Capítulo 21

A primera hora de la tarde, Owens y Martinkowski le transmitieron a Brannagan la información obtenida.

—¿Jeffrey Burke, eh? —comentó Brannagan mientras abría una caja de chicles—. Sí, lo recuerdo. Eso ocurrió hace ocho años, aproximadamente. El maldito era un corrupto de siete suelas. Y lo atrapamos con las manos en la masa, justo cuando sacaba de su locker dos kilos de cocaína que habían desaparecido de un enorme alijo de drogas capturado una semana antes. Le caímos encima en el preciso momento en que se disponía a meterlos en un bolso deportivo. No puedo entender cómo salió ahora en libertad condicional —agregó.

—Eso fue hace tres meses —complementó Owens—. Y esa fecha más o menos coincide con el inicio de la ola de crímenes del «Asesino del Corazón Volteado».

Brannagan oprimió el intercomunicador.

—Corelli —ordenó—, consígueme una copia del expediente de Jeffrey Burke, ¡pero que sea ya!

Veinte minutos después apareció Corelli con la información solicitada.

Brannagan tomó la carpeta y comenzó a revisarla con avidez.

—¡Es increíble! —exclamó—. No sólo estuvo preso cuatro años por los cargos que nosotros hicimos en su contra sino que volvió a la cárcel para cumplir otra condena por narcotráfico. ¡Y ahora lo dejan en libertad condicional!

—Tal vez salió por buena conducta —comentó Corelli.

—Ese tipo no sabe lo que es buena conducta —le refutó Brannagan.

—En todo caso —razonó Owens—, eso explicaría por qué está intentando vengarse ahora, y no hace cuatro años. —Y agregó, encogiéndose de hombros y abriendo las manos, como quien encuentra una respuesta que «se cae de madura»—: ¡Porque hace cuatro años volvió a caer preso!

Brannagan sacó de la carpeta una fotografía, y se la enseñó a sus colaboradores.

—Para aquellos de ustedes que no lo conocen, este es el individuo que buscamos.

La foto mostraba el retrato de un hombre blanco de unos cuarenta y cinco años que exhibía una marcada calvicie. Destacaban sus ojos pequeños, nariz prominente y labios muy delgados.

Brannagan siguió hojeando el expediente.

—Bueno, si salió en libertad condicional —dijo—, tiene que presentarse cada quince días en la oficina de su agente custodio. Por lo tanto, estaba obligado a dejar una dirección. A ver… A ver… «Última dirección conocida» —leyó—: 135-41 Main Street, apto. 6C, Flushing, Queens.

—Buenos días a todos —saludó Peter Bradshaw, acompañado de su inseparable laptop.

—Bradshaw —le ordenó Brannagan sin contestarle el saludo—, ubica esta dirección.

Sin entender lo que estaba pasando, Peter Bradshaw encendió su computadora portátil, abrió el programa Google Earth y eligió la opción Google Maps. Pidió que le repitieran la dirección, la introdujo en el recuadro «búsqueda» y enseguida informó:

—Es un edificio que está en la intersección de Kissena Boulevard, Main Street y la Avenida 41. Queda muy cerca de Kissena Park.

En ese momento entraron a la oficina de Brannagan Victoria Seacrest y Ricky Vargas.

—¿Kissena Park? —preguntó Victoria Seacrest sin saludar, como esperando una confirmación—. ¿No fue de Kissena Park desde donde hicieron la llamada al programa de radio de Tina Crowley?

—Es cierto —exclamó Vargas—. Vicky tiene razón.

—Martinkowski —le ordenó Brannagan—, consigue una orden de allanamiento con el juez Barker. ¡Pero hazlo ya!

Una orden de allanamiento, emitida por un juez, era un documento indispensable para ingresar legalmente en la morada de un individuo, aun en contra de la voluntad de éste.

Martinkowski salió disparado de la oficina de Brannagan.

—¡Vamos, vamos, que no hay tiempo que perder! —exclamó Brannagan tomando su chaqueta.

Bradshaw, Seacrest y Vargas siguieron a los otros detectives mientras trataban de comprender el origen de esa súbita movilización policíaca.

—Vengan, yo les explico en el camino —les dijo Corelli cuando entraban en el ascensor que los llevaría al sótano de estacionamiento.

Flushing era el más grande centro urbano de Queens, y el que exhibía una mayor diversidad étnica. A comienzos de los ochenta se había convertido en el núcleo de la comunidad asiática de ese distrito, integrada esencialmente por chinos y coreanos, y en menor medida, por hindúes, afganos y pakistaníes. En años posteriores, la población también había comenzado a incluir inmigrantes provenientes del Medio Oriente y Latinoamérica.

