Capítulo 19

EMILY Conway entró en la sede principal del Departamento de Policía de Nueva York cuando faltaban cinco minutos para las nueve de la mañana del jueves 23 de julio. Enseñó sus credenciales en el mostrador policial ubicado en el hall principal del edificio; abrió su maletín de mano para que los policías comprobaran que no llevaba ningún arma o elemento sospechoso; colgó en el bolsillo superior izquierdo de su blazer azul oscuro la identificación que la distinguía como VISITANTE y se dirigió resueltamente hacia los ascensores. Su figura esbelta y elegante contrastaba ostensiblemente con el sobrepeso y la hombruna apariencia de las mujeres policías que circulaban por el lugar. La lozanía de su piel y su cabellera rubia, peinada a la última moda, la hacían aparentar una edad menor a sus bien conservados cincuenta y seis años.

Emily Conway figuraba entre las primeras mujeres que se habían graduado de la Unidad de Ciencias del Comportamiento —una división de la Academia del FBI, ubicada en Quantico, Virginia— como especialistas en elaborar perfiles psicológicos de los homicidas a partir del modus operandi de éstos y del examen de la escena del crimen. La información obtenida a través de estos procedimientos les permitía analizar la mente de un determinado criminal para anticipar sus próximos movimientos, antes de que volviera a atacar.

En dos palabras, Emily Conway era lo que los anglosajones definían como una criminal profiler.

Acudir a un criminal profiler solía ser la última carta que se jugaba la policía. Esto ocurría cuando, después de intentarlo todo, los detectives no habían conseguido ningún indicio físico que les permitiera identificar al criminal, como el arma homicida o una lista de sospechosos; o una vez que se habían agotado las pistas a seguir. En otras palabras, cuando la investigación había llegado a un callejón sin salida. En esas circunstancias, y a falta de evidencias físicas, los policías optaban por buscar indicios de conducta que dieran alguna luz sobre el malhechor, y que permitieran obtener una orientación bien sustentada sobre el camino a seguir en la investigación.

El teniente John Brannagan había conocido a Emily Conway un año atrás, con ocasión de una charla de actualización que ella había dictado en la División de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. En esa oportunidad la profesional había arrojado nuevas luces sobre la conducta criminal de los asesinos seriales.

«Si uno puede entender la mecánica relativa a la forma como ocurrió un crimen, entonces puede interpretar qué tipo de persona lo hizo. Y si puede descifrar quién es esa persona, entonces puede atraparla», había dicho en esa ocasión.

—La señora Emily Conway ya está aquí —le anunció Beatrice Barrows a través del intercomunicador.

—Llévala a la sala de reuniones, Betty, ofrécele un café y avísale al resto del equipo. Yo voy enseguida —le contestó Brannagan tomando unos papeles, al tiempo que se ponía la chaqueta.

Cuando Brannagan entró en la sala de reuniones, ya todo el mundo estaba allí. El teniente de Homicidios saludó amablemente a su invitada. Emily Conway respondió con un gentil apretón de manos, sin inmutarse por los oscuros moretones que exhibía el detective, tanto en la cara como en las manos. (Minutos antes, Beatrice Barrows se había encargado de advertirla sobre el percance sufrido por su jefe, para que no fuera a sorprenderse).

—Lamento saber que tuvo un accidente de tránsito —se limitó a decir, aunque después agregó—: Afortunadamente sin consecuencias mayores.

Brannagan la invitó a sentarse. Emily Conway apuró el resto de café que quedaba en su taza e inmediatamente sacó de su maletín una voluminosa carpeta.

—Me pasé los tres últimos días leyendo y analizando su Libro Azul —dijo, al tiempo que depositaba el grueso documento sobre la mesa.

Los detectives que investigaban homicidios acostumbraban elaborar un informe que incluía todo lo que había sucedido durante el curso de una investigación: desde la descripción de la escena del crimen, incluyendo diagramas, videos y numerosas fotografías tomadas en el sitio, hasta transcripciones de los interrogatorios, posibles sospechosos, testigos presenciales, notas al margen y cualquier otra información que consideraran relevante sobre el caso.

Era lo que en la jerga policial se conocía como el Libro Azul.

