recreativos en horario escolar, carne de reformatorio, vago, pinta, listillo, vacilón. Lo dicho: las antípodas.
El cortocircuito que se produjo en la trayectoria del joven Solsona lo provocó una mujer cuyo nombre fue el primer tatuaje que Álex se hizo en la espalda a finales de los 70, cuando los tatuajes aún respondían a la necesidad de mostrar una actitud.
Se llamaba Lola. Cuando conoció a Solsona casi le doblaba la edad. Corría 1978, Solsona estaba a punto de cumplir los dieciséis y ella veintisiete. Era una mujer muy avanzada a su tiempo. Aunque educada en pleno franquismo, su mentalidad sería a duras penas entendida por una minoría en pleno siglo XXI. A diferencia de la mujer tipo española de su época, Lola no quería ser madre ni formar una familia. Ya que la habían traído al mundo sin consultarle antes, como mínimo quería vivir la vida siguiendo sus propias reglas, y no las que le dictaran desde la caverna franquista primero o desde la libertad contenida de los primeros años de democracia después.
—La vida es una discoteca —solía decir, para matizar seguidamente—: si te lo sabes montar bien.
Lola se cruzó un par de veces con el guapo pipiolo de ojos azules y anchas espaldas que ya era Álex a tan pronta edad y, al tercer día, le cortó el paso. Visto de cerca, el moderado acné y el libro de física y química que llevaba bajo el brazo delataban su juventud, pero también unos rasgos y una sonrisa que hasta la fecha Lola solo había visto en películas de 35. Más que una promesa, ese pájaro era una realidad.
—Te invito a un café —le espetó Lola, ni corta ni perezosa.
Álex la miró extrañado, pero no se encendió en su interior ninguna alarma que aconsejara desconfiar de esa mujer.
—Nunca he probado el café —dijo Álex.
—¿A un batido de vainilla?
—Mejor a un café —respondió Álex al detectar cierta sorna en el tono de la pregunta.
—Lo haremos en mi casa.
El inocente Solsona pensó que a lo que se refería Lola era solo al café, y dos horas después de la veleidosa proposición indecente, Álex Solsona se dejaba la virginidad en el colchón de un frío ático dos meses antes de cumplir los dieciséis, toda una hazaña en una época en la que la mayoría de los hombres españoles perdían la virginidad yéndose de putas con un par de compañeros de la mili.
Pero la aportación de Lola a nuestro héroe fue muchísimo más que descubrirle lo que era un beso con lengua, una caricia o una felación, banalidades que, por otro lado, bien hubiera podido alquilar en un burdel. El gran hallazgo de Solsona en el ático de Lola fue una pared desnuda, un tabique pintado de blanco radiante sin cuadros colgados ni estantes fijados. Solo color blanco. No era necesario pasar un dedo por aquella pared para que uno se percatara de que estaba limpia a más no poder. Su pulcritud contrastaba con cualquier otro rincón del piso de Lola, que no era precisamente una mujer muy dada a las tareas del hogar. Bolas de polvo campaban a sus anchas por cocina, baño y dormitorios. Los platos se amontonaban día sí y día también en el fregadero, y el montón de ropa sucia que tan a menudo desbordaba un cesto de tamaño medio era la constatación de la irregularidad con la que hacía la colada.
Solsona no tardó demasiado en averiguar a qué se debía lo que parecía verdadera adoración por un tabique. Lola se lo descubrió un miércoles por la mañana, a la misma hora que los compañeros de Álex se pudrían de aburrimiento declinando palabras en latín. Para dotar de una mínima magia al momento, Lola vendó los ojos de Álex con una camiseta roja y bajó las persianas al máximo.
—¿Seguro que no ves nada? —le preguntó.
Álex Solsona negó con la cabeza. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas, trataba de adivinar qué eran los ruidos que hacía Lola a su espalda. Apartaba muebles. Abría cajas. Manipulaba un objeto más o menos pesado. Encajaba piezas.
—No te quites la venda hasta que yo te lo diga.
Detectó el efecto de una nueva luz al otro lado de la venda. El inconfundible ruido del proyector Súper 8 cuando las dos bobinas empezaron a rodar no dejó lugar a equívocos. Sin esperar la orden de Lola, Álex se despojó de la venda y miró ensimismado la pared blanca, transformada en una enorme pantalla de cine en la que aparecía un número cuatro dentro de un círculo. Luego el tres, el dos, el uno. La imagen de cada número iba acompañada de un corto pitido. Cuando finalizó la cuenta atrás, el logo de la Warner Bros tal como era a principios de los cuarenta.
—¿Has visto Casablanca, Álex?
—No.
La peculiar relación de Álex y Lola duró casi lo mismo que el segundo de bachillerato del curso 78-79, al final del cual los padres de Álex le regalaron un reloj calculadora —el último grito en relojes de la época— por la colección de notables que había ido acumulando su vástago. Notable en Matemáticas, notable en Literatura, notable en Física y Química…
—En dibujo ponme un suficiente —le indicó Álex a Lola—. Nunca se me ha dado bien. Mis padres podrían sospechar.
—En gimnasia supongo que un sobresaliente.
—La duda ofende…
—¿Religión?
—Un notable está bien.
—Dos sobresalientes, seis notables, un bien y el suficiente de dibujo. —Lola le dio a Álex el boletín falsificado—. ¿Te parecen buenas notas?
—Perfectas. ¿Ponemos la película?