Main Street, la calle principal, se caracterizaba por una intensa y bulliciosa actividad comercial, un denso flujo peatonal y constantes embotellamientos de tráfico. Mercados de verduras y frutas exóticas, anunciadas en grandes letreros verticales con indescifrables ideogramas chinos; tiendas de hierbas medicinales, comercios que exhibían una miríada de productos del Lejano Oriente, iglesias, sinagogas, mezquitas e innumerables restaurantes étnicos eran las otras características que distinguían al sector.

El edificio señalado por Peter Bradshaw era una construcción de ladrillo marrón que tenía ocho pisos de altura. Erigido a finales de los años sesenta, en la actualidad el inmueble estaba habitado mayoritariamente por individuos de origen asiático.

Los vehículos de los detectives de Homicidios llegaron casi simultáneamente al sitio y se estacionaron en una calle aledaña, ante la imposibilidad de hacerlo en la calle principal. Martinkowski se les uniría más tarde, una vez que hubiese conseguido la orden de allanamiento.

En cuanto Brannagan se bajó del automóvil, un vaho caliente empañó sus anteojos de sol, por la diferencia de temperatura entre el aire acondicionado del interior del vehículo y el abrasador calor que no daba tregua en ese ardiente verano neoyorkino.

—Owens, Bradshaw, vigilen las salidas de emergencia —ordenó Brannagan quitándose los lentes de sol, al tiempo que señalaba las escaleras de incendio exteriores—. Vargas, Corelli, quédense en la entrada principal, por si Burke intenta escapar por alguno de los ascensores. Vicky, tú vienes conmigo.

La elección de Victoria Seacrest para que lo acompañara al interior del inmueble no fue una decisión tomada al azar: la sargento de detectives había ganado por tercer año consecutivo la competencia de tiro contra un blanco móvil.

El maltrecho y quejumbroso ascensor se detuvo en el sexto piso. A lo largo de un pasillo mal iluminado se distribuían apartamentos en ambas direcciones. Grandes manchas de humedad vestían las deterioradas paredes. Una estrecha alfombra, raída por el paso de los peatones y del tiempo, cubría todo el pasillo. Los detectives amartillaron sus armas y se acercaron sigilosamente a la vivienda identificada con el 6C. Mediante señas, Brannagan le indicó a Victoria Seacrest que se ubicara al otro lado de la puerta del apartamento.

—¡Jeffrey Burke —exclamó Brannagan—. Es NYPD. Abra la puerta!

En el interior de la vivienda se escucharon gritos, imprecaciones y carreras nerviosas que derribaban lámparas, vasos y otros objetos, fruto de la precipitación.

Sin pensarlo dos veces, Brannagan pateó la puerta con tal violencia que la cerradura cedió al instante. La puerta se abrió y los detectives se encontraron frente a frente con Jeffrey Burke, que estaba descalzo y vestía únicamente unos calzoncillos cortos. Con su brazo derecho tenía enganchada por el cuello a una mujer joven de rasgos asiáticos, a modo de escudo humano, mientras le apuntaba a la cabeza con una pistola que sostenía en su mano izquierda. La chica, que estaba en ropa interior, se veía aterrorizada. Victoria Seacrest no pudo dejar de notar que la muchacha tenía puestos unos zapatos de tacones altos. Brannagan y Seacrest apuntaban sus armas directamente a la cabeza de Jeffrey Burke.

—Baja el arma y suelta a la chica —le aconsejó Brannagan—. Sólo queremos hablar contigo.

Jeffrey Burke se acercó a la ventana arrastrando a la muchacha, sin dejar de apuntarle a la cabeza. Aparentemente intentaba huir por la escalera de incendios.

—¡Maldito seas, Brannagan! —gritó—. ¡No voy a pudrirme en la cárcel por tu culpa!

En ese momento, y presa de la desesperación, la muchacha de rasgos asiáticos levantó su pierna izquierda y clavó el afilado tacón de su zapato en el pie desnudo de Burke. El agudo dolor hizo que Burke soltara a la chica y por reflejo disparara un tiro que fue a dar al cielo raso, sobre las cabezas de los detectives. En esa fracción de segundo, Brannagan y Seacrest le descerrajaron simultáneamente dos disparos en la cabeza.

La muchacha corrió despavorida, se desplomó sobre un desvencijado sofá y comenzó a llorar histéricamente, al tiempo que se estremecía en forma incontrolada. Brannagan y Seacrest se acercaron al cuerpo sin vida de Burke. Brannagan alejó con un pie el arma del ex policía.

