Capítulo 22

BRANNAGAN y sus colaboradores salieron precipitadamente del ascensor y se dirigieron hacia la oficina del teniente de Homicidios sin saludar a nadie. Beatrice Barrows corrió tras ellos.

—Me disponía a dejar unos informes sobre su escritorio —reveló—, cuando escuché el sonido que indicaba que había entrado un nuevo mensaje en su computador. Me acerqué al monitor para ver si era algo importante y allí estaba —dijo, apuntando hacia el aparato.

Brannagan se aproximó a la pantalla. Allí estaba, sin duda. Leyó el mensaje con la máxima celeridad que le permitían sus ojos. Luego se dejó caer sobre su poltrona, completamente abatido.

Peter Bradshaw fue el último en entrar en la oficina, pero el primero en hablar.

—¿Incluye la palabra sabihondo, teniente? —preguntó con ansiedad, y agregó, esperanzado—: Porque si no la incluye…

Brannagan estalló:

—¡Sí, la incluye, maldita sea! ¡La incluye! ¡Y también incluye el malparido logotipo «I Love New York» con el hijo de puta corazón volteado! —exclamó, al tiempo que se levantaba y empujaba violentamente su poltrona. Las ruedas hicieron que la silla rodara peligrosamente hacia la ventana. Corelli la detuvo.

La ira de Brannagan podía expresarse en términos matemáticos: la cantidad de obscenidades que profería era directamente proporcional al tamaño de su problema.

—No entiendo nada —musitó Victoria Seacrest, mientras se acercaba cautelosamente al monitor—. Se suponía que habíamos agarrado al tipo. Todo coincidía.

Los demás miembros del equipo rodearon el computador y también se asomaron a la pantalla.

A diferencia de los mensajes anteriores, el nuevo acertijo incluía una pequeña introducción:

Estoy realmente furioso contigo, Brannagan. Es el colmo que me hayas confundido con un perdedor como Jeffrey Burke. Y además, que lo hayas proclamado a los cuatro vientos en todos los medios de comunicación. Eso me obliga a adelantar mis planes, así que aquí te dejo esta perlita:

REPTA EN LA OSCURIDAD PERO TÚ NO LE TEMES. TE PUEDE ENGULLIR PERO TÚ TE LO COMES.

Dos espacios más abajo había escrito:

¿Necesito recordarte, sabihondo, lo que sucederá si no lo resuelves antes de las nueve de la noche de este infortunado día?

Dos espacios aún más abajo, se leía:

Pista: Saludos de Warren Dubin.

Como ya era costumbre, el mensaje terminaba con el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado.

—¿Quién carajos es Warren Dubin? —preguntó en voz alta Ricky Vargas.

Peter Google Bradshaw ya tenía la respuesta. Sin levantar la vista de su laptop informó:

—En realidad se trata de dos personas, Harry Warren y Al Dubin. Son unos compositores musicales que…

Stan Martinkowski no lo dejó continuar.

—¡Lo que nos faltaba! —exclamó—. ¡Un par de músicos, para que sigamos bailando al son de la melodía que nos quiere imponer el maldito bastardo. ¡Es el colmo de la desfachatez!

Brannagan estaba distraído y no prestaba atención a lo que ocurría a su alrededor. Parecía fuera de sí. Registraba sus bolsillos en forma compulsiva. Luego abrió los cajones de su escritorio y revolvió frenéticamente el interior de ellos. Como su búsqueda resultó infructuosa, rugió:

—¡¿Es que no hay un maldito cigarrillo en esta maldita oficina?!

Beatriz Barrows acudió presurosa en su ayuda: le entregó una caja de chicles sin abrir. Brannagan la rompió con avidez y se echó dos pastillas a la boca. «Mala época para dejar de fumar», rumió para sí mismo.

Clifford Owens decidió tomar el toro por las astas.

—Recapacitemos un poco —dijo—, a ver si ordenamos nuestras ideas. ¿Por qué pensamos que Jeffrey Burke era nuestro hombre?