A Álex le apasionaba ver las películas proyectadas en la pared de la casa de Lola. Caló tan hondo en él el ritual y la atmósfera del Súper 8 (apagar luces y bajar persianas, la imagen enorme, las partículas de polvo flotando en el haz de luz que emanaba del objetivo, el ruido de las bobinas), que cuando a principios de los ochenta el vídeo arraigó en España mandando al altillo latas y proyectores, Solsona se prometió a sí mismo que, como muestra de lealtad al Súper 8, no tendría un vídeo jamás, promesa que incumpliría adquiriendo un Sony Betamax en las rebajas de enero del 84.
Además de algunos grandes clásicos del cine que, difícilmente, uno se muere sin haber visto, las películas que más le interesaban eran todas aquellas de serie B de marcada estética setentera protagonizadas por atracadores de bancos, policías rebeldes que no acataban ni una sola orden de sus superiores, cazadores de recompensas solitarios que vivían al margen de la ley, estafadores de todo tipo, chicas espectaculares que acababan besando al protagonista y enseñaban mucha pierna, persecuciones de bajo presupuesto donde los coches se salían de la vía pero casi nunca explotaban… Solsona se empachó de ver películas de ese corte en una edad en la que la personalidad es tremendamente moldeable.
—Yo quiero ser como este tío —le oyó decir Lola cientos de veces.
Cualquier otro adulto que le hubiera oído decir esto a un chaval de dieciséis hubiera salido al corte haciéndole ver que la vida es una cosa y otra cosa es el Súper 8, que el actor tiene un papel escrito a medida, que desde antes de empezar ya sabe que todo acabará bien, que lo mima el director, la cámara, la maquilladora, que cuando las cosas se ponen difíciles aparece un doble para sacarle del fuego las castañas que hagan falta. Todo lo contrario que en la vida real. Lola, sin embargo:
—Si quieres ser como él, no te prives de intentarlo —le decía, guardando la bobina dentro de la lata—. Aunque más vale que no se lo cuentes a nadie fuera de mi piso porque la mayoría te intentará convencer de que solo hay una manera de vivir la vida: siendo responsable, formando una familia, ser fiel a una sola mujer en un mundo plagado de ellas, trabajar, creer en Dios y pagar impuestos. Yo decidí escaparme de todo lo que me proponían. Espero que tú tengas el valor de decidir qué camino eliges. Ya te digo ahora que no es fácil.
—Yo quiero ser como los tipos que veo en tu pared cuando se apagan las luces.
—¿A qué se dedica tu padre, Álex?
—Es contable.
—Contable… ni más ni menos que contable. Mejor no le expongas cuáles son tus verdaderas ambiciones. Lo que define a una persona es su profesión, y no su horóscopo. Los contables ni siquiera saben bailar. Su alma está teñida del color gris del orden excelso. A ellos todo tiene que cuadrarles.
Sin duda, la tutora ideal.
Fuera del piso, Lola le demostró a Álex sus dotes para aprovechar al máximo todo lo que la ciudad ofrecía sin pagar ni un duro a cambio.
—Lo hago para divertirme —le dijo—. Y, como principio, solo actúo contra los que más tienen. No estafaré nunca al bar de la esquina. Es en los restaurantes y hoteles pensados para que los ricos disfruten donde me gusta portarme mal.
Uno de los trucos que había utilizado Lola delante de Álex era el de entrar a comer en un buen restaurante llevando en el bolsillo un sobre con una cucaracha muerta en su interior. Cuando al segundo plato le quedaba poco más que el condimento, sacaba el insecto y, con disimulo, lo dejaba en el plato. Llamaba al camarero y le exigía de malos modos que avisara al maître.
—¡Y que venga con el libro de reclamaciones!
Delante del maître fingía estar a punto de vomitar y pedía una ambulancia. Cuando le decían por segunda vez que la cena corría a cuenta del restaurante y que estaba invitada a cenar la próxima vez que viniera, a Lola se le empezaba a pasar el mareo.
—Qué bueno estaba el magret de pato —decía ya fuera, normalmente entre risas.
En hoteles, en restaurantes, en estaciones de tren. Las lecciones de interpretación que recibió Álex de Lola no las impartían en el Instituto del Teatro. Y ella no actuaba ante un público que había venido dispuesto a dejarse engañar: lo de Lola era fuego real.
Una tarde, a dos semanas del comienzo del curso 79-80, con los libros de tercero de bachillerato recién comprados y su nombre incluido en las listas de segundo, Álex llamó hasta tres veces a la puerta del piso de Lola sin obtener respuesta. La puerta que se abrió fue la del vecino, un chico joven con claros síntomas de acabar de despertarse de una siesta más larga de lo conveniente.
—Hola —dijo bostezando—. ¿Eres Álex?
—Según para quién —respondió Álex, haciendo suya la respuesta que había oído en boca de un protagonista Súper 8 tras serle formulada la misma pregunta.
—Lola me dijo que, tarde o temprano, oiría llamar a su puerta a un joven alto, muy guapo y de ojos azules que se llamaría Álex. Deduzco que eres tú.
—Y yo deduzco que tú eres adivino —respondió Álex, de nuevo aferrado al tono Súper 8.
—Me dijo que eras más amable y educado.
—Se olvidó de matizar que era solo en Navidad. ¿Qué más te dijo?
—Se ha ido.
—Ya lo sé, no contesta.
—Se ha ido para siempre, listillo. Se ha mudado.
Álex no daba crédito a lo que oía. Por unos segundos pareció haber olvidado cómo debía mover los labios para poder hablar.
—A mí… no me… ha dicho nada…
—Me dijo que cuando vinieras te lo dijera. Ella cree que es mejor así.
