Capítulo 28

HABÍAN transcurrido tres semanas desde que se cerrara el caso del «Asesino del Corazón Volteado». Cuando el asunto dejó de ser noticia, la fiebre por resolver acertijos perdió interés entre los neoyorkinos y terminó tan repentinamente como había comenzado. Esa inesperada reacción colectiva indicaba que la gente quería borrar de un plumazo la pesadilla que tanto dolor y angustia había provocado. Esta circunstancia, sumada al hecho de que el caso había tenido un desenlace positivo, hizo que se levantaran todos los cargos que pesaban sobre el teniente Brannagan.

El calor seguía agobiando a la ciudad, a pesar de que ya estaba finalizando agosto. Y aunque habían disminuido los apagones, los habitantes de la Gran Manzana no dejaban de culpar al alcalde Connolly por su manifiesta incapacidad para resolver el problema. Las encuestas así lo certificaban: la popularidad del funcionario había caído a unas profundidades difíciles de remontar antes de las elecciones pautadas para el ya cercano mes de noviembre.

Los integrantes del grupo especial encargado del caso del «Asesino del Corazón Volteado» se habían reunido en O'Malley's Irish Pub para celebrar, entre otras cosas, el regreso en gloria y majestad del teniente Brannagan al cuerpo policial; y su ascenso a Capitán de la División de Homicidios de NYPD, «como premio a su notable desempeño en la solución del caso», según lo anunció el comisionado Anderson. Días antes, el capitán Charles Murphy había resuelto adelantar su fecha de retiro y acogerse a la jubilación. Algunas personas opinaban que esa repentina decisión quizás se debía a un cierto sentimiento de culpa por no haber apoyado al teniente Brannagan cuando éste más lo necesitaba.

El ambiente reinante en el pub era de franca alegría y alivio. La única persona que tenía una expresión de tristeza era Victoria Seacrest, promovida, por cierto, a Teniente de Homicidios.

James O'Malley se acercó al grupo portando dos botellas de whisky irlandés.

—Esta es la segunda vez que el whisky corre por cuenta de la casa para celebrar el paso a mejor vida del «Asesino del Corazón Volteado» —dijo, mientras ponía las botellas sobre la mesa—. ¡Espero que sea la definitiva, porque este asunto me está resultando sumamente oneroso! —exclamó, al tiempo que soltaba una sonora carcajada.

Peter Bradshaw sacó un bolígrafo y comenzó a dibujar sobre una servilleta de papel.

Mientras se encargaba de llenar las copas con el excelente whisky de 18 años, Corelli aprovechó para preguntarle a Brannagan cuándo había llegado a la conclusión de que «El Asesino del Corazón Volteado» era el detective Alan Murdock.

Brannagan tomó su copa y bebió un sorbo generoso del «agua de la vida».

—El primer campanazo me llegó cuando nos disponíamos a salir para Coney Island y recibí en mi celular un mensaje de texto supuestamente enviado por Margaret Osborn. Como se comprobó después, ese mensaje era falso.

—¿Pero eso no resultaba muy arriesgado para Alan Murdock? —le preguntó Corelli—. Después de todo, pocas personas en NYPD sabíamos de su estrecha amistad con la señorita Osborn: Vargas, el propio Alan Murdock y yo. Y supongo que Betty, su secretaria —agregó.

—Esa misma reflexión me la hice yo. Creo que fue el primer error de Alan: suponer que mucha gente estaba enterada de mi relación con Maggie, de modo que si el mensaje resultaba sospechoso, la identidad de su autor se diluiría entre una gran cantidad de personas.

En ese momento entró en el pub Margaret Osborn. Echó un rápido vistazo por el salón y enseguida se dirigió a la mesa donde estaban los detectives. Brannagan se levantó y cortésmente retiró la silla que estaba a su lado para que Maggie se sentara en ella. Se produjo un silencio en la mesa.

—Bueno —dijo Maggie rompiendo el hielo—, veo que me llevan varias copas de ventaja. Por favor, no interrumpan su conversación. Desde la distancia pude observar que era bastante animada.

Brannagan le sirvió una copa.

—Estaba explicándoles cómo logramos identificar al «Asesino del Corazón Volteado» —le comentó.