Owens, Bradshaw y Corelli entraron precipitadamente en la habitación, armas en mano.

—Llama a la jefatura y diles que envíen una ambulancia —le ordenó Brannagan a Owens.

Los vecinos del piso comenzaron a reunirse en la puerta del apartamento, empinándose unos sobre otros tratando de adivinar desde afuera qué había pasado adentro. Se escuchaban comentarios en varias lenguas asiáticas.

—Bradshaw, aparta a esa gente de aquí —dijo Brannagan—. Corelli, llama al forense Goodwin para que venga a hacer el levantamiento del cadáver.

Victoria Seacrest se acercó a la chica y la cubrió con una cobija. En ese momento arribaron al sexto piso Vargas y Martinkowski, que enarbolaba una orden de allanamiento.

—NYPD, abran paso —exigió Vargas a los fisgones, mostrando su placa.

Una vez alejados los curiosos, los detectives se dedicaron a examinar el sitio. Vargas encontró sobre la cama de la habitación un ejemplar del Daily Views abierto en sus páginas centrales. En ellas había un artículo relativo al «Asesino del Corazón Volteado», ilustrado con una fotografía en la que aparecían varios policías, entre ellos, Brannagan. El rostro del teniente de Homicidios estaba destacado por un círculo, trazado con un bolígrafo repetidas veces, en forma obsesiva.

Vargas se puso unos guantes de látex, tomo el periódico y se lo llevó a Brannagan.

—Bueno, parece que nuestra búsqueda ha terminado, teniente —dijo, mostrándole el periódico.

A los pocos minutos, Peter Bradshaw se acercó sosteniendo un pequeño sobre de polietileno que contenía un polvo blanco.

—Mire, teniente. «Árbol que nace torcido…» —comentó, sin terminar el refrán.

—¿Dónde encontraste ese sobre? —preguntó Brannagan.

—En el baño, junto con una docena más. Y en el inodoro hay restos de polvo blanco esparcido por todo el lugar. Aparentemente quiso deshacerse de las pruebas comprometedoras.

—También encontramos en la mesa del comedor una pequeña balanza y unas cucharillas —informó Martinkowski—. Sin duda las utilizaba para pesar las cantidades de droga que introducía en los sobres.

—¡Y es de la buena! —confirmó Corelli, luego de introducir su dedo meñique en uno de los envoltorios y poner el polvillo en la punta de su lengua.

—Necesito un informe detallado sobre la cantidad de droga encontrada en el apartamento —ordenó Brannagan. Y agregó—: ¡No quiero que después, por arte de magia, aparezca sólo la mitad!

Victoria Seacrest se acercó al grupo portando una pequeña libreta roja.

—Mire, teniente, en esta libreta aparecen más nombres que en el directorio telefónico.

Brannagan tomó la libreta y la examinó someramente, haciendo correr las páginas con su dedo pulgar. Efectivamente, las páginas interiores estaban llenas de nombres escritos con una caligrafía poco clara. Frente a cada uno de ellos se apreciaba una cifra, que variaba entre quince y cien. Algunas de las cifras aparecían tachadas.

—Esto parece ser una forma de contabilidad elemental —opinó Brannagan—. Probablemente se trate de las cantidades de dinero que los compradores de drogas debían a Jeffrey Burke.

Brannagan devolvió la libreta a Victoria Seacrest.

—Envíala a la División de Investigación Científica —le dijo—. Tal vez sus expertos en caligrafía forense nos puedan decir si la persona que hizo esas anotaciones es diestra o zurda.

La muchacha de los rasgos asiáticos se había vestido y lucía más calmada, aunque todavía sollozaba intermitentemente en el sillón de la sala.

—Vicky, saquemos a la chica de aquí y llevémosla a la jefatura para que haga una declaración completa sobre su relación con Jeffrey Burke. No quiero que la acose la prensa y distorsione su testimonio.

En ese momento entraron al apartamento varios policías uniformados de la Comisaría 107, aparentemente alertados por algún vecino que había escuchado los disparos. Detrás de ellos venían los medios de comunicación, como era de esperarse.

Brannagan se identificó rápidamente con los uniformados y les solicitó que aislaran la escena del crimen. A continuación se volteó hacia Vargas y Corelli.

—Asegúrense de que nadie entre al apartamento hasta que lleguen el forense Goodwin y los expertos de la División de Investigación Científica. Que Owens y Martinkowski se ocupen de la prensa. Bradshaw, tú vienes con nosotros —exclamó. Acto seguido, el teniente de Homicidios, Victoria Seacrest y la chica de ojos oblicuos comenzaron a abrirse paso entre la multitud de periodistas que, con gritos atropellados, exigían información sobre el suceso.