—No me sorprende que le haya tomado tanto tiempo —respondió Brannagan—. Después de todo, estamos hablando de cinco asesinatos cometidos en menos de dos meses.

Emily Conway volvió a introducir las manos en su maletín. Esta vez extrajo un bolígrafo y una libreta llena de anotaciones. A continuación, de un elegante estuche sacó un par de lentes ópticos con marcos muy delgados y se los acomodó con suavidad sobre su nariz levemente aguileña, característica que le brindaba fuerza y personalidad a su rostro.

—La primera pregunta que tenemos que responder es: «¿qué clase de persona comete este tipo de crimen?». Podemos deducir —prosiguió sin esperar respuesta, mientras repasaba sus notas— que, como lo afirma el teniente Brannagan en su informe, estamos lidiando con un asesino serial organizado. También los hay desorganizados —aclaró—. Es decir, se trata de un criminal que planifica sus crímenes con antelación y al dedillo, y se preocupa de no dejar evidencia forense ni pistas que pudieran conducir a su captura.

Brannagan apoyó sus palabras.

—La más clara muestra de que se trata de una persona organizada es que se da el lujo de inventar acertijos relativos al crimen que va a perpetrar.

—Exactamente —respondió Emily Conway.

El análisis e interpretación de las escenas del crimen, para lo cual había sido especialmente entrenada, le permitían a Emily Conway encontrar pistas de comportamiento antes, durante o después de cometido el asesinato.

—Ahora bien —continuó—, examinemos su modus operandi. El hecho de que perpetre sus crímenes en sitios muy concurridos —a diferencia de la mayoría de los asesinos seriales, que prefiere lugares solitarios y apartados— nos permite clasificar a este individuo como una persona audaz, que busca emociones fuertes, y dispuesta a correr muchos riesgos. Considera como un juego, un desafío, «ganarle» a la policía, ser más inteligente y astuto que ella. Disfruta de la atención que despierta en los medios de comunicación. Lo excita la persecución policial y le produce una enorme sensación de triunfo poder escaparse de los agentes de la ley. Los criminólogos ubicamos a este tipo de asesino serial en la categoría «Atrápame si Puedes».

Emily Conway pidió un poco de agua. Solícito, Peter Bradshaw trajo la jarra de cristal y le llenó el vaso que tenía enfrente.

Después de beber un pequeño sorbo, la ex agente del FBI prosiguió:

—La forma como un homicida dispone de sus cadáveres también nos dice mucho sobre su personalidad. Normalmente un asesino esconde el cadáver para ocultar su crimen. Éste no. Este individuo quiere que encontremos los cuerpos.

—¿Y eso por qué? —preguntó intrigado Peter Bradshaw, al tiempo que le alcanzaba una servilleta.

—Porque eso le da poder y control —respondió la criminóloga, sin entrar en detalles.

—¿Diría usted que estamos enfrentados a un psicópata? —preguntó Owens.

—Sin duda alguna. Se trata de una persona que ha acumulado mucho rencor, un individuo que por alguna razón siente que ha sido perjudicado injustamente, y desahoga su furia contra la sociedad en forma muy violenta. Con los asesinos seriales siempre hay un mecanismo disparador que los lleva a matar. En nuestro caso tal vez se trate de alguien que ha sido ignorado, humillado, herido emocionalmente. Ahora él quiere humillar y vengarse de quienes lo maltrataron. Entonces comete crímenes horrendos y seguramente se siente bien al respecto, porque un asesino serial no tiene moral ni sentimientos de culpa; ni menos aún, remordimientos. Es un criminal que no establece una línea divisoria entre el bien y el mal. Ted Bundy, por ejemplo, para citar al más famoso asesino serial de los Estados Unidos, pocos días antes de su ejecución confesó que después de secuestrar, matar, violar, descuartizar y enterrar a una de sus víctimas se fue tranquilamente a un restaurant donde lo esperaban unos amigos «con los que pasé una velada deliciosa».

—Sin duda son enfermos mentales —comentó Victoria Seacrest.