—Porque de acuerdo con el análisis de Emily Conway —le respondió Vincent Corelli—, todo indicaba que Burke era el «Asesino del Corazón Volteado». Primero, le aseguró a Leroy Williams, su compañero de celda, que iba a vengarse de la policía, y especialmente del teniente Brannagan, el oficial que lo había expulsado de la fuerza. Ahí estaba el motivo.

Corelli se volteó hacia Brannagan.

—Además, en el apartamento de Burke encontramos una foto en la que usted, teniente, aparecía encerrado en un círculo dibujado repetidas veces, casi con furia, diría yo, lo cual evidenciaba que estaba obsesionado con usted.

—A mí no me cabe duda de que hay gente que me odia —le ripostó Brannagan, algo más calmado—. Gente que cada vez que ve mi foto en los periódicos la rompe o la raya con mucha rabia. Y seguramente hay muchos policías corruptos que quisieran vengarse de mí, pero eso no los transforma automáticamente en asesinos. En el mejor de los casos, esas serían evidencias circunstanciales.

—También está el hecho de que los asesinatos comenzaron a ocurrir hace tres meses —intervino Stan Martinkowki—. Justo cuando Jeffrey Burke abandonó la prisión.

—Esa puede ser simplemente una coincidencia —insistió Brannagan—. Tampoco prueba nada.

—Y no olvidemos que Jeffrey Burke vivía cerca de Kissena Park —resaltó Peter Bradshaw—. El sitio desde donde se hizo la llamada al programa de Tina Crowley.

—«Cerca de Kissena Park»… —repitió Brannagan con un dejo de cansancio. Aspiró profundamente y agregó—: Como los otros doscientos mil habitantes de Flushing.

Victoria Seacrest no se quedó atrás:

—También resultó que el tipo era zurdo. —Caviló un poco y concluyó—: Son muchas coincidencias, teniente.

—Pero tú misma dijiste, Vicky, que el resultado del examen de caligrafía forense no era concluyente —le recordó Brannagan—. Insisto: todas las evidencias que han mencionado son circunstanciales. Revisamos minuciosamente el apartamento de Burke y no encontramos ninguna evidencia física que lo relacionara con los asesinatos, como podría ser un objeto perteneciente a alguna de las víctimas; o el arma homicida, que sigue sin aparecer.

—Pero a veces la suma de las evidencias circunstanciales es tanto o más valiosa que una evidencia física —le ripostó Victoria Seacrest—. De hecho, algunos criminales han sido condenados tomando en consideración únicamente evidencias circunstanciales.

Brannagan se notaba muy inquieto e irritable. Hizo un esfuerzo para controlarse.

—Mira, Vicky, comprendo tu confusión y también tu frustración. Es más, tengo que reconocer que yo también me dejé llevar por los planteamientos de Emily Conway, pues me parecieron muy consistentes. Además, todas las averiguaciones realizadas por nosotros señalaban en la dirección de Jeffrey Burke. Eran demasiadas coincidencias, como tú bien lo mencionas. Pero tenemos que aceptar los hechos. Y los hechos nos indican que Jeffrey Burke está muerto y que yo he recibido un nuevo acertijo.

Clifford Owens decidió intervenir.

—Pero no hemos considerado lo más importante —advirtió—. Si Jeffrey Burke no era «El Asesino del Corazón Volteado», ¿entonces por qué prefirió enfrentarse a balazos con nosotros en lugar de simplemente entregarse y volver a prisión por otros cuatro años?

—Esa inquietud me estuvo rondando en la cabeza durante toda la noche —confesó Brannagan—. Y llegué a una conclusión: Jeffrey Burke sabía que esta vez le iban a aplicar la Ley del Tercer Delito. No olviden que Burke había cumplido condena por tráfico de estupefacientes en dos oportunidades anteriores.

«La Ley del Tercer Delito», implementada en muchos estados norteamericanos como medida para desestimular la reincidencia de los criminales, establecía que si un delincuente era inculpado por tercera vez por un mismo delito grave, como secuestro, violación, homicidio o tráfico de drogas, sería condenado a cadena perpetua, sin posibilidad de salir en libertad condicional, ni siquiera en un futuro lejano.