El desconcierto de Solsona iba en aumento. Se negaba a asimilar la noticia que el vecino de la siesta le acababa de clavar como un puñal de finísimo filo y dientes afilados.
—¿Te dijo adónde ha ido?
—A Madrid. A trabajar para una productora de cine. Ella sabe mucho de cine. Siempre ha trabajado para distribuidoras de películas. Su casa siempre está llena de latas de…
—Qué me vas a contar… —interrumpió Álex.
Álex empezó a bajar las escaleras cuando el vecino le llamó. Se giró a medio camino entre los pisos cuarto y tercero.
—No la eches de menos.
—Esa es una decisión que tengo que tomar yo, ¿no crees?
—Yo también me acostaba con ella. Le costaba poco acostarse con alguien.
—Gracias por contármelo. ¿Me puedo ir o me quedo un rato más aquí para que puedas seguir tocándome las pelotas?
El vecino sonrió. Le hacía gracia ver a un joven tan desafiante.
Ya en la calle, Álex posó el culo sobre el capó de un coche e hizo un rápido análisis de la nueva realidad, para la que no estaba preparado. Volver al colegio después de un año de sexo y Súper 8 en pleno horario escolar no le estimulaba lo más mínimo. Lola le había enseñado a falsificar las notas, con lo que podía seguir llevando a casa felices calificaciones y el suficiente de dibujo. La mayoría de edad se había bajado en 1978 de los 21 a los 18 años, hecho que le hacía ganar a Álex un tiempo precioso. Era septiembre de 1979, lo que significaba que a él le quedaban solo catorce meses para alcanzarla. Pasados los catorce meses, se alistaría como voluntario en el arma de Aviación para cumplir con el servicio militar, que era lo que realmente establecía la mayoría de edad en la España de la época, y, al volver de la mili, se inventaría un currículo creíble para lanzarse a buscar trabajo.
—Ese era el plan que estableció, inspector Prats —me dijo su padre el día que fui a comunicarle personalmente que su hijo había sido encontrado muerto en Brasil—. Y lo llevó a cabo.
Dejé la taza de café sobre la mesa del comedor de los Solsona, que seguían viviendo en el mismo piso de alquiler en el que se instalaron tras la luna de miel.
—¿Quieren más café?
—No, gracias —contesté a la vez que el psicólogo que me acompañó por si alguien se desmoronaba en casa de los Solsona. Por suerte, los padres de Álex hicieron alarde de una entereza encomiable.
Observé la fotografía que había en el segundo estante de un mueble de madera: Álex Solsona con un gorro azul de waterpolo en la cabeza.
Álex no cometió la torpeza de decirles a sus padres que dejaba los estudios sin haber aprobado ni una asignatura de segundo de bachillerato. Para no destapar la farsa, salía de casa todas las mañanas que había clase… pero en lugar de acudir al instituto se iba al Club Natació Catalunya, club del que era socio desde pequeño y en cuyas instalaciones podía pasarse toda la mañana sin preocuparse por no tener ni un duro en el bolsillo. Sus padres no acertaron en reparar que la masa muscular de su hijo aumentó considerablemente aquel año.
—Lo atribuí al crecimiento —dijo la señora Solsona.
—Yo no me fijo en esas cosas —dijo el padre—. Soy contable.
Quienes sí se fijaron en ello fueron los técnicos de waterpolo de las categorías inferiores del club. Álex pasó las pruebas que le invitaron a hacer e ingresó en el equipo. Su progresión como waterpolista fue notable, llegando a ser un goleador destacado hasta que dio el salto al primer equipo. En la División de Honor pasaba más minutos en el banquillo que en el agua, y para un tipo con un ego tan grande, que los sistemas tácticos de su entrenador le escatimaran protagonismo era demasiado difícil de asumir. Se convenció de que para ser feliz no necesitaba ser suplente de nadie y colgó el bañador. Después de jurar bandera en Barcelona —los voluntarios escogían destino—, puso en práctica las habilidades aprendidas con Lola y falsificó un currículo que le abrió las puertas de varias oficinas. Corrían los primeros ochenta y eran tiempos de bonanza económica; buen tiempo para buscar trabajo, a lo que se sumaba la consolidación de la mujer en el mercado laboral, toda una ventaja para un seductor empedernido como Solsona; pocas jefas iban a negarle una oportunidad al macizorro de los ojos azules. ¡Si es que era encantador el muy cabrón! Ahora sonrío, ahora arqueo las cejas, ahora la miro fijamente a los ojos, y ahora el trabajo va a ser mío.
Con trabajo y un pequeño piso de alquiler, Álex Solsona pudo aferrarse a lo grande a un principio que practicó al límite: si puedes divertirte hoy, no esperes a mañana. Era perfectamente consciente de que la naturaleza se había lucido con él, y no iba a ser tan tonto como para no sacarle partido a ello. Metro ochenta, ni una entrada, ni una cana, ni una arruga, ancho de espaldas, ni un gramo de grasa, y por si todo ello no bastara, dentro del chasis había ingenio, carisma, astucia y una demoledora capacidad de seducción. Álex era tan capaz de ligar en la discoteca como en el metro, con la peluquera y con la turista canadiense. Guapos y cachas los hay a montones, de tipos con el atractivo de Álex Solsona no andan muy sobradas las aceras. Le dijeron varias veces que parecía estar tocado por algo parecido a un don. Solsona era, sin duda, el tipo de hombre que muchos de nosotros querríamos ser. Alguna noche, al menos.