—Sin embargo —continuó Emily Conway—, un asesino serial tiene una gran capacidad para integrarse socialmente y llevar una vida aparentemente tranquila y normal, porque padece lo que los psiquiatras definen como un «Desorden de Personalidad Antisocial», conocido también como «la máscara de la cordura». Robert Lee Yates Jr, por ejemplo, era visto como un padre modelo, «un hombre de familia». Se trataba de un militar respetado y condecorado en múltiples ocasiones. Se había retirado de las Fuerzas Armadas con los máximos honores. ¡Nadie se hubiera imaginado que había sido capaz de matar fríamente a dieciséis mujeres, a lo largo de veinte años! Y Ted Bundy, para seguir con nuestro ejemplo más representativo, era un tipo carismático, un estudiante de leyes sociable y encantador, además de muy buen mozo… «Una persona a la que no habría dudado en aceptar como esposo de mi hija», confesó una de las mujeres que integraron el jurado que en 1980 lo condenó a la silla eléctrica.

Emily Conway volvió a ponerse los anteojos. Acto seguido, abrió el voluminoso Libro Azul y extrajo de él varias fotografías ampliadas de las víctimas.

—Y a propósito de lo anterior —prosiguió—, a veces lo que no aparece en la escena del crimen es más importante que lo que está en ella. Fíjense —dijo, al tiempo que repartía las copias fotográficas—, en ninguno de los cadáveres aparecen heridas defensivas, es decir, los típicos cortes en las manos y en los antebrazos de quien intenta repeler una ataque con arma blanca. Esto nos indica claramente dos cosas. Una, que el homicida ataca en forma sorpresiva y a mansalva, sin que sus víctimas tengan la oportunidad de defenderse. Eso ya lo sabemos. Pero hay un segundo aspecto que vale la pena considerar: en alguno de los casos el criminal ha podido acercarse a la víctima sin despertar sospechas ni llamar la atención. Esto es patente en el caso de la azafata Linda Armstrong. El asesino hasta se dio el lujo de bailar con ella antes de acuchillarla. Pero tampoco llamó la atención en Bryant Park, donde le quitó la vida a Albert LaPaglia. De hecho, nadie fue capaz de describirlo físicamente. ¿Qué nos indica esto? Que estamos lidiando con un malhechor que pasa inadvertido en cualquier lugar, porque su aspecto es el de una persona común y corriente, como cualquiera de nosotros.

—Lo que nos tiene frustrados —confesó Victoria Seacrest—, es que no hemos podido descubrir el motivo que lo lleva a cometer sus crímenes. Me explico: el asesino no viola a sus víctimas, no les roba sus objetos de valor, no las humilla. Simplemente las mata.

Emily Conway se quitó los anteojos y miró directamente a Victoria Seacrest.

—Sí, aparentemente no hay un motivo. O al menos un motivo fácilmente perceptible. Este aspecto lo iba a tratar más adelante, pero ya que usted puso el tema, permítame asegurarle que las victimas no son el objetivo de nuestro asesino serial. Ellas son sólo un elemento accesorio dentro de un plan de mayor alcance.

—Tampoco hemos encontrado ninguna relación entre el asesino y sus víctimas —manifestó Ricky Vargas—. O entre las víctimas entre sí.

Emily Conway se volteó hacia Ricky Vargas.

—Y no la van a encontrar, porque esa relación no existe. Ni entre el asesino y sus víctimas ni entre las víctimas entre sí. Por la misma razón que les acabo de exponer: las víctimas son sólo un elemento accesorio. Todo indica que fueron escogidas al azar. Simplemente se encontraban en el lugar equivocado a la hora equivocada, como acostumbra decir la policía. Ahora, si me permiten continuar mi exposición… —solicitó Emily Conway, levemente molesta.

—Sí, claro —respondió algo avergonzada Victoria Seacrest. Y agregó, a modo de disculpa—: Lo que ocurre es que nos sentimos terriblemente frustrados por la forma como se han dado las cosas.

—Otro aspecto del modus operandi de este criminal —continuó la criminóloga—, es que deja su firma o tarjeta de presentación en la escena del crimen, concretamente en la boca de sus víctimas. Esto es muy significativo, pues sólo unos pocos asesinos seriales —apenas un dos por ciento— recurren a esta artimaña. De hecho, Ted Bundy jamás dejó, en forma premeditada, algún indicio que a la larga pudiera conducir a su captura.