—Eso me interesa —dijo Maggie—. Sigan, sigan, por favor.

—El mensaje de texto —prosiguió Brannagan—, que teóricamente había escrito Maggie —dijo mirando a la periodista—, me citaba urgentemente aquí, en O'Malley's. Y cuando yo atravesaba la calle para entrar en el pub, Alan me lanzó el auto encima, no con la intención de matarme sino de impedir que me presentara en el lugar escogido para el crimen.

—¡Ese fue el famoso mensaje de texto que me mencionaste en la clínica! —cayó en cuenta Maggie Osborn—, y que supuestamente yo te había enviado.

—Exactamente —le confirmó Brannagan con una sonrisa. Bebió otro trago y continuó con su explicación.

—El segundo campanazo lo recibí hace más o menos un mes, cuando empezó a darme vueltas en la cabeza la idea de que habíamos pasado por alto algo importante en la investigación. Sólo que no lograba descubrir qué podía ser. Así que cuando me suspendieron decidí llevarme el Libro Azul sobre el caso y repasarlo de cabo a rabo. De pronto me encontré con una declaración que había hecho Martinkowki en relación con la información recabada a Julia Baron. Martinkowski dijo en esa oportunidad: «Ella recordó que dos semanas después de la desaparición de Jake Baron, un tercer detective había llegado a su casa con una nueva orden de registro, y que se había llevado varios objetos pertenecientes a su esposo». Probablemente entre esos objetos había una camisa. Esta última deducción es mía —aclaró—. Martinkowski nos dijo que Julia Baron no había podido identificar a ese tercer detective entre las fotos que le mostró la policía de Phoenix.

—Las fotos que nosotros les enviamos —apuntó Corelli.

—Sí —confirmó Brannagan—. Las fotografías de los cuatro detectives que habían participado en el caso. Entonces recordé que cuando Alan Murdock me visitó en la clínica St. John yo le pregunté si podía identificar a los agentes que habían visitado la casa de Jake Baron con una orden de registro. Alan mencionó solamente a Manny Ortiz y a Eddie Kaufman. Pero hace tres semanas, cuando estaba en mi apartamento releyendo el Libro Azul, de pronto vino a mi memoria que un día que estábamos tomándonos unos tragos para celebrar la solución de ese caso, Alan había comentado al pasar que «a juzgar por la forma como vivía Jake Baron, nadie hubiera adivinado que se trataba de un asesino serial». Y había agregado: «¿Tú sabías que solía cultivar rosas en un pequeño jardín que tenía detrás de su vivienda?»… Eso me confirmó que él también había estado en la casa. Entonces me pregunté por qué Alan Murdock había omitido ese detalle, que ahora lucía importante para la investigación. Decidí enviar una foto suya a la policía de Phoenix, para que se la mostraran a Julia Baron. Ella reconoció a Alan Murdock como el tercer detective que había entrado en su residencia.

—Pero eso no probaba nada —argumentó Martinkowski.

—Por supuesto que no —le respondió Brannagan—. Únicamente nos indicaba que Alan Murdock había estado en esa casa, pero no demostraba que fuese «El Asesino del Corazón Volteado». Se trataba apenas de un indicio más en su contra. El problema que nosotros enfrentábamos, como ustedes recordarán, era que no teníamos ninguna evidencia física que nos condujera al asesino.

—Difícil situación —comentó Maggie Osborn.

—Al final, todo iba a depender de cómo reaccionara Alan Murdock a mi acoso en el Empire State Building —explicó Brannagan—. Afortunadamente no tuvo tiempo de elaborar una justificación convincente para su presencia en el edificio: su culpabilidad terminó desenmascarándolo.

Peter Bradshaw arrugó la servilleta sobre la que había estado haciendo unos trazos. Sin detenerse tomó otra servilleta y empezó a dibujar varios puntos.

Clifford Owens lucía desconcertado.

—Pero el caso de Jake Baron ocurrió hace cinco años —enfatizó—. ¿Por qué esperó tanto tiempo para comenzar su ola de crímenes?

Brannagan se acomodó en su asiento. Se veía impaciente.