El hombre del alma Súper 8 se sintió siempre atraído por los tipos más peculiares de ahí donde iba, aquellos que, por un motivo u otro, tuvieran alguna característica que les diferenciara de los demás. Tenía la habilidad de ganarse primero el afecto y después la confianza, lo que le permitía sonsacar información de vidas ajenas. Lo conseguía preguntando mucho y hablando poco de sí mismo. Se lo trabajaba para conocer a la gente clave de todos aquellos restaurantes y locales que frecuentaba: camareros, porteros, encargados y clientes habituales. Jamás hacía cola, siempre tenía mesa sin necesidad de previa reserva y las copas que pagaba no eran ni la mitad de las que se bebía. Durante aquellos años de agitada vida nocturna, a Álex le presentaron a mucha gente, lo que le sirvió para poder constatar que hay personas que, cuando cae la noche, rompen tanto con la imagen y la vida que llevan durante el día que deberían expedirles dos carnés de identidad. Sobre todo los ricos. Los chalados con dinero y vocación de inconformistas solían ser personas muy interesantes. Lola se lo había dicho a finales de 1979, poco antes de desaparecer de su vida.
—Me dan asco los niños de papá, los clásicos tipos que crecen amparados por la seguridad que les da saber que, por muy inútiles que sean, tienen un despacho asegurado en el negocio de un padre que ha preferido ponérselo fácil en vez de inculcarles la cultura del esfuerzo. Te parecerá un prejuicio absurdo, pero no podría ser amiga de alguien que trabaja en la empresa de papá. En cambio, estos memos son ideales para divertirse. Su manera de ganarse a la gente es invitando a copas y están obsesionados en gustar a los demás, por lo que siempre acaban convirtiéndose en juglares que hacen las delicias del resto. Lo inteligente no es tener dinero, sino vivir a costa del que lo tiene.
Palabra de Lola: ley para Álex.
Solsona supo granjearse la falsa amistad de hijos de papá con la cartera de piel llena de billetes y la Visa multiusos: tan útil para operar en cajeros como perfecta para alinear las rayas de coca, una droga a día de hoy tan desprestigiada como los tatuajes, pero que daba un cierto toque de distinción a quienes la consumían en los ochenta, de entre los cuales Álex nunca formó parte. Solsona era de la vieja escuela, como Bogart y los protagonistas de serie B que tanto le inspiraron cuando seguía sus andanzas en el tabique blanco. Podía beberse doce whiskys en una noche, pero por su sangre jamás corrió ni un miligramo de droga, y no sería por falta de oportunidades, porque Solsona practicaba el estilo de vida del Conde Drácula: vivía de noche y por la mañana se refugiaba en una oficina, habitáculo al que si le quitas los teléfonos y el fax es lo más parecido a una tumba. Solsona acudía impuntualmente cada día al trabajo tras una noche dedicada a casi todo excepto a dormir. Las ocho horas laborales se le hacían interminables, no solo por el deterioro físico que la resaca conlleva, sino porque su trabajo de administrativo que atiende llamadas y ordena archivadores nada tenía que ver con la vida de los hombres Súper 8 que siempre soñó llevar. Álex tenía que esperar a que oscureciera para que su vida tuviera un mínimo aire cinematográfico. Como la noche que conoció a Cassandra.
El cielo no se decidía a soltar la tormenta pese a las reiteradas amenazas en forma de rayos cuya luz blanca rasgaba la noche de Barcelona. Frente al cine ABC había una cabina ocupada por un repartidor de pizzas que había dejado la moto apoyada en la pared transparente de la cabina. Era miércoles, faltaban pocos minutos para las diez de la noche y un Audi de alta gama se detuvo frente al cine. El conductor apagó el motor y activó los warning. Repasó su aspecto en el retrovisor, supervisando ambos perfiles. El afeitado estaba perfectamente apurado. Sonrió para ver los dientes en el retrovisor; también perfectos. Con la mano derecha se mesó suavemente el pelo. Qué sensación más agradable la de estar convencido de ser aplastantemente atractivo.
En el salpicadero del Audi, el reloj digital marcaba las 04:45. Iba muy atrasado, o un poco adelantado, según en qué dirección se mirara. Álex apretó un par de pequeños botones que había debajo del salpicadero para intentar poner la hora correcta. La fecha tampoco era correcta: según el Audi, era miércoles 17 de noviembre de 1982.
—Esperemos que el indicador de gasolina sí funcione —musitó Álex.
Era miércoles, sí, pero el último de octubre de 1994, un año en el que todavía era habitual ver a gente llamando desde una cabina porque a la industria de la telefonía móvil aún le quedaba un lustro para desembarcar de la manera exitosa en que lo hizo.
—Tú me llamas desde la cabina a las diez menos cinco, y a las diez en punto estaré allí —le había dicho Cassandra por teléfono.
—¿Por qué lo tenemos que hacer tan complicado? —preguntó él—. Quedamos a las diez en la cabina y listos.
—No. Lo haremos complicado. Aborrezco esperar.
El repartidor de pizzas seguía largando como un descosido a las diez en punto. Afortunadamente, lo que al volante de otro coche hubiera significado un contratiempo, las prestaciones del Audi lo convirtieron en una anécdota: había un teléfono al pie del cambio de marchas. Álex bajó el volumen de la música y marcó el número de Cassandra.
—He aparcado delante del cine ABC —le indicó—. Conduzco un Audi azul marino.
Cassandra no quería dar ninguna seña de dónde vivía. En los seis años que llevaba ejerciendo la prostitución a tiempo parcial para poderse comprar pequeños caprichos que con su sueldo de secretaria no podía costearse, jamás le había facilitado a nadie su dirección.