—¿Está usted sugiriendo, entonces, que con este proceder nuestro asesino serial deliberadamente quiere que lo atrapemos? —la interrumpió Peter Bradshaw, sin poder evitarlo.

—No. De ninguna manera. De hecho, ese es uno de los mitos más generalizados respecto de los asesinos seriales. Y como todo mito, es falso.

El mito afirmaba que el homicida, horrorizado por sus crímenes pero incapaz de detenerse en su orgía de sangre, consciente o inconscientemente buscaba ser atrapado.

—La realidad es que ningún asesino serial desea ser capturado —continuó Emily Conway—. Lo que sucede es que con cada nuevo homicidio se van haciendo más descuidados, y comienzan a cometer errores que finalmente nos permiten detenerlos. Ahora, volviendo a nuestro tema, ¿qué significa que el asesino serial deje su tarjeta de visita? —Y antes de que pudieran interrumpirla otra vez, se respondió a sí misma—: Que, a diferencia de Ted Bundy, nuestro hombre quiere que se sepa que hay un asesino serial haciendo de las suyas en las calles de Nueva York. Y que la policía no puede atraparlo. También significa que ambiciona recibir el crédito por ello. Aunque sea anónimamente, porque eso satisface su necesidad psicológica de reconocimiento. Enfermos de egolatría, estos individuos suelen preguntarse: «¿de qué sirve cometer un crimen perfecto si nadie se entera?».

—Como el «Zodíaco», en California; o «El Francotirador de Washington». —aportó Brannagan.

—Exactamente, teniente. Exactamente.

El asesino serial autodenominado «Zodíaco» solía escribir cartas a los diarios jactándose de sus homicidios, los cuales narraba con lujo de detalles. Y para que no quedara ninguna duda de que él era el autor material de esos crímenes, siempre firmaba sus comunicados con un símbolo que representaba al zodíaco. Lo mismo hacía «El Francotirador de Washington», sólo que en vez del signo del zodíaco dejaba en la escena del crimen una carta del Tarot, con un breve mensaje escrito en el reverso, dirigido a la policía.

—¿Y cómo atraparon a esos tipos? —volvió a preguntar Peter Bradshaw.

—Al «Zodíaco» nunca lo atraparon —le contestó Brannagan—. Por alguna razón que desconocemos, simplemente dejó de asesinar y se desvaneció tan misteriosamente como había aparecido. En cuanto al «Francotirador de Washington», que al final resultaron ser dos individuos, terminaron siendo capturados por una infidencia del menor de ellos, un inmigrante jamaiquino.

Emily Conway abrió «El Libro Azul» y de él extrajo una fotografía de la cinta impresa con el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado.

—Detengámonos ahora a examinar la firma o «tarjeta de visita» del sujeto en cuestión. A diferencia del «Zodíaco» o del «Francotirador de Washington», que utilizaban tarjetas de visita «neutras», en el sentido de que no expresaban nada que fuera más allá de los símbolos en sí, en nuestro caso el homicida ha escogido una tarjeta de visita muy particular, con la cual sin duda nos quiere enviar un mensaje.

—Que odia a Nueva York —aportó Martinkowski sin vacilar.

—Obviamente esa es la respuesta —prosiguió Emily Conway. Ahora bien, preguntémonos: ¿quién podría odiar a Nueva York?

—¿La mitad de sus ocho millones de habitantes? —sugirió con sarcasmo Ricky Vargas.

Vivir en Nueva York no era fácil. La ciudad ostentaba el poco envidiable récord de tener el costo de vida más elevado de los Estados Unidos. Los alquileres habían alcanzado alturas insospechadas. Lo mismo ocurría con la comida, los servicios, el transporte, el costo de la salud. Sin olvidar los impuestos federales, estatales y municipales, que también estaban entre los más altos del país. Los inviernos eran muy crudos y los veranos, agobiantes. Y ahora, con las continuas fallas en el suministro de electricidad, que afectaba prácticamente a todo el quehacer diario, la situación se había vuelto insoportable. Aún así, la mayoría de los habitantes de Nueva York no la cambiaría por nada en el mundo.