—¿No recuerdan lo que dijo Burke antes de disparar contra nosotros? —argumentó Brannagan—. «Que no se iba a pudrir en la cárcel por mi culpa». Que no se iba a pudrir en la cárcel —enfatizó—. ¿Qué nos indica eso? Que él conocía esa ley y sabía que esta vez pasaría el resto de su vida en prisión. Por eso primero intentó deshacerse de las pruebas que lo inculpaban, y al no lograrlo, decidió huir. Como no pudo escapar, prefirió enfrentarnos a balazos antes que volver a la cárcel.

Brannagan miró alternativamente a Owens y a Martinkowki.

—Lo dije y lo repito: ustedes se apresuraron en aseverarles a los medios de comunicación que habíamos eliminado al «Asesino del Corazón Volteado». Ahora estamos metidos en un tremendo lío, especialmente con el alcalde Connolly; y si no resolvemos el acertijo en las próximas dos horas —miró su reloj, que marcaba las cinco de la tarde—, ¡vayan desocupando sus escritorios, porque de aquí nos van a botar a todos!

Brannagan volvió a mirar su reloj y recordó que no habían almorzado. Se volteó hacia Peter Bradshaw y le ordenó:

—Bradshaw, consíguenos algo de comer. ¡No vamos a salir de esta oficina hasta que encontremos la solución del maldito acertijo!

Stan Martinkowski no pudo contenerse. Miró con expresión amenazante a Google y le advirtió:

—¡Que no se te ocurra pedir otra vez ese Gucci o Pucci…!

Sushi, BigNews, sushi —le corrigió Peter Bradshaw, y agregó—: No te preocupes, no voy meterme en líos otra vez, así que voy a ordenar que nos traigan simplemente unos emparedados.

—Bueno —dijo Brannagan al tiempo que se levantaba de su silla—, sigamos esta discusión en la sala de reuniones. Allá por lo menos el aire acondicionado funciona, y vamos a estar más cómodos que en esta oficina.

El intenso calor no daba tregua en Manhattan.

Cuando Beatrice Barrows entró en la sala de reuniones empujando el carrito con café y pastelillos, Brannagan terminaba de escribir el acertijo en la pizarra.

—Se ve que el bastardo está muy disgustado —comentó Corelli—, pues adelantó en varios días la fecha escogida para su próximo crimen.

—Parece que herimos su amor propio —apoyó Martinkowski.

—Bueno, no le demos más vueltas a ese asunto —reclamó Brannagan—. Concentrémonos en resolver el acertijo, que nos queda muy poco tiempo. —Se volteó hacia la pizarra y leyó:

—«Repta en la oscuridad pero tú no le temes». ¿A qué carajos se puede referir con esto?

Victoria Seacrest fue la primera en hablar.

—Personalmente yo le tengo terror a cualquier cosa que repte en la oscuridad —confesó—. Así que no me imagino qué pueda ser.

Vargas fue más analítico.

—Si examinamos la segunda frase —hizo notar—, veremos que existe una tremenda contradicción con la primera. Fíjense: por un lado dice que «repta en la oscuridad pero tú no le temes». Y luego agrega: «te puede engullir pero tú te lo comes». ¿Cómo es posible que no le tengas miedo a algo que repta en la oscuridad y que además te puede engullir?

—No sólo eso —intervino Owens—. Tú terminas comiéndote ese algo que te puede engullir. No tiene sentido.

—A menos que sea una ballena —aportó Martinkowki.

Corelli no pudo dejar pasar la oportunidad de burlarse del polaco.

—¿Y cuántas ballenas has visto tú reptar en la oscuridad, BigNews?

Brannagan permanecía en silencio, tamborileando nerviosamente los dedos sobre la mesa. De pronto se levantó y dijo:

—Sigan intentándolo. Yo voy al baño a refrescarme un poco, a ver si logro despejar mi cabeza.

Tratar de resolver un acertijo bajo presión, después de haber bebido varios whiskies, se hacía muy cuesta arriba.

Peter Bradshaw acababa de ingresar a la sala de reuniones cuando escuchó el diálogo entre Martinkowski y Corelli. Decidió intervenir en la discusión.

—Lo único que repta en la oscuridad, y que además puede engullirte, es una anaconda —afirmó, mientras sus dedos bailaban frenéticamente sobre el teclado de su laptop.