—Cuando se cerró el caso de Jake Baron —dijo—, yo fui ascendido a teniente de Homicidios, como premio a mi labor. Aparentemente Alan Murdock se resintió mucho por este hecho, porque él también había participado en la investigación, aunque fui yo quien finalmente eliminó a Baron. Alan creía merecer una distinción igual que la mía, pero no se la concedieron. Pienso que en ese momento comenzó a desarrollar un creciente rencor hacia mí, aunque nunca lo manifestó. Creo que en su mente empezó a germinar la idea de que debía desquitarse. Tal vez al principio no tenía claro cómo ni cuándo, pero seguramente comenzó a maquinar difusamente un plan para ejecutarlo cuando la ocasión fuese propicia. Eso explicaría por qué, dos semanas después de la desaparición de Jake Baron, y de su frustración por no haber sido ascendido en NYPD, Alan Murdock decidió visitar la casa de Julia Baron y llevarse algunos objetos personales de su esposo, entre ellos la camisa que emplearía posteriormente para imprimir el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado. Yo creo que quería tener algo que le recordara constantemente que se había cometido una terrible injusticia en su contra, al menos desde su punto de vista. Y también un elemento que pudiera utilizar más adelante para ejecutar su revancha.

—Eso nos habla de una persona muy obsesiva —observó Martinkowski—. ¡Imagínense: cocinar a fuego lento la idea de vengarse y mantenerla viva durante cinco años en las llamas de su rencor…!

Sin duda BigNews había aprendido a reconocer el valor de las metáforas.

—Ya lo dijo Emily Conway —le confirmó Brannagan—: Los asesinos seriales son enfermizamente obsesivos, y cuando se les mete una idea en la cabeza es muy difícil quitársela de encima.

Peter Bradshaw arrugó la segunda servilleta de papel sobre la que había trazado unas líneas, tomó otra servilleta y comenzó a dibujar nuevamente. Vincent Corelli lo observaba con curiosidad.

—Oye, Google, ¿vas a seguir con eso? Mejor tómate un trago —le dijo, extendiéndole una copa de whisky.

Victoria Seacrest hizo un gesto con la mano, indicando que lo dejaran tranquilo.

Clifford Owens seguía sin entender.

—Pero eso no explica por qué Alan decidió atacar precisamente ahora —insistió.

Brannagan se armó de paciencia.

—Con los asesinos seriales siempre hay un mecanismo disparador que los lleva a matar —dijo—. En este caso, estoy seguro de que ese mecanismo fue la crisis financiera que está afectando al país.

A raíz de la crisis financiera, más de cinco millones de familias estadounidenses se habían visto en aprietos para pagar las hipotecas que pesaban sobre sus casas y apartamentos. Cuando la economía estaba boyante, los bancos, en forma irresponsable, habían otorgado préstamos con bajos intereses a familias que en condiciones normales no podían hacer frente a una hipoteca. Es lo que se conoció más tarde como «hipotecas de alto riesgo». Al deteriorarse la economía muchas personas perdieron sus empleos, las empresas redujeron las horas de trabajo y los beneficios, y los bancos subieron los intereses sobre los préstamos hipotecarios. Eso hizo que para mucha gente resultara imposible cumplir sus compromisos con los bancos. Y las entidades financieras ejecutaron las hipotecas.

—Lo que les voy a contar lo verifiqué la semana pasada —adelantó Brannagan—. Como tantas otras personas, el padre de Alan Murdock se vio en dificultades para cumplir con los pagos de la hipoteca que pesaba sobre su apartamento. Alan intentó renegociar los términos de la deuda con el Financial Bank of New York, pero el banco le negó esa posibilidad, aduciendo problemas de liquidez. Entonces solicitó un préstamo personal al Fondo de Pensiones de NYPD, el cual también le fue negado. La hipoteca fue ejecutada, el padre de Alan Murdock perdió su apartamento y se vio obligado a irse a vivir a un modesto asilo de ancianos en el Bronx. El deterioro en su calidad de vida lo afectó fuertemente y el viejo prácticamente se echó a morir. Esto ocurrió hace tres meses. Fue en ese momento cuando el rencor acumulado por Alan Murdock durante tantos años hizo explosión. Alan decidió vengarse de todo el mundo. Vengarse de la ciudad fíjense que el banco se llama Financial Bank of New York —hizo notar—. Vengarse de la policía y vengarse de mí, quizás pensando que si él hubiera ocupado la posición de un teniente de Homicidios, el Fondo de Pensiones de NYPD no le hubiese negado el préstamo.