Cuando entró en el coche, Álex repasó el aspecto de Cassandra: traje chaqueta con rayas diplomáticas, bolso de piel negro, mínimo maquillaje. Era una mujer con mucha clase. Debería cobrar más, pensó él, aunque, lógicamente, no iba a darle esa idea. Álex conducía un Audi, llevaba un buen traje, olía a Paco Rabanne y tenía cara de millonario, pero en la libreta del Central Hispano le quedaban poco más de cuatro mil pesetas. Imposible afrontar una súbita subida de honorarios.
—¿Me da usted el aprobado? —preguntó ella tras sentirse examinada como un perro en un certamen.
Sin contestar nada, Álex se acercó a su cuello e inspiró. Le preguntó la marca de aquel perfume que tan bien olía. Era el mismo que Marilyn Monroe usaba por pijama. Al menos, eso es lo que declaró una vez. Puede que en realidad solo fuera una frase para poner cachondo al personal, que es lo que se le exige a cualquier mito erótico, y en realidad durmiera con un pijama de cuello redondo y calcetines de lana.
—Págame —le dijo Cassandra—. Cobro por adelantado. Esta condición es innegociable.
—En el anuncio de La Vanguardia ponía: «Mujer selectiva. Con estudios. 30 años. Máxima discreción. Precio a convenir. Solo hoteles». ¿Puedes concretar el precio a convenir?
—Depende de lo que quieras hacer. Lo mínimo son sesenta mil. Tú pagas el hotel, no importa categoría, pero no lo hago en coches ni en domicilios particulares, y mucho menos en mi casa. Por ese precio, solo felaciones y penetración por el arco del triunfo; si quieres metérmela por detrás, vale el triple. Usar preservativo es imprescindible, y también los pagas tú. Cualquier gasto que genere esta cita corre a tu cargo. Si por lo que sea, en cualquier momento decido que no me interesa acostarme contigo, no doy ninguna explicación, te devuelvo el dinero, descontándote el importe del taxi que cogería para volver a casa, y me largo. Si mis normas te parecen demasiado estrictas, te aconsejo una visita a los travestis que hacen la calle junto al campo del Barça.
Álex esbozó un gesto que tenía muy estudiado: media sonrisa con los labios pegados y la ceja derecha arqueada. Sacó un sobre del bolsillo interior de su americana negra. Ella contó los billetes rojos y verdes, de dos mil y de mil pelas.
—Son sesenta mil —dijo él—. Me basta con el menú principal.
—¿Adónde me llevas? —preguntó ella, guardándose el sobre en el bolso.
—Mi cuerpo me pide un restaurante selecto.
—Yo ya he cenado.
—Bueno, pero por sesenta mil supongo que no dirás que no a cenar dos veces.
Álex arrancó el motor.
—Cuanto más caro y distinguido es un restaurante, más rácanas son las raciones, así que, según dónde me lleves, hasta me animaré a cenar una cuarta o quién sabe si una quinta vez.
Tres semanas antes de la cita, Álex apuraba su décimo whisky en la casa de un millonario. Eran ya las cuatro de la mañana cuando Solsona consultó su reloj. Era miércoles, lo que significaba que en cuatro horas y media debía estar en la oficina. Con su copa de whisky en la mano, se sentó al piano de cola y tocó dos teclas al azar. Luego tocó cuatro teclas más.
—¿Sabes tocar el piano? —le dijo a sus espaldas una buena amiga del anfitrión.
—No.
La chica se sentó en la banqueta, muy pegada a Solsona, y le pidió a este que le aguantara su copa. Tardó solo un par de segundos en centrarse, tras lo que empezó a interpretar una pieza puede que de Chopin, puede que de Mozart, o puede que de Mendelssohn, cómo iba Álex a saberlo. La chica tocaba tan bien que su música fue atrayendo a gran parte de los invitados. La ventaja de vivir en un chalé con alguna hectárea que otra de jardín es que, por muy alto que toques el piano de madrugada, no tienes vecinos a los que puedas despertar. Cada vez eran más los invitados que se arremolinaban tras la banqueta.
—De pequeña me enseñó a tocar una abuela que tenía un pequeño castillo en Suiza —le dijo la pianista a Álex sin dejar de tocar—. Luego estuve en el conservatorio. También recibí clases del maestro De Guzmán aquí en Barcelona y del maestro Didier Fafard en París. ¿Conoces a alguno de ellos?
—Ahora que lo dices, el segundo me suena… —dijo un irónico Solsona, que bebió de la copa de la pianista porque ya se había terminado su whisky.
—¿Tú a qué te dedicas? —le preguntó la chica, que no le había quitado el ojo de encima a Álex desde que le vio llegar a la fiesta.
—Dejé los estudios en segundo de BUP porque en lugar de ir a clase prefería ir a casa de una mujer con la que me acostaba y que proyectaba películas en una pared de su casa. Trabajo en una casa de alquiler de coches. Conseguí el trabajo gracias a mi currículo falso. ¿A que no te lo crees?
La chica, negando con la cabeza, esbozó una media sonrisa.
—Pues es lo que hay. Soy el único de esta fiesta que mañana tiene que madrugar.
Álex se levantó del banco y atravesó el desordenado corro de ricos borrachos que escuchaban atentamente el improvisado concierto de piano. Buscó al anfitrión de la fiesta en otras estancias del chalé, pero no lo encontró. Pidió al hermano del anfitrión que le despidiera y salió al jardín. Caminó junto a la hilera de coches de alta gama aparcados y escupió contra la ventanilla de un Porsche 944. Álex había estado tan ocupado en vivir la vida que no le quedó tiempo para dedicarse ni siquiera a pensar en cómo hacer dinero y, como suele ocurrir, de la frustración nació el rencor hacia los que sí tenían dinero, lo hubieran conseguido empezando desde la nada o fueran meros hijos de papá. Lola era libre de pensar lo que quisiera, pero los ricos no madrugaban y los que se divertían a su costa sí.