—¡Ajá! Aquí está —exclamó al ver aparecer la información que estaba buscando, y leyó—:

«La anaconda verde es la serpiente más grande del mundo. Puede alcanzar una longitud de diez metros, tener un diámetro corporal de más de cincuenta centímetros y pesar más de doscientos veinte kilos. Habita en los ríos y pantanos de Sudamérica, especialmente en la selva amazónica. La anaconda es carnívora, y aunque no es venenosa, puede engullir animales de gran tamaño».

—¿Incluso una persona? —preguntó Martinkowski.

Peter Bradshaw siguió leyendo:

«Normalmente se alimenta de otros reptiles, algunos mamíferos, pescados y aves».

Buscó más abajo en el texto y dijo:

—¡Ajá! Aquí está la respuesta a tu pregunta, BigNews:

«La anaconda puede tragarse a una persona, un niño o quizás un adulto pequeño, aunque los ataques a humanos son escasos».

—¿Y será que los indios del Amazonas comen anacondas? —volvió a preguntar Martinkowski—. Digo, por aquello de «te puede engullir pero tú te lo comes».

—Yo insisto en que aquí hay algo que no concuerda —reiteró Vargas—. Si la anaconda puede zamparse a un ser humano, ¿cómo es que la gente no le teme, como dice el acertijo?

—Había una película en la que una anaconda se tragaba a un tipo —recordó Corelli—. La protagonizaba Jennifer López.

¿Jennifer López? —preguntó extrañado Brannagan, al tiempo que entraba en la sala, después de regresar del baño—. ¿Pero qué coños han estado haciendo durante mi ausencia? ¿Ustedes creen que esto es un maldito juego? ¿Es que nunca van a terminar de entender que los acertijos son tramposos, y que se expresan en forma metafórica, figurativa?

—No se altere, teniente —le aconsejó Ricky Vargas—. Precisamente estábamos viendo si era posible encontrar una metáfora a partir de las anacondas, teniendo en cuenta que el acertijo dice que «repta en la oscuridad y te puede engullir…».

—¿Y qué carajos tiene que ver Jennifer López en todo esto…?

—Con permiso —interrumpió Beatrice Barrows entrando en la sala de reuniones con dos grandes bolsas de papel color marrón.

—Aquí está la comida que ordenaron —informó, y puso las bolsas sobre la mesa.

Victoria Seacrest se volteó hacia Beatriz Barrows en forma automática, simplemente porque había escuchado su voz, pero cuando vio el nombre impreso en las bolsas de emparedados experimentó una vivencia muy parecida a una revelación mística:

—¡Subway! —exclamó con vehemencia—. ¡El malnacido va a atacar en el subway!

—¿De qué hablas, Vicky? —preguntó Vargas, sorprendido.

—¿Es que no lo ven? ¡La solución del acertijo es «subway»!

Todos los presentes lucían desconcertados.

—Google —dijo la Seacrest dirigiéndose con ansiedad a Peter Bradshaw—: ¿Qué decía el experto en acertijos? Me refiero al asunto de los bloques…

Peter Bradshaw se desconcertó, pues no esperaba que le lanzaran una pregunta a boca de jarro. Su mente comenzó a girar como un disco duro buscando un archivo. Luego de un instante respondió:

—Ah, sí: que la mejor manera de resolver un acertijo era dividir el texto en bloques, y tratar de encontrar la solución para el primero de ellos; y luego ver si esa solución también encajaba en los otros bloques. Y que si esto ocurría, esa era la única solución posible para el acertijo.

Victoria Seacrest se dirigió apresuradamente hacia el pizarrón y tomó un marcador. La respiración acelerada que evidenciaban sus generosos pechos revelaba que la Sargento Primero de Detectives era presa de una gran agitación.

—«Repta en la oscuridad pero tú no le temes» —leyó, denotando que le faltaba el aire. Se volvió hacia sus compañeros y preguntó—: Metafóricamente, ¿qué repta en la oscuridad y nadie le teme? —Sin esperar respuesta, escribió encima de la frase que había leído: subway. Y subrayó la palabra con decisión.