—¡Eso lo había adelantado Emily Conway! —admitió Owens—. ¡Vengarse de la ciudad, de la policía y del teniente Brannagan al mismo tiempo!

Victoria Seacrest hizo un gesto que reflejaba admiración.

—Al final la señora Conway acertó en casi todo —dijo—, excepto en que el asesino no era un ex agente, como sugirió, sino un policía en ejercicio.

Corelli comenzó a servir otra ronda pero se detuvo. Dejó de llenar las copas y se volteó hacia Brannagan.

—Hay algo que no me cuadra —advirtió—. Los investigadores forenses determinaron que «El Asesino del Corazón Volteado» era zurdo. Pero Murdock no lo era —argumentó. Y agregó, con una lógica impecable—: Lo habríamos notado enseguida.

—Es verdad —lo apoyó Martinkowski—. Yo siempre lo vi escribir con la mano derecha.

—Ustedes tienen razón —les replicó Brannagan—. Alan Murdock no era zurdo. —Hizo una pausa y añadió—: Era ambidiestro. Eso lo observé cuando jugábamos squash: sostenía la raqueta indistintamente con la mano derecha o con la izquierda. Para las actividades más notorias, como comer o escribir —dijo mirando a Martinkowski—, usaba la mano derecha. Pero para cometer sus crímenes decidió emplear la mano izquierda. De ese modo alejaría cualquier sospecha que eventualmente pudiese recaer sobre su persona.

—Astuto el hombre —reconoció Martinkowski.

—En todo caso —continuó Brannagan—, el hecho de que fuera ambidiestro, que hubiese visitado la casa de Jake Baron o que supiera de mi relación con Maggie no constituían pruebas incriminatorias por sí mismas. A lo sumo eran pequeñas piezas de un rompecabezas que comenzaba a armarse.

Corelli no parecía convencido del todo.

—Lo que usted dice tiene sentido. Pero hay algo que no termino de entender. Para empezar, fuimos nosotros quienes le pedimos a Alan Murdock que fuera con sus hombres a Bryant Park. Si no lo hubiésemos hecho, ¿cómo iba él a justificar su presencia en el lugar?

Brannagan bebió otro trago de whisky, para hidratar su garganta.

—Él no tenía que justificar nada —respondió—. Recuerda que era un policía. Pudo haber dicho simplemente que los organizadores del evento solicitaron el apoyo de la Comisaría de Midtown South en atención a que se iban a congregar más de cuatro mil personas en el lugar. Es obvio que él ya estaba en Bryant Park cuando Vargas lo llamó. Simplemente esperó que comenzara la película para asesinar a Albert LaPaglia y luego fue a reunirse con nosotros con toda tranquilidad.

Martinkowski se golpeó la frente con la palma de la mano, en actitud de sorpresa.

—¡Es decir, fuimos nosotros los que le proporcionamos la coartada!

—Exactamente. Con el asunto del subway ocurrió lo mismo —continuó Brannagan—. Nosotros le avisamos con anticipación que habíamos resuelto el acertijo, y volvimos a pedirle que se presentara en el lugar para que nos ayudara en las labores de vigilancia. De hecho, él sabía que si resolvíamos el acertijo lo íbamos a llamar, pues la estación del subway de la Calle 42 estaba en su jurisdicción. Es más, cuando se planteó la necesidad de averiguar quién había visitado el centro de control de la estación de la Calle 42 con el objeto de saber cuáles cámaras de vigilancia no estaban funcionando, él mismo se ofreció para esa tarea, temiendo quizás que si yo le asignaba esa misión a otro detective, ese otro detective terminaría descubriendo que quien había estado en el centro de control tenía un nombre: Alan Murdock. Y luego, en el Midtown General Hospital, cuando vio que nos estábamos acercando peligrosamente a él, trató de desviar la atención sugiriendo que nos concentráramos otra vez en Jake Baron.