Cherry Wang, que así se llamaba la chica de los rasgos asiáticos, resultó ser una call girl que había concertado una cita de carácter sexual con Jeffrey Burke a través de un servicio telefónico. Negó tener relación alguna con el tráfico de drogas, aunque reconoció haber consumido cocaína durante su encuentro con el ex policía. Después de firmar su declaración fue dejada en libertad, con el compromiso de acudir a la jefatura de policía si su presencia fuese requerida nuevamente.

Brannagan escribió un detallado informe sobre los sucesos acaecidos durante la jornada. Sacó dos copias del mismo, envió el original al jefe Murphy y una copia al comisionado Anderson. Guardó la segunda copia en su escritorio, lo cerró con llave y se fue a dormir.

A las once de la mañana del día siguiente, Victoria Seacrest le informó sobre los resultados del peritaje caligráfico realizado a la pequeña libreta roja encontrada en el apartamento de Jeffrey Burke.

—Aunque se trata de un informe preliminar —adelantó la Seacrest—, los expertos en caligrafía forense afirman que existe una alta probabilidad de que la persona que escribió en esa libreta sea zurda.

—¿Qué tan alta? —preguntó Brannagan.

—Cercana al sesenta por ciento. Pero insisten en que el resultado no es concluyente, que necesitan hacer más pruebas. La única razón por la que entregaron este informe preliminar se debe a la urgencia con que solicitamos la información.

—Me parece razonable. De todos modos, una probabilidad cercana al sesenta por ciento es bastante elevada, ¿no crees?

—Así es, teniente —respondió la Sargento Primero de Detectives y se retiró de la oficina.

Brannagan desplegó los tabloides sensacionalistas que Beatrice Barrows había puesto perfectamente doblados sobre su escritorio. Ambos diarios traían en primera página la noticia sobre la muerte de Jeffrey Burke.

ABATIDO EX POLICIA EN QUEENS titulaba el Daily Views, para agrega en el subtítulo:

Se Cree Que se Trata del «Asesino del Corazón Volteado».

Brannagan se puso furioso y oprimió el intercomunicador.

—¡Owens y Martinkowski, a mi oficina. Enseguida!

Los detectives mencionados se presentaron inmediatamente.

—¿Qué ocurre, teniente? —preguntó sorprendido Clifford Owens.

Brannagan les enseñó la primera plana del Daily Views.

—¿Cómo es que la prensa llegó a la conclusión de que se trataba del «Asesino del Corazón Volteado»?

—Es mi culpa, teniente —reconoció Stan Martinkowski—. Los reporteros se pusieron fastidiosos y presionaron tanto que tuvimos que decirles la verdad.

—¿No creen que se precipitaron un poco, considerando que la investigación todavía está en curso?

—Quizás tenga razón, teniente —intervino Clifford Owens—, pero como dice BigNews…

En ese momento entró Beatrice Barrows.

—Con su permiso, teniente —dijo la chica, portando un humeante mug de café que dejó sobre el escritorio del policía. Acto seguido, se acercó al televisor de plasma que colgaba de una de las paredes y lo encendió.

—El alcalde está dando una rueda de prensa. Creo que les interesará escucharlo.

Todos los presentes se voltearon hacia el televisor. Beatriz Barrows abandonó la oficina discretamente.

Alexander Connolly se veía exultante. Levantó un ejemplar del New York Globe y lo mostró a cámara. El tabloide titulaba en su primera página, con grandes letras:

¡SE ACABÓ!

Y en el subtítulo, con letras más pequeñas:

Ultimado «Asesino del Corazón Volteado».

Brannagan movió la cabeza en un gesto de desaprobación.

«La impecable actuación de los agentes del orden», informó el Alcalde, «coordinada y apoyada decididamente por mi despacho, puso fin ayer a la carrera del delincuente conocido como “El Asesino del Corazón Volteado». Así termina una de las más prolongadas pesadillas que haya vivido Nueva York en los últimos años. Pero este resultado no me sorprende. Yo siempre confié en que el Departamento de Policía de Nueva York resolvería prontamente este caso. Por eso le asigné sin vacilar todos los recursos humanos y materiales que me solicitaron, y personalmente me aseguré de que…”

Brannagan apagó el televisor con el control remoto.

—Bueno —dijo resignado—. No hay nada que hacer. La noticia ya está en boca de todo el mundo.

Se oyó la voz de Beatrice Barrows por el intercomunicador.