Emily Conway pasó por alto el comentario de Ricky Vargas y repitió la pregunta:

—¿Quién podría odiar tanto a Nueva York… como para querer hacerle daño? —enfatizó. Y enseguida aclaró—: Porque evidentemente el homicida procura causar el mayor perjuicio posible a la ciudad, y en el sector donde más le duele: la economía. Fíjense que ha atacado en algunos de los lugares más emblemáticos de la Gran Manzana: Greenwich Village, Bryant Park, la Zona Cero y ahora Coney Island. Yo estoy convencida de que lo que el tipo pretende es ahuyentar al turismo masivo, que representa el mayor ingreso que tiene la ciudad, para provocarle un colapso financiero.

El planteamiento de Emily Conway tenía sentido: cuarenta y cuatro millones de personas, provenientes del extranjero y también de otros estados norteamericanos, solían visitar Nueva York cada año, dejando en las arcas fiscales alrededor de cincuenta mil millones de dólares. Una disminución brusca de visitantes sería catastrófica para la ciudad.

—No me sorprendería en lo más mínimo que su próximo crimen lo cometiera en el Zoológico de Brooklyn —aseveró Emily Conway—. O en Radio City Music Hall. O en el Madison Square Garden.

—Su hipótesis, entonces —intervino Brannagan—, es que a nuestro hombre lo motiva la venganza.

—El rencor y la venganza, diría yo. Él quiere desquitarse de la ciudad, por alguna razón que desconocemos. Tal vez considera que Nueva York lo trató mal; que lo perjudicó en algún sentido. Quizás se trate de un funcionario público que perdió su trabajo, lo cual no es nada raro en estos tiempos de despidos masivos. O simplemente estamos lidiando con un individuo perturbado, que desea vengarse de la ciudad donde vive la novia que lo abandonó. No hay nada más peligroso que un hombre despechado.

—Excepto una mujer despechada —le corrigió Corelli.

Todos rieron con la ocurrencia, lo que contribuyó a descargar la tensión que se percibía en el ambiente. En ese momento entró Beatrice Barrows empujando un carrito con café y pastelillos, por lo cual decidieron hacer un receso.

Diez minutos después del coffee break reanudaron el diálogo. La criminóloga se sirvió una segunda taza de café y regresó a su asiento.

—El café es mi vicio secreto —confesó.

Brannagan se veía inquieto.

—Me parecen muy interesantes los planteamientos que usted ha hecho, Emily. Sin embargo ese análisis no resuelve una cuestión importante: ¿por qué el asesino se comunica con nosotros, la policía de Nueva York, y no lo hace directamente con los medios, como ocurría con el «Zodíaco»? ¿Para qué el jueguito de los acertijos, y la hora límite? ¿Qué sentido tienen, si él puede conseguir sus objetivos sin necesidad de involucrar al Departamento de Policía… y sin necesidad de arriesgarse a ser capturado en la escena del crimen?

—El riesgo no es un factor que vaya a disuadir a un asesino serial —le respondió la criminóloga—. Por el contrario, lo estimula. Está demostrado que los asesinos seriales tienen umbrales de miedo y de ansiedad notoriamente más altos que el resto de la población. De ahí que, para lograr un elevado nivel de estímulo, un psicópata siempre busca actividades que impliquen peligro. Por eso muchos de ellos intentan enrolarse en la policía.

¿En la policía? —preguntó incrédulo Corelli.

—¡Con razón BigNews escogió este trabajo! —exclamó Owens riéndose, al tiempo que dirigía su mirada hacia Martinkowski.

Emily Conway sonrió, bebió un sorbo de café y dejó la taza en la mesa. Se limpió delicadamente los labios con una servilleta y dijo:

—Antes del break yo insinué, refiriéndome al asesino, que podría tratarse de un funcionario público. Pero ya que hemos tocado el punto, voy a ir directamente al grano: creo que el asesino es un ex policía. Un ex agente que fue despedido por corrupción, por brutalidad policíaca, por estar involucrado en algún asunto de drogas o por cualquier otro motivo por el que se expulsa a un policía. Pienso que es un tipo que está lleno de resentimiento, porque quizás se siente injustamente castigado y desea vengarse. La hipótesis de que puede tratarse de un ex policía está respaldada por los conocimientos que exhibe el individuo sobre investigación forense, al cuidarse de no dejar evidencias que pudieran involucrarlo en los asesinatos. Eso explicaría por qué ustedes no han podido hallar ninguna pista en ninguna de las escenas del crimen. Tampoco han encontrado el arma homicida. Fíjense que hasta se cuida de que no lo graben las cámaras de seguridad, como si conociera exactamente la ubicación de cada una de ellas. Ahora bien, con el asunto de los acertijos mata dos pájaros de un tiro: castiga a la policía, dejándola en ridículo al demostrar que es incapaz de evitar los asesinatos, y al mismo tiempo se desquita de la ciudad.

—¿Pero en ese caso, si su objetivo es vengarse de la policía —preguntó Victoria Seacrest—, ¿no sería más lógico que atentara contra agentes uniformados en vez de matar a personas inocentes?

—No, porque si así lo hiciera, los habitantes de esta ciudad —y los turistas— dormirían más tranquilos: no se considerarían en peligro directo, puesto que el homicida se limita a asesinar policías. Recuerden que al matar gente al azar el asesino busca sembrar pánico, para que nadie se sienta seguro. De esta forma transmite el mensaje de que cualquier persona que viva en Nueva York, o esté de visita en la ciudad, puede ser la próxima víctima. Sólo así logrará afectar financieramente a la ciudad. Además eso le da poder y control —enfatizó, mirando a Peter Bradshaw—, porque nos está advirtiendo que las vidas de todos nosotros están en sus manos.

—Un psicólogo explicó eso mismo en el programa Barry Quinn Live —dijo Corelli—. Creo que era un profesor alemán, o quizás austríaco, porque hablaba con un acento muy marcado.

—Sí, lo recuerdo —confirmó Brannagan.

—Además —prosiguió Emily Conway—, un asesino serial rara vez ataca al origen de su resentimiento. Hace un rato yo decía que no hay nada más peligroso que un hombre despechado. Y así lo demuestra el tristemente célebre Ted Bundy, quien comenzó su orgía de asesinatos cuando fue abandonado por su novia. Pero él no mató a su novia sino a muchachas muy parecidas físicamente a ella.

Emily Conway miró directamente a John Brannagan.

—Ahora bien, ¿se ha preguntado alguna vez, teniente, por qué el asesino se comunica precisamente con usted y no con el comisionado Anderson o el jefe Murphy, o en su defecto, con la prensa?

—Sí, me lo he preguntado muchas veces —le contestó Brannagan—. Vargas tiene una teoría al respecto —agregó, dirigiendo su mirada hacia el detective portorriqueño—. La llama «El síndrome del Pistolero Invencible».

Emily Conway se quitó los anteojos y giró hacia Vargas, muy interesada.

—Esa no la conozco. Explíquemela, por favor.

Vargas se la explicó.

La criminóloga extrajo un pañito suave del estuche donde guardaba los anteojos y comenzó a limpiar sus lentes.

—Es una hipótesis digna de considerarse —manifestó, mientras examinaba sus lentes al trasluz y se aseguraba de que hubieran quedado perfectamente limpios. Luego se volteó hacia Brannagan—. Sin embargo —dijo—, si lo único que pretende este criminal es destruir su fama como «cazador de asesinos seriales», esta teoría no explica por qué deja en la escena del crimen una «tarjeta de visita» que tiene impreso el logotipo «I Love New York» con el corazón volteado. No. Yo creo que hay algo más profundo, que sin duda lo involucra a usted, teniente, pero de una manera muy especial. —Hizo una pausa y le preguntó—: ¿Tiene muchos enemigos?

Brannagan inhaló profundamente.

—Imagínese. Llevo veinticinco años en la policía. Hace mucho tiempo que dejé de llevar la cuenta de los criminales que he sacado de circulación. Cualquiera de ellos podría tener un motivo para querer vengarse de mí.

—¿Incluyendo policías corruptos?

—Especialmente los policías corruptos.

—Estoy confundida —confesó Victoria Seacrest—. Por fin, ¿cuál es el objetivo del «Asesino del Corazón Volteado»? ¿Vengarse de Nueva York? ¿Tomar revancha de la policía? ¿Desquitarse del teniente Brannagan?