«Deberías pasarte al otro lado, chaval», se dijo a sí mismo Solsona.
Las ráfagas de una luz a sus espaldas le arrancaron de sus pensamientos. Al darse la vuelta, le deslumbraron los faros de un BMW. Álex se protegió los ojos con el antebrazo. Quien estaba al volante apagó las luces.
—¿Vives muy cerca o piensas ir caminando hasta el centro? —le preguntó una voz de mujer.
Álex Solsona se acercó al coche. Cassandra abrió la luz interior. Estaba sola.
—Si quieres te acerco a alguna parte. Ahora no vas a encontrar ningún taxi.
Solsona subió al coche y se presentaron.
—¿Cassandra? —preguntó él extrañado—. Qué nombre más raro.
—Es un nombre falso —dijo ella, incorporándose a la calzada mientras la puerta automática del chalé volvía a cerrarse tras haber dejado salir al BMW.
—¿Por qué usas un nombre falso?
—Tengo dos vidas. Una es la que se resume en mi DNI y la otra es la de Cassandra.
Aquella carta de presentación despertó el interés del alma Súper 8 de Álex. Intrigado, quiso saber más sobre las dos vidas de la mujer, pero todo lo que encontró fue un muro contra el que se estrellaban todas y cada una de sus preguntas. Ella no estaba dispuesta a soltar prenda.
—Álex, hay una regla de oro que sigo a rajatabla: mis dos vidas jamás se cruzan. Transcurren permanentemente en paralelo. Cassandra nunca habla de la otra vida, y cuando estoy en la otra vida jamás hablo de Cassandra. La gente que conoce a Cassandra no conoce a la otra, y viceversa.
—¿Y si yo quiero conocer a la otra?
—Ya no es posible porque me has conocido a mí.
Súper 8 auténtico. Aquel diálogo tan de serie B hizo que Solsona se sintiera dentro de un fotograma, y pocas cosas, muy pocas cosas, podían hacerle tan feliz.
—¿A qué te dedicas, Álex? —preguntó ella.
—Me temo que no soy tan interesante como tú. Solo tengo una vida. —Por miedo a no verla de nuevo si le decía la verdad, Álex mintió sobre su trabajo—: Soy agente de bolsa.
—Parece un trabajo… horrible.
El BMW encaró la avenida Diagonal en dirección al centro.
—Quería ser pianista. Estudié en París con el maestro Didier Fafard, pero me acabé cansando. ¿Conoces al maestro Fafard?
—No. ¿Es grave no saberlo? ¿Te parezco una inculta?
—No, para nada. Además, Fafard es un poco imbécil. Buen pianista, pero un poco histérico. —Tras una pausa, volvió a la carga—: Ya que no vas a hablarme de tu otra vida, al menos dime a qué te dedicas cuando eres Cassandra.
—Soy prostituta.
—Claro… —dijo Solsona—. Y yo Spiderman.
—Entonces estaré a salvo si nos atracan…
Álex miró detenidamente a Cassandra. Llevaba un vestido corto y ceñido que realzaba una silueta probablemente perfecta. De cara era muy guapa. Media melena castaña, mirada felina y hermosa sonrisa. Su pequeña nariz no había conocido bisturí, venía de fábrica. Cassandra también poseía una belleza natural. Era como la versión femenina de Álex.
—Las putas no son como tú.
—Supongo que debo entender el comentario como un elogio. Querido agente de bolsa, lo que valoran mis clientes de mí es precisamente que no parezca una puta. Buscan en mí a alguien con quien hablar, a quien poder llevar a una cena de empresa o a una fiesta como la de esta noche. Casi siempre quieren sexo, pero hoy, por ejemplo, he cobrado solo para figurar al lado de mi cliente. Quería que los demás creyeran que era una de sus conquistas. Por cierto, ¿dónde vives?
—Gira a la derecha.
Álex le pidió a Cassandra que le dejara delante de un elegante portal modernista en el que no vivía. Él vivía en un bloque ubicado a seis calles de allí, pero ese portal era más digno de un agente de bolsa. Antes de salir del coche le pidió el teléfono. Cassandra se negó a dárselo, creando un escenario nuevo para Álex, a quien las mujeres, como la pianista de la fiesta, solían estar dispuestas a ponérselo muy fácil.
—Si quieres mi teléfono, búscame en las páginas de contactos de La Vanguardia. Salgo cada miércoles. Soy la única Cassandra en oferta.
—Y si quiero conocer a la otra…
—No haberme conocido a mí hoy. Ya te he explicado cómo funciona.
Álex prometió llamarla antes de salir del coche. Se llevó la mano al bolsillo, extrajo las llaves de su casa y fingió que introducía una en la cerradura del portal modernista. Cuando oyó el coche arrancar a sus espaldas, se guardó de nuevo las llaves en el bolsillo y se dispuso a caminar las seis calles que le separaban de su casa. Miró el reloj. Si conseguía dejar de pensar en Cassandra, aún podría dormir dos horas y media antes de levantarse para ir a trabajar.
Álex apagó la radio porque se perdía la señal a menudo y, según hacia donde girara la curva, una pieza de música clásica y un programa de deportes parecían darse de codazos para imponer su frecuencia. El trayecto no duró más de veinte minutos. El asador que había elegido Solsona para cenar se encontraba en el interior de una típica masía catalana situada a pocos metros de una comarcal. Era un restaurante con mucha fama entre los sibaritas gastronómicos.