Victoria Seacrest no tenía muchas ganas de hablar, pero pudo más su curiosidad.

—¿Pero cómo se explica lo de Coney Island? El maldito bastardo estaba a muchos kilómetros de distancia cuando ocurrió el asesinato.

—Eso fue lo que él nos dijo —aclaró Brannagan—: Que estaba llamando desde el asilo de ancianos, en el Bronx, cerca de las nueve de la noche, respondiendo nuestra llamada. Mi teoría es que cuando Martinkowski lo llamó, alrededor de las seis de la tarde, Alan estaba en su apartamento. Por eso decidió no contestar la llamada, pues supuestamente a esa hora él se encontraba en el ancianato, como todos los domingos, y anteriormente nos había comentado que en el asilo no se permitía el uso de celulares. Esa era su coartada perfecta. El mensaje se grabó en su buzón de voz, y al escucharlo segundos después, descubrió que habíamos resuelto el acertijo con suficiente tiempo para impedir que cometiera el crimen. Fue entonces cuando decidió sacarme del juego arrollándome con su automóvil, porque él no podía permitir que impidiéramos el asesinato, ya que eso significaría un triunfo para mí, y lo que él buscaba era el efecto contrario: destruir mi reputación. De allí se fue a toda prisa a Coney Island. De modo que cerca de las nueve de la noche, cuando respondió la llamada que anteriormente le había hecho Martinkowski, lo hizo desde Coney Island, minutos antes de asesinar al estudiante Gary Evans en Lucifer's Mansion. Esto lo verifiqué posteriormente al solicitar el registro de llamadas hechas desde su celular.

—Por eso Alan insistía en la hipótesis de que usted tenía que estar en el lugar del crimen para que éste no se efectuara —opinó Owens—. Su ausencia justificaría la ejecución de los asesinatos.

Victoria Seacrest no podía ocultar el fuerte sentimiento que la embargaba, una combinación de ira y tristeza.

—¿Pero cómo puede un desquiciado como ese infeliz aparentar tanta normalidad, después de cometer crímenes tan atroces? —inquirió, en lo que parecía ser más bien una pregunta retórica.

Brannagan, que estaba sentado a la derecha de Victoria, puso su mano izquierda sobre las manos de ella, como para tranquilizarla.

—¿Recuerdas lo que dijo Emily Conway sobre los asesinos seriales? Que tienen una gran capacidad para integrarse socialmente y llevar una vida aparentemente normal.

—«La máscara de la cordura». —apoyó Peter Bradshaw, sin levantar la vista de la servilleta sobre la que estaba dibujando.

—Justamente —confirmó Brannagan—. Y Emily Conway puso el ejemplo de Ted Bundy, quien luego de secuestrar, matar, violar, descuartizar y enterrar a una de sus víctimas, se reunió en un restaurant con varios amigos y pasó «una velada deliciosa», según sus propias palabras. A mí me ocurrió algo parecido, pues poco después de asesinar a Gary Evans en Coney Island, Alan Murdock se presentó tranquilo y fresco como una lechuga en la clínica donde yo me encontraba, sin expresar el más mínimo sentimiento de culpa o de arrepentimiento.

—Como si nada —agregó Martinkowski.

Owens seguía intentando atar los cabos sueltos.

—¿Pero por qué cree usted, teniente, que Alan Murdock le envió el último acertijo si ya había logrado sus objetivos, es decir, ya había conseguido desprestigiarlo, hacer que lo suspendieran y lo sacaran del caso? ¿Qué más podía pretender?

—Me imagino que quería darme la estocada final, el tiro de gracia —aventuró Brannagan—. Si ocurría otro asesinato, ese hecho muy probablemente aceleraría mi expulsión del cuerpo, dado que por mi culpa, por no haber podido detener a tiempo al «Asesino del Corazón Volteado», seguía muriendo gente a manos de ese criminal.

—Tiene sentido —reconoció Owens.

Brannagan hizo un gesto de pesar.

—A mí todavía me cuesta aceptar que Alan hubiese matado a tanta gente sólo por rencor.