Esta vez fue Emily Conway la que inhaló una profunda bocanada de aire.

—Todos los anteriores —exclamó, como si estuviera respondiendo una encuesta de respuestas múltiples—. Previamente yo les aseguré que las víctimas sólo eran elementos accesorios de un plan de mayor alcance. Éste es el plan de mayor alcance: vengarse de Nueva York, de la policía y del teniente Brannagan. Al mismo tiempo. Debe haber una relación que involucre estrechamente a estos tres factores: quizás el homicida trabajaba en el Departamento de Policía de Nueva York, fue separado del organismo por alguna falta grave y la medida de destitución la tomó el teniente Brannagan.

Brannagan cambió de postura en su asiento. Se veía molesto.

—Pero si al final yo soy la causa de todos sus males, ¿no sería más fácil asesinarme a mí y sanseacabó?

—Esa sería la salida fácil —replicó Emily Conway—. Pero es que el homicida no quiere matarlo, teniente, sino destruirlo. Moralmente. Profesionalmente. Socialmente. Recuerde que estamos tratando con un psicópata, que goza con lo que está haciendo. Sin duda el criminal le tiene mucho rencor a usted.

—¿Por qué lo dice?

—Por la forma como lo trata: lo llama despectivamente sabihondo, una expresión que encierra gran resentimiento. No, él no quiere matarlo. Quiere que usted mismo acabe con su exitosa carrera policial, teniente, al demostrarse incapaz de atrapar al «Asesino del Corazón Volteado». Fíjese: usted sufrió un accidente de tránsito hace algunos días. Pero quizás no se trató de un accidente, después de todo. Quizás fue el propio asesino quien lo embistió con su automóvil… pero teniendo cuidado de no matarlo.

—¿Y por qué él haría eso?

—Para sacarlo del juego, momentáneamente. Y de esta manera hacer efectiva su amenaza.

—Veo que usted piensa igual que el detective Alan Murdock: que para satisfacer las demandas del asesino, y disuadirlo de cometer otro homicidio, yo tengo que estar presente en el lugar escogido por el criminal, y además, antes de la hora límite.

—¿Qué otra explicación podría haber para lo ocurrido en Coney Island? —le ripostó Emily Conway—. Desde temprano, toda la policía estaba allí, excepto usted. Mi teoría es que de alguna manera el homicida se enteró de que ustedes habían resuelto el acertijo y que esta vez tenían tiempo suficiente para frustrar el asesinato. Pero nuestro hombre no quiere que la policía impida un nuevo homicidio, porque eso representaría un fracaso para él. Por el contrario, a medida que aumenta el número de asesinatos, en esa misma medida Nueva York se vuelve más peligrosa y menos atractiva, la policía se desacredita aún más y el prestigio del teniente Brannagan se derrumba. Por eso decidió «sacarlo de circulación», como dice usted.

—¿Se acabará algún día esta enfermiza ola de asesinatos? —preguntó Corelli con un dejo de frustración—. ¿Es que estos bastardos no se cansan nunca?

—Por mi experiencia puedo decirle que una vez que un psicópata comienza a matar, ya no se detiene —le respondió la criminóloga—. Quizás después de su primer homicidio lo invadan sentimientos de culpa, pero luego, al comprobar que no ha sido descubierto, se siente muy bien; y además, tremendamente estimulado, porque ha tomado conciencia de que tiene poder y control sobre las vidas de los demás. Eso hace que desee repetir la experiencia. De esta manera, matar se convierte en una adicción. Ahora bien, para contestar directamente su pregunta: normalmente un asesino serial no se fija plazos para terminar su orgía de sangre. Sólo dejará de matar cuando se entregue, cuando lo atrapemos o cuando le metamos un tiro entre ceja y ceja —replicó sin pestañar. Pero luego de recapacitar unos segundos, agregó—: Aunque en este caso, puede que finalmente nuestro hombre detenga su racha de asesinatos, después de todo.

—¿Y en qué circunstancia se daría esa posibilidad? —preguntó Victoria Seacrest.

—Cuando se cumplan los objetivos que se propuso, obviamente —respondió Emily Conway.