Quienes idearon la decoración del restaurante habían acertado al respetar el carácter rústico original, añadiendo sobre este algunos detalles, muy pocos, de finales del siglo XX. El aroma de asado proveniente de todas y cada una de las mesas ocupadas se imponía con claridad en el ambiente.
—Huele que alimenta —dijo Cassandra, que no se pudo resistir a un buen asado pese a haber cenado una hora antes en su casa.
La velada transcurrió plácidamente. Solsona contaba con la inestimable ayuda de un gran reserva para intentar disuadir a Cassandra de su firme postura de ocultar a su otro yo, la mujer que vivía de día.
—No insistas, Álex. Tú solo conocerás a Cassandra.
Las dos veces que ella fue al baño, no olvidó coger su bolso para evitar que Álex cayera en la tentación de buscar su documentación. Cassandra coqueteaba descaradamente con Álex, y era una pena que este no hubiera conocido a la otra, que era la que quería acostarse gratis con él, cosa que Cassandra, por principios y coherencia, no podía hacer. Pero quería gustarle. Por su parte, Álex se sentía muy atraído por ella, aunque evitaba demostrarlo. Cassandra no era una mujer como las demás, a las que Álex utilizaba como floreros de piernas largas y de las que se deshacía sin dar explicaciones cuando ya se sabía sus cuerpos y sus repertorios sexuales de memoria. Cassandra le suscitaba un interés mucho más profundo. Reconocía en ella sus propias armas: escuchar más que hablar, un atractivo que va más allá de los rasgos físicos y cierto halo misterioso, mucho más acentuado en el caso de Cassandra.
Álex dejó los cubiertos junto a los restos de guarnición salpicados de aceite de oliva. Cassandra comía más despacio. Tras limpiarse los labios con la servilleta, Álex se llevó la mano al bolsillo de su americana y cogió la pequeña bolsita de plástico de cierre hermético. Comprobó que los agujeros hechos con un alfiler habían permitido respirar a la cucaracha que tenía allí dentro retenida. Solsona había perfeccionado el plan de Lola: una cucaracha paseando sus repugnantes patitas por encima de lo que queda de un plato de veinte mil pesetas impacta mucho más que su cadáver sepultado debajo de un pedazo de entrecot al punto.
Abrió la bolsita. Con su dedo pulgar taponó la salida que hacía horas que el insecto estaba buscando. Le ganó con facilidad el pulso a la cuca, que, por mucho que lo intentaba, no podía desplazar ni un milímetro el dedo gigante de Álex. Cuando este apartó el dedo, la cucaracha cayó en la trampa: había salido por fin de la bolsita, pero ahora era del puño de Solsona de donde no podía salir. Con la mano libre de insecto, Solsona le propuso un brindis a Cassandra. Aprovechó que ambos bebían para abrir la mano derecha y hacer volar a la cucaracha hasta el plato de Cassandra. Cuando ella se propuso volver a la carga con los últimos trozos de cordero, esbozó una contundente mueca de asco al ver campando a sus anchas entre la carne y las patatas a una cucaracha feliz por haber recuperado la libertad.
—¡Pero, será posible! —gritó Álex para que camareros y comensales pudieran oírle bien.
Se encaró con el primer camarero que vino a interesarse por el problema. Solsona arrojó al suelo la servilleta y pidió la presencia del chef. Cassandra tenía los cinco sentidos puestos en esforzarse para no vomitar. Finalmente, Cassandra, con la tez pálida, y Solsona se fueron sin pagar y con la promesa del maître de que si volvían a cenar estarían invitados.
—Dios mío, qué asco —dijo ella cuando Álex ya arrancaba el coche—. Creo que voy a vomitar.
—Si vomitas en mi coche tendrás que descontarme el importe del lavado.
Circular unos minutos a noventa por hora con la ventanilla bajada ahuyentó las náuseas de Cassandra.
—Conozco una taberna inglesa donde sirven un whisky excepcional. ¿Te apetece?
—¿Lo sirven con cucaracha? —preguntó una Cassandra ya repuesta de la impresión.
—Si no lo pides, no…
Ya olvidada la anécdota con el insecto, tomaron asiento en una esquina de la barra y se pusieron morados de whisky. La que vivía escondida en Cassandra esperaba que este tomara de una vez la iniciativa y le dijera de ir a la cama. Por una vez que conocía a un cliente con el que le apetecía acostarse, iba a resultar que era el rarito de la clientela. Álex tenía tentaciones, pero eran superiores las ganas de saber quién habitaba en la otra cara de Cassandra. Una noche antes de la cita, Álex había pasado por la taberna para pedirle al camarero, al que conocía bien, que le reservara aquella esquina de la barra y que cuando él y su acompañante pidieran una copa, le sirviera a la chica más alcohol de lo habitual. Era el plan B de Solsona, una ofensiva directa que consistía en emborrachar a Cassandra con el fin de debilitar su reticencia.
—¿Sigues empeñada en no decirme nada de tu otra vida, que, intuyo, es la real?
—Ni mu —dijo ella antes de apurar el tercer whisky.
Acabaron la madrugada de aquel miércoles bailando solos en la pista de un local desierto hasta que a las tres de la madrugada, tras la última canción, se encendieron todas las luces.
—¡Que cerramos! —gritó el camarero desde la barra—. ¡Vayan saliendo, por favor!
Álex Solsona y Cassandra se miraron fijamente, agarrados del mismo modo con el que acababan de bailar Only You. Ambos ardían de deseos de besarse. Estaban tan cerca el uno del otro que, cuando hablaban, sus labios casi se rozaban.