—Tiene varias llamadas de los medios de comunicación, teniente. Desean entrevistarlo en relación con el caso del «Asesino del Corazón Volteado». Quieren saber si pueden venir esta tarde como a las…

—Esta tarde, no —la interrumpió Brannagan—. No estoy de humor para responder preguntas incómodas. Además, mi gente y yo nos vamos a tomar la tarde libre, que bien ganada la tenemos. Avísale al resto del equipo que nos reuniremos a la una en punto en O'Malley's.

A la hora señalada se apareció en O'Malley's Irish Pub el grupo de tarea que había acompañado a Brannagan durante toda la investigación.

O'Malley's era un pub de estilo victoriano, en el que destacaba la abundancia de espejos biselados y cristales pintados. Sus pisos relucían con baldosas decorativas bellamente elaboradas con diseños clásicos y elegantes.

Paredes enchapadas con madera oscura, herrajes y adornos de bronce, una generosa barra con tope de madera de teca muy pulida y brillante; y lámparas de pared en hierro forjado, que imitaban faroles alumbrados con gas, recordaban los acogedores sitios de reunión del Dublín del siglo diecinueve, donde, al caer la tarde y al calor de una reconfortante botella de whisky, los hombres de negocios se reunían para hablar de política y de mujeres hermosas.

Como ya era característico de los viernes después del mediodía, una alegre y bulliciosa concurrencia copaba todos los espacios del local.

James O'Malley se acercó sonriendo en cuanto los detectives se sentaron a la mesa.

—Ya me enteré de la noticia. ¡Felicitaciones, teniente! Usted y su equipo han hecho una excelente labor… ¡y eso hay que celebrarlo! La primera botella va por la casa —dijo—. Repentinamente se volvió hacia Peter Bradshaw.

—¿Y este niño tiene edad suficiente para beber alcohol? —James O'Malley esbozó una amplia sonrisa y a medida que se alejaba comentó—: Cada día se gradúan más jóvenes.

Los policías se veían contentos y satisfechos. El único que tenía una expresión seria era Brannagan.

—Relájese, teniente —le sugirió Clifford Owens—. Como dijo el alcalde Connolly, la pesadilla ya terminó.

Brannagan lo escuchó en silencio, vaciló un instante y luego sonrió.

—¡Carajo, tienes razón! —exclamó, y enseguida estiró la mano para alcanzar la botella de whisky irlandés que James O'Malley acababa de poner en su mesa.

La tarde transcurrió entre tragos y risas, en un ambiente muy distendido.

—¡Hay que reconocer que Emily Conway acertó por todo el medio! —comentó Vargas, mientras se servía su tercer vaso de whisky.

—Es cierto —lo secundó Vincent Corelli—. No sólo identificó al asesino como un ex policía sino también coincidió en las razones que lo motivaban: rencor, revanchismo, deseo de venganza…

—A mí lo que me sorprende es la preparación y el entrenamiento que tiene esa gente —opinó Victoria Seacrest. Y agregó—: ¡Es que la señora Conway no se equivocó en nada! No solamente habló de un ex policía, como menciona Corelli, sino que sugirió que podría tratarse de un ex agente que posiblemente habría sido expulsado del cuerpo por corrupción; y que la expulsión la habría realizado el teniente Brannagan. ¡Y eso es exactamente lo que ocurrió!

—¡Parece cosa de brujería! —apoyó Stan Martinkowski.

Peter Bradshaw no opinaba, pues estaba concentrado tratando de resolver «El rompecabezas de nueve puntos» en una servilleta de papel.

—¡No me digas que aún no lo has resuelto! —exclamó Brannagan, incrédulo.

—La verdad es que no he tenido mucho tiempo para dedicarle a este asunto —se defendió Peter Bradshaw.

—¡Pero si es muy fácil! —le adelantó Victoria Seacrest, arrancándole el bolígrafo de la mano—. Sólo tienes que trazar una recta continua desde aquí…

En ese momento sonó el celular de Brannagan. El teniente de Homicidios levantó una mano en señal de que quería un poco de silencio.

—Es mi secretaria —informó—. Cuéntame, Betty, ¿qué ocurre? No, no te preocupes, no estás interrumpiendo nada. Esta es sólo una reunión de borrachos irrecuperables —agregó sonriendo.

La sonrisa se le congeló en el rostro.

—Comprendo —dijo—. Vamos para allá enseguida.

—¿Qué pasa, teniente? —preguntó Victoria Seacrest.

—Betty me acaba de informar que apareció un nuevo acertijo en mi computador.