Brannagan se puso de pie.

—«Te puede engullir…». —leyó la Seacrest—. ¿Figurativamente, qué te puede «engullir», es decir, llevarte en su interior? —volvió a preguntar. Acto seguido giró hacia la pizarra y escribió: subway. Y subrayó la palabra.

Brannagan y los demás detectives se acercaron a la pizarra.

—«…pero tú te lo comes». —leyó la Seacrest—. La respuesta es siempre la misma —agregó, señalando las bolsas que contenían los emparedados, y enseguida escribió subway al lado de la frase. Y volvió a subrayar la palabra. Hecho esto, soltó el marcador sobre la mesa y se dejó caer en una de las sillas, exhausta por la emoción del descubrimiento que había hecho.

Brannagan estaba estupefacto. En los siguientes minutos sus ojos recorrieron varias veces el pizarrón buscando alguna falla en el argumento de la Seacrest. Finalmente terminó por convencerse de la solidez del mismo.

—¡Está bien. Está bien! —exclamó—. El razonamiento de Vicky es impecable. El malparido va a atacar en el subway. No cabe duda. ¿Pero dónde? ¿Dónde carajos va a atacar? —repitió con ansiedad mientras caminaba nerviosamente de un lado a otro de la sala. De pronto se detuvo con brusquedad, miró a Vargas y le ordenó:

—¡Consíguenos un mapa descriptivo del sistema de trenes subterráneos de Nueva York, pero de prisa!

—No es necesario —intervino Peter Bradshaw—. Acabo de entrar en la página de MTA, la Autoridad Metropolitana de Transporte. Ya ubiqué el mapa del New York City Subway. Si quiere, lo puedo proyectar en el pizarrón.

—¡Hazlo! ¡Hazlo! —exclamó Brannagan, mirando su reloj con preocupación.

Peter Bradshaw conectó su laptop al proyector digital que había en la sala. De inmediato apareció sobre el pizarrón blanco una imagen ampliada del diagrama que solicitaba Brannagan. El mapa mostraba una maraña de líneas de diferentes colores que cubrían cuatro de los cinco distritos de Nueva York: Bronx, Brooklyn, Manhattan y Queens.

—¡Ahora sí que nos jodimos! —comentó Clifford Owens—. El maldito puede atacar en cualquier parte, en cualquiera de las cientos de estaciones. O durante cualquier trayecto.

El sistema de transporte subterráneo de Nueva York era uno de los más antiguos y extensos del mundo, con veinticuatro líneas, cuatrocientas sesenta y ocho estaciones operativas y trescientos sesenta y nueve kilómetros de rutas. En promedio transportaba más de cinco millones de pasajeros diarios en días de semana, casi tres millones los días sábados y más de dos millones los días domingos.

—Pero tiene que haber una manera de saber dónde va a atacar —exclamó Corelli, observando de cerca el mapa del New York Subway—. ¡Tiene que haberla!

—Revisemos otra vez el correo electrónico —sugirió Brannagan, dejándose caer en su silla—. El maldito bastardo dejó una pista.

Victoria Seacrest examinó apresuradamente sus apuntes.

—Aquí está —dijo. Y leyó—: «Pista: Saludos de Warren Dubin».

—¿Quién carajo es Warren Dubin? —preguntó Brannagan.

Peter Bradshaw recurrió a su computador otra vez.

—En realidad son dos personas, teniente: Harry Warren y Al Dubin. Forman una pareja de compositores que ha escrito melodías y canciones para varias películas y musicales de Broadway. Hace un rato yo mencioné este hecho pero a nadie pareció importarle —se defendió.

—¿Una pareja de compositores que escribe canciones para películas y musicales…? —repitió Brannagan, un poco desilusionado—. ¿Y se puede saber cuáles son esas películas? —preguntó, como por no dejar.

Peter Bradshaw ya había abierto la página en su buscador. Leyó:

«Gold Diggers».

«Footlight Parade».

«The Singing Marine», y la más famosa de todas,

«42nd Street».

«¡42nd Street!». —exclamó Brannagan, brincando de su silla—. ¡El maldito hijo de puta va a atacar en la estación del subway de la Calle 42!