—Por lo menos tenía un motivo —le dijo Martinkowski a modo de consuelo—. «El Francotirador de Washington» asesinó a diez personas sin motivo alguno.

—Yo diría que Alan Murdock tenía más de un motivo —le ripostó Corelli—. De hecho, tenía varios motivos: envidia, ira, soberbia… eso cubre casi la mitad de los Pecados Capitales. Súmenle a ese explosivo cocktail: rencor, frustración, deseo de venganza… Por mucho menos que eso Ted Bundy mató a más de treinta mujeres.

Peter Bradshaw seguía concentrado en el dibujo que había hecho en la servilleta. De pronto alzó la cabeza y levantó la voz.

—¡Ya está! ¡Por fin lo resolví! —exclamó entusiasmado.

—¿Resolviste qué? —le preguntó Corelli.

—¡El Rompecabezas de los Nueve Puntos!

—¿Y en qué consiste? —preguntó Maggie Osborn, intrigada.

Peter Bradshaw tomó otra servilleta y dibujó nueve puntos equidistantes entre sí, formando un cuadrado virtual:

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—Consiste en unir los nueve puntos con sólo cuatro líneas rectas, sin levantar el lápiz del papel y sin pasar dos veces por un mismo punto —le explicó, alcanzándole su bolígrafo.

Maggie Osborn tomó el bolígrafo y trazó varias líneas imaginarias sobre el gráfico, sin llegar a marcarlo.

Victoria Seacrest miraba a Peter Bradshaw y, por primera vez en tres semanas, sonrió.

Después de un par de minutos, Maggie Osborn estiró la mano y le devolvió el bolígrafo a Google.

—Me doy por vencida. Me parece que es imposible resolverlo como tú dices.

Peter Bradshaw tomó su bolígrafo y con mucha seguridad unió los nueve puntos «con sólo cuatro líneas rectas, sin levantar el lápiz del papel y sin pasar dos veces por un mismo punto».

—Ahora entiendo perfectamente el concepto «pensar fuera de la caja». —dijo. Y mostró orgulloso su gráfico:

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—¡Bienvenido a la División de Homicidios de NYPD! —exclamó Brannagan, al tiempo que levantaba su copa e invitaba a sus compañeros a hacer un brindis por Peter Bradshaw.

Victoria Seacrest apretó suavemente el brazo de Google, en señal de aprobación.

Corelli pidió un minuto de silencio por Ricky Vargas y ofreció un trago a su salud, «dondequiera que se encuentre».

Para impedir que la tristeza los embargara, de inmediato Stan Martinkowski propuso brindar por el ascenso del teniente Brannagan a Capitán de Homicidios.

Owens no se quedó atrás y obligó a todo el mundo a chocar sus copas para agasajar a la nueva Teniente de Homicidios Victoria Seacrest.

En ese momento se les unió James O'Malley copa en mano, y al rato el grupo entero estaba brindando a la salud de todo ser viviente.

Minutos después, Brannagan se levantó de su asiento e hizo el ademán de retirarle la silla a Margaret Osborn.

—Vámonos, Maggie —le dijo—. Te invito a cenar en un lugar más civilizado. Alejémonos de estos borrachos irrecuperables.

Salieron a la calle. A ambos lados de la entrada, varios periodistas fumaban con fruición mientras conversaban animadamente.

Una de las reporteras lo reconoció de inmediato.

—¿Un cigarrillo, capitán Brannagan? —le ofreció sonriente.

—Gracias —respondió el detective, y agregó, aunque todavía no muy convencido—: No fumo.

Brannagan y Maggie comenzaron a caminar, alejándose del sitio.

La reportera le preguntó de viva voz:

—¿Qué opina sobre la decisión de Alexander Connolly de retirar su candidatura para un tercer período?

Brannagan siguió caminando. Puso su brazo izquierdo sobre el hombro de Maggie. Y sin voltearse hizo un gesto de despedida con su mano derecha.

La periodista insistió y alzó aún más la voz:

—Según las últimas encuestas, parece que los neoyorkinos le quitaron el apoyo al alcalde. ¿Tiene algún comentario al respecto?

Brannagan se detuvo, giró hacia la reportera, sonrió y dijo:

—I Love New York!