—Admítelo, cabrón: te mueres de ganas de besarme.
—Sí, pero no a ti. Quiero a la mujer a la que escondes.
—Mala suerte. Tendrás que conformarte conmigo.
Álex se mantuvo firme. Sabía que a Cassandra la tenía, pero él quería a la mujer de verdad. Si besaba a Cassandra, temía perder a la otra para siempre.
Eran ya cerca de las cinco de la mañana cuando el Audi se detuvo de nuevo frente a las puertas cerradas del cine ABC. Cassandra y Álex se miraron a los ojos unos segundos, como hacen los protagonistas de las películas más cursis.
—Me lo he pasado muy bien —dijo ella.
—Háblale a la otra de mí. Igual con tus referencias se anima a conocerme.
Cassandra tuvo un gesto inesperado. Extrajo el sobre con los billetes que Álex le había entregado al inicio de la cita y se lo devolvió.
—No, no me lo des. No me parece justo.
—Álex, me lo he pasado muy bien esta noche. No me parece ético cobrar por hacer algo que me gusta. El mundo laboral no funciona así.
—Pensaba que lo del dinero era innegociable.
—Lo es para Cassandra. Ahora soy yo.
Se hizo un silencio. Álex esbozó una sonrisa triunfal. Se acercó a ella para besarla y esta le detuvo poniendo su mano entre sus labios y los de él. Álex abrió los ojos, pidiendo con la mirada una explicación.
—Cassandra besa en las primeras citas. Yo no.
—¿Y cómo debo llamarte?
—Sara.
Sara cogió el teléfono del coche y marcó el número de su casa. Cuando saltó la cinta del contestador, le pasó el auricular a Álex y le pidió que dijera su teléfono. Este lo hizo, adornándolo con alguna frase bonita que tomó prestada de alguna novela negra de venta en El Corte Inglés.
—¿Cuándo me llamarás?
—No sé si voy a hacerlo. Sara es mucho más contradictoria que Cassandra.
—¿No habrá por ahí una tercera personalidad menos compleja que las dos que me has mostrado hasta ahora?
—No.
Sara iba a salir del coche cuando Solsona le pidió que esperara un momento. Sintió la necesidad de ser sincero con ella. Sincero al cien por cien. Le confesó que no era agente de bolsa, sino un empleado de Avis.
—He tomado prestado este coche de la oficina de alquiler donde trabajo.
—Ya sé que el coche es de Avis.
—¿Y cómo lo sabes?
—El llavero del coche, Álex.
Álex le echó un vistazo al llavero, que colgaba del contacto. Se distinguía claramente el logo de Avis.
—Vaya… —dijo Álex—. Espero que esto no vaya a ser óbice para volver a vernos.
—¿Hay algo más que quieras confesar?
—Sí, ya que jugamos a ser sinceros, confesaré un par de cosas más.
Alex se sacó del bolsillo de la americana la bolsita de plástico donde había permanecido secuestrada la cuca hasta su estelar aparición junto al cordero asado. Se la mostró a Sara mientras le confesaba su fechoría.
—¿Cómo has podido hacerme una cosa así?
—Sara, a ti no te haría jamás una cosa así. Era Cassandra quien se lo merecía.
Sara tardó pocos segundos en borrar de su cara un gesto a medio camino entre el desconcierto y el cabreo, aunque algo más cerca del cabreo, y acabó esbozando una tímida sonrisa.
—¿Vas a confesar algo más? ¿Eres una mujer operada o alguna sorpresa similar?
—Sí: una última cosa bastante graciosa. —Álex sacó del sobre un fajo de billetes y se lo entregó a Sara. Encendió la luz interior del coche—. Fíjate bien en los billetes: son falsos.
Sara se quedó boquiabierta. Le parecía difícil entender que antes, al contarlos, no hubiera reparado en que eran una burda imitación de los billetes reales.
—De haber encendido la luz al contarlos lo hubieras descubierto.
—Álex, a un hombre como tú no sé si es preferible tenerlo bien lejos o bien cerca.
Tras esta afirmación, Sara salió del coche. Álex vio a través del retrovisor cómo torcía a la izquierda por una calle estrecha. Al acto, cogió de nuevo el teléfono. Constató que ni Sara ni Cassandra dejaban sus nombres en el contestador. Alex dejó un mensaje:
—Hola, Sara. Acabamos de separarnos. Yo sigo en el coche, delante del ABC, y tú acabas de llegar a casa. Los dos tenemos que ir a trabajar en pocas horas. A media mañana, tú en tu oficina y yo en la mía, nos estaremos muriendo de sueño. El cuerpo te cobra con intereses las noches en vela. Verás borrosa la pantalla del ordenador. Los ruidos que lleguen a tus oídos serán irregulares: subirán y bajarán de tal modo que parecerá que alguien los module por control remoto. Tu respiración se irá haciendo más lenta. Te prometerás entre bostezos que nunca más volverás a estar sin dormir cuando al día siguiente debas ir a la oficina, aunque sabes que lo volverás a hacer. Yo estaré igual que tú, y, ¿sabes cómo voy a combatir el sueño? Pensando en que he conocido a alguien a quien espero volver a ver. Y con bastante café, por supuesto.
Colgó el teléfono. Antes de arrancar, puso las manos sobre el volante, apoyó la cabeza en el apoyacabezas y cerró los ojos, apareciéndosele el rostro de Sara en la mente. Aspiró fuerte; todavía quedaban restos del aroma del Nº 5 en el